lunes, 26 de septiembre de 2011

Homilía: "Tengan los mismos sentimientos de Cristo" - domingo XXVI del Tiempo Ordinario

La última película de “X-Men”, “First class” o “Primera clase”, muestra los orígenes de esta comunidad de hombres que tenían estos dones particulares, mutantes como los llaman en la película. Nos muestra a los actores principales – quien hace de profesor, Charles, y quien viene a ser Magneto, Eric – que se conocen y comienzan a caminar juntos; y se dan cuenta de que hay muchas personas como ellos que también tienen ciertos dones particulares y que por eso se sienten muchas veces discriminados, alejados, no comprendidos, que tienen miedo e inseguridad. Entonces, empiezan a buscarlos, empiezan a reunirlos, empiezan a caminar juntos como comunidad, con las diferencias que en toda comunidad, en toda familia, en toda sociedad uno puede tener. Pero, no sólo tienen algunos problemas intrínsecos de cómo ir manejando la cosa, sino que también empiezan a tener problemas con el resto de los seres humanos que muchas veces los ven como una amenaza, como algo peligroso, como algo difícil. Y acá aparecen dos opciones: la de Charles, de buscar cómo encontrar caminos de comunión, y la de Eric que, habiendo acumulado bronca durante su vida, busca más que nada la venganza, cómo devolver aquello que el otro le hace; esto se torna en una relación muy tirante y Eric busca la manera de vengarse, cómo utilizar su poder o aquello que tiene, y le dice a Charles “ellos harían eso con nosotros, eso es lo que ellos harían si estuvieran en otra postura”. Y, sin embargo, Charles le dice “pero a nosotros se nos pide algo distinto, tenemos que intentar ser mejores que ellos”; y no dice ser mejores por creérsela más, sino por descubrir que, si tienen un don o si tienen un talento, es para usarlo de una manera positiva, para usarlo de una manera nueva, para usarlo de una manera que los ayude a ellos mismos y a los demás. En definitiva, Charles le dice que hay que cortar con ese círculo en el cual parece que muchas veces la violencia, o el egoísmo, o la venganza, o lo que fuese, nos va separando de los otros; hay algo, o alguien, que en algún momento tiene que buscar algo distinto.

Y este pedido de Charles a su amigo, muy simple en la película, es el pedido de Pablo a su comunidad. Pablo les pide que ellos, que han conocido a Jesús, que han tenido un don, que se les ha regalado algo nuevo, vivan de una manera distinta. “Ustedes muestren que se puede vivir de otra forma, por eso tengan un mismo corazón, tengan un mismo sentimiento, sean conocidos por lo que transmiten, por lo que muestran; y hagan las cosas, no por un propio interés (como muchas veces nos sale a nosotros buscando qué es lo mejor para nosotros), sino por el de los demás. Y, cuando descubran que pueden vivir esto, no se crean superiores al resto; al contrario, vivan con humildad, vívanlo de otra manera, consideren a los otros como superiores a ustedes mismos.” La comunidad de Pablo seguramente está orgullosa de lo que está viviendo; es más, Pablo está orgulloso de esta comunidad de los filipenses. Pero les pide que, si ellos quieren estar orgullosos, lo primero que tienen que vivir es esa humildad que les mostró Jesús. Ese es el primero de los sentimientos que les pide que tengan como lo tuvo su Maestro; “tengan los mismos sentimientos de Jesús”, les dice Pablo. Y podríamos pensar nosotros también, como Pablo le pide a esta comunidad, cuáles son esos verdaderos sentimientos que Jesús nos invita a tener. Uno piensa en Jesús, y piensa que los sentimientos que intentó transmitir, vivir, y que nos invita a vivir a nosotros, son el del amor, el de la paz, el de la generosidad, el de la ternura, el de la compasión, el de la misericordia, el del perdón: todos sentimientos que a todos nos gustaría tener y que vamos descubriendo que, en mayor o menor medida, los podemos ir viviendo. Pero Pablo también nos pide a nosotros que busquemos ese camino, “si quieren luchar por algo, si quieren seguir a Jesús, si quieren ser su comunidad, intenten vivir esto”. Esto es lo que hizo Jesús, y no significa que sea fácil. A continuación, justo pone este himno: “el que era de condición divina, el que estaba con Dios, se abajó, se anonadó, vino” y no sólo vino, sino que padeció, murió, fue sepultado… pero porque ese era el sentimiento que llenaba su corazón, ese era su horizonte, ahí quería dar la vida, hacia ahí quería caminar. Y nos invita a nosotros a tener también esos sentimientos e intentar vivirlos. Tal vez cada uno de nosotros podría pensar: ¿cuál es el sentimiento de Jesús que más me atrae?, ¿qué es lo que más me atrajo de Jesús?, ¿por qué lo sigo? Cada uno puede intentar ver de qué manera puede crecer en esto, de qué manera puede dar un paso en este sentimiento de Jesús.

