lunes, 31 de octubre de 2011

Homilía: "El camino de Jesús fue siempre primero DAR TESTIMONIO" - domingo XXXI del Tiempo Ordinario

Hay una película, que es de esas que les gustan mucho a las mujeres, que se llama “Cartas a Julieta” en la cual Sophie y su novio/prometido, casi marido, Víctor, se van a Verona porque él, por trabajo, tiene que terminar de ver un par de cosas para el restaurant que está por poner. Él está con bastante trabajo, haciendo varias cosas, y ella se acerca a ver todo lo que tiene que ver con esta famosa obra de Shakespeare, “Romeo y Julieta”, y va a ese famoso lugar: el balcón. Cuando se acerca al balcón, ve que todas las mujeres ponen ahí debajo, sobre la pared, cartas para sus prometidos, novios, futuros novios, deseos de amantes, etc. Sophie se queda ahí, emocionada, mirando y ve que, de pronto, llega una persona que despega todas las cartas y las mete en una canasta y se va caminando. Sophie la sigue para ver a dónde va y ve que llega a un lugar en donde estaban reunidas varias mujeres que empiezan a mirar y a repartirse las cartas. Sophie, sorprendida, les pregunta qué están haciendo, por qué hacían esto, a lo que ellas responden “alguien tiene que contestar las cartas”. “¿Pero cómo contestar las cartas si ustedes no conocen a las personas, no saben quiénes son?”, pregunta ella, y las mujeres le responden que no importa, porque las cartas contienen un deseo, una búsqueda de un amor, y alguien las tiene que contestar, y le dicen que por eso ellas son “las secretarias de Julieta” y desean ayudar a estas personas que buscan una respuesta, alguien que los escuche, alguien que les responda. Entonces Sophie vuelve al lugar del balcón y, cuando toca para dejar un papelito, se cae un ladrillo y encuentra una carta. La abre, ve que es una carta muy vieja, la lleva a donde estaban todas estas señoras y descubren que es una carta que se escribió hace 50 años por uno de esos amores imposibles. Se preguntan qué hacer, porque no saben si contestar o no, quizá la persona se mudó… y al final dicen que no importa, que hay que contestar, y Sophie la contesta con sencillez y la envía. A partir de ahí, frente a ese gesto desinteresado de querer ayudar a alguien, su vida empieza a cambiar.
Pensaba en cómo lo central es este deseo, que uno podría decir “¿qué sentido tiene escribir una carta?”, pero no sé si lo esencial es la carta o no, sino el hecho de poner un gesto. Ellos quieren tener ese gesto sencillo, humilde, porque no saben a quiénes les contestan, de ayudar a alguien en algo importante, central en nuestra vida, como es el amor; porque, para que alguien no sienta, de alguna manera, que no le han correspondido del modo que él espera, que quiere, que busca, ellos buscan responderle, buscan acompañarlo, buscan estar a su lado. Como dije antes, lo hacen desinteresadamente, sin buscar una recompensa, sino solo por ponerse en el lugar del otro, por aprender a tener esa empatía de saber que hay otro que necesita algo y que yo, desde lo que tengo, desde este humilde servicio, lo puedo ayudar.
Y creo que, si miramos nuestra vida y la vida de los demás, en general la mayor parte del tiempo se basa en aprender a tener esos sencillos y humildes gestos. Muchas veces estamos pensando en qué grandes cosas podemos hacer, en cómo podemos cambiar el mundo (que estaría buenísimo; si alguno tiene la receta, pásela), o en cómo podemos cambiar toda nuestra vida, en cómo podemos hacer tal cosa… y nos olvidamos de tener esos pequeños y sencillo gestos de todos los días que nos hacen la vida más llevadera, que nos ayudan a caminar de una manera distinta.
Estos gestos van desde animarnos los unos a los otros a decirnos “gracias” con esa humildad de reconocer que el otro hizo algo por mí y yo le agradezco, con esa educación que muchas veces a todos nos han enseñado en nuestra casa, en nuestro hogar, de agradecer al otro por el signo que tiene conmigo. Y no solo eso, ¿cuántas veces estamos de mal humor, irritados, porque nos piden algo, o por lo que fuera? Qué lindo sería que de cada uno de nosotros surgieran las cosas gratuitamente: puedo ayudar a los demás, puedo poner un gesto, puedo poner un signo, en mi casa, en mi colegio, con mi familia, con un amigo, con una amiga, con alguien que no conozco y, de alguna manera, ponernos al servicio del otro. Eso es lo que trae alegría al corazón. Creo que todos nosotros alguna vez hemos pasado por la experiencia de que alguien nos sorprenda, de que alguien haga algo que no esperábamos y, en general, eso trae una alegría, y hasta un desconcierto, muy grande: ¿por qué me hacés esto? Y el otro responde “porque tenía ganas, porque quería”. Eso trae una sorpresa al corazón que, muchas veces, nos lleva a nosotros a también querer actuar de la misma manera. ¿Cuántas veces, cuando vemos ejemplos de grandes personas, como santos o personas muy santas más allá de no haber sido nombradas por la Iglesia, a uno lo mueven las ganas de querer hacer lo mismo? Cuando uno ve la vida de la Madre Teresa, por ejemplo, se pregunta cómo puede él también ayudar, cómo podría hacer esos signos; sin embargo, muchas veces nos pasa que, como nuestra vida es un poco más limitada y no tan entregada como muchos de estos, después casi nos tira para atrás y nos cuesta tener esos mismos gestos o signos. Pero vemos que ese deseo lo tenemos todos en el corazón. Cuando vemos la vida de esas personas, uno dice “yo quisiera tener esos gestos”, “yo quisiera vivir de esa manera”, “yo quisiera tener este sentimiento y este deseo de ayudar a los demás”; y, en general, cuando hemos podido ayudar a alguien (muchos jóvenes aquí presentes lo han hecho de muchas maneras), hemos vivido esa alegría. Muchas veces no sabemos a quién ayudamos, muchas veces ni sabemos qué gestos ponemos, pero vivimos ese lindo regalo de poder haber hecho algo por el otro.
