Hay un cuento oriental que narra una parte de la vida de un príncipe, que
quiere enseñarle a su pueblo quién es Dios. Entonces, reúne a todo el pueblo y
hace una especie de dinámica. Hace que entren a un recinto algunas personas que
eran disminuidos visualmente, no podían ver, e ingresa en el recinto un
elefante muy grande. Entonces, le pide a cada una de estas personas ciegas, que
toque algo del animal. El primero toca la pierna del elefante, y cuando le
preguntan qué es lo que hay ahí, él dice, “he tocado el tronco de un árbol”. Le
dice al segundo que lo lleven hasta otra parte del animar y toca la trompa. Le
pregunta, “¿qué tocaste vos?”. “Yo toqué una rama, un poco gruesa, de un árbol.”
El tercero toca la cola, y dice, “toqué una serpiente un poco rara, que no
conozco”. Va el cuarto y toca el costado, y dice, “yo toqué un gran muro”. Por
último, lo hacen subirse al elefante al quinto, y éste toca el lomo y dice “toqué
una pequeña lomada, una montaña.” Después les pide que se pongan de acuerdo
entre ellos para ver qué es lo que tocaron y obviamente fue imposible, hasta
que este príncipe detiene la discusión y les dice qué es lo que han tocado. El
príncipe explicar que esto es lo mismo que nos pasa a nosotros cuando queremos
conocer a Dios. Sólo podemos conocer algo de Él, no podemos acceder totalmente
a su misterio. De alguna manera Dios permanece inaccesible a nosotros, por eso
la manera y la forma en la que lo vemos, es aquello que llegamos a vislumbrar.
Es verdad que hay una diferencia grande entre este cuento y nuestro Dios,
porque nosotros conocemos al Dios de los cristianos por medio de Jesús, y es Él
el que nos ha revelado. Pero sí nos dice una gran verdad, nosotros podemos
vislumbrar algo de ese Dios. Y en general es aquello que Jesús nos ha revelado.
Pero de las cosas de Dios, algunas son más fáciles y otras más difíciles de
acceder.
Tal vez la fiesta más difícil de entender y acceder es aquella que estamos
celebrando hoy, la fiesta de la Santísima Trinidad. Este Dios que es un Dios
pero que son tres personas. A lo largo de la historia muchos han tratado de
explicarlo, pero no hay una manera de hacerlo. Lo sabemos porque Jesús nos lo
dijo y nos lo reveló. Lo sabemos porque Jesús quiso venir a abrirnos el corazón
de Dios, y decirnos cómo era, transmitirnos aquello que Él sabía.
Ahora, yo me hago una pregunta. ¿Qué es más profundo en la vida? ¿Cuando uno
conoce algo y lo puede explicar mentalmente o cuando uno puede empezar a sentir
y tener una experiencia profunda en el corazón? ¿Cuando yo puedo saber y decir
cosas del que tengo al lado, o cuando formo un vínculo profundo que me va
uniendo a Él en el amor, en la caridad, en la generosidad, día a día?
Obviamente que no nos podemos disociar, no podemos ir por un lado con nuestra
cabeza, y por otro lado con nuestro corazón. Pero creo que lo que hace Jesús es
justamente transmitirnos una experiencia profunda de Dios, para decirnos quién
es. Obviamente que nuestra sed de conocimiento muchas veces quiere ir a algo
más, quiere profundizar, pero lo central es poder tocar esa experiencia de amor
que Jesús nos dice.
Muchas veces cuando me junto con distintas personas me hacen preguntas. Y
a veces éstas tienen que ver con este tema. “¿Cómo puede ser Dios uno en tres?”;
“¿Qué es la Trinidad?”. Y, si bien todavía no tengo muchos años de ministerio,
cuando recién comenzaba, o era seminarista, empezaba con el discurso: “Dios es
uno y tres personas. Es un Dios todopoderoso, el Padre que hizo… bla, bla…” A
los dos minutos los había aburrido. Y después descubrí que quizás era más
profundo, y tenía más sentido, narrar la experiencia que uno tiene. Porque si
uno mira, lo que termina transformando al otro es la experiencia.
