viernes, 28 de marzo de 2014

Homilía: “Jesús nos sale al encuentro en las cosas de todos los días” – III domingo de Cuaresma


Hay una película muy buena que se llama “Ser digno de ser”, que trata sobre la vuelta de la diáspora de los judíos. Después de la creación del estado de Israel, se decide empezar a repatriar al resto de los judíos. Estamos hablando de la década del 70 u 80 del siglo pasado. Una de esas vueltas es de unos israelitas judíos que están viviendo en Sudán. Allí estalla una guerra civil, y empiezan a cruzar hacia Etiopía desde los llevaban hacia Israel. En ese camino difícil en el desierto hay gente que va muriendo. Entre ellos muere una madre que era cristiana. Antes de morir le encomienda su hijo a otra madre judía, que había perdido a su hijo también en el desierto. Esta madre se va con el niño, y en un momento del camino los llevan a un vestuario para que los hombres se bañen. Él entra en la ducha del vestuario, como haría cualquiera de nosotros, se empieza a bañar, y ve que el agua se va por la rejilla (algo que pasa todos los días), y se desespera. Se pone a llorar, se tira al piso, quiere tapar la rejilla; no quiere que el agua se vaya. No lo puede evitar, entonces empieza a gritar hasta que una de las personas lo ve, lo agarra, lo tranquiliza y le dice: “quedate tranquilo, acá el agua sobra”.
¿Por qué me quiero quedar con esta imagen de esta película? Porque nosotros no podemos entender lo que significa el agua para un mundo y una cultura que no tiene agua, donde todos los días, cotidianamente, tienen que ir hasta un pozo a buscar el agua y llevarla hasta su casa. Nosotros, más allá de que un día nos la corten un ratito y que nos podamos quejar por eso, estamos acostumbrados a dar por sentadas todas esas cosas: la luz, la electricidad, el gas… en general no tenemos ningún inconveniente. Entonces perdemos la dimensión del problema. Todos sabemos que el agua es necesaria para vivir, pero no la tenemos que buscar con ese mismo ahínco día tras día. Y esto es lo que hacía la mujer del evangelio, iba a ese pozo (que le había dado su padre Jacob hacía más de mil quinientos años), sacaba agua, y volvía a su ciudad. Aún hoy podemos ver que en los pueblos de África hay mujeres que siguen haciendo esto: van, dos o tres horas de caminata de ida, dos o tres horas de caminata de vuelta, con las tinajas de agua en sus cabezas, para traer el agua que necesitan para vivir ese día.
Bueno, esto es lo que va a hacer esta mujer del evangelio, algo que hacía cotidianamente. Y en esa cotidianeidad se encuentra con Jesús; con un Jesús que la sorprende porque los judíos en general evitaban Samaría. Ustedes saben que los judíos y los samaritanos eran hermanos pero se habían dividido. Había quedado Judá abajo y Samaría arriba, y para los judíos, los samaritanos eran una especie de semi-paganos que se habían alejado de Dios. Entonces, no les daba mucha gracia pasar por Samaría; en general hacían una vueltita y evitaban ese trayecto. Ahí se encuentra esta mujer con Jesús. Ahí es cuándo se sorprende. Se da un encuentro cotidiano, en lo de todos los días. Eso creo que es lo primero importante en este texto. Nosotros vivimos muchas veces con la ilusión de que Jesús se nos aparezca en algo extraordinario; que se nos aparezca Jesús, que se nos aparezca María, que nos digan qué es lo que tenemos que hacer, a dónde tenemos que ir, no sé… que el rosario cambie de color, que pasen un montón de cosas para darnos cuenta de que Dios está.
Acá nos dice el evangelio que Jesús no se hizo presente en nada extraordinario, sino en lo más común que esta mujer vivía, y que ahí lo va a tener que descubrir. ¡Vaya si cuesta! A veces el lugar donde más nos cuesta descubrir a Jesús o hacerlo presente es en lo ordinario, en lo de todos los días; descubrir a Jesús en las personas de mi casa, en las personas que me rodean, en las personas del trabajo. Ser con ellos mucho más generoso, mucho más bueno, mucho más alegre, mucho más servicial. A veces el lugar donde más cuesta vivir a Jesús es ahí en donde estamos. Casi que tenemos que ser extranjeros para poder vivir nuestra fe a veces, irnos un poquito más lejos porque eso nos da como otra libertad en el corazón. Así que esto que parece normal, es lo más difícil: encontrar a Jesús en lo de todos los días. Jesús le sale al encuentro a esta mujer en lo de todos los días. Y el encuentro comienza con algo trivial; le dice: dame de beber. Tal vez si esta mujer lo hubiera hecho no tendríamos este evangelio, hubiera terminado ahí; le daba el vaso de agua y ahí se acababa. Se acababa la conversación, se acababa todo. ¿Por qué digo esto? Porque este encuentro de Jesús con la samaritana es el encuentro más largo que tenemos en todo el Nuevo Testamento. Yo leí la versión breve hoy. Si quieren vayan a sus casas, agarren el capítulo 4 de Juan, es todo este encuentro. Quedó tan grabado en el corazón de esta mujer y de estos discípulos que lo relatan con lujo de detalles y de circunstancias que pasaron en ese momento.