Una de las cosas de las que me enteraba en estos días era que a todo el mundo, o a muchos, les llegaba esta nueva carta-invitación de hacer una caja navideña para otros, con sencillez y humildad, desde lo que uno tiene. Me refiero a estas cajas en donde uno pone alimentos y busca ayudar a que una familia pueda tener una comida digna, una comida que los ayude a reunir a sus familias en ese día. Muchas veces uno no sabe ni quién es la familia, no conoce, solo le llega por encargo, pero uno vive la alegría de que pudo hacer algo por alguien, de que pudo tener ese gesto.
Esto es a lo que nos invita Jesús. Justamente, la humildad es descubrir que yo puedo ayudar a los otros, que yo me puedo preocupar por el otro; y esta es la invitación de Jesús. Esto es lo que pasa en estas dos lecturas que hoy escuchamos. En la primera lectura, Dios les da durísimo a los sacerdotes porque no se preocupan por el pueblo, porque no escuchan al pueblo, porque no se ponen al servicio del pueblo, porque ejercen la autoridad no buscando servir y ayudar, sino buscando el propio interés. Entonces dice “eso no es el servidor y el ministerio que yo quiero; yo busco que, desde el lugar que te toca y cuanto mayor es el poder que uno tiene, más se pongan al servicio de los demás, más vea cómo uno puede ayudar al otro”. Esto que sucede en la primera lectura sucede también en el Evangelio: Jesús sigue enojado, como venimos escuchando hace rato, con los fariseos, con los escribas, con los sumos sacerdotes, con los saduceos, con todos los que tenían un poder político y eclesial en esa época; por eso les dice “ustedes atan pesadas cargas por los demás y no hacen nada”, tan duro es que dice “no las mueven ni siquiera con el dedo; les dicen a los otros lo que tienen que hacer y ustedes no dan el ejemplo, no dan el testimonio” y su invitación es “primero hagan, y después hablen; y háganlo con humildad y sencillez, no solo no hacen sino que lo que quieren es figurar, quieren que los otros los vean, quieren tener un lugar de poder”. ¿Cuánto nos revelamos nosotros cuando vemos que esto sucede en nuestra sociedad? En cualquier lugar de nuestras instituciones: políticas, deportivas, eclesiales, religiosas… no nos gusta que pase eso. Pero creo que siempre, antes que nada, lo primero que tenemos que hacer es preguntarnos “¿qué es lo que yo estoy haciendo?”; si yo estuviese hoy cara a cara con Jesús, ¿qué es lo que Jesús me diría? ¿Me pongo al servicio de los demás?, ¿vivo con sencillez y humildad lo que Él me pide?, ¿busco cómo poder ayudar, cómo hacer puentes los unos por los otros? Porque ese es el camino.
Tal vez esto que Pablo dice en la segunda lectura: “tanto los amábamos, tanto los queríamos, que queríamos hacer todo por ustedes”. Y, en general, esto es fruto del amor. El domingo pasado escuchamos cómo Jesús nos decía que lo más importante de la ley era amar: amar a Dios y amar al otro, y eso era semejante. Por eso hoy escuchamos cómo estos dos gestos, la humildad y la sencillez, surgen del que ama. El que ama se preocupa por el otro, el que ama busca cómo ayudar al otro, cómo hacer que la vida del otro sea más plena, y eso es el verdadero amor: el que siempre, de alguna manera, se pone al servicio del otro, se preocupa y se entrega. Esa es la invitación para cada uno de nosotros. Como hablábamos el domingo pasado, ¿cómo, desde nuestro lugar, podemos dar testimonio?, ¿cómo, desde nuestro lugar, podemos ser un ejemplo para los demás?
Para poner un ejemplo: en algunos de los colegios que pasé antes de estar por acá, alguna vez me ha tocado hablar con algunos de los padres por algunas cosas que, como todos, los chicos a veces hacen, macanas que se mandan en los colegios; y a veces, cuando el papá llegaba y me decía algunas cosas, yo me decía a mí mismo “con razón tal hijo”. Y, lamentablemente, lo digo en serio; es más, yo pensaba “bastante bien salió”, sin ánimo de ofender, porque me preguntaba cómo uno puede dar ese ejemplo. Es como decirle a un chico que no grite y le gritás todo el día; el chico va a gritar después, no nos preguntemos por qué… En ese ámbito, desde lo más esencial, y por eso pongo un ejemplo familiar, porque es lo que nos toca todos los días, deberíamos preguntarnos ¿cuál es el testimonio que, desde mi lugar, yo doy en mi familia? Como padre, como madre, como hijo, como hermano… ¿de qué manera yo busco, con sencillez y humildad, ayudar en ese lugar? Y nos pregunto a nosotros lo mismo; tal vez desde mi lugar de sacerdote, de pastor, de acompañante, ¿qué ejemplo doy a mi comunidad?, ¿cómo la guío para que pueda seguir a Jesús?, ¿cómo intento transmitir esos valores y encarnarlos y vivirlos en mi vida?, ¿qué es lo que Jesús me diría a mí? Esperemos que no sea tan duro como lo es en el Evangelio con los sacerdotes. ¿Cómo encarno lo que Él me pide vivir? Y eso es lo que nos podemos preguntar cada uno de nosotros para el rol que tenemos: ¿de qué manera encarnamos estos valores del Evangelio? En este caso, ¿cómo nos ponemos primero al servicio de los demás? “¿Quieren ser los primeros?”, dice Jesús, “pónganse a servir”. Es facilísimo decirlo, no hacerlo; pero el camino de Jesús siempre fue DAR TESTIMONIO. Jesús primero amaba y después les decía “crezcan en el amor”; Jesús primero dio la vida, y después les dijo “ustedes den la vida”. Cuando Pedro se quiso apurar, y le dijo “Maestro, yo voy a dar la vida por Vos”, Jesús le dijo “todavía no, primero me toca a mí”. Porque primero tenía que dar el ejemplo. Él iba a dar la vida y después les iba a pedir a los discípulos que dieran la vida, y la iban a dar, pero viendo a quién tenían que seguir. Creo que lo mismo podemos hacer nosotros en cada una de nuestras cosas: primero dar testimonio, primero hablarnos a nosotros al corazón, decirnos esas palabras y ponerlas en obras y, recién ahí, cuando vemos que las vivimos, que las pudimos encarnar, sí decirles a los otros “esto es a lo que nos invita Jesús, estos son los valores que hay que vivir, esto es por donde se nos invita a caminar”.
Pidámosle a Pablo, a aquel que, mirando este ejemplo de Jesús, se animó a dar la vida por su comunidad y a guiarlos también en el camino de Jesús, que nosotros como cristianos también, aprendiendo de Jesús, crezcamos en la humildad, crezcamos en la sencillez, crezcamos en el amor y nos animemos a ser testigos de este amor de Dios.


