martes, 4 de junio de 2013

Homilía: “Seamos frágiles, porque ahí está la grandeza de nuestro corazón” – Corpus Christi


Hace poco terminó en la televisión una serie bastante fuerte sobre la vida de Espartaco, un personaje histórico. Él fue quien encabezó la rebelión más importante contra el Imperio Romano, aproximadamente un siglo antes del nacimiento de Jesús. Era un tracio esclavo, que logró liberarse y comenzó a liberar esclavos del Imperio para que lucharan por la libertad. No tenemos muchos datos así que la serie juega un poco con algunas cosas, pero hay una imagen en uno de los capítulos que es llamativa, en la cual Espartaco, que ya ha liberado más de cien mil esclavos y está luchando contra el Imperio Romano, tiene un romance con una de las esclavas. Esta esclava, Mía, intenta ir creciendo en ese vínculo de entrega con él, pero descubre que él es reacio a abrirle su corazón. Todavía siente el dolor de la pérdida de su mujer que había muerto antes como esclava, y no puede volver a darse, no puede volver a abrir su corazón. Ella va buscando por todos los caminos que él pueda encontrar un consuelo, alguien en quien apoyar su vida y no puede. En un momento ella le dice: ¿por qué no me das tu corazón?, ¿por qué no terminás de abrirte? Y él le dice sinceramente, “te estoy dando todo lo que queda de él”.
A uno le llama la atención porque por un lado ve esa figura tan ensalzada de él, que encabezó una rebelión, que puso en jaque tal vez al imperio más grande que existió, y por otro lado una persona endeble y débil en su corazón, que por distintas razones, sin juzgarlo,  no puede terminar de darse, de entregarse, de hacer aquello que es tal vez mucho más cotidiano en nuestra vida, el deseo de abrir el corazón a otros. No puede. Y aquello más majestuoso que nosotros vemos como extraordinario y alejado, como un don para muy poquitos, sí lo puede hacer.
Ahora, esta experiencia que tiene Espartaco, de no poder dar su corazón, de alguna forma también la tenemos nosotros. Si miramos nuestra vida en los distintos ámbitos, en los distintos vínculos que tenemos, podríamos preguntarnos cuánto de nuestro corazón nos animamos a dar, cuánto de nuestro corazón nos animamos a entregarle al que está con nosotros. Porque creo que vivimos en un momento en el que, más que enseñársenos a darnos y a entregarnos, se nos enseña hasta dónde tenemos que hacerlo, y a ir poniendo como barreras y cercos en nuestro corazón. Porque pareciese que si uno abre el corazón a los demás, si uno se entrega, se puede lastimar. Si abro verdaderamente el corazón al otro, quedo muy vulnerable. Pierdo el control, el dominio de mí mismo, y no me animo a dar ese salto, no me animo a dar ese paso en la vida, entonces estoy cómo midiendo hasta dónde hago, qué digo, qué hago, cómo y por qué. Eso no nos deja ser libres porque estamos siempre midiendo el hasta donde tenemos que entregarnos en cada situación. Sin embargo, esto no nos alcanza.
Creo que muchos de nosotros tenemos la experiencia de que cuando cerramos el corazón, cuando le ponemos barrera a nuestro corazón, eso nos deja un gusto amargo, eso nos duele. Y a veces nos preguntamos: “¿por qué soy infeliz?, ¿por qué me pasa esto?”. Y quizás tenemos que buscar en la raíz del problema. Porque el problema no es que tenga o no cosas, que me haya ido bien o no en algo, sino que tapé ese deseo profundo que todo ser humano tiene, varón o mujer, que es poder entregar y poder dar la vida. Hasta que yo no me anime a hacer eso, mi corazón va a gritar cada vez más fuerte, por algo que desea y que no se puede callar.
Si uno mira la vida de Jesús, es un continuo darse. Si uno mira la vida de Jesús, uno no piensa en una persona que se cuidó, una persona que pensó, “¿qué pasa si digo esto?, ¿qué pasa si hago esto?”. Y cuando se nos invita en Jesús a ir haciendo ese camino de Fe, Jesús también nos va invitando a dar ese paso. Uno se podría plantear, “pero, si yo me cuido, ¿no estaré mejor?” Y creo que cuando leemos el evangelio vemos que Jesús nos dice que el camino de la Fe no es cuidarse, el camino de la Fe es justamente el animarse, arriesgarse, hacerse vulnerable de corazón. Y tal vez le podría decir yo a Jesús, ¿qué pase si hago eso? Y seguramente me va a responder: “estás mucho más cerca de ser feliz”. No sé la consecuencia puntual de ese hecho en ese vínculo, con ese novio, novia, marido, mujer, amigo, amiga, hijo, hija, que uno tiene; lo que sé es que el camino de ser feliz en la vida está en ese aprender a darse continuamente. Y esto es lo que vamos leyendo en las lecturas de hoy.
