miércoles, 21 de agosto de 2013

Homilía: "Lo único que necesita el mal para triunfar en el mundo, es que los buenos no hagan nada" - XX domingo durante el año


En la película El Discípulo, con Al Pacino y Colin Farrell, James Clayton es un joven muy talentoso, egresado del MIT, capo en Informática. Cuando está exponiendo en un panel de informática, en el que todos muestran avances, aparece Walter Burke, un reclutador de la CIA, para llevárselo como un joven talentoso, y ver si hace un entrenamiento, lo recluta. Sin embargo no le es fácil que él se anime a dar ese paso. Por un lado, uno podría decir que ese joven, James, está bastante acomodado en su vida, se recibió muy bien, le va muy bien, tiene un montón de posibilidades; pero Walter le hace descubrir que hay como un fuego en su corazón, que le pide algo más; que a pesar de haber logrado muchas cosas en su joven carrera, su corazón le pide algo más. Tiene preguntas, por un padre que también había trabajado en la CIA, cosas que su corazón quiere, y lo que tiene que hacer este hombre es volver a encender esa llama en el corazón, para que él se anime a ir por algo más. Algo que también a nosotros muchas veces nos pasa, vamos como apagando nuestros deseos en el corazón.
Podríamos decir que hay como dos momentos importantes en la vida, en este sentido. El primero es dar el primer paso, que es descubrir cuáles son mis deseos, animarme a buscarlos y a mirarlos. Si no lo he hecho, tengo que comenzar por ahí, por animarme a descubrirlo, porque eso es lo que me va a hacer feliz. Pero tal vez ya hemos descubierto nuestros deseos, y sin embargo llegamos como a un status quo donde nos acomodamos: "Bueno, mi vida hasta acá está bien. Es confortable, más o menos zafa...", y me acomodo. No obstante, creo que hay momentos donde nos frenamos y sentimos como un gusto amargo en el corazón. Y uno se pregunta por qué, porque quizás miramos nuestra vida, y las cosas andan bien. Estamos contentos con nuestra familia, con mi novio/a, con mi trabajo, con mi estudio... ¿Por qué entonces tengo este sabor amargo en el corazón? Y en general cuando no encontramos el porqué es porque nos falta ir a la raíz. Hay un deseo en el corazón que lo he apagado. Hay cosas que mi corazón pide, que ya nos las escucho más. Y como no las escucho, en algún momento vuelven como un boomerang y empiezan a hacerme sentir un gusto agrio en el corazón. Es por eso que la invitación es siempre a no apagar esos deseos. Ni porque ya llegué a un confort, ni porque creo que son difíciles o arduos.
¿Cuántas veces nos pasa que nos encontramos con personas en la vida, más chicas, o más grandes, y las vemos como apáticas? Nos dan ganas de pegarles tres o cuatros sopapos, decirles: "¡Despertate!", "Hacé algo con tu vida". Porque uno espera por lo menos que se equivoquen, pero que hagan algo, porque sino no van a llegar a ningún lado. La vida, cuando uno va apagando los deseos del corazón, lleva a esa apatía, hacia algo que falta. Esto es lo que movió siempre a Jesús, el nunca apagar esos deseos que tenía en el corazón.
El evangelio difícil de hoy nos dice que Jesús deseaba ardientemente que algo llegue. Es decir, nunca apagó la llama de su corazón, ni aún frente a las dificultades; pero tenía que esperar, tenía que tener paciencia, porque las cosas que queremos no siempre vienen rápido. Es más, como muchas otras veces hemos hablado, la vida no es como un McDonald's, donde uno pide y ya está. Los deseos tienen que tener un recorrido, un camino. Son arduos, uno tiene que sembrar primero y esperar. Lo que pasa es que es mucho más lindo cosechar; queremos cosechar siempre rápido. Pero para que la cosecha sea abundante y dé un fruto verdadero yo tengo que esperar los tiempos, los pasos, y a veces eso lleva mucho tiempo. Es más, a veces los frutos los va a vivir otro. En el fondo, si miramos objetivamente, podemos ver que esto se da también en otras realidades. Cuando hablamos de la política de nuestro país, ¿qué pasa? Falta alguien que piense a largo plazo, alguien que empiece a sembrar aunque él no coseche. ¿Por qué? Porque en la vida de los demás, o en las instituciones, miramos mucho más objetivamente; en las nuestras, o en la gente que más queremos, se nos complica.