LECTURAS:
* Mal. 1, 14b-2, 2b. 8-10
* Sal. 130, 1-3
* 1Tes. 1, 5b; 2, 7b-9. 13
* Mt. 23, 1-12

lunes, 24 de octubre de 2011

Homilía: "Amar a Dios y amar al prójimo están al mismo nivel" - domingo XXX del Tiempo Ordinario

La película “Diario de una Pasión”, uno de esos tipos de películas que les gustan más a las mujeres, comienza con la imagen de un hombre ya mayor que está en un hogar de ancianos y que, mientras camina, va recordando y hablando, en voz en off, y diciendo que él no es una persona especial sino que es una persona corriente, con pensamientos corrientes, con una manera de vivir corriente. Y que, cuando muera, no se le va a hacer ningún monumento ni su nombre será recordado por generaciones y generaciones. Sin embargo, dice él, “puedo estar contento y feliz porque, como muchas otras personas, he podido amar con todo el corazón y con toda mi vida a una persona, y eso para mí es suficiente”. A partir de ahí, comienza a desarrollar su vida y a contar un poquito sobre su historia.
Pensaba cómo, en esa frase tan sencilla, resume el deseo que cada uno de nosotros tiene en el corazón: APRENDER A AMAR, crecer en nuestra vida en ese deseo profundo que tenemos que es amar a otros y sentir ese amor de los demás. Esto es tan importante que influye profundamente en nuestro ánimo. Cuando nos sentimos queridos y amados, generalmente estamos de mucho mejor ánimo, tratamos mucho mejor a la gente; lo mismo sucede cuando podemos amar verdaderamente. Pero, cuando esto nos falta, sentimos que hay una tristeza, hay algo que no cierra, los vínculos nos cuestan mucho más y también nos cuestan mucho más las cosas que hacemos. Es por eso que todos descubrimos lo central que es amar. Sin embargo, una cosa es descubrir lo central y lo esencial que es y otra cosa es poder vivir el amor, poder expresarlo, poder hacerlo una realidad. Porque, sobre todo a medida que uno va creciendo y la vida se va haciendo cada vez más compleja, muchas veces ese deseo profundo que uno tiene se va mezclando con otras cosas detrás de las cuales corremos, nos desgastamos, nos cansamos (a veces necesarias e importantes, pero no esenciales).
Creo que una de las razones por la cual en el mundo de hoy se vive muchas veces una insatisfacción muy grande es justamente porque dejamos de lado lo central y lo esencial, y corremos detrás de cosas que tal vez en el momento nos alegran, nos ponen contentos, pero que son esporádicas, que pasan de largo, y esa insatisfacción vuelve al corazón. A veces corremos detrás de cosas materiales; a veces, detrás de distintos proyectos; a veces, detrás de ansias de poder, o de distintas cosas que en algún momento pueden traer una satisfacción, pero no perdura, no queda en el corazón. ¿Por qué? Porque no es lo central, porque no es lo esencial. Y por eso la vida nos llama, nos grita, nos pide que aprendamos a amar, que aprendamos a querer, y nos va pidiendo que podamos expresarlo.
Por todo esto, cuando a Jesús le preguntan cuál es el mandamiento principal de la ley, qué es lo más importante que está escrito en ella, Él vuelve a este deseo tan profundo de cada hombre y de cada mujer. ¿Qué es lo central? “Amar”, dice Jesús. Y no dice nada nuevo, porque primero dice “el primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas”, escrito en el quinto libro de la Biblia, el Deuteronomio, así que esto los judíos lo sabían hacía tiempo. Y sigue diciendo que “el segundo mandamiento es amar al prójimo como a ti mismo”, escrito en el Levítico, el cuarto libro de la Biblia. En definitiva, eran cosas que el Pueblo Judío venía viviendo, o sabía, desde hacía mucho tiempo; no es que Jesús inventa algo nuevo en esto, sino que, como decía antes, va a lo central y al núcleo de lo que Dios quiere transmitir. ¿Por qué? Porque en el mundo judío pasaba como nos pasa a nosotros: ellos pasaron de tener diez mandamientos a terminar teniendo más de seiscientas prescripciones y la gran pregunta era “¿qué es lo central y lo esencial que yo tengo que vivir?”. Como nos pasa a nosotros que, en algunos momentos, vemos que hay pocas cosas centrales y esenciales, pero hay momentos en donde eso se nos amplía y ahí nos preguntamos qué es lo más importante. Es más, a veces recién lo descubrimos cuando miramos para atrás, y uno piensa “uh, ¿por qué no le dediqué más tiempo a esto?, ¿por qué no viví esto?, ¿por qué no estuve más atento a esto que para mí era tan importante?”. Esto pasa porque nos vamos llenando de un montón de cosas.
Esto les pasaba a los judíos, y por eso Jesús va al núcleo: EL CENTRO ES EL AMOR, aquello que ustedes desean en el corazón, aquello que Dios desea en el corazón. Solamente trae una novedad, bastante profunda, que es que, para Él, el primer mandamiento y el segundo son semejantes, son lo mismo. Amar a Dios y amar al prójimo están al mismo nivel. Esta unión sí la hace Jesús: “si ustedes dicen que quieren amar a Dios, muéstrenlo también amando a su hermano”, “si ustedes dicen que aman a su hermano, también amen a Dios”, “recorran este camino, todo lo demás se vive desde acá, todo lo demás se centra en esto”. Es por eso que Jesús los invita a que vayan descubriendo y recorriendo este camino, animándose a hacer el bien.
Esto muchas veces es muy difícil de transmitir, que nos ha costado también a nosotros como Iglesia. De esas seiscientas y pico de prescripciones que tenía el Pueblo Judío, más de la mitad eran “NO”: no hay que hacer esto, no hay que hacer tal cosa. Esto que escuchamos en la primera lectura, del Libro del Éxodo, que Dios le pide al pueblo: no exploten, no opriman, no hagan tal cosa… Sin embargo, creo que si le preguntásemos a Jesús, Él diría “den un paso más; no es solamente no hacer una cosa, no es solamente no hacerle mal al otro sino buscar cómo le puedo hacer el bien, cómo lo puedo ayudar”.