A ver, esto no es común. Si yo les pregunto cómo me conocieron a mí, supongo que ustedes mucho no se acordaran de la primera vez que me vieron, y habrá un montón de encuentros que hemos tenido en la vida que nos pasaron desapercibidos, que tenemos que hacer un esfuerzo grande para acordarnos cuándo estuvimos, qué es lo que pasó. Sin embargo, si yo les pregunto algunas cosas, seguramente se van a acordar. Si yo les pregunto acá a las personas más grandes si se acuerdan del día que conocieron a su mujer o a su marido, seguramente por más de que hayan pasado cincuenta años, se van a acordar bastante de lo que pasó ese día. Si yo les pregunto a los jóvenes que están por acá del día que se pusieron de novios, algunos me van a tener un par de horas así que mejor ni se los pregunto. De eso nos acordamos perfecto. Puedo poner otros ejemplos: el día que les nació un hijo; seguramente se acuerdan de la hora, cuántas contracciones tuvieron, todo lo que pasó. Hay encuentros que nos marcan, hay encuentros que por la intensidad que tienen, por la profundidad que tienen, calan en el corazón.
Esto es lo que pasa con esta mujer con Jesús. Empieza con algo trivial que va a cambiar el corazón, le va a cambiar la vida. Porque no se va a quedar acá esta mujer, le va a empezar a hacer preguntas: “¿cómo vos que sos judío me pedís a mí agua?” Y ahí empieza un diálogo casi de sordos, porque esta mujer no entiende mucho. “Si vos supieras quién soy yo me pedirías agua a Mí”, le dice Jesús. ¿Pero cómo la a vas a sacar si no tenés ni un balde?, le contesta la mujer. No, bueno, pero yo soy el agua viva, le explica Jesús. Bueno dame de esa agua para que yo no tenga que venir más a buscar agua acá. Empieza a profundizar cada vez más. Empezó con un balde de agua, y esta mujer va a correr a contar a la ciudad que Jesús está ahí. Empezó con algo cotidiano, con algo simple, y ahí se da cuenta de pronto, que Jesús le salió al encuentro. Jesús, como les dije antes, no tendría que haber ni pasado por Samaría, y nos dice el evangelio que se va a quedar dos días ahí. Porque cuando Dios se nos da, no es que se nos da midiendo “hasta dónde me doy”, Dios desborda; cuando Dios se encuentra con nosotros, busca que todo desborde.
Podríamos pensar en experiencias donde nos hemos sentido desbordados por Dios en el corazón. Un encuentro, un retiro, una oración. Donde Dios nos dio mucho más de lo que esperábamos. Si quieren podemos buscar textos del evangelio donde Dios desborda. Las Bodas de Caná, por ejemplo. No tienen vino. Bueno, dijeron que no tenían vino, no que transformen el agua y hagan como setecientos litros de vino, deben haber quedado todos mamados. No era para tanto, podríamos decir; con un poco bastaba. Sin embargo, desborda por todos lados.
Otro ejemplo, el hijo pródigo. Vuelve a su casa y le dice a su padre: “Trátame como a uno de tus jornaleros”. Pagame por lo que yo hago. Pero el Padre dice: no; lo abraza, le da las sandalias, le da el anillo, lo viste, lo entra a la casa, mata el ternero engordado. Tal es así que el otro hijo se va a poner de la cabeza, va a decir: ¿cómo puede ser esto? ¿Por qué? Porque le da mucho más de lo que esperaba. La mujer adúltera, la están por apedrear, tal vez pensó, ¿quién me puede ayudar en este momento?, ¿quién me va a salvar? Y Jesús dice, “el que no tenga pecado que tire la primera piedra.” Pero no se queda ahí, cuando la mujer se acerca le dice: “Yo te perdono, vete en paz.” La mujer le podría haber dicho: pero yo no te pedí nunca el perdón. Pero Jesús le da mucho más.
Si nosotros le hacemos un lugar en el corazón a Jesús, Jesús siempre desborda, nos da mucho más. Pero para eso nos tenemos que querer encontrar con Él. Porque muchas veces buscamos los dones que Dios nos da, y nos olvidamos de buscar el Don que Dios es. Quédense tranquilos que este juego de palabras lo voy a traducir un poquito: en general estamos pidiéndole cosas a Dios, en vez de pedirle encontrarme verdaderamente con Él. A ver si Dios me cumple esto, me ayuda en esto, me da esto, consigo tal cosa…; y si no me lo da me enojo. Me pierdo el encuentro por cosas menores. Esto es lo que le pasa a esta mujer. Al principio lo único que quiere es no tener que volver al pozo, no quiere volver más acá a buscar agua. Sin embargo, cuando se da cuenta de quién es Jesús, encuentra mucho más. Cuando le da un lugar en el corazón, eso transforma. Eso es lo que Jesús nos quiere recordar en la Cuaresma. No es que quiero dar cosas; yo me quiero dar a vos, yo me quiero encontrar con vos. ¿Vos estás dispuesto a eso? Y para eso nos pide que le abramos un poquito el corazón.
Para terminar, en palabras de Pablo: Jesús es una esperanza que no defrauda, que siempre que le demos lugar, algo va a pasar, algo va a suceder. Pablo tiene esa certeza en el corazón. Jesús le cambió la vida, y siempre puede esperar en Él. Tal vez no como yo quiero, tal vez esperando un poquito más, tal vez teniendo paciencia, pero Dios siempre nos invita a tener fe y a esperar. Ese es el gran Don de Dios. Si conociéramos ese don, le abriríamos siempre el corazón, le agradeceríamos porque sale al encuentro, porque nos viene a buscar, porque nos transforma.
Animémonos en esta Cuaresma a abrirle el corazón a Él; a darle un lugar en nuestras vidas, en la vida de nuestras familias, de nuestras comunidades, para que Él lo desborde todo, para que Él nos transforme.