Uno de estos sentimientos que se nos invita a tener es justamente el de la justicia. Es por eso que Ezequiel, en la primera lectura, se le queja al pueblo; les dice “ustedes caminaron en la justicia, ¿por qué hacen algo distinto ahora?, ¿por qué cambiaron?, ¿por qué tomaron el mal ejemplo de los demás?, ¿por qué no siguen en ese camino?, ¿no ven que así se alejan de Dios?”. Y se ve que el pueblo se quejaba, decían “no, ¿por qué estamos alejados de Dios? Si Él nos eligió, si estuvimos con Él…”, a lo que Ezequiel les responde “porque van para el otro lado ahora, y así van a ser tratados. En cambio, hay otros que estuvieron mucho tiempo alejados de Dios; sin embargo, en un momento dijeron ‘ahora no quiero más esto, ahora quiero cambiar, ahora quiero vivir de una manera nueva’, y ellos van a ser juzgados de modo distinto que ustedes. ¿Por qué? Por lo que hacen, por lo que viven, por lo que eligen más allá de que les haya costado.” Este es el sentimiento de Jesús de siempre darnos otra oportunidad, de siempre estar esperando, de siempre estar buscando, de siempre estar buscando las maneras y las formas para que nos podamos acercar a Él. Y, en el fondo, lo que decide es lo que hacemos, es lo que vivimos. Los sentimientos son lo que tenemos en el corazón, y son lo que expresamos a los demás. Sentimiento no es lo que solamente decimos con palabras, no es lo que hablamos, no es lo que pensamos, es lo que verdaderamente pasa en nuestra vida; y uno se da cuenta cuando el otro siente con uno verdaderamente de corazón. Por eso muchas veces nos quejamos con el otro porque no nos escucha, porque no nos presta atención, porque no siente lo mismo que uno, porque se está riendo cuando uno está mal; porque uno siente que, en el corazón del otro, no está pasando lo mismo que en el nuestro.

Eso es lo que nos pide Jesús; y eso es lo que pide Jesús en el Evangelio, en esta parábola que es bastante simple. Ayer les preguntaba a los chicos, en misa con niños, quién cumplió la voluntad del padre; “el primero”, me dijeron todos. Era fácil para los chicos descubrir quién cumplió la voluntad; ahora no sé si es fácil vivirlo, nos cuesta a todos. La parábola es bastante sencilla. Un padre tenía dos hijos, a uno le dice “ve a trabajar a mi viña”; el hijo le dice que no pero después se arrepiente, no sabemos por qué, y va. Al otro hijo también le dice que vaya a trabajar a su viña; este le dice que va a ir y no va. La parábola excluye los dos extremos, que a veces nos gustarían a nosotros: el que dice que sí y va –algo que nos encantaría hacer a todos pero no es tan fácil decir siempre que sí e ir– o el otro extremo, el que dice que no y no va nunca, pero tampoco en general hay gente que siempre dice que no y no lo hace. Y quedan estas personas que viven esta función distinta de uno decir que va y de otro decir que no va, en un vínculo que es el del padre con el hijo. Fíjense, el vínculo es ese vínculo profundo; no está hablando ya de un jornalero, o de un dueño, es padre con hijo. Y pensaba cómo a veces hay personas en nuestras familias, en la Iglesia hay sacerdotes, religiosos, religiosas que, cuando se les pide algo, lo primero que dicen es “no” – no importa si tienen ganas o no, lo primero que dicen es “no”; pero no siempre se quedan en ese “no”, después uno sabe que lo tiene que trabajar un poquito, “bueno, dejá que yo lo ablando”, y que después recapacitan, no sabemos bien por qué, y hacen las cosas, y empiezan a vivirlas y a intentar cumplirlas. Y hay otros que a veces siempre lo primero que hacen es decir “sí, sí, sí”, pero después no pueden vivir eso porque no les da la vida, porque no les da el tiempo o porque no pensaron bien a qué estaban diciendo que sí; y cuesta.

Y esto pasa también en nuestro vínculo con Dios. Sin embargo, dice que lo central va a ser no lo que decimos sino lo que vivimos, sino lo que terminamos haciendo. Porque, en el fondo, el único que puede decir siempre que sí, y hacerlo, es Jesús; el único que siempre vive en esa coherencia de vida es Él, y nosotros nos vamos moviendo en estos ámbitos intentando a veces decir que sí y hacerlo, a veces decimos que no y lo buscamos, a veces no podemos. Pero nos va invitando continuamente a vivir esto, a tener sus sentimientos, a buscar su camino. Sin embargo, creo que la parábola nos invita a algo más porque creo que lo primero que pasa cuando la escuchamos es que nos choca; es muy dura la parábola, es muy duro Jesús, casi podemos decir que está enojado en este texto cuando les habla a los demás porque les dice “ustedes, que querían esto, ya no están más ahí; y las prostitutas, los publicanos –las dos clases sociales más despreciadas de todo el pueblo de Israel– tienen un lugar”. A todos aquellos que se creyeron con un lugar, a todos aquellos que le tenían que mostrar el camino a los demás, les está diciendo “ustedes están juzgados por lo que hacen”. Les está explicando la parábola; Jesús no explica las parábolas en general. Y acá lo está diciendo en concreto, “cada vez están más lejos ustedes, ¿por qué? Porque no hacen lo que tienen que hacer. ¿Y qué era lo que tenían que hacer? Guiar a los sencillos. ¿Para qué ustedes eran las autoridades religiosas? Para guiar a los otros a Dios, y no lo hicieron. Al contrario, se compararon con ellos, se creyeron mejores…” Y esos no son los sentimientos de Jesús, y por eso se alejaron, “y los que ustedes despreciaron, los que ustedes pensaron que no tenían un lugar, ellos sí escuchan ahora, ellos escuchan a Juan, ellos me escuchan a mí, ellos ahora intentan vivirlo”. En la primera lectura, estas personas serían los que estaban haciendo el mal y empiezan a hacer el bien; en el Evangelio, los que decían que no iban a trabajar, y empezaron a ir, y empezaron a vivirlo de a poco, como podían.

Y esa es la invitación para nosotros: tener los sentimientos de Jesús es hacerle un lugar a todos, es ayudar a aquel que es más sencillo, es buscar siempre el camino para que el otro se acerque a Dios. Esa es la invitación de Pablo hoy para nosotros como comunidad: tener un mismo pensamiento, un mismo corazón, un mismo sentimiento; bucear en lo profundo del corazón de Dios para intentar vivirlo, pero no para guardarlo sino para mostrarlo. Pablo dice “eso tiene que brillar ante los demás”.

Pidámosle a Jesús que, mirándolo a Él, aprendiendo de Él, podamos vivir sus sentimientos y que también, como nos pide Pablo, nos animemos a ser luz para los demás.