Hace poco estaba comiendo en la casa de una familia y la familia me decía que ellos creían que la función del sacerdote era ayudar a construir puentes entre la gente… en un mundo tan desigual, en un país tan desigual socialmente, ayudar a que las personas de diferentes estratos, de diferentes condiciones sociales, nos podamos encontrar. Y yo decía “sí, creo que es una invitación a todo cristiano, no solamente a un sacerdote”. Y la pregunta que podemos hacernos es cómo intentamos vivir esto porque el mundo nos tiende a dividir cada vez más… cómo podemos estar más divididos, cómo podemos separarnos más. Y la invitación de Jesús es a pensar en cómo podemos hacer puentes y cómo nos podemos acercar al otro, no solo no molestarlo sino cómo comprometernos los unos con los otros, cómo poder dar un paso más, cómo poder crecer en ese camino… en el fondo, cómo lo amo al otro, de qué manera vivo esto.
Me acuerdo que un profesor de Teología nos decía que, cuando lleguemos al cielo (a donde esperamos llegar) y nos enfrentemos con Dios quien, gracias a Dios –valga la redundancia-, es misericordioso, iba a haber una especie de tribunal en el que, de un lado, iban a estar todos aquellos a los que amamos y que iban a decir que fuimos un signo de amor para que ellos se encontraran con Dios y, del otro lado, todos aquellos a quienes no amamos, a quienes no quisimos, y para quienes no fuimos un signo de amor para que ellos se encontraran con Dios. Espero que mi vida sea más de un lado que del otro; y creo que esto resume eso que Dios nos invita a preguntarnos: ¿de qué manera crecemos y vivimos este amor? Esta pregunta va a ser la pregunta que Él nos va a hacer cuando lleguemos a su presencia: ¿de qué manera testimoniamos esto?
Esto es por lo que Pablo le agradece a la comunidad en la segunda lectura, por el testimonio que ellos dan. “Me alegro porque ustedes, a pesar de las dificultades, lucharon y dieron testimonio y eso es obra del Espíritu Santo. El que ustedes, en esas condiciones, hayan podido dar testimonio de cristianos significa que dejaron que el Espíritu actúe en ustedes, significa que Dios actuó en ustedes. Y por eso son un ejemplo para los demás”. La pregunta es: ¿Pablo podría decir lo mismo de cada uno de nosotros?
Hoy, mientras cumplía con mi deber cívico en las elecciones y tenía que hacer cola (como varios de ustedes que habrán tenido que hacer cola), cada tanto había algún altercado, alguno que se enojaba un poquito más… y, dentro de las cosas en que pensaba, porque no tenía muchas opciones más que pensar, era pensar que, tal vez, estas personas, como tantas otras en otros lugares, son cristianas, están bautizadas. Ahora: enojarse por esto, ¿es dar testimonio de cristiano? Más allá de que me embole tener que estar haciendo 3 horas de cola, ¿es el testimonio al que Jesús me invita? Y esto era una pavada. En cosas más profundas, ¿damos el testimonio que Jesús nos propone? Creo que podría ser como una regla: cuando yo me enojo, me molesto, critico, hago tal cosa, ¿es lo que Jesús me está pidiendo; de esa manera, estoy amando? Y no hablamos de que no sea difícil, de que no traiga conflictos, de que a veces no vivamos injusticias, sino de si lo que estoy haciendo es ser un ejemplo; porque lo que le agradece Pablo a esa comunidad es que, a partir de ese ejemplo, otros pueden conocer a Jesús. ¿A partir de mi vida y de mi ejemplo, otros pueden conocer a Jesús? ¿Estoy amando como para ser un testimonio de Él en lo que me toca? Creo que esto es una medida para mirar en nuestra propia vida y aprender a descubrir.
Tal vez podemos pensar en esta frase de San Agustín –tan conocida para todos nosotros– que dice que “hay que odiar al pecado, pero hay que amar al pecador”. Eso es lo que más nos cuesta a todos: descubrir que sí, que hay que hacer frente a las injusticias, a lo que está mal, intentar cambiarlo, reprocharlo, pero siempre tengo que amar a la persona. Tal vez en un país donde nos cuesta tanto creer en los políticos, podríamos preguntarnos hoy en este día: “¿yo intento amarlos, intento valorarlos?”, porque creo que estamos hundidos en esto más o menos. Y el camino al que nos invita Jesús es ese, y es difícil, pero es el camino de dar testimonio como cristianos. ¿De qué manera crezco yo?, ¿de qué manera me comprometo? Porque eso es lo que les preguntó Jesús. No les preguntó si iban a misa, si rezaban; les preguntó: “¿aman?, ¿aman de verdad a los demás? Ese es el testimonio que quiero que den”. Testimonio que se manifiesta en un montón de otras cosas; y también en la manera en que vivo mi fe. Pero lo más importante es la manera en que la transmito a los demás.
Esa es la invitación que Jesús nos hace a todos nosotros: que abramos el corazón a ese amor, y a que lo vivamos en nuestras familias, en nuestros trabajos, en nuestros colegios, en nuestro país, en lo que nos toca… ¿De qué manera somos un signo de Jesús?
Pidámosle, entonces, hoy a Pablo, aquel que dio testimonio en su comunidad, aquel que se alegró por el testimonio que su comunidad daba, que nos ayude a nosotros a ser una verdadera comunidad de cristianos, a crecer en ese vínculo del amor para ser un ejemplo para los demás y a que, día a día en lo que nos toca, en cada uno de nuestros lugares, nos animemos a manifestar y a vivir ese amor.