Entonces lo bueno es animarse a ir ardientemente detrás de ese deseo. Esto fue lo que hizo Jesús. Es más, el deseo de Jesús no se va a cumplir en su vida. Pero muere con ese deseo abierto. Él quiso dar vida, predicar el Reino de Dios, que la gente lo escuche, y muere casi solo. El fruto de su vida va a venir después. Va a venir porque Él aun en lo arduo y en lo difícil, no dijo: "hasta acá llego", sino: "sigo luchando por esto. Aun cuando sea difícil, aun cuando traiga conflicto". Esto es lo que está diciendo en la segunda parte del evangelio. A Él, anunciar el Reino de Dios, le va a ser conflictivo. Muchos no lo van a entender, muchos se van a burlar, y muchos lo van a matar. Pero no es que lo dejó por eso. Él sabe que hacer el bien muchas veces también es difícil, y esto es lo que le dice Lucas a esa comunidad. ¿Ustedes quieren seguir a Jesús? ¿Tienen ese deseo en el corazón? Sepan que a veces va a ser difícil, y que aun las comunidades, aun las familias, muchas veces se van a dividir. Lo que pasa es que a uno lógicamente esto le suena raro porque dice: "¿Ustedes piensan que he venido a traer la paz a la tierra?", y todos diríamos: "Sí." Pero nos dice: No, vine a traer la división. Entonces hay algo acá que no nos cierra. Y lo que no nos cierra es que no es la paz como nosotros pensamos, un status quo en el que no pasa nada, sino que es una paz que es trabajosa, que es difícil, que luchar por ella muchas veces trae conflictos, divisiones, pero que no la tengo que abandonar, que no la tengo que dejar atrás, porque nuestra intención es que la paz llegue casi como una maqueta que baja desde el cielo, y en la que todo está bien. Y Jesús dice: No, esa no es la paz que yo traigo. La paz que yo traigo es la que brota del corazón de hombres y mujeres que pelean y que luchan por ella. Esta es la invitación que hoy nos hace a nosotros.
Hay un escritor, político, Edmund Burke, que decía: "Lo único que necesita el mal para triunfar en el mundo, es que los buenos no hagan nada". Y creo que lo que nos pasa muchas veces es eso. A veces la gente se acerca y dice: "Yo no le hago mal a nadie." Y mi primera pregunta (en general no la hago), es: ¿pero hacés el bien? Porque que yo no le haga mal a nadie no significa que hago el bien. Es más, estaría bueno empezar a pensar en positivo, decir: "hago buenas cosas", en vez de decir que no le hago mal a nadie. Porque nos vamos acomodando en este mundo que relativiza todo, en un: "bueno, nadie moleste a nadie, nadie luche por nada, y quedémonos como en un status quo". Sin embargo cuando vemos que eso pasa, que nadie hace nada, o que los buenos no hacen nada, nos violenta.
El otro día miraba un video de este chico discapacitado que fue golpeado por otros compañeros, y la verdad que a uno le daba bronca. Y recién cuando salió el video las autoridades del colegio dijeron: vamos a intentar actuar en esto. La pregunta es ¿por qué no actuamos antes? Algunos compañeros dijeron: "Sí, intenté, pero la pasé mal..." Renunciamos a hacer el bien. Ahora, ¿quién dijo que hacer el bien no va a ser conflictivo? ¿De qué nos arrepentimos? ¿De que nos metimos y fue conflictivo, o de que me lavé las manos? ¿Queremos ser todos como Poncio Pilatos y nos lavamos las manos y no hacemos nada? ¿O queremos luchas por eso?
Hace varios años, estaba misionando en algún lugar de nuestro país, y estábamos en una comida, y la familia de esa casa había invitado a todos los hijos a comer. Uno de los hijos, un poco fuera de lugar, empezó a hablar muy mal de unas familias de un barrio muy carenciado de ahí, y de los chicos que iban ahí a la misa, empezó a agredirlos y criticarlos; hasta que en un momento a mí me saltó la térmica, cuando dijo: "La verdad que habría que esterilizar a todas esas mujeres." La conversación subió mucho de tono, y fue una comida muy conflictiva, es más, yo estuve a punto de levantarme e irme. Más tarde, los chicos del grupo, que también pasaron un mal momento porque estaban ahí, me preguntaron si me arrepentía de haber intervenido. Y me acuerdo que yo les dije: "No, sí me arrepiento de muchas veces que no dije lo que pensaba. Sí me arrepiento de muchas veces en las que no me animé a hacer el bien, que me callé, que no actué, y que dejé que los otros, el mal, triunfara." Entonces, cuando creo que es necesario, no me preocupa el conflicto, me preocupa callarme la boca y no hacer nada.
Esto nos pasa a diario. En un colegio molestan a un chico porque nos callamos, porque damos un paso al costado, porque no nos comprometemos en eso, y las cosas siguen. Podríamos preguntarnos qué hubiera pasado si Jesús no se comprometía. ¿Le trajo conflictos? Sí. ¿Le costó la vida? Sí. ¿Dio fruto? ¡Vaya, qué fruto dio! El bien siempre da fruto. Puede ser difícil, pero tenemos esa certeza. Jesús nos invita a luchar por eso, a animarnos a que esa pasión por el bien que tendríamos que tener nunca se apague. Jesús dice: hay algo que arde en mi corazón, hacer el bien. Lo mismo nos dice a nosotros: que arda siempre esa necesidad, ese deseo de hacer el bien; de actuar, de no callarse, de transmitirle a los demás aquello que Jesús nos enseñó.
Pidámosle a Jesús, aquél que se animó hasta dar la vida para que otros tengan fruto, para que otros crean, para que otros vean que el bien triunfa; que también nosotros nos animemos a lo mismo.