LECTURAS:

* Ez. 18, 24-28

* Sal. 24, 4-9

* Fil. 2, 1-11

* Mt. 21, 28-32

lunes, 19 de septiembre de 2011

Homilía: "Los últimos serán los primeros" - domingo XXV del Tiempo Ordinario

En la película “Más allá de la vida”, Cécile de France es una escritora y periodista que tiene una experiencia traumática, se encuentra al borde de la muerte en Asia cuando sucede el Tsunami. Tras esa experiencia, en la cual casi muere y es rescatada, ella comienza a mirar la vida desde otra perspectiva, desde otro lugar. Y esto la hace replantearse un montón de cosas de lo que está viviendo, de lo que le está pasando, y empieza a poner la mirada, como muchas veces pasa cuando uno tiene una experiencia límite o profunda en la vida, en las cosas centrales y esenciales. Es por eso que, después de un tiempo de reflexionar, decide escribir un libro sobre el más allá, sobre lo que sucede al momento de la muerte y posteriormente, y empieza a entrevistarse con gente que ha tenido esta experiencia y decide llevar un bosquejo de lo que está haciendo al lugar donde ella siempre escribía, a su editor, a la editorial (también ahí estaba su novio). Sin embargo, se ríen un poco de ella, la cargan por lo que está haciendo, por lo que está preparando, y le piden que se tome un tiempo: “Bueno, has tenido una experiencia traumática, tomate un tiempo de descanso, volvé después”, le dicen y ella no entiende y dice “No, ¿por qué? He escrito sobre tantas cosas triviales, que no son profundas ni llenan el corazón, ni valen tanto la pena y este es un tema importante para todos nosotros, un lugar por el que todos tenemos que pasar, algo que todos –o muchos– esperamos en el corazón”. Sin embargo, no la escuchan, empieza a perder prestigio, hasta Didier, su novio, la empieza a dejar de lado. Y ese vivir de una manera diferente, nueva para ella, la lleva a casi tener que distanciarse de su vida no solo anterior, sino de aquellos que la rodeaban; y siente una incomprensión por parte de los demás frente a esta nueva experiencia que ella tiene. Mientras vivía como ellos, no había ningún problema; cuando muestra un modo distinto, una forma de vida distinta, los demás la empiezan a dejar de lado.

Y esta experiencia que ella tiene es una experiencia que también tenemos nosotros a veces en la vida; a veces, vivimos cosas muy profundas, muy significativas pero que, cuando las queremos llevar a los demás, no sentimos un correlato del otro lado y sentimos que el otro está a una distancia muy grande de lo que a nosotros nos está pasando. Sentimos que el otro no puede entrar en nuestro mundo, no comprende lo que nos pasa, lo que estamos sintiendo en lo profundo del corazón. Pero esto también nos pasa a nosotros; ¿cuántas veces tampoco comprendemos lo que le pasa al otro, no podemos entrar en el mundo del otro? A veces, por circunstancias difíciles, a veces por circunstancias gozosas, a veces porque viven distinto… y nos cuesta compartir y vivir con el otro; casi como si estuviéramos en mundos diferentes, aun estando muy cerca, porque lo que pasa por el corazón es diferente y es distinto. Muchísimas veces tenemos esa incapacidad de poder aceptar o adaptarnos a lo que al otro le está pasando, a lo que está viviendo y, así, nos vamos quedando en nuestra forma de vivir, de interpretar las cosas, en nuestro propio mundo y eso nos va cerrando a los demás.

Esta experiencia que, sin irnos muy lejos, tenemos en la vida es la experiencia que seguramente tuvo Jesús en ese camino de tener que explicar a sus discípulos a qué los estaba invitando porque Jesús los invitaba a vivir de una manera más radical, y eso todos los entendemos. Cuando les dice “tenés que entregarte más”, “tenés que amar más”, “tenés que ser más generoso”, “tenés que ser más solidario”, uno piensa que es verdad, que tenemos que ser así, sin embargo nos encontramos con la experiencia de nuestra vida que continuamente no nos deja llegar a aquel ideal que tenemos, que buscamos, que deseamos. Pero en eso no encontramos una dificultad muy grande, sí en vivirla pero no en decir “sí, este es el camino”; sin embargo, hay otras veces en que no entendemos qué es aquello a lo que Jesús nos está invitando. Nos abre una experiencia, de algo tan nuevo, que casi pareciera que nos deja afuera porque nos hace mirar e interpretar las cosas desde un lugar diferente y distinto. Y creo que uno de esos lugares donde nos hace interpretar las cosas de un modo distinto es este evangelio porque, ya cuando empieza diciendo “muchos de los últimos serán los primeros”, uno dice “¿dónde?, ¿cuándo?, ¿de qué forma y manera?” porque no es nuestra experiencia. Si a nosotros nos dicen “vas a ser último” no nos gusta; tal vez los chiquitos dicen “sí, para bañarme” pero, para todo lo demás, uno quiere ser primero. La vida nos invita a ser primeros, el mundo nos exige ser primeros.