Lecturas:
*Éx 17,3-7
*Sal 94,1-2.6-7.8-9
*Rom 5,1-2.5-8

*Jn 4,5-42

lunes, 17 de marzo de 2014

Homilía: “Maestro, qué bien estamos aquí” – II Domingo de Cuaresma


Hay una publicidad de una famosa bebida en la que hay un grupo de amigos, y llega Pablito, un amigo, a la mesa. Después de saludar, Pablito pregunta, “¿qué hicieron anoche?” Ellos dicen: “No, no, nada… no te perdiste de nada. Fuimos a lo de Mati…” Y al final termina contando que en lo de Mati aparecieron un montón de modelos, de ahí se fueron a un recital bastante importante, terminaron en un yate gigante celebrando y disfrutando un poquito de la vida. “Pero no te preocupes, no te perdiste nada.”, le dicen. La publicidad cierra con una frase que dice, “no te pierdas ningún encuentro.”
Más allá de la parte de verdad o de mentira que pueda tener la propaganda en varias de las cosas, tiene una verdad profunda, y una certeza, que es que lo que todos buscamos en la vida es encontrarnos; encontrarnos con nosotros mismos, y poder encontrarnos con los demás. Porque eso es lo que llena nuestro corazón. Eso es lo que nos cambia el ánimo. Cuando vivimos verdaderos encuentros con los otros, eso nos saca una sonrisa, estamos más contentos, estamos más alegres, dejamos pasar algunas cosas… Y cuando no podemos vivir verdaderos encuentros con los demás, nos empezamos a poner de mal humor, todo nos molesta, nos empezamos a quejar un poco de todo… Es casi como un termómetro en nuestra vida.
Buscamos encuentros de todo tipo. En este caso es de amigos - todos nosotros necesitamos encontrarnos con amigos, con amigas – pero también en otros vínculos, con un marido, con una mujer, con un padre, con un hijo, con una hija, con una madre, con un hermano, con una hermana. Tener esos momentos gratuitos donde podamos encontrarnos, charlar, que nuestro corazón se encuentre con el otro corazón. Esos momentos se pueden dar casi como de dos maneras. A veces, se dan casualmente; uno no lo esperaba, no preparó nada, y sin embargo se dio de casualidad o providencialmente; una charla con alguien, un encuentro profundo. Tanto nos gusta que terminamos diciendo: bueno, que se repita. Pero en general, para que estas cosas se den, uno tiene que preparar como un espacio, uno tiene que querer encontrarse con el otro, uno tiene que disponerse al encuentro. Algo que generalmente nos cuesta, sobre todo en el mundo en el que hoy vivimos, en el que el tiempo es muy tirano, en el que tenemos que hacer muchas cosas, que siempre estamos a las corridas, se nos hace difícil tener momentos gratuitos – tanto para nosotros como en el encuentro con los demás.
Sin embargo esto es lo que sucede con Jesús y los discípulos en este evangelio. Seguramente Jesús debería tener muchas cosas que hacer, más que nosotros, si veía el mundo que lo rodeaba y la gente que lo necesitaba. Más allá de esto, se da cuenta de que en ese momento, sus discípulos necesitan un momento de encuentro gratuito en medio del ajetreo, en medio de que Jesús se había puesto de moda y la gente se le acercaba, le pedía milagros. No sé si recuerdan pero el evangelio nos dice que no tenían tiempo ni para comer, se querían retirar a solas y aparecía la gente por el otro lado del lago. Entonces Jesús dice: “vámonos a un lugar desierto”, y se van con Pedro, Santiago y Juan. Lo primero que hace Jesús no es explicarles algo; es mostrarles, darles testimonio. Se los lleva aparte a un monte elevado para estar juntos, para tomarse un momento con ellos. Es ahí, en ese momento, que Jesús les regala a sus discípulos la vivencia de algo