Lecturas:
*Jer 38,4-6.8-10
*Sal 39,2.3;4.18
*Heb 12,1-4

*Lc 12,49-53

viernes, 16 de agosto de 2013

Homilía: “La Fe es la garantía de lo que no se ve” – XIX domingo durante el año


Hace como diez años salió una película de Tim Burton que se llama El Gran Pez y cuenta la historia de un padre y su hijo, Edward y Will Bloom. Edward es un padre al que le gusta contar sus historias casi como mitos, como leyendas; y el hijo de a poco va creyéndole cada vez menos de lo que va contando, de lo que va diciendo, de lo que le va pasando. Esto llega al extremo el día de la boda de Will, cuando el padre pide la palabra y cuenta una historia de su hijo cuando era chico. Will se enoja totalmente con su padre porque dice que eso no fue tan así, no cree más en él, y corta el vínculo y la relación con él. Ya no confía ni cree en él.
Años después, su madre lo llama porque su padre, Edward, está muy enfermo, internado en una clínica. Will el accede a acercarse a verlo; pero sigue siendo el mismo padre, que vuelve a contar sus historias, a narrar, a hacer lo mismo que había hecho toda su vida. Y ahí él empieza a cambiar la mirada que tiene sobre su padre. Esa visión que había hecho que deje de confiar, de creer en lo que el padre le decía, empieza a transformarse cuando de a poco empieza a darse cuenta, en esas mismas historias, que no es que el padre mentía, sino que matizaba, exageraba, adornaba, de alguna manera. Y empieza a encontrarse con esa gente que tenía que ver con esa vida y con esa historia. Y a partir de ahí, en los últimos momentos de la vida su padre, Will va a poder ir recreando y sanando ese corazón, esa confianza que muchas veces cuesta tanto tener en el otro.
Creo que si hoy tuviéramos que elegir tal vez uno de esos valores, virtudes, que el mundo actual más ha minado, más ha atacado, es justamente la confianza. Nos cuesta mucho creer y confiar en los demás.
En la segunda lectura que acabamos de escuchar, de la carta a los hebreos, el autor comienza diciendo: la fe es la garantía de lo que se espera, es decir, de lo que todavía no está, de aquello hacia lo que todavía tengo que caminar; y para dejarlo más claro dice: de aquello que no se ve. Es decir, no lo tengo a la vista; tengo que caminar hacia un lugar. Ahora, como cualquier realidad, para caminar hacia un sitio tengo que dejar aquel en el que estoy; y eso nos cuesta mucho, porque justamente para eso tengo que creer en algo, y tengo que confiar en algo, y tengo que soltarlo e ir. Por eso la segunda lectura pone estos dos ejemplos tan claros que son Abraham y Sara, que lo que hicieron fue creer en Dios, animarse a poner esa fe en aquello que no veían, dejar una tierra atrás, y una descendencia que creían imposible. Es decir, ellos ya no podían controlar su futuro, ni la tierra hacia la que iban, ni el hijo que querían tener. Uno hoy podría idealizarlos y pensar, cómo creció Abraham, cómo creció Sara, son un modelo. Sin embargo, si leemos la historia, les costó mucho, dudaron de si esa tierra existía o no, y si podrían llegar. Abraham y Sara dudaron también de poder tener ese hijo y por eso Abraham va a tener ese hijo con su esclava, que se va a llamar Ismael. Es decir, les costó confiar en esa promesa que Dios les hacía. Sin embargo, Dios siguió apostando por Abraham, y cuando fallaba en esa confianza y en esa fe, volvía a acercarse, volvía a tener una mirada nueva, a invitarlo, a volver a creer en esa promesa, a que sanara esa herida. ¿Por qué? Porque es la única posibilidad de que Abraham siga caminando detrás de esa promesa, de que vuelva a recrearse esa confianza.