Entonces la pregunta es ¿dónde tenemos que ser últimos?, o ¿dónde se vive este ser último? Y es entonces cuando Jesús les presenta a sus discípulos esta parábola en la cual el señor invita a muchos a que vayan a trabajar a su viña prometiéndoles un denario, aquello que se pagaba por un jornal de trabajo, por un día. Y, continuamente, a lo largo del día, va a decirles a otros que vayan hasta la última hora a trabajar a su viña prometiéndoles que les va a pagar lo que fuera justo. Para sorpresa de todos, cuando llega el momento, llama a su mayordomo y le dice “ahora, ve y págales empezando por los últimos” y este, arrancando por los últimos, empieza a pagarles a todos lo mismo. Como es de esperar, y como seguramente muchos de nosotros haríamos, se quejan por lo que reciben: “¿cómo es posible que yo, que trabajé todo el día, reciba lo mismo que el que trabajó mucho menos tiempo que yo?”. Sin embargo, cuando alguno quiere plantear esto desde la justicia, “¿por qué eres injusto conmigo?”, el señor le dice “yo no he sido injusto contigo, ¿no habíamos arreglado en un jornal?, ¿no te había dicho que te iba a pagar un denario?, ¿cuál es el problema?”. Pero creo que esto va mucho más allá de lo que creemos o entendemos por JUSTICIA porque termina diciéndole “¿por qué te molesta que yo sea bueno?, ¿por qué tomas a mal que yo sea bueno?”.

Creo que esto nos abre a una interpretación más profunda y totalmente diferente de lo que solemos tomar como justicia. El problema es que, en general, esta es nuestra manera de relacionarnos con los demás; nosotros nos relacionamos por lo que es premio o castigo, o por lo que me merezco, por lo que es mérito, por lo que es proporcional a lo que yo hago. Creo que, a pesar de que no nos gusta del todo, continuamente lo estamos haciendo y en todos los espacios; muchas veces nos pasa en la familia, nos pasa con nuestros amigos o amigas, ni qué hablar en el trabajo. En muchos ámbitos, y en muchos vínculos, de nuestra vida, nos relacionamos así. ¿Cuántas veces dejamos de hablarle o le decimos cosas al otro, o lo tratamos de tal manera por lo que sentimos que hizo o no hizo con nosotros?, ¿cuántas veces también damos hasta cierto punto porque decimos “ahora le toca al otro darme a mí”? Así nos vamos relacionando de esta manera según cuánto nos merecemos y cuánto el otro se merece, y nos cuesta mucho salir de ese plano. Sin embargo, queremos algo distinto; no nos basta la vida y no nos gusta cuando sentimos que estamos dando mezquinamente, o cuando sentimos que nos relacionamos solamente de esa manera. Por eso creo que todos buscamos experiencias y relaciones gratuitas y, cuando podemos vivir algo desde lo profundo del corazón y gratuitamente, somos mucho más felices; cuando sentimos que podemos darnos y que el otro se da a nosotros gratuitamente nos llena mucho más el corazón; cuando podemos entregarnos, cuando encontramos esos momentos en que podemos abrir el corazón de una manera diferente… El problema es que nos cuesta mucho, en general, entrar en ese modo de vida y de relación.

Pero Jesús nos muestra un mundo diferente. En primer lugar, mostrando su praxis: es Él el que va a buscar. Dice el evangelio que, continuamente, fue el dueño el que fue a buscar. Buscó al principio, buscó en el medio, buscó al final; y cuando pasa y sucede esto, dice “¿por qué te molesta que yo sea bueno?”. ¿No será que esa bondad nos abre a un modo distinto de relación con Jesús? Porque, en realidad, a todos los invitó Jesús; y todos recibieron algo de Jesús, todos recibieron un don y un regalo de Él. Es claro que esto no está hablando de una justicia retributiva, no lo escribió ningún economista, esto no cierra. Esto es un modo diferente de relacionarse en el Reino de Dios. Jesús les está diciendo “ustedes se relacionan de esta manera, por lo que creen que es justo e injusto, por lo que te tengo que dar o no; yo me relaciono de otra manera, en mi Reino es diferente. Yo te doy de lo que es mío, y lo que es mío es para todos, y es para todos de la misma forma e igual; y, si quieren compartir la alegría, acá no compitan, acá no se comparen, acá no busquen lo que creen ustedes que es justo según su manera de pensar, de vivir y de sentir. Acá queremos compartir la vida de una manera diferente; por eso vivan la alegría de que todos reciben lo mismo, el que es primero y el que es último”.

Acá esta parábola creo que tiene algo curioso porque le faltaría una segunda parte, que la escribo yo, no la escribió Mateo, me toca a mí. ¿Qué hubiera pasado con este hombre que seguramente se fue enojado? Porque, después de que Jesús le dijo esto, seguramente dijo “yo de acá me voy”; pero Jesús continuamente sale a buscarnos y se lo encontró un día y él volvió a la viña, pasó a ser el último y recibió lo mismo. Ahí seguramente empezará a entender, si es que se animó a volver a Jesús, lo que significa que los últimos serán los primeros, que todos reciben lo mismo, el que llegó en un momento, el que llegó en el otro, que todos gozan de lo mismo, de ese Jesús. Para decirlo más claro, el ejemplo más claro de esto es el buen ladrón: fue el último, y después fue el primero. Estaba en la cruz, le pidió perdón a Jesús y Él le dijo “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. ¿Dónde cierra eso? En Jesús, quien nos invita a compartir y a alegrarnos ya que todos tenemos la misma posibilidad; lleguemos cuando lleguemos, todos podemos vivir la alegría de estar con Él.

Esta también es la experiencia de Pablo. Pablo en un momento conoció a Jesús y, cuando conoció a Jesús, dijo “Para mí la vida es Cristo. Ahora vivo para Él y me alegro de que otros estén acá; si fuera por mí, me iría con Jesús ya, para mí la muerte es una ganancia. Sin embargo, quiero que muchos de ustedes puedan vivir esto, por esto es mejor que todavía esté acá para que otros que llegan últimos compartan la misma alegría”. Él ya tiene el corazón lleno de Jesús. Y cuando uno llena el corazón de Jesús, empieza a vivir de una manera distinta, de una manera nueva. Creo que todos tenemos la experiencia de eso. Cuando pudimos tener una experiencia profunda de Jesús, en cualquier momento y circunstancia de nuestra vida, sentimos algo distinto.