distinto en el corazón. Tal es así, que le terminan diciendo a Jesús: “Señor, qué bien estamos aquí. Hagamos tres carpas.” Esta frase que, sobre todo de vacaciones, en algunos momentos nosotros imitamos porque nos queremos quedar en ese sitio, es en el momento donde se pudieron encontrar verdaderamente con Jesús. Cuando se tomaron un tiempo, se conocieron en profundidad. Uno podría decir, ¿los discípulos no conocían a Jesús? Sí, lo conocían. La pregunta es ¿cuánto lo conocían? Habían dejado todo, dice el evangelio, “y dejándolo todo lo siguieron”. Sin embargo necesitaban un tiempo a solas para ir descubriendo más a Jesús, y es en ese encuentro donde Jesús se les va a revelar. No es en la cantidad de cosas que hizo, no es en los milagros; cuando se toman un tiempo tranquilo, de silencio, de estar juntos, van a escuchar una voz en el corazón que les dice: “éste es mi hijo muy amado, en quien pongo toda mi predilección.” La verdad más profunda de Jesús, que es hijo del Padre, que nos transmite el amor de Dios, en quién Dios cree y confía, se revela en el momento en que están juntos, tranquilos, compartiendo la vida.
Creo que es la primera invitación que Dios nos hace a nosotros en la Cuaresma. En general a nosotros lo que nos pasa es que estamos siempre pensando qué es lo que tenemos que hacer, que es todo lo que tengo en la lista. Pero la mayoría de las veces nunca llegamos; llega el final del día y siempre nos quedan cosas. Si alguno tiene la receta, ayude al resto de la humanidad que nos cuesta mucho llegar. No nos damos cuenta de que tal vez es que el camino no es por ahí; y vamos hipotecando distintas cosas. En general también vamos hipotecando esos momentos de encuentro con los demás.
Vamos a poner un ejemplo. A veces nos pasas a los curas, que vienen y nos dicen: “vengo acá porque no encuentro ningún cura en mi parroquia.” Las palabras son “no encuentro”. Ahora, si uno no está, no hay posibilidad de encuentro. Entonces, lo primero, aunque parezca una obviedad, es estar, es estar en un sitio, estar en un lugar  y quedarse allí. Tal vez, en palabras más profundas, habitar un espacio, estar en ese espacio donde a uno lo pueden encontrar. Porque si yo no estoy ya no hay chance de que ese encuentro se dé. Lo que parece una obviedad, no es tan fácil en la vida, que es estar en un sitio, y estar para el otro. El año pasado cuando Francisco nos hablaba a los curas en una misa en la JMJ, él nos decía a los responsables de la Pastoral Juvenil, “pierdan el tiempo”, que es casi lo mismo. “Estén, quédense, que los puedan encontrar.” Porque es la única manera de poder profundizar.
A partir de que estoy puedo empezar un camino. Pero ese es el primer paso que tenemos que dar. No sólo nosotros como curas, que a veces estamos haciendo cincuenta mil cosas menos estar para ustedes, sino cada uno de ustedes. Sabrán lo difícil que es a veces estar; cuando las familias se van haciendo más grandes, cuando uno tiene que dividir el tiempo a un montón de gente, a un montón de hijos; o sino desde otro lugar, cuando los hijos se van de la casa y van creando sus propias familias, qué tiempo le siguen dedicando a la familia; los más jóvenes, cuando empiezan a tener un montón de cosas, y supongo que alguna crítica en su casa deben recibir; o en otros espacios, o a veces de sus amigos, porque se pusieron de novios, o porque van mucho a la Catedral, o no sé… Pero porque no están disponibles de la misma manera y de la misma forma. ¿Cuál es la forma? No sé, yo lidio conmigo, ustedes tendrán que aprender la suya. Pero lo central es que tengo que elegir, tengo que estar, y eso es lo que hace Jesús. Seguramente tenía un montón de cosas que hacer, pero en ese tiempo y en ese momento, decidió que tenía que estar con sus discípulos, que tenía que compartir ese tiempo gratuito.