LECTURAS:
* Éx. 22, 20-26
* Sal. 17, 2-4. 47. 51ab
* 1Tes. 1,5c-10
* Mt. 22, 34-40

lunes, 17 de octubre de 2011

Homílía: "Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" - domingo XXIX del Tiempo Ordinario

Hace poco salió una película que creo que caracteriza bastante la era en la que vivimos, “Habemus Papam”. Trata de que murió el Papa –así comienza, podría ser Juan Pablo II (lo que sucedió hace poco)– y tienen que elegir al nuevo Papa. Uno ve en el cónclave las caras de todos los cardenales y se nota que empiezan a sentir que ninguno quiere ser elegido. Hay una crisis de autoridad, de no querer asumir ciertas cargas y ciertos compromisos, entonces ninguno quiere elegir. Igualmente, la película no se detiene mucho ahí, y sale elegido el Cardenal Melville. Uno puede ver en él su cara de sorpresa, y al mismo tiempo de espanto y de pavor por lo que le acaba de suceder. Todos los demás cardenales, contentos (más que nada porque ellos no habían sido elegidos), lo preparan y lo visten para presentarlo, para que salga al balcón y, cuando el cardenal que lo estaba presentando dice “Habemus Papam” (del latín, “Tenemos Papa”), se escucha un grito desde adentro. Ahí todo se frena. Se ve el estupor de los cardenales, de la gente abajo que no entiende nada y el Papa que sale corriendo y dice “¡ayúdenme!”. Esto muestra esa crisis de no querer asumir todas las responsabilidades que le tocan: “tengo que conducir a millones de personas y no estoy preparado y no puedo hacer esto”; por otro lado, se ve la desolación de todos aquellos que esperan un líder espiritual, alguien que los guíe en ese camino.
Creo que esta película refleja de una manera bastante oportuna cómo somos hoy como sociedad, como mundo, en donde hay una crisis de autoridad, de líderes, de poder, que muchas veces no se quiere asumir, o que muchas veces se asume de manera autoritaria, de manera totalitarista. Y esto se nota no solo en los estados, donde de alguna manera alguien tiene que asumir –nos guste o no a los ciudadanos de los distintos países–, sino también en los distintos ámbitos. En la familia vemos muchas veces una crisis de autoridad por la cual no se sabe muy bien cómo educar, cómo llevar adelante; no se sabe lo que significa ser padre, lo que significa ser madre. Cuántas veces cuesta asumir esos roles, y todo lo que significa una educación en la que alentemos pero al mismo tiempo pongamos límites. Esto lo vemos también en los distintos ámbitos, como por ejemplo en los colegios, en donde muchas veces los docentes e incluso los directivos no saben cómo transmitir esa autoridad que tienen que tener de una manera servicial. Autoridad que no tiene por qué ser autoritaria, pero la han perdido por diversas razones y causas. Y así también sucede en casi todos los ámbitos de nuestra vida, de nuestra sociedad.
Es por eso que muchas veces se tiende a ir a los extremos. Como no sabemos cómo vivirlo, como no queremos llevar adelante esa tensión que conlleva el educar o el tener un cargo importante en cada uno de los lugares donde nos toque, tendemos a los extremos: o lo hacemos de una manera muy autoritaria sin importarnos los demás o casi que no queremos asumir las responsabilidades… nos toca, estamos, pero que las cosas fluyan para donde fluyan, no nos importa tanto. Sin embargo, eso no nos termina de poner contentos. A nadie le gusta que el otro ejerza su autoridad de una manera autoritaria sobre nosotros y sabemos también que no es sano que no haya una autoridad, alguien que muestre el camino, alguien que nos indique hacia dónde tenemos que ir.
En ese sentido encontramos esta pregunta que le hacen a Jesús porque, más allá de la clara trampa que le ponen –el mismo Evangelio lo dice y Jesús lo dice–, hay también una crisis de autoridad acá. En esa época, el Imperio Romano era el que dominaba de una manera completamente totalitarista y los distintos factores importantes de la sociedad habían tomado distintas posturas. Los herodianos eran los que se habían logrado acomodar con el poder romano entonces estaban a favor del impuesto, “hay que pagar el impuesto”. Los fariseos, que eran hombres más religiosos, decían “no, no se puede pagar el impuesto a un extranjero”. Sin embargo, cuando hay una causa en común, hasta los mayores enemigos se pueden unir. Esto es lo que sucede en el Evangelio, se ponen de acuerdo, se unen, porque no están de acuerdo con el modo en que Jesús ejerce esa autoridad. No les gusta esa manera que Jesús tiene de llegar a la gente, esa manera que Jesús tiene de llegar al corazón del pueblo de modo simple y servicial pero al mismo tiempo firme. No les gusta que haga ejercer su autoridad, no es lo que quieren. Es por eso que le tienden esta trampa, frente a la cual, ya sea que Jesús conteste “SÍ” o “NO”, cualquier respuesta hará que quede mal parado. Si dice que sí, el pueblo se va a enojar con Él porque la gente no estaba de acuerdo con pagar el impuesto a un pueblo opresor; si dice que no, lo van a acusar ante el César y será juzgado por sublevarse, por ser un subversivo. Sin embargo, cuando le hacemos preguntas a Jesús (de lo que creo que todos tenemos experiencia en el corazón), tenemos que tener cuidado porque muchas veces las respuestas de Jesús no van en el orden que uno espera, no van de la forma y de la manera que uno espera, no vienen por “sí” o por “no”. Y en este caso pasa a otro nivel. “¿De quién es esta moneda?” pregunta; le muestran la moneda, cuya figura era la de Tiberio (el Emperador de esa época), y Él responde “den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Y el Evangelio nos dice que siguen preguntando; seguramente, no habrán entendido qué es lo que Jesús les quiso decir. También muchas veces a nosotros nos cuesta entender qué es lo que Jesús ha dicho acá.
Hemos tendido muchas veces a separar la esfera de lo político y de lo religioso como si no tuvieran nada que ver, como si uno pudiera hacer una cosa en un lado y otra en el otro, como si fueran espacios totalmente distintos, y uno termina partiéndose. O los hemos unido de tal manera que el poder religioso se convirtió en un poder político, con todo lo bueno y con todo lo malo que eso tuvo. Sin embargo, Jesús nos invita a profundizar en esta frase y a descubrir de qué manera podemos vivir esto. ¿Por qué digo de que manera podemos vivirlo? Porque creo que, algo claro es que hoy tenemos también un mundo muy parecido al de Jesús, en el que muchas veces la esfera de lo político y la de lo religioso se presentan como contrarias. Muchas veces, añoramos con nostalgia lo que era la Cristiandad, cuando todo el mundo vivía los valores religiosos. Sin embargo, como dije antes, eso tuvo consecuencias positivas y también consecuencias negativas. Y esta no es la forma ni la manera en que Jesús nos invita a ejercer nuestra autoridad; sí nos invita a vivirlo de corazón, sí a transmitirlo, pero no nos propone el hecho de que la Iglesia vuelva a asumir esos cargos ni ese modo. Por eso nos invita a comprometernos, y a vivir esos valores, como CIUDADANOS. ¿Por qué digo parecido a la época de Jesús? Seguramente, a Jesús muchas de las leyes de esa época no le gustaban. Yo no creo que estuviera de acuerdo, aunque no lo responda de esa manera, con pagar los impuestos, con que los pobres fueran oprimidos, con que hubiera una crucifixión, una pena de muerte… había muchas leyes que iban muy en contra de lo que Jesús creía. Sin embargo, su camino no fue el de la pelea ni el de la lucha violenta, sino que Él nos invita a dar testimonio de lo que creemos, “transmitan algo distinto”, y durante muchos siglos las personas se dedicaron a eso.
Hoy nos pasa lo mismo porque vivimos en un mundo plural, en el cual no siempre los valores cristianos se viven. Hemos descubierto que en nuestro país se han aprobado leyes que no siguen los valores cristianos, y muchas veces seguirán aprobándose leyes que no siguen los valores cristianos. Pero también tenemos que aprender que vivimos en un mundo plural donde nuestra voz es una voz más. Ahora, la pregunta es: ¿qué vamos a hacer frente a esto?, ¿de qué manera nos vamos a parar? ¿Solamente nos vamos a quejar cuando aparezca una ley con la que no estamos de acuerdo, o vamos a buscar desde nosotros, desde nuestras familias, desde nuestros valores, dar testimonio de lo que creemos, de lo que significa “dar a Dios lo que es de Dios”? Por ejemplo, priorizando la vida: ¿de qué manera buscamos, día a día, valorar la vida?, ¿de qué manera buscamos transmitirla en nuestras familias, en nuestros hogares, en nuestros trabajos? Porque no basta solamente con salir con una bandera en un momento en el que no estamos de acuerdo, sino que tenemos que pensar, de modo mucho más profundo, cómo lo transmitimos a los demás, de qué manera valoramos esto, si vivimos la alegría de lo que significa vivir una vida más plena, cómo buscamos que los demás también puedan acceder a eso y cómo hacemos para que esto contagie al resto.
Jesús nos invita a encarnar los valores en lo profundo del corazón y a vivirlos día a día, asumiendo lo que nos toca en cada lugar y dando testimonio de aquello que creemos. Esto es lo que le agradece Pablo a su comunidad: “Ustedes viven la fe, viven la esperanza y viven la caridad”. ¿Cómo la viven? En primer lugar, mostrándolo con obras, mostrando lo que significa ser cristianos, que los demás lo vean, que los demás vean ese ejemplo. En segundo lugar, cansándose, hasta fatigándose, de tener que hacer eso, de tener que vivirlo de esa manera. En tercer lugar, dice Pablo, manteniéndose firmes en lo que creen, animándose –más allá de las consecuencias que eso trae– a vivir el Evangelio desde el corazón.
Y creo que esa es la invitación para todos nosotros: aprender a encarnar, en el mundo, lo que Jesús nos pide. Lo que pasa es que esto es una tensión. Para nosotros es mucho más fácil que nos den una seguridad, que nos digan en dónde estamos parados y que muchas veces los otros hagan por nosotros lo que tenemos que hacer. Es mucho más fácil vivir en un mundo en donde todo es cristiano y en donde todos viven de la misma manera, en donde yo no tengo que confrontar con el otro, en donde el testimonio sale casi de manera natural – si es que sale, porque no siempre salió así; y es mucho más difícil cuando esa seguridad no la tengo, cuando no tengo ese piso. Sin embargo, creo que acá la pregunta es dónde cada uno de nosotros pone la seguridad. Si la ponemos en un mundo que nos pone un piso fácil para nosotros o si sentimos que nuestra roca firme es Jesús, que aquel que nos sostiene -aun en los momentos difíciles de la vida– es Él, que aquel que nos invita a vivirlo de corazón y a seguir su camino es aquel que lo mostró, el que lo vivió hasta dar la vida.
Abrámosle entonces el corazón a Jesús; animémonos a darle a Dios y a devolverle todo lo que día a día nos da, dando también nosotros testimonio de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra caridad.

LECTURAS:
* Is. 45, 1. 4-6
* Sal. 95, 1.3-5. 7-10ac
* 1Tes. 1,1-5b
* Mt. 22, 15-21

martes, 11 de octubre de 2011

Homilía: "El Rey nos invita a una Fiesta" - domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