Pidámosle entonces, en este día, a Jesús que nos dejemos buscar por Él, que nos dejemos encontrar por Él, que nos sintamos llamados. Y que, cuando nos sintamos llamados y estemos en su viña, podamos decir, como Pablo, “para mí la vida es Cristo”.

LECTURAS:

* Is. 55, 6-9

* Sal. 144, 2-3. 8-9. 17-18

* Flp. 1, 20b-26

* Mt. 19, 30-20, 16


lunes, 12 de septiembre de 2011

Homilía: "Hasta 70 veces 7" - domingo XXIV del Tiempo Ordinario

Hay una leyenda árabe que cuenta que dos grandes amigos iban caminando por el desierto. Como siempre pasa, se divertían contando anécdotas, cosas de la vida, cosas que habían pasado, charlando de muchos temas. El camino por el desierto se hace largo, y pasaron a temas que a veces son un poco más discutibles, conflictivos, sobre los cuales no pensaban igual y, de pronto, la conversación subió un poco de tono, uno de ellos se sintió ofendido y le pegó una cachetada a su amigo. Entonces, este amigo dolido con lo que el otro había hecho con él, se agachó y, con el dedo, escribió en la arena “hoy mi mejor amigo me ha pegado una cachetada” frente a la sorpresa del otro, que ahí se dio cuenta de lo que había hecho. Siguieron caminando, como si nada, hasta que llegaron a un oasis, comenzaron a refrescarse, nadar un poco, con la alegría de poder tener algo de agua en medio del desierto y el amigo que había sido agredido comenzó a ahogarse y empezó a pedir auxilio. Entonces, su amigo fue rápidamente hasta él, lo socorrió y lo salvó. Este amigo, agradecido, tomó un cuchillo y comenzó a escribir en la piedra: “hoy, mi mejor amigo me ha salvado la vida”. Escribió hasta que quedó marcado y, después de un rato, su amigo sorprendido le preguntó: “¿por qué cuando yo te ofendí, te agredí, escribiste con el dedo en la arena y ahora que te ayudé escribiste esto mucho más fuerte acá en la piedra?”. Y su amigo le dijo: “es que, cuando un amigo comete una ofensa contra uno, uno tiene que escribirlo en la arena del corazón de donde el viento del perdón y del olvido harán que se vaya borrando; en cambio, cuando un gran amigo tiene un gesto importante, profundo con uno, uno lo tiene que grabar a fuego en el corazón para recordarlo toda la vida”.
A pesar de la simpleza de esta enseñanza, creo que va a lo central de lo que edifica y construye los vínculos, que es aprender a guardar en el tesoro de lo que es la amistad, los gestos, los signos, en ese cofre que es el corazón; y aprender a, más allá del dolor, dejar que ello haga su proceso y vaya pasando. Sin embargo esto de que, seguramente si lo charlásemos todos coincidiríamos en que es mucho más grande un gesto bueno que un gesto malo, no siempre es así. Muchas veces, los grandes signos que nuestros amigos, nuestros familiares, la gente cercana a nosotros, tienen con nosotros quedan escritos como en arena y las grandes o pequeñas cosas que los demás nos hacen las guardamos como a fuego en el corazón y nos cuesta mucho sacarlas, nos cuesta mucho olvidarlas. Parece que en esta balanza, en donde tendría que pesar más lo bueno, muchas veces pesa más lo malo y el problema es que, desde ahí, no se puede construir. Si nosotros tenemos un corazón donde nos cuesta perdonar, donde nos cuesta reconciliarnos y caminar de nuevo con el otro, vamos perdiendo esa facilidad de hacer los vínculos.
Esto generalmente pasa mucho, y uno lo ve a veces cuando toca verlo de afuera; porque, cuando estamos adentro, estamos todos bailando y es difícil ser objetivos. Pero, cuando nos toca ver de afuera, uno dice “¿por esta pavada estos se pelearon? Tantos años de amistad, tantos años de hermandad, tantas cosas que vivieron juntos, ¿y por esto se separan, por esto no se hablan más, por esto no se quieren ver?”. Casi como nos pasa a veces con los pequeños, que uno dice “si es tu amigo, andá, reconciliate”, casi tendríamos que escucharlo también nosotros cuando somos grandes, tendríamos que aprender a descubrir todos los signos que el otro pone. Y, si empezamos a mirar, en general en los grandes vínculos que tenemos en la vida, hemos guardado o juntado en nuestro corazón un montón de signos de cariño, de amistad, un montón de cosas por las que tendríamos que estar agradecidos, que tendrían que ser un gran tesoro con el que pagar esas pequeñas deudas, esas pequeñas ofensas que tienen con nosotros.
Sin embargo, esto nos cuesta a todos; nos cuesta tanto que, en general, no nace con naturalidad el perdón en nosotros. Y esto que nos cuesta a nosotros, les cuesta a los discípulos. No sé si recuerdan, pero el domingo pasado, que este evangelio viene en continuado, escuchamos que Jesús nos invitaba a la corrección fraterna y nos indicaba el camino que uno tiene que hacer en la corrección fraterna: primero en privado, después con dos o más y después con la comunidad. Frente a esto, Pedro dice “está bien que nos tengamos que corregir, pero ahora me toca a mí, ¿hasta dónde yo lo tengo que perdonar al otro?” y Pedro, bastante osado, tira un número bastante importante: “¿hasta siete veces lo tengo que perdonar?”. Como ustedes saben que los números, como siempre hablamos, en la vida tienen un simbolismo y el número 7 es un número de plenitud, un número grande, importante. Pedro no anda con pequeñeces. Sin embargo, Jesús le dice “¿hasta siete veces?”, casi como diciendo “me dices”, “hasta setenta veces siete” te digo yo. En el fondo, lo que le está diciendo es “tenés que perdonar siempre”. Porque nosotros siempre estamos como midiendo: ¿hasta dónde yo me entrego, hasta dónde yo me doy, hasta dónde lo quiero a este, hasta dónde lo amo, hasta dónde lo perdono? Siempre es como que estamos viendo cómo estiramos la cosa; y Jesús nos dice “mirá, esto no sirve; esto no es así”. Lo que tenemos que hacer es romper los límites, decir “tengo que amar siempre, tengo que perdonar siempre, tengo que ser generoso siempre”.