Melquisedec en la primera lectura le da a Abraham lo que tiene. “Te doy mi bendición”, le dice, “te doy ese regalo que yo tengo”, para que Dios te cuide, te acompañe y te proteja. En el evangelio es mucho más claro. Jesús le dice a la multitud: te doy de comer. Les doy pan. Algo muy sencillo, pero que la multitud necesitaba en ese momento. Y en otros momentos les va a dar otra cosa y les va a hablar al corazón, los va a acompañar. Y en otro momento los va a curar. En otro momento va dar la vida. Pablo en la segunda lectura hace lo mismo. Les dice, les transmito lo que yo recibí, qué es lo que Jesús hizo en la Última Cena. Éste es su Cuerpo, ésta es su Sangre; compártanlo, vívanlo.
Se nos va invitando a entregarnos. Pero si miramos nuestro corazón es como si hubiera dos titanes luchando; por un lado esa voz de Dios que clama adentro, ese “anímate a darte porque ahí está el camino de ser feliz”, y otra voz que me dice: “no, cuídate, te puede pasar esto, mirá lo que te pasó la otra vez”. Sin embargo, el miedo es un mal consejero, no nos deja ser libres para dar la vida y para entregarnos. Y aun cuando en un hecho concreto yo pueda salir lastimado, ese no es el problema, iré caminando hacia aquello que me hace más grande, y que es la grandeza del corazón que puede darse a los demás. Eso es lo que hizo Jesús en su vida. Jesús está lejos de los parámetros actuales, de cuidarse, de encerrarse. Jesús viene a dar la vida. Y aun cuando los más cercanos le digan: “no, vos no vas a dar la vida”, Jesús va a decir: “Sí, Yo quiero dar la vida, para eso he venido”.
Uno podría decir, ¿qué más puede hacer Jesús? Ya hizo todo esto. ¿Qué más puede hacer por nosotros? ¿De qué manera más puede darse y entregarse? Y Jesús dice: a ver, no es que lo hice una vez, lo sigo haciendo hoy. La fiesta que hoy estamos celebrando, celebra justamente un Dios que se quiere seguir dando en Jesús. Por eso celebramos la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús que en su Eucaristía se sigue dando a nosotros, Jesús que en su Cuerpo y en su Sangre, en un rato se va a hacer presente en esta mesa como lo hace siempre. ¿Por qué? Porque se sigue arriesgando. Porque dice, aun en eso sencillo como es el pan de cada mesa, como es el vino que se nos invita a compartir, Jesús quiere seguir haciéndose presente. A nosotros nos cuesta porque pensamos: es muy endeble eso. Jesús no buscó cosas extraordinarias para hacerse presente. Buscó algo muy ordinario, algo en donde lo tengamos que descubrir. Y uno podría decir, bueno pero, ¿qué hacemos?, es un pan, se puede perder, se puede poner feo, se pueden caer miguitas… ¿y cuál es el problema? ¿En algún momento le costó a Jesús arriesgarse? Es lo que Él quiere. ¿O acaso no sabía, no se dio cuenta de lo que estaba diciendo cuando dijo, “éste es mi Cuerpo”? Sabía perfectamente. Y tal vez lo que nos está diciendo en ese signo es: no me cuiden, y no se cuiden a ustedes.
A ver, no estoy hablando de ser inocente y hacer cualquier cosa. Estoy hablando de lo profundo de la vida, que es dar el corazón. De un Jesús que dice, “descubrí lo que Yo hago en la Eucaristía; en esto simple Yo me doy, en aquello que parece frágil.” Bueno, si ese es el camino, seamos frágiles, porque ahí está la grandeza de nuestro corazón.
A veces nos pasa que vemos personas que de alguna manera uno engrandece o endiosa, como decía yo de este hombre, Espartaco, y sin embargo cuando uno la conoce bien dice, hasta con lástima, pobre persona porque hizo un camino grandioso en algunas cosas y tiene un corazón muy pobre; tiene un corazón que no se puede dar, que no se puede entregar, que está siempre enojado, que está con envidia. Ese no es el corazón que nos invita a tener Jesús. Si uno mira la vida de Jesús y de muchas personas, a veces tienen muy poco. No importa si tienen mucho o poco; tienen mucho en la vida y en el corazón, y eso es lo que gozan, y eso es lo que los hace felices. Muchos de nosotros tenemos experiencia en muchos lugares, misiones, en donde vemos personas que con muy poco son muy felices. Tal vez estamos midiendo mal. Estamos midiendo lo material y no lo humano, lo que el corazón sembró y cosechó. Eso es lo que hoy Jesús nos quiere regalar, un corazón que se hace Eucaristía para que en lo simple lo descubramos, y para que en lo simple de nuestra vida lo hagamos presente.
Pidámosle a Pablo, aquél que se animó a recibir a Jesús, a que penetre en su corazón hasta que quiera darlo a los demás, que también nosotros hoy en esta fiesta, alimentándonos con Jesús y de Jesús en esta mesa podamos darnos a los demás.

Lecturas:
*Gn 14, 18-20
*Sal 109, 1.2.3.4
*1Cor 11, 23-26

*Lc 9, 11b-17