Lo segundo es, encontrarnos. En general nos pasa que pensamos en todo lo que tenemos que hacer, pero no en cómo me encuentro con el otro. Va a venir a comer alguien a casa, y pienso: uh, tengo que limpiar, tengo que hacer la comida, tengo que hacer tal cosa… Ahora, ¿pensamos qué es lo que le voy a contar?, ¿qué le voy a decir?, ¿qué le voy a compartir?, ¿de qué le voy a preguntar? Porque a veces lo central, que es que nos queremos encontrar, se queda en lo superfluo, en lo que tengo que hacer, y no en la gratuidad de ese encuentro, y de aprovecharlo y de no perderlo. Porque ahí es donde más nos revelamos, porque ahí es donde se da la oportunidad de abrir el corazón.
Seguramente les habrá pasado que recibieron alguna crítica porque no estuvieron en algún momento muy importante para alguien; importante positivo, o importante porque el otro estaba mal, por densidad, o por cantidad, por lo que fuese, el otro no sintió que yo estuve. Y estar no es solamente llamar por teléfono, es predisponerme, es abrir el corazón para poder encontrarme con el otro. Eso es lo que hoy nos dice Jesús, de qué manera estamos, eso es lo que nos pide en esta Cuaresma. Probablemente varios de nosotros estemos pensando, ¿qué me propongo en esta Cuaresma? Tal vez me propongo este sacrificio, tal vez me propongo cambiar esto, tal vez me propongo hacer “tal cosa”; pero eso no es lo primero que tengo que pensar. Lo primero que tengo que pensar es lo que nos dijo la primera lectura del miércoles de ceniza, “vuelvan a Mí de corazón”, nos pedía Isaías. Que volvamos a Dios de corazón, que le demos tiempo. A ver, podríamos pensar, cada uno de nosotros, ¿estuvimos pensando (valga la redundancia) cuánto tiempo le voy a dedicar a Jesús? ¿De qué manera me voy a encontrar con Él? ¿Qué espacio voy a ubicar? Y no sólo corriendo eh, no sólo haciendo cosas. ¿Por qué no pensamos qué tiempo me siento delante de Jesús? ¿Qué tiempo le dedico a Él para encontrarme, gratuito? Porque seguramente será ahí donde le hable.
Fíjense lo que termina diciendo la frase que le dice el Padre a Pedro, Santiago y Juan: “escúchenlo”. Creo que muchas veces tenemos la necesidad de escuchar a Dios en el corazón. Ahora, ¿le damos tiempo para eso? ¿Nos predisponemos? ¿Vaciamos de ruido nuestro corazón? ¿Nos sentamos delante de Él en el Santísimo, en un templo, en mi cuarto, en donde sea, para escucharlo en el corazón? Los discípulos lo escucharon cuando le dedicaron tiempo, cuando tuvieron un ratito para estar con Él, esa es la invitación de la Cuaresma. Fíjense, esto es lo que pasa en la primera lectura, Abraham se pone en camino, ¿por qué? Porque se tomó un rato para escuchar a Dios, y porque escuchando a Dios, descubrió cuál era su vocación y ahí pudo seguirla. Esa es la invitación para nosotros en esta Cuaresma. Tomarnos un rato, predisponernos, para el encuentro con Jesús. Todo lo demás va a nacer de ahí. Nos encontraremos con Él, nos encontraremos con los demás, nos encontraremos con nosotros mismos.
Pidámosle entonces a Jesús en esta Cuaresma, que como hizo con Pedro, como hizo con Santiago, como hizo con Juan, nos tome de la mano, nos saque de nuestra rutina, de nuestras labores, de nuestros estudios, de las cosas que hacemos; y nos lleve también a nosotros a un monte elevado, a un lugar desierto, y nos hable al corazón.