Lo que podemos hacer es preguntarnos, ¿qué experiencia tengo de Dios?
¿Qué experiencia tengo del Padre? ¿Qué experiencia tengo del Hijo? ¿Qué
experiencia tengo del Espíritu Santo en mi vida? Y hoy cuando me preguntan
quién es Dios, digo que es un Dios que es tres personas; y que en mi vida hay
un padre con el que puedo charlar, al que le puedo rezar, con el que puedo contar
en el día a día. Hay un Hijo que he descubierto que dio la vida por amor, que
se entregó por mí, que quiso dar esa vida para que yo viva de una manera
distinta. Y hay un Espíritu que me da fuerza, que me hace testigo, que me
invita a transformarme, que me ayuda a navegar en esta fe cristiana. Uno podría
discutir, ¿qué es más o qué es menos teológico? Y la pregunta creo que no va
por ahí. Sino que lo importante es ¿qué experiencia de Dios yo puedo
transmitirle al otro?
Si uno mira la vida de los apóstoles, la vida de Juan que nos narra en
este evangelio de este Dios que en el Hijo nos envía su Espíritu; lo que ellos
transmitieron fue una experiencia. Ellos son los que nos contaron que Dios es
Padre, que Dios es Hijo, y que Dios es Espíritu. Pero no querían explicarlo
todo, querían transmitir aquello que
habían vivido en el corazón. ¿Y qué es lo que habían vivido en el
corazón? Que Dios les había cambiado la vida, que el amor de Dios los había
transformado. Por eso quisieron ir y anunciarlo. Ir a decir a todos: esto a mí
me cambió totalmente, y quiero que vos también lo puedas vivir, quiero que vos
hagas experiencia de esto. Y tal vez muchas veces se quedaron sin palabras.
Algunas cosas quizás no podían explicarlas, pero eso muestra también esa
reverencia que tenemos que tener frente a ese misterio. Hay un Dios que es más
grande que nosotros. Hay un Dios que no lo podemos abarcar, que no podemos
decir: es esto. Obviamente que todos queremos formarnos, profundizar, conocer
cada día más de Dios, y esto es muy
lindo. Pero ese conocimiento y esa información, tiene que ir a la par de esa
experiencia que yo voy haciendo de Dios. Y uno lo que descubre es que cuando
uno se encuentra con ese Dios, cuando uno lo vive de corazón, eso va
transformando la vida, y uno va conociendo cada día más a ese Dios. ¿Con
cuántas personas nos encontramos en el día a día que tal vez no pueden
explicarme mucho con palabras quién es Dios, pero que lo viven y lo transmiten
de una manera profunda? Y tal vez tienen una experiencia profunda de ese Dios que
es Padre, que es Hijo y que es Espíritu,
y que les llenó el corazón.
Es el encuentro con este Dios el que va transformando nuestras vidas. Y
es este Jesús el que nos dice en Juan, el evangelio de hoy, que les va a dar
ese Espíritu que hemos celebrado en Pentecostés; de lo suyo, para que venga a
nosotros. Y lo primero que se me ocurre al escuchar este “de lo suyo”, es cómo
Dios es uno y es trino. Es decir, cómo la diversidad se puede vivir en la
unidad. Y acá siempre tenemos un problema porque nos vamos a los extremos. O
queremos que todo sea homogéneo, igual, casi como si fuéramos robotitos hechos
en máquina y clonados, o somos totalmente relativistas: “bueno está todo bien,
no hay que discutir nada…”. Creo que no es ni una ni otra.
El misterio de la Trinidad nos dice justamente cómo se puede ser uno y
tres. Cómo en el amor se puede vivir en familia. Y la diversidad la puedo
aprender a vivir en la unidad cuando aprendo a amar al otro, cuando lo escucho,
lo comprendo, cuando no intento cambiarlo, cuando lo acepto. Muchas veces nos
pasa que lo primero que hacemos con alguien cuando hay algo que no nos cierra
pensamos, “¿cómo lo puedo cambiar?”. Y lo que nos dice Jesús es cómo lo puedo amar,
no cómo lo puedo cambiar; cómo lo puedo aceptar. Yo no me imagino al Padre, más
allá de toda la perfección filosófica, y todo lo que hablamos de la Trinidad,
queriendo cambiar al Hijo, sino queriendo amarlo, queriendo entregarse por Él.