En la última película de Woody Allen, “Medianoche en París”, Gil es un guionista de mucho éxito en Hollywood que decide acompañar a sus futuros suegros, que tienen que hacer un viaje de negocios justamente en París, junto con su futura mujer, Inez. Cuando llegan a esa ciudad, empiezan a despertar en él sus sueños, sus deseos más profundos. Ese amor que tiene por esa ciudad, desde la primera vez que la visitó, y este deseo profundo de establecerse, de vivir ahí; ese sueño también tan profundo que tiene de cambiar de profesión, o de buscar una profesión parecida: dejar de ser guionista para ser escritor, novelista, y escribir todo aquello que él quería y deseaba. Y empieza a revelarle, o volver a contarle, estos sueños a Inez diciéndole que esa ciudad era fantástica, increíble, que no había otra ciudad como esa, preguntándole si se imaginaba viviendo ahí, teniendo una vida ahí… Sin embargo, ella le dice que él vive en una fantasía, que esa no era su vida ya que ya tenía su vida armada en otro lugar. Y él lucha en su interior contra por un lado este deseo y, por el otro lado, el decir “ahí estoy bien, estoy acomodado, me va bien”. Sin embargo, esto es una tensión profunda que tiene en el corazón: vivir con esa nostalgia de cosas del pasado, con ese deseo profundo de lo que podría ser el futuro, pero con este “acomodarme en un presente que me viene bien, pero que no responde del todo a aquello que busca mi corazón”.
Esto que le sucede a Gil en la película creo que es algo que, en distintos momentos de nuestra vida, nos sucede a nosotros. Muchas veces vamos descubriendo deseos, cosas profundas que necesitamos, pasos que deberíamos dar en la vida para jugarnos, pero todavía no nos animamos a hacer ese salto. Porque, justamente, implica un salto; implica dejar la comodidad de lo que conozco, de aquello en lo que me va bien – o no tanto, o mal, pero que “ya estoy acá”. Por eso, muchas veces no me animo a ir hacia adelante y decir “este es el paso que yo necesito en mi vida, este es el deseo que quiero empezar a vivir, que no sé de qué manera se va a concretar, pero que responde a esos sentimientos profundos que tengo”; y, muchas veces, en vez de vivir ese llamado interior, me quedo quieto, estático, viviendo una vida, que puede ser relativamente cómoda, pero que no me da la plenitud que deseo. Eso me deja un dejo de insatisfacción en el corazón, siento que a mi vida le falta algo, que mi vida no es lo que esperaba ni lo que quería.
Este llamado, a veces a gritos, que nuestro corazón va haciendo en nuestra vida, es el mismo llamado de fe que Dios pone en nuestro corazón. Ese Dios que, de a poco, va moviendo nuestro corazón para que nos animemos a vivirlo, para que nos animemos a seguirlo, para que escuchemos ese llamado a estar con Él. Y esos llamados a estar con Él quedan muy reflejados tanto en la primera lectura como en el Evangelio. En la primera lectura, vemos a un Dios que habla por medio del profeta Isaías diciendo que algo va a cambiar, que algo distinto va a venir, y que lo hace por medio de un banquete. La primera lectura nos habla de un banquete en el que Dios quiere compartir con su pueblo; el Evangelio nos habla de una fiesta, de una mesa, que está preparada para que todos participen de la boda. Esta es una imagen muy profunda también para nosotros porque también nosotros, mucho de lo que compartimos, lo hacemos a partir de la mesa, a partir de estar juntos. Como alguna vez hablamos, cada vez que nos queremos reunir, decimos “vamos a tomar un café, vamos a cenar, a comer un asado, a tomar el té” y la excusa es la comida; por más de que uno pueda decir “uh, ¡qué bien comí anoche!” o “¡qué pesado me cayó!”, lo central no es eso, sino que lo central es que pude compartir la vida y que, a veces, cuando falta alguien (un amigo, un familiar, un ser querido), uno pregunta “¿sabés qué pasó con tal, que no vino, que no está?” o “¿por qué no habrá podido venir?” porque uno quiere compartir la vida. Pero, para eso, tenemos que hacer opciones. ¿Dónde quiero estar? y ¿de qué manera quiero estar? Esta es la invitación que nos hace Dios.
En la primera lectura, invita a un pueblo a que se siente a almorzar, a comer, a participar de ese banquete con Él. El pueblo está viviendo un tiempo difícil, un tiempo duro. Las cosas no se dan como ellos esperaban; sin embargo, Dios les dice que si ellos comen con Él, Él va a cambiarlo todo, Él va a enjuagar sus lágrimas, Él les va a traer algo nuevo. Y, más allá de la forma en que sea este cambio, también pensemos en cuántas veces nosotros cuando podemos compartir nuestros dolores, nuestras penas, lo que nos cuesta, con otros, sentimos un alivio; cuando podemos abrir el corazón a aquellos que queremos, a aquellos que nos aman, a aquellos que nos escuchan, sentimos que el peso es distinto. Ya empezando desde ahí y no solamente porque el otro me puede dar otra mirada, me puede ayudar a objetivar las cosas, o a ver cómo lo puedo encarar de otra manera, sino porque el caminar juntos nos hace ver la vida distinta. Esto es a lo que los invita Dios: “vengan y participen de esta mesa”.
En el Evangelio, Jesús les dice esta parábola en la cual vuelve a hablar de un Dios que es rey. Venimos escuchando parábolas en las que Dios habla por medio de distintos personajes: como propietario de una hacienda que llamaba a distintos jornaleros, como dueño de un campo que enviaba a sus hijos y, ahora, como un rey que quiere hacer una fiesta. A este rey le dicen que todos los que habían sido invitados no querían ir a la fiesta; sin embargo, cuando ya está todo listo, preparado para comer, para festejar esa boda, el rey dice “vuelvan a invitarlos” y ellos vuelven a decir que no, que no quieren ir. Y es ahí cuando – frente a ese nuevo rechazo– el Padre, el rey, cambia la mirada y dice “vayan al borde de los caminos e inviten a otros”. En el momento en que Mateo escribe esta parábola, está habiendo un cambio en los cristianos. Hasta ese momento, el cristianismo predicó al pueblo de Israel – a un pueblo de Israel que muchas veces no escuchó a los profetas porque no quería cambiar, porque eso lo comprometía de una manera distinta, porque lo llamaba a vivir de un modo diferente. Pero con Jesús, este pueblo vuelve a estar invitado y con los primeros cristianos, de nuevo. “A pesar de que ustedes –que nosotros, dicen, porque ellos eran judíos– entregamos a Jesús, vengan y sean parte de nuestra Iglesia”, les dicen, y ellos vuelven a decir que no. Los fariseos, los sumos sacerdotes, los que están escuchando, son los que le dicen que no a Jesús. ¿Por qué? ¿Por qué no eran religiosos? No. Porque no querían cambiar porque, si bien su deseo era encontrarse con Dios, este Dios les dice que tienen que vivir de otra manera y ellos no quieren; ellos prefieren quedarse como están antes que jugarse por algo nuevo. Ellos prefieren quedarse con su imagen antes que abrirse a esta nueva imagen de Dios.
Es por eso que ahí comienza una nueva misión de la Iglesia: ir a anunciar a todos. “Vayan a los cruces de los caminos”, es decir, “váyanse de la ciudad”, les dice el rey, “vayan afuera y anuncien”. Es la primera evangelización a los paganos, a los que no conocen a este Dios. “Ahora llámenlos a ellos, y llamen a todos: a los buenos, a los malos… que vengan todos” y la parábola dice que la sala se llenó de invitados. En primera lugar, esto nos habla de la universalidad del llamado: Dios nos llama a todos, con lo difícil que es esto porque, cuando uno escucha “sí Dios invita a todos, Dios quiere salvar a todos” uno piensa que esto es también lo que queremos en nuestro corazón pero, cuando lo empezamos a concretizar, cuesta un poco más. Intentemos mirar nuestra vida, ¿nos gusta compartir la mesa con todos?, ¿o a veces preferimos que no inviten a alguien, o preguntamos por qué invitaron a tal, o por qué tal está en la mesa? Podemos pensar en cualquier persona, porque la parábola dice “invitó a todos, buenos y malos”, los que nos gustan y los que no nos gustan, tal vez personas cercanas a nosotros, tal vez personas públicas que no nos gustan… a todos esos, podemos ponerles nombre y apellido… a todos esos invita Jesús. Y, para estar con Él, tenemos que querer estar con ellos y eso muchas veces implica un cambio en nuestro corazón. Tengo que compartir la mesa con todos, ¿quiero vivir esto o no? Porque esto es lo que les pasa a los fariseos; tal vez ellos se sentían atraídos por Jesús, pero no querían compartir la mesa con todos. “Yo a esa fiesta, si van estos, no voy”, y por eso se quedan afuera. La pregunta para nosotros es ¿queremos ir a esa fiesta si están todos, los que nos gustan más y los que no nos gustan tanto? Esa es la invitación que nos hace Jesús: hay algo que tiene que cambiar en nuestro corazón. Estar con Jesús implica mirar con una mirada distinta y de un modo diferente.Por último, debemos pensar en cómo nos preparamos. La parábola dice que, cuando el rey fue a saludar (a uno por uno, porque todos eran invitados), encontró a uno que no tenía el traje de fiesta. Esto es claro: generalmente, cuando vamos a una fiesta –por más de que los jóvenes hayan cambiado las tradiciones y ahora no vayan de traje, o lo que fuera– nos preparamos. De alguna manera nos preparamos. Uno no va a una fiesta del mismo modo en que va a la cancha de fútbol, o no debería por lo menos. Creo que la imagen es clara: ¿de qué manera viniste acá? La invitación de Jesús para nosotros también es clara: ¿de qué manera venís a mi encuentro? Porque, muchas veces, este llamado a todos, este Dios misericordioso para todos, casi parece que implica que nosotros no tenemos que hacer nada. Y no implica eso, sino que implica que Dios tiene un corazón grande y tenemos que ver de qué manera nosotros abrimos el nuestro, de qué manera yo estoy dispuesto a cambiar y a comprometerme con Jesús, de qué manera yo quiero vivir esto… ¿me la quiero jugar en cada cosa de la vida? Esto es lo que les dice Jesús a ellos.
Tal es así que Pablo, en la segunda lectura, dice “yo puedo vivir en la abundancia, en la pobreza, me puede ir bien, me puede ir mal… ya no me importa, vivo mi deseo, vivo lo que quiero, vivo con Jesús. Esto es lo que llena nuestro corazón”. Esta es la invitación que se nos hace – que nos animemos a dar ese salto, que nos sintamos invitados por Jesús, que nos sintamos llamados pero que demos un paso más: que seamos elegidos, que seamos elegidos porque vivimos como Dios nos invita, porque le abrimos el corazón a Jesús de una manera especial.
Pidámosle entonces en este día a este Jesús que nos llama, que nos invita, que hace fiesta para nosotros, que cambiando, que viviendo ese deseo profundo que tenemos en el corazón, también nosotros nos sintamos elegidos.