El que puede vivir esto así es Jesús y obviamente que a nosotros nos cuesta, pero la invitación es esa, el ideal es ese, y hacia donde nos pide que caminemos es hacia allí por esa necesidad profunda que tenemos todos en el corazón. Y creo que este texto es como el corazón del Evangelio. Muchas veces yo me he preguntado: ¿dónde se juega mi ser cristiano?, ¿dónde yo puedo mostrar que soy cristiano?, ¿cómo puedo dar testimonio a los demás?, ¿cómo puedo ir a decir y mostrar que yo quiero a Jesús, que estoy cerca? Y creo que, después de estos pocos años que me ha tocado caminar en la fe, el ser cristiano se juega en el perdón. Eso es lo que nos va a preguntar Jesús: ¿cuántas veces perdonaste?, ¿cuántas veces abriste el corazón? Y, ¿por qué se juega acá? creo que es porque es lo que más nos cuesta. En general no es lo que nace con naturalidad en nosotros. Cuando verdaderamente nos sentimos dolidos, no cuando decimos “bueno, no importa” porque ahí no me tengo que jugar nada, sino cuando alguien verdaderamente me hace algo a mí que me duele, lo que nace con naturalidad es pensar en cómo no le hablo más, cómo lo dejo de lado, cómo se la hago sentir un poco, cómo le paso factura… cuando no hablamos de cómo llevar a cabo alguna venganza. Y no nace este decir “¿cómo lo puedo perdonar?”; y, como esto no es lo que nace, es lo que nos cuesta a todos. Y acá es donde Jesús nos dice “acá les pido que crezcan como cristianos, esto es lo que los tiene que diferenciar del resto, aquí es donde se juega la comunidad”. Yo creo que la comunidad cristiana se juega en la capacidad del perdón y la reconciliación y el gesto más profundo que siempre se puede poner es el de perdonar. Sin embargo, nos cuesta a todos; le costó a la Iglesia durante siglos. Gracias a Dios, Juan Pablo II tuvo ese gran gesto de decir “pidamos perdón por los errores cometidos, seamos un signo para los demás, nosotros demos testimonio de esto como Iglesia, demos testimonio como comunidad, demos testimonio como cristianos”. Esa capacidad de perdonar es donde se muestra cómo vamos creciendo en este amor a Jesús.
Y en el fondo es esto que Jesús nos dice en la parábola. Les dice que había un rey que tenía un hombre que le debía una deuda incalculable, impagable, no había manera de pagar esa deuda. Sin embargo, este hombre le pidió a su señor “ten compasión de mí” y parece que, solo diciendo eso, ese rey se compadeció. Parece casi irónico el texto. Se compadeció, y le dijo “bueno, andate y no me tenés que pagar nada”; sin embargo, por el contrario, este hombre tenía un hombre que le debía una deuda insignificante, pequeña, muy chica, pero no actuó de la misma manera. Se enojó, lo ofendió, lo hizo poner preso; y, cuando el rey se enteró, le dijo “no aprendiste nada, ¿no viste lo que yo hice con vos?, ¿no pudiste repetir la historia?, ¿no pudiste entrar en esta dinámica de aprender a perdonar como a vos te perdonaron?”. Lo que está haciendo acá Jesús es mostrando lo que hizo Dios con nosotros. El que nos perdonó a todos una deuda impagable es Jesús, el que dio la vida para perdonarnos y que tengamos una vida nueva y una herencia enorme como es la salvación, como es el cielo, fue Jesús. Y fue tan grande el precio que tuvo que pagar por eso que le pide al Padre que nos perdone: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y Dios, frente a ese rezo profundo en la cruz de Jesús, nos perdona. Y ahora nos pide a nosotros que, en esos gestos muchas veces insignificantes de los demás, hagamos lo mismo.
El problema es que para eso primero tenemos que hacer experiencia en el corazón de lo que significa ser perdonados, y esto nos cuesta a todos. Hemos relativizado tanto las cosas que muchas veces pareciera que no sabemos qué es lo que está mal y qué es lo que está bien, pareciera que todo es igual y, si no aprendo a distinguir qué es lo que está mal y qué es lo que está bien, no aprendo a tener un corazón agradecido por todo lo bueno que el otro hace en mí y no aprendo a pedir perdón ni a perdonar cuando algo malo pasó. Y obviamente que estamos hablando de cuando nos sentimos heridos, de cuando nos sentimos lastimados. Para ir terminando, el primer ejemplo que me viene a la mente tal vez es el de la PACIENCIA: algunos tendrán más paciencia, otros tendremos menos, pero la paciencia no se juega en lo cotidiano de cada día sino que se juega en el momento en donde se me acabó la paciencia. Tal vez, los padres podrán explicarlo mejor que nosotros. Y, cuando llega ese momento, decimos “¿haré crecer esta paciencia?, ¿tendré esa capacidad para poder tener más paciencia?”. Y con esto pasa lo mismo, el perdón se juega en el momento en que yo me sentí dolido, en que yo me sentí lastimado, no en otro momento, no en el momento en que no me pasó nada, sino en ese momento en que se me pide tener grandeza de corazón. Esto es lo que tuvo Jesús con nosotros y por eso nos dice “perdonen de corazón”; esto es lo que le dice Pablo a su comunidad: “si vivimos, vivimos en el Señor”.
Vivir en el Señor es aprender a amar y el signo más profundo del amor es aprender a perdonar porque eso es lo que sana, eso es lo que sanó nuestro vínculo con Dios y con nuestros hermanos, eso es lo que recrea constantemente nuestro vínculo con los demás. Pidámosle entonces en este día a Jesús, a aquel que nos perdonó de corazón, a aquel que nos pide que perdonemos y que nos enseña a hacerlo, que transforme nuestros corazones y que nos haga siempre cristianos capaces de tener un corazón basado en el perdón y en la reconciliación.