Creo que hoy vivimos en un mundo donde tal vez una de las cosas que más nos cuesta es creer y confiar en los demás. Esa confianza básica que nace de la vida de una persona; en la vida de un niño, por ejemplo, que confía en su mamá, que confía en su papá; cada vez es más minada por nosotros mismos, por la sociedad, por el mundo, donde nos cuesta mucho creer en el otro. Eso que tendría que ser básico en nosotros de que confiamos y creemos en el que tenemos al lado, hoy está puesto totalmente en duda. Casi que pensamos que el otro se tiene que ganar mi confianza. Parto de que el otro me va a jorobar, me va a mentir, de que el otro va a hacer las cosas como yo no quiero, y por eso termino queriendo controlar, y no me animo a moverme. Porque necesito tener controlado donde estoy.
Como alguna vez les he dicho, un ejemplo claro es la geografía de nuestro país. Hace veinte años no existía ningún barrio cerrado. ¿Por qué tenemos barrios? ¿Por qué nos encerramos cada vez más? Porque necesitamos tener las cosas controladas. Después podemos discutir si estamos bien o mal, no estoy metiéndome en esa categoría, pero no confiamos en el que tenemos al lado, a veces muy justificadamente, entonces nos vamos encerrando. Ahora, eso que es solamente geográficamente y por eso vamos viendo cómo nuestros barrios, nuestras casas, cada vez son como más cerradas; también pasa con nuestra vida. No podemos elegir en qué confiamos y en qué no. Es muy difícil. Y cuando algo se empieza a minar, nos pasa con todo. Después nos cuesta confiar en el que tenemos al lado, en el que está en el trabajo, en la facultad, en el colegio; en aquel que es parte de mi familia. Y a veces porque fui lastimado.
Ahora, por eso se basa en confiar. Yo tengo que creer en el otro, y en lo que el otro me dice. Y esa confianza, como en el evangelio, a veces va a ser desilusionada. Y ahí es donde se va a poner en juego. Tengo dos opciones: o digo: bueno, no creo, no confío más en esta persona, y voy rompiendo ese vínculo que tengo; o me animo a creer y confiar en esa persona, a apostar de nuevo. Aunque me cueste, aunque tenga que hacer el duelo, aunque sea difícil, pero esa es la única manera de que ese vínculo pueda subsistir, de que ese vínculo tenga una oportunidad de crecer de nuevo. Y si no me iré quedando sólo. Porque si me quiero quedar solamente en lo que yo creo, confío, controlo, cada vez me voy cerrando más, mi vida se va haciendo cada vez más pequeña. Y esto nos pasa a todos, desde los más chicos hasta los más grandes. Tal vez a los más jóvenes. Podríamos pensar, ¿me es fácil contarles mis cosas a mis amigos? ¿Confío en mis amigos? ¿Les abro el corazón? ¿Me es fácil confiar en mi familia? Abrir el corazón, decir lo que me está pasando, aun cuando me cuesta. ¿Nos es fácil escuchar? ¿Sin meternos, sin opinar? ¿Es fácil ir creciendo en esa confianza del que va soltando? Cada vez es como que la cosa se pone más difícil.
Como ustedes saben, a mí me ha tocado en estos casi diez años de ministerio, trabajar en la pastoral juvenil. Y casi que añoro con nostalgia los primeros años, porque les aseguro que la cantidad de llamados que recibo de los papás en los retiros, campamentos, jornada mundial ahora, es casi insoportable. Ya quiero apagar el celular más o menos. Y antes cuando alguien se iba confiaba, creía en el otro. “Te doy a mi hijo, llevalo de retiro, llevalo a un campamento, llevalo a tal lugar, y voy esperando.” Ahora no. Es como que se me va y no lo puedo controlar. Lo mismo pasa en el colegio.