LECTURAS:
* Is. 25,6-10a
* Sal. 23(22), 1-3a.3b-4.5.6
* Fil. 4,12-14.19-20
* Mt. 22,1-14

lunes, 3 de octubre de 2011

Homilía: "¿De qué manera trabajamos y cuidamos esta viña? " - domingo XXVII del Tiempo Ordinario

En la película “Agua para Elefantes”, que se sitúa en la Gran Depresión de Estados Unidos, Jacob estudiaba para ser veterinario; sin embargo, mientras está dando su último examen para recibirse, lo llaman y le avisan que fallecieron sus padres. Él se encuentra solo; de pronto se da cuenta de que sus padres no tenían nada de todo lo que él creía que tenían. No puede terminar su carrera y se va. No sabe qué hacer hasta que, de casualidad, se sube a un tren que resulta ser de uno de los circos más famosos de la época, y comienza a trabajar ahí. Los del circo se terminan dando cuenta de que Jacob es veterinario y August, el dueño del circo, lo invita a que le dé una mano. Lo lleva a ver el caballo, que era la atracción principal, a cargo de Marlena (la mujer de August), de quien Jacob de a poquito se estaba enamorando. Al revisar el caballo, Jacob se da cuenta de que este está muy grave, que ya no hay nada que hacer y le dice a August que le quedan uno o dos días para que fallezca, que ya estaba con mucho dolor y que lo mejor que se podía hacer por el caballo era ponerlo a dormir, en palabras más claras, matarlo. El dueño del circo se va con Jacob caminando y le da una lección, le dice: “mirá, muy lindo todo lo que me decís pero acá el que decido soy yo. El circo es mío y el show debe seguir; así que prepará el caballo, más allá de tu corazón noble, de lo que vos creés que hay que hacer. A veces hay que pagar con sudor, lágrimas, trabajo… andá, prepará el caballo que es la atracción, que va a ser bueno, hasta que le de la vida.” Sin embargo, Jacob va a donde está el caballo con esta chica, empieza a ver que el caballo está con mucho sufrimiento y dice “no, a este caballo hay que matarlo, no puede seguir más”; Marlena le dice “si lo matás, va a ser lo último que hagas acá” y Jacob le responde “pero yo soy el veterinario, yo decido”. Así que va, toma una pistola y termina matando al caballo. Entonces, Marlena le dice “muy lindo, muy noble lo tuyo, aunque haya sido lo último que hagas acá”.


Pensaba que en la vida se juegan esas decisiones que uno muchas veces tiene que tomar. Quizá lo más cómodo para él era decir “ya está, a mí me dijeron esto; yo soy un empleado, este es mi trabajo, esta decisión le corresponde a otro… yo sigo la corriente, sigo por donde las cosas van, más allá de lo que creo y pienso, que es que a este caballo hay que matarlo, por él, para hacerle un favor. No hago lugar a lo que mi corazón me dice que está bien, a lo que yo creo y pienso.” Sin embargo, no hace eso y se la juega sabiendo las consecuencias que eso puede tener en su vida, pero con una convicción: “esto es lo que yo creo, y esto es por lo que yo me quiero jugar. Esto es lo que está bien, esto es lo que tengo que hacer.” Porque todo en la vida tiene consecuencias, jugarse tiene consecuencias y no jugarse también tiene consecuencias. Tomar decisiones, o no tomarlas, tiene consecuencias. La única pregunta es ¿dentro de cuál voy a morir? o ¿dentro de cuál yo voy a aceptar esas consecuencias? con lo que yo creo y estoy convencido o si con lo que la corriente me va llevando, más allá de que me equivoque o no. Y esto en la vida sucede muchas veces. Sucede en cualquier vínculo, en las amistades. Tomar decisiones o no, decidir qué es lo que creo o no, va a tener consecuencias – a veces con mis amigos, a veces en mí mismo, a veces en nuestra amistad. No es que no pasa nada. Tiene consecuencias en mí mismo porque muchas veces hago cosas en las que no creo, en las que no confío, de las que no estoy convencido; o tiene consecuencias porque, al decidir ciertas cosas que yo empiezo a creer, el otro no piensa de la misma manera, sentimos que nos alejamos… pero cualquiera de las dos va a tener una consecuencia. La única pregunta es cuál elijo yo. También en una pareja, en un noviazgo, en un matrimonio, en una familia, en una comunidad, en la Iglesia. Las decisiones que vayamos tomando a lo largo del camino son las que harán que veamos cuáles son los frutos que eso dará y cuáles son las consecuencias que eso traerá, y siempre desde nuestra libertad y desde nuestra opción. Sin embargo, muchas veces creemos que es mejor dejar las cosas correr, dejarlas fluir, pero eso no termina de hacer que nosotros podamos crecer y madurar. No es que crece el que menos se equivoca, sino que eso es una consecuencia de ir tomando opciones a lo largo de la vida y de hacerme cargo de las opciones que yo voy tomando.