LECTURAS:

Eclo 27, 30 - 28, 7

Sal 102, 1-4. 9-12

Rom 14, 7-9

Mt 18, 21-35


lunes, 5 de septiembre de 2011

Homilía: "Si tu hermano peca contra tí" - domingo XXIII del Tiempo Ordinario

En la película “UN SUEÑO POSIBLE”, de la que alguna vez hemos hablado, la familia Touhy, Leigh Anne más en concreto, decide llevarse a su casa a un chico enorme, Big Mike, que se está mojando a la noche porque no tiene donde ir a dormir. Y esto que comienza como una noche para que este chico tenga una cama, un lugar cálido para dormir, empieza a crecer en un vínculo cuando descubren que no tiene a donde ir, que no tiene un lugar donde estar. Pero, como todo pasa, después de un tiempo, esta madre quiere averiguar un poco más de este chico; sin embargo, él casi no le dice nada. Y es por eso que, hablando con John, su marido, está preocupada y quiere saber qué es lo que pasó, sobre todo cómo un chico puede llegar hasta esta situación. Pero su marido, dando en la tecla, le dice “Mira, justamente el don que tiene Mike es el de saber olvidar; no tiene rencor con nadie”. Entonces le pide a esta madre que lo deje tranquilo y, podríamos decir, que esa parte la cumple pero no se queda tranquila con la situación porque quiere ver cómo cambiarlo, cómo corregirlo, no puede ser que un chico quede así desolado, que nadie se ocupe… hasta que averigua dónde vive la madre y decide ir a verla para hablar con ella. Estaban pensando en adoptarlo pero, aparte, quería decirle algunas cosas de lo que había sido y de cómo una madre puede despreocuparse de su hijo. Sin embargo, esto que empieza como un deseo de corrección y de ir a decirle algunas cosas, termina en una desolación y una gran pregunta para la madre porque se encuentra con una mujer que está perdida, adicta, que no sabe qué hacer con su vida, podríamos decir con una pobre mujer. Entonces, lo que empezaba como un deseo de corregir cosas, termina con una compasión muy grande y dándose cuenta de que esta mujer no está en condiciones de soportar ni de aguantar lo que ella le pudiera decir. Es por que, a partir de ahí, descubre que la que tiene que descubrir qué camino tiene que tomar es ella.
Y esta gran pregunta que queda en esta mujer, “si la corrijo, si no la corrijo, si le digo algo o no le digo algo”, es también una pregunta que muchas veces nosotros nos hacemos en la vida. ¿Hasta dónde me tengo que comprometer con el otro?, ¿hasta dónde le tengo que marcar los errores, o corregir, al otro?, o ¿cuándo, de qué manera?, ¿de qué forma lo tenemos que hacer? Porque, por un lado, muchas veces nuestras ansias de perfección o de creer que todo se tiene que hacer bien o de que hacemos mejor las cosas que el otro, muchas veces nos llevan a querer decirle todo al otro y querer corregirlo en todas las cosas. Pero otras veces nuestro decir “no es mi tema, yo no tengo por qué preocuparme, es asunto del otro” también nos lleva a dejarlo de lado, a decir “bueno, que haga el otro su camino, que se preocupe” o lo que fuera. Entonces, la gran pregunta en el corazón es ¿qué es lo que tengo que corregir?, ¿cuándo tengo que corregir?, ¿de qué manera tengo que corregir?
Y podríamos decir que el primer dato de qué es lo que tengo que corregir nos lo da este Evangelio porque dice “si tu hermano peca contra ti”. Podríamos decir, sino, en la primera lectura, porque acá podríamos decir está diciendo “cuando mi hermano se equivocó conmigo”. En la primera lectura dice “si tu hermano está en un mal camino, si se ha desviado del camino, tenés que ir y corregirlo” entonces tenemos que ver que, en primer lugar, la corrección Jesús, o Dios en el Antiguo Testamento, nos la manda para cada situación. La primera pregunta es: ¿cuán responsables nos sentimos del otro?, ¿de qué manera nos sentimos vinculados con los demás? Porque, frente a ese “yo no tengo que preocuparme por el otro”, Jesús nos manda justamente que nos preocupemos por los demás. Nos manda que, ahí, tenemos que dar un salto de caridad; y, tan grande es este salto de caridad, que en la primera lectura Ezequiel nos dice “vos sos responsable de la suerte de tu hermano”. Esto es tan intrínseco en el Antiguo Testamento que lo fuerte es el Pueblo que Dios eligió, no cada persona individual, sino que lo importante es que, como pueblo, vayan creciendo. Pero esta experiencia que hacen estos hombres en el Antiguo Testamento en su encuentro con Dios es la que repite Jesús; Jesús llama a una comunidad y le pide a una comunidad que sea mensajera de su Buena Noticia. Es por eso que el camino para crecer en la fe, el camino para crecer en la vida, es crecer como comunidad, que es este deseo tan grande que todos nosotros tenemos. En lo profundo de nuestro corazón, está el poder crecer en el vínculo con el otro. Desde chiquitos, buscamos una pertenencia a un grupo, a una familia; no nos gusta quedarnos solos, y este deseo que tenemos en el corazón desde chicos se repite a lo largo de nuestra vida. Muchas veces tenemos esta tentación de creer que solos, separados, o aislados, estamos mejor; sin embargo, tenemos la experiencia de que, cuando estamos en esa situación, hay algo que nos falta, no nos termina gustando, no nos sacia el corazón. Y tampoco nos gusta cuando vemos a alguien que queremos que está aislado, que no tiene con quién encontrarse, que no tiene con quién vincularse. Y es por eso que, para comenzar a ver hasta dónde llega mi compromiso con los demás, Jesús nos dice “tu compromiso siempre es con el hermano”.