Lecturas:
*Gen 12,1-4a
*Sal 32,4-5.18-19.20.22
*Tim 1,8b-10

*Mt 17,1-9

viernes, 14 de marzo de 2014

Homilía: “La mejor estrategia que hizo el diablo en este siglo, es que la gente crea que no existe” – I domingo de Cuaresma

Hay una serie norteamericana que se llama “House of Cards” que habla un poco de las intrigas políticas. En la primera temporada aparece un congresista de Pennsylvania que se llama Peter Russo. Él va haciendo su carrera y en un momento le ofrecen que se postule como candidato a gobernador. Peter empieza entonces a hacer su campaña, pero simultáneamente, como suele suceder, empieza la anti-campaña, que intenta ensuciarlo, bajarlo de esa candidatura. Así es que empiezan a buscar cuál es el punto débil de Russo; alguno más claro, porque lo había confesado, otro no tan claro. Se dan cuenta de que tiene dos puntos débiles: uno es su adicción al alcohol –pecado derivado de la gula-, otro es su relación con las mujeres –derivado de la lujuria-. Entonces empiezan a buscar que caiga en eso, para lograr de alguna manera, rebajar su campaña. Como siempre, si quieren saber qué pasó, miren la serie.

Lo central acá es que a él lo buscan en donde está su herida, es decir, en aquello que le cuesta. Pero cada uno de nosotros podría hacer lo mismo. Si nos ponemos a pensar: ¿qué es lo que más me cuesta?, ¿Dónde está mi punto débil? En la tradición, o en la teología, es lo que nace de la primera lectura. Hoy escuchamos lo que es el pecado original; esa herida con la que nacemos, que nos es borrada en el bautismo, pero queda esa herida de la concupiscencia. Es decir, tenemos una inclinación en algunas cosas hacia el mal. Estamos heridos, y en algunas cosas somos mucho más débiles.

A ver, para ser más claros, yo lo descubro cuando me preparo para confesarme. En general, por lo menos a mí me pasa que me confieso de las mismas cosas. Cuando voy, me repito, y me repito, seré un poco tozudo para transformar y cambiar determinadas cosas; intento mirar la parte positiva: por lo menos trato de no innovar en nuevos pecados y quedarme dentro de este ámbito. Pero me cuesta esto, sé que esto es lo que me cuesta. Cada uno de nosotros podría preguntarse, ¿dónde está mi debilidad?, ¿dónde es que yo más fácilmente soy tentado? Eso es lo que es el pecado más moral, a mí esto me cuesta. Cada uno de nosotros podría buscar eso.

Sin embargo, hay una tentación que es mucho más complicada y mucho más difícil de vencer. La tentación que le pasa a Jesús en el evangelio. Obviamente si el demonio lo tiene que tentar a Jesús, no lo va a hacer con pavadas, estaría bastante complicado para que caiga en esa tentación. Entonces, ¿qué tiene que hacer? Tiene que disfrazar la tentación, disfrazarla como forma de bien, que no se note que lo que se le está pidiendo está mal, que quede como que no pasa nada. “Mirá, lo que te estoy pidiendo es una cosa normal.” Tal es así que fíjense que en una de las tentaciones, ¿qué hace el demonio? Utiliza la Palabra de Dios. “Si está escrito”, dice. Sin embargo, Jesús le dice: no, pero también está escrito esto. Si quieren podemos tomar la primeras tentaciones: ¿tenés hambre?, transformá las piedras en panes. ¿Cuál es el problema? Jesús lo va a hacer en algún momento, va a multiplicar los panes. Supongo que todos escucharon ese milagro. Cuando la gente tenga hambre, va a saciar el hambre de la gente, y va a multiplicar sus panes. ¿Qué es lo que hace el demonio? De alguna manera, matiza. Uno tiene que ir a la profundidad para darse cuenta de que lo que se le está pidiendo es una fachada. No es un bien, sino que tiene apariencia de bien. En el fondo es un mal, y ¿por qué es un mal? Porque lo aleja a Jesús de su misión. Las tres cosas que el demonio le está pidiendo, lo alejan de aquello para lo que Él vino: dar la vida por nosotros. Jesús se da cuenta de que si cae en esto, no es fiel a su misión y no puede seguir el camino al que lo invitó Dios.