Y creo que esa es la experiencia que nos transmite a nosotros. Cómo podemos crecer
en comunión en una diversidad. Cómo podemos amarnos y aceptarnos los unos a los
otros, e ir caminando juntos porque de alguna manera eso es lo que hace la
diferencia.
En segundo lugar podemos ver esa entrega. Si hay algo que nos muestra el
Padre es cómo nos envía al Hijo y cómo nos envía al Espíritu; quiere que lo
profundo de la Trinidad se dé, se entregue. Y a eso nos invita también a
nosotros, a hacer esa experiencia de ese Dios que se entrega, y como se entrega
a mí, me invita a entregarme también, a darme a los demás. Creo que si hay algo
que es un signo palpable de cuando vamos haciendo experiencia profunda de Dios,
es cuánto eso me invita a cambiar, cuánto eso me invita a transformarme.
Yo muchas veces descubro en mi vida, en mi ministerio, como cuando uno
tiene en la televisión dos angelitos en la cabeza, y uno le dice: hacé tal
cosa, y el otro: hacé tal otra, y uno no sabe a cuál escuchar. Y uno me dice: “descansá,
cuídate”, y el otro: “no, entregate, escuchá, andá a darte”. Obviamente que es
un arte el aprender, pero lo que descubro en Dios es que generalmente Él me
invita a algo más, a dar un poco más de mi vida. Cuando yo tiendo a cerrarme,
cuando tiendo a cuidarme, a acomodarme, Dios me dice: no te acomodes tanto,
entregate, date, abrite. Y me llama a una vida más plena. Y después cuando miro digo, “uh, qué bueno
estuvo esto. Qué bueno que me animé a dar este paso. Qué bueno que no me quedé
tirado en la cama viendo chicle mental, y que me anime a decir, “Voy”, por más
de que esté cansado, porque eso me transformó la vida.” Y cuando miro digo, “bueno,
que bueno que no seguí lo que yo primero pensaba, sino que abrí mi corazón a
este Espíritu.”
Creo que la experiencia de Dios es la que nos llama a algo más, y la que
nos ayuda a vivir en los valores. La gran crítica que hoy hacemos es que
vivimos en un mundo que ya no tiene valores. Jesús me invita a algo más. Cuando
estoy en Jesús me pregunto, ¿cuáles son los valores que Él vivió? Y cuando
quiero aprender de Jesús, creo que lo primero que tengo que saber es cuáles son
los valores que Él transmitió. Si quiero conocer más a Dios, tengo que mirarlo
a Jesús. Si quiero conocer cómo es la Trinidad, tengo que mirar su vida, descubrir
cómo fue generoso, cómo escuchaba al otro, cómo ponía la otra mejilla. Entonces
me pregunto cómo puedo hacer experiencia de Dios para formarme más. ¿Hacer y
vivir los valores de Jesús es formarme más? Sí, porque es vivirlos en mí. Y de
esa manera doy testimonio. Creo que la mejor manera de transmitir a Jesús es cuando
puedo hacerlo carne en mí, eso es lo que hizo Jesús. Agarró de lo suyo y se lo
dio al Espíritu para que se lo diera a otros. El Espíritu en Pentecostés hizo
lo mismo. Nos dio de ese seno de la Trinidad su corazón, ese amor, para que lo
vivamos en el corazón, y para que lo podamos llevar a los demás.
Pidámosle entonces a este Espíritu que nos transforma, que nos hace
testigos, que nos envíe, que podamos descubrir todo este amor de Dios en
nuestro corazón, y que podamos vivirlo.
Lecturas:
*Pr 8, 22-31
*Sal 8, 4-5. 6-7a. 7b-9
*Rom 5, 1-5
*Jn 16, 12-15