Y, cuando nos dice que tenemos que corregir, nos dice que es cuando el otro cometió un error, es decir, cuando el otro se equivocó, cuando el otro hizo las cosas mal. Porque acá tenemos un problema muchas veces que es que, cuando tenemos que corregir a los demás, muchas veces corregimos sobre lo que no nos gusta, sobre lo que me parece que no está bien, sobre lo que creo, pero no sobre lo que sabemos que está mal. Y la corrección es clara cuando el otro hizo algo que lo desvió de su camino o me hizo un mal, o cuando descubrimos que eso no le va a hacer bien, pero no cuando no me gusta, o no cuando es opinable. Primero, porque se hace muy difícil: si yo voy a corregir al otro en lo que es distinto de mí, o no me gusta, o me parece opinable, me va a llevar toda la vida porque todos somos diferentes. Pero segundo, si queremos crecer en comunidad, tenemos que aprender a descubrir que somos distintos y que, en esa diferencia, también está la riqueza; que en ese muchas veces hasta disentir, en ese muchas veces no compartir lo que el otro cree o piensa, es en donde nos podemos enriquecer. Pero que la corrección tiene que ser clara en eso en que el otro se equivocó.
En segundo lugar, como decíamos antes, tenemos que aprender que todos somos responsables de los demás. Y creo que en esto es muy clara la segunda lectura. Cuando a Pablo le preguntan qué es lo que hay que cumplir, cuál es la ley que hay que vivir, aquel que se pasó la vida cumpliendo la ley, y viviendo la ley, como judío dice “la ley que hay que cumplir es el amor; el amor es la plenitud de la ley porque el amor nunca hace mal al otro, porque el amor nunca puede dañar al hermano. Y, por eso, todo aquello que ustedes han escuchado que hay que hacer se resumen en esto: amen”. Y, si tenemos que englobar de dónde nace la corrección, o cuándo sé que estoy corrigiendo bien, es justamente cuando lo hago por amor. La regla de esto es amarnos los unos a los otros como nos dice Jesús y, a partir de ese amor, a partir de comprometerme con el otro, es que tengo que corregirlo; a partir de ahí, tengo que dar este paso. Y, si todavía no lo quiero (porque muchas veces nos pasa), si todavía no lo amo, seguramente tenga que dar un paso antes: quererlo, amarlo, para poder corregirlo. Tengo que tener un compromiso o un vínculo fuerte para poder ayudar al otro, para poder mostrarle el camino.
Por último, y en tercer lugar, Jesús nos dice que, cuando queremos corregir, tenemos que hacerlo en privado. Y tal vez esto es lo que más nos cuesta; creo que muchas veces el último que se entera de que hay algo que nos molesta del otro es justamente aquel que hizo algo contra nosotros. Muchas veces terminamos hablando con los demás, divulgando muchas cosas que no nos hacen bien a nosotros y que terminan dañando ese vínculo; por eso la manera de sanar siempre los vínculos es animarnos a enfrentar la situación, animarnos a estar cara a cara con el otro. Y es en ese cara a cara que podremos sanar el vínculo; es en ese cara a cara, de corazón a corazón, donde en general las cosas empiezan de nuevo, donde el camino se hace nuevo para Jesús, se hace nuevo para nosotros. El corregirse es justamente una expresión del amor y es lo que nos puede ayudar a caminar. Varias veces hemos hablado de cómo todos nos equivocamos, y todos tenemos esa necesidad de corrección y también de corregirnos, y es parte del comprometerse y responsabilizarse los unos a los otros; pero para eso tenemos que crecer en el amor, para eso tenemos que poner un piso antes, tenemos que solidificar algo antes porque de ese querer y amar nace lo mejor del corazón y nos compromete a nosotros y lo compromete al otro.
Una gran pregunta que siempre me hice es, cuando Jesús le pregunta a Pedro si lo ama, después de que Pedro lo negó, es ¿qué es lo que habrá sentido Pedro? Porque seguramente estuviera esperando que Jesús lo rete, que lo recrimine, que le diga un montón de cosas; sin embargo, en lo único que lo cuestionó fue en el amor. A veces hasta nos es más fácil que el otro nos diga un montón de cosas porque sentimos que nos lo merecemos; en este caso, era muy claro. Y creo que Pedro pudo vislumbrar lo que Jesús estaba haciendo porque se sintió querido y amado. En ese corregir de Jesús, más allá de lo que decía, estaba ese vínculo fuerte que Jesús había hecho con Pedro: lo había amado, y por eso varias veces le pudo mostrar el camino. Había dado la vida por él. Y creo que es en ese ir dando nosotros la vida, en nuestras familias, en nuestras comunidades, donde nos toca, que podremos ir también mostrando el camino a aquel que lo necesite. Ahora para eso también nosotros siempre tenemos que estar abiertos, porque esto es recíproco: yo lo ayudo al otro, y el otro me ayuda a mí.
Pidámosle a Jesús –a aquel que nos mostró el camino, a aquel que nos enseña a vivir en esta plenitud de la ley, que es el amor– como comunidad, como familia, que nos enseñe a solidificarnos cada día más en el amor, a crecer en esa caridad. Pidámosle que nos ayude a crecer como comunidad y que, creciendo en esa comunidad, podamos crecer en la corrección como expresión del amor.




LECTURAS:

Ez. 33, 7-9

Sal. 94, 1-2.6-9

Rom. 13, 8-10

Mt. 18,15-20