Un ejemplo de esto es este Evangelio que nosotros escuchamos hoy, en el que Jesús nos habla de un propietario que tiene una viña. Por tercer domingo consecutivo escuchamos que hay una viña de por medio; es tan central este lugar, la viña –en toda la Biblia, no solo en el Nuevo Testamento– que es el lugar donde en general tanto los profetas, los escritores del Antiguo Testamento, como Jesús, utilizan como ejemplo. Los viñedos eran tan importantes en la antigüedad porque eran aquello que podía dar fruto, eran algo tan central, todo el mundo conocía lo que se hacía ahí: el trabajo que llevaba, lo que había que cuidarlo, la cantidad de gente que estaba involucrada en esto… por eso lo toman continuamente como ejemplo. Y Jesús dice que había un hombre que plantó una viña, la trabajó, hizo un lagar, hizo una torre, es decir, se ocupó de que la viña estuviera lista y, a partir de ahí, la alquiló a unas personas que lo que tenían que hacer era asegurarse de que diera frutos. Suponemos que la viña dio frutos, aunque no lo diga, porque este hombre que se va, y que les da libertad para trabajar, empieza a mandar gente para que busque aquello que la viña dio. Y estos hombres, desde su libertad, eligen no darlo; maltratan y matan a los primeros que envía este hombre, vuelven a hacer lo mismo con la segunda tanda de gente que va a buscar aquello que al dueño le correspondía y esta persona, desde su bondad, dice “enviaré a mi hijo, por lo menos a él lo van a respetar”. Sin embargo, dice que a su hijo también lo mataron pensando que, de esa manera, ellos se iban a quedar con la viña, que ellos se podían hacer cargo de ese lugar aunque no fuera de ellos, aunque las reglas no las pusieran ellos. Ellos hacen su opción, ellos hacen su elección. Y creo que esta parábola nos muestra en primer lugar dos cosas: primero, que la viña es de otro, que no es de ellos, que hay un dueño que es quien elige y que, de alguna manera, pone las reglas. Sin embargo, el hecho de que haya un dueño no significa que esos hombres no tengan libertad. El dueño se va y les dice “ahora la tienen que trabajar ustedes”, ni siquiera controla, no está viendo lo que pasa, solo manda gente a buscar lo que a él le corresponde. Y esto en la vida nos sucede a menudo: hay gente que tiene la responsabilidad en distintas cosas y que, de alguna manera, pone las reglas y establece cómo se vive. En una casa, por ejemplo, nos guste o no, nuestros padres son los que ponen las reglas; acá, en la Catedral, el párroco es quien pone las reglas, o el Obispo en el Obispado, en una sociedad, en un trabajo… Yo puedo elegir si quiero estar acá o no, si quiero trabajar o no, pero no pongo las reglas. Sin embargo, eso no quita mi libertad.

Yo elijo y, según la manera de proceder mía y según la manera en que yo actúo, eso va a tener sus consecuencias. No es que no trae consecuencias. A veces dejamos que la cosa corra hasta que vemos cuáles son las consecuencias; y a veces son tan claras que, cuando uno hace una pregunta, la respuesta sale directa porque cuando Jesús les dice “¿qué hará este dueño, o qué debería hacer, con aquellos que hicieron esto?”, ellos responden “tiene que matar a esos miserables y dársela a otro” y Él les dice “bueno, les va a pasar a ustedes”. Es clarísimo, es duro pero clarísimo. Porque a veces cuando uno está de afuera las sabe todas. Cuando tenemos que aconsejar a los demás, sabemos qué es lo que el otro tiene que hacer; pero a veces no nos damos cuenta, estamos como embarrados hasta acá arriba y, cuando está todo involucrado (lo afectivo y la persona), tanto no nos damos cuenta, tanto no percibimos. Pero seguramente, si pudiésemos mirar las cosas desde arriba, nos pasaría como a estos hombres que responden “a ese hay que sacarle la viña, ellos no se pueden hacer más cargo”. Tal es así que la respuesta sobre la consecuencia que eso va a traer sobre ellos –es claro que Jesús les habla a los religiosos de la época–, el hecho de que la viña les será quitada, la dan ellos mismos. El juicio lo hacen ellos mismos. Y, sobre muchas de las cosas que nosotros hacemos, si mirásemos objetivamente, también podríamos dar los juicios. Es por eso que tenemos que animarnos a elegir y comprometernos con aquello que creemos, y a hacernos cargo de lo que eso traiga.


Jesús les está diciendo “esta viña es de mi Padre, y ustedes no hicieron lo que mi Padre les dijo que hicieran, ustedes no vivieron como mi Padre les pidió que vivieran; estos no son los valores que Él quiere para los que trabajan en esta viña”, por eso esa viña le fue quitada a ese pueblo y se le dio a la Iglesia. La gran pregunta es ¿QUÉ ES LO QUE JESÚS NOS DIRÍA A NOSOTROS?, ¿de qué manera trabajamos y cuidamos esta viña? Porque la gran tentación es creernos, como el pueblo de Israel, que nos podemos apropiar de esto y que podemos hacer lo que queramos; pero no es nuestra y Jesús nos va a preguntar lo mismo a nosotros (esperemos que no utilice esta parábola, esperemos que use algo más lindo). Pero es por eso que uno tiene que animarse a descubrir y elegir de qué manera vive porque eso siempre trae consecuencias.


Eso es lo que les pide Pablo a los cristianos de Filipos en la segunda lectura, “que los pensamientos de ustedes sean los justos, los buenos, los nobles, lo que ustedes aprendieron de Jesús, de lo que yo les pude dar testimonio”, porque, cuando uno da testimonio, eso se refleja en los demás, desde las cosas pequeñas. Y eso tiene muy largo alcance, o efecto.
¿Se acuerdan de que hace un tiempo, cuando volví del viaje que hice, les decía que una de las cosas más mágicas del viaje es cuando uno pasa por Asís? Hace unos días, unos amigos tuvieron la gracia de viajar y les dije que no podían dejar de pasar por ahí y, cuando volvieron, mi amigo me dijo “pasé por Asís, pero tengo algo que reprocharte: me hubieras dicho que me quedara más días porque estuve un día, como vos me dijiste, y la verdad que me encantó. Y no por conocerlo, Asís es muy chiquito, lo conocés en dos horas, sino por lo que una persona santa, como San Francisco, transformó ahí”. Pasó hace 800 años eso, o sí, no sé; sin embargo, eso tiene efectos, repercute en los otros… las buenas obras, y las cosas no tan buenas, desde lo pequeño, todo repercute en los otros. El viernes a la noche tuvimos una cena, en la que muchos ayudaron; y algunos de los jóvenes de acá mandaban mails agradeciendo. Algunos de ellos decían “no saben el ejemplo que fue, para muchos de los que estaban contratados, el testimonio de ver que tantos jóvenes ayudaban, ver que tantos jóvenes estaban de buena humor haciendo un servicio, algo pequeño, pero algo grande”. Y, en cada cosa que hacemos, se juega eso. Es una elección; es preguntarnos en qué queremos que nuestra vida de frutos para los demás, qué queremos dejar para los demás, qué queremos transformar con nuestra propia vida. Llegarán momentos que serán más difíciles, por eso Pablo nos dice “no se angustien, ahí recurran a la oración, recen, pongan su vida en Dios”. Pero, para poner nuestra vida en Dios en ese momento, tenemos que ponerla desde antes, tenemos que ir transformando nuestro corazón a imagen de Él.


Pidámosle a Jesús que también nosotros podamos elegir estar en su viña, podamos vivir y trabajar con Él y podamos dar testimonio de esos valores que Él nos invita a vivir.



LECTURAS:
* Is. 5, 1-7
* Sal. 79, 9. 12-16. 19-20
* Flp. 4, 6-9
* Mt. 21, 33-46