Creo que hoy ésta es la tentación más difícil para nosotros. No sólo porque obviamente cuando algo tiene apariencia de bien es mucho más difícil, sino porque la sociedad ha diluido los límites de lo que está bien y lo que está mal, ha trabajado mucho para esto. Para que todo parezca hoy que está bien. Sin embargo si nos detenemos, nos vamos alejando de ese camino y de la misión a la que hemos sido llamados como cristianos, a caminar detrás de Jesús. Si quieren, hay una muestra de esto. Hoy nos pasa muchas veces, a muchos de nosotros, que cuando tenemos que hablar un poco de nosotros, o tenemos que ir a reconciliarnos o lo que fuera, uno dice, casi como defendiéndose: “soy una buena persona”. Empezamos por ahí; como diciendo, yo soy una buena persona, hago las cosas más o menos bien. Les juro que yo intento ser una buena persona, se los prometo, hago lo mejor posible, pero más allá de eso, me voy a confesar cada tanto. Porque me cuesta, y descubro que hay cosas que no las hago bien, que a veces caigo en esa tentación a la cual el demonio me invita. Si no fíjense: hace poco el Papa hizo un reportaje en el que dijo que se confiesa cada quince días. Yo estoy convencido de que el Papa es una buena persona. ¿Qué es lo que pasa ahí? Lo que pasa es que muchas veces nos hemos quedado en la apariencia, no hemos podido traspasar eso.

Hay un teólogo que dice que la mejor estrategia que hizo el diablo en este siglo, es que la gente crea que no existe. Es lo más fácil. Porque entonces todo va cayendo. El diablo, el demonio, Satanás… llámenlo como quieran, no existe. Entonces, por continuación, el mal no existe. Uno elige qué es lo que tiene que hacer. Está en nosotros la decisión y ya no hay una norma objetiva. No hay nada afuera. Por eso las frases que hoy escuchamos: “no pasa nada”, “está todo bien”, “hacé la tuya”... ¿Por qué? Porque no hay límite de dónde está bien y dónde está mal. Y si no hay límite, empieza a pasar esto. La tentación se disfraza y ni siquiera me doy cuenta. Esto muchas veces pasa hasta en las palabras. Si decimos “tentaciones”, casi que en lo único en que pensamos es en un paquete de galletitas, o cuando me tiento y me compro un helado de chocolate, nada más. No cuando verdaderamente soy tentado. ¿Por qué? Porque no me doy cuenta. Porque desfiguré lo que está bien y lo que está mal. A partir de ahí empiezan los problemas. ¿Por qué? Porque nos alejamos de nuestra misión.

A ver, creo que todos intentamos ser buenas personas. Pero eso no implica que no caemos; eso no implica que no tenemos que reconciliarnos con Dios, que no tenemos que transformar cosas, que no tenemos que cambiarlas. A mí me pasa a veces cuando confieso, que la persona que me viene a decir que tiene un montón de cosas, se pone un poquito nerviosa. Yo por el contrario, no voy a decir que me alegro porque va a quedar mal, pero pienso: “qué delicadeza de conciencia, que hace que pueda mirar tan profundo”. Porque en general, a los que nos cuesta más encontrar cosas, no es que no las tenemos, es que las disfrazamos o que no las vemos, es que no descubrimos en qué hemos caído; lo que tenemos que hacer es profundizar. Nos hemos quedado en el primer camino. El problema no es descubrir el pecado, el problema es si no lo descubro.

A ver, Pablo dice, “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”, donde cayó un hombre, por Jesús todos vamos a ser salvados. Jesús nos va a reconciliar, pero para eso tengo que verlo. Un ejemplo fácil sería, si yo tengo una adicción muy fuerte y siempre digo: “no pasa nada, no pasa nada”, ese es el problema. No la adicción en primer lugar. Sino que no la veo. Hasta que no la veo no la puedo cambiar, no la puedo transformar, no puedo empezar mi camino de conversión.

Creo que muchas veces eso es lo que nos pasa. Nos hemos quedado como parados porque no nos damos cuenta. También como muchas veces hemos hablado, si tenemos un poquito de delicadeza, no tenemos que ir muy a lo profundo, podemos, hasta en el mandamiento principal (amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos), descubrir un montón de cosas. En nuestra relación con Dios, por ejemplo. ¿Cómo rezamos?, ¿cuánto participamos de la misa?, ¿cómo valoramos el encuentro con Jesús en los sacramentos? ¿Quieren ser un poquito más profundos? ¿Hablamos de Dios entre nosotros? En nuestras familias, en nuestro trabajo, en nuestras casas. ¿O nos da miedo? Después usemos la palabra que queramos eh pero, ¿nos da miedo hablar de Jesús?, ¿somos cristianos en una piedad individualista y no cumplimos la misión a la que se nos invita?

Podemos seguir profundizando más incluso, ser mucho más detallistas. Lo mismo en la relación con los demás y en ese amor al prójimo del que tantas veces hemos hablado. Cómo nos cuesta amar; escuchar, estar atentos, no discriminar, superar las barreras del egoísmo. ¿Me preocupo por el otro? ¿Me doy tiempo para escucharlo? ¿Me hago cargo de mis responsabilidades? ¿Me hago cargo de lo que me toca? En el trabajo, en el colegio. Los más jóvenes que por ahí después decimos: no, bueno, total nadie estudia; total después apruebo; la vamos dibujando, caemos en esa tentación: no nos estamos haciendo cargo. En una familia, en el vínculo, los hijos con los padres, los padres con los hijos; estar atrás, preocuparse, no decir: “bueno, hasta acá llegué”, porque eso es un problema, tendríamos que haberlo pensado antes de tener hijos porque es complicado si no. Entonces, empezar a mirar. El problema no es que nos pasen estas cosas, el problema es que cuando no las veo, no las puedo transformar, no las puedo cambiar.

Tal vez uno de los ejemplos más claros de cómo el demonio trabaja en la oscuridad, es la mentira. Creo que somos una cultura que vive en la mentira. Es muy difícil hoy encontrar una persona que sea transparente, honesta, que diga las cosas, que no oculta, que no la está acomodando. Lo desdibujamos porque ahora casi pareciera que mentir está bien. Vamos dibujando los límites. Otro ejemplo es la pelea que la Iglesia ha tenido los últimos años para que no se legalice el aborto y no se empiecen a correr los límites. El otro día leía hasta la misma ONU diciendo: despenalicemos la droga. Sigamos corriendo los límites, todo está bien. El mundo del cristiano es: ¿cómo no caigo en eso?, ¿cómo aprendo a descubrir que hay cosas que están bien y hay cosas que están mal?; cuando no lo hago dejé de caminar detrás de Jesús. Ya no es que caí o no caí en la tentación, ni siquiera la vi, me pasó de largo.

En estos días hemos comenzado la Cuaresma, y el miércoles escuchamos que Jesús nos pide: vuelvan a Mí de corazón. Vuelvan a Dios de corazón. Volvamos a Él de corazón. Ser cristiano significa: “sigo a Jesús”. Lo tengo que seguir, tengo que caminar. No tengo que decir: “hasta acá llegué”, “hasta acá están las cosas”; tengo que ponerme en marcha. Pero para eso tengo que ver en qué me tengo que transformar, tengo que mirar en mi corazón y descubrir: a esto hoy me está llamando, esto es por lo que tengo que luchar, esto es lo que tengo que intentar transformar.

Pidámosle entonces a Jesús, en este comienzo de la Cuaresma, que nos despabile un poquito, nos dé un empujón, y nos vuelva a poner en camino, nos diga: caminemos hacia allá. Con la certeza de que cuando Jesús lo hace, siempre camina a nuestro lado, siempre nos lleva de la mano.

Lecturas:
*Gen 2,7-9;3,1-7
* Sal 50,3-4.5-6a.12-13.14.17
*Rom 5,12-19

*Mt 4,1-11

Homilía: “Vuelvan a mí de todo corazón” – Miércoles de Ceniza


La película “The Way” muestra a un hombre que decidió hacer el Camino de Santiago, por el norte de España. A Daniel, conocido oftalmólogo, lo llaman porque falleció su hijo. Cuando va a buscar el cuerpo, le cuentan que murió comenzando ese camino. Esa noche cuando se va a dormir se le vienen muchas imágenes de lo distanciado que estaba con su hijo; de lo distanciada que era la relación, y de todo lo que le costaba. Después de descansar entonces, decide retomar el camino, donde su hijo lo había dejado. Esa peregrinación a Santiago de Compostela se va a transformar en él en una peregrinación al corazón, en un reencuentro con sus sentimientos, con su corazón, y con su mismo hijo; ahora desde otro lugar.
Esa misma peregrinación del corazón que comenzamos todos nosotros hoy en camino hacia la Pascua. Comenzamos a preparar nuestra vida y nuestro corazón para esa gran fiesta que es la fiesta de la Pascua. Sin embargo, para eso tenemos que tener esta actitud que Joel le pide en la primera lectura al pueblo. Hay un Dios que les está diciendo: Vuelvan a mí de todo corazón. Es decir, esa actitud de querer volver a Dios, de descubrir en qué tenemos que volver a Dios. Yo pensaba en este Dios que siente lo mismo en el corazón, que en diferentes ocasiones sentimos también nosotros. ¿