Hace poco, en un retiro que tuvimos, habíamos pedido los celulares al principio del retiro. Y uno de los chicos se acerca en la mitad del retiro y me devuelve su celular (que se supone que ya lo teníamos nosotros) y me dice: “Perdón Mariano, la verdad que no te di el celular, te lo voy a dar; tomá porque estoy cansado de que me llame mamá.” Y se había ido hace 24 horas. Nos cuesta un montón. Y eso es parte de la confianza. No lo quiero soltar. Eso que antes era mucho más básico, de: “qué bueno, dejemos que dé este paso, que vaya a ese lugar, dejamos que haga esto”, no un montón de preguntas, de dudas, de cuestionamientos, ¿no? No creo, no confío. Y como cada vez esto se vuelve como una bola más grande, es cada vez peor, porque lo voy exacerbando. Porque si me doy cuenta que la tensión, la angustia, la ansiedad, la tengo yo; me la tengo que bancar yo. ¿Por qué tengo que llamar al otro? Si no empiezo a soltar un poco, no crezco; tengo que dejar que el otro se vaya moviendo un poco en su libertad.
Abraham cree en Dios, y Dios confía en Abraham, pero lo tiene que dejar hacer su vida, tiene que dejar que Abraham se equivoque o no, y vaya haciendo ese camino. Es por eso que la invitación es esta: volver a creer y a confiar. Y eso es siempre un don que le tenemos que pedir a Dios porque es un salto, es la única manera de madurar. En la manera en que sigamos este camino vamos a ir “inmadurando”, nos vamos a convertir como en personas infantiles. Nuestras familias, nuestros colegios, nuestros trabajos, nuestra misma sociedad. Creo que el camino es el inverso. Animarnos a dar esa libertad. Porque cuando lo vemos reflejado en el otro, nos cuesta mucho.
Hoy tuvimos elecciones. Bueno, cuando vemos algún gobierno que no es del todo transparente, no confía en los demás, es autoritario, nosotros nos quejamos. Decimos: no es lo que yo quiero, quiero poder crecer en el diálogo, quiero que haya libertad. Bueno, ¿por qué no empezamos nosotros haciendo ese paso al que Jesús nos invita? Animándonos a ir caminando. Podríamos decir que ese es el tesoro que el evangelio dice. El evangelio dice, allí donde está tu tesoro estará tu corazón. Bueno, en aquellos valores que nos animamos a hacer crecer, germinar, a darle importancia.
Para terminar, el evangelio dice que estas personas tenían que estar esperando a su Señor que venía. Uno podría pensar, qué exigente que es este Señor que está esperando a ver si estas personas están atentas o no. O podría mirarlo de otro lugar. Cuánto confía este hombre en estas personas, que los deja cuidando sus casas, que les dice: yo voy a volver. Y otra pregunta es, ¿con cuánta esperanza, con cuánta alegría, con cuánta disponibilidad ellos esperan a su Señor? Bueno creo que el camino es crecer en esa confianza de lo que se nos da; pero también tenemos que aprender a soltar, en nuestra vida y en la de los demás.
Pidámosle en este día a Jesús, aquél que es nuestra fe, aquél que cree y que confía en cada uno de nosotros, que también nosotros podamos confiar y creer en los demás.

Lecturas:
*Sab 18,6-9
*Sal 32,1.12.18-19.20.22
*Heb 11,1-2.8-19

*Lc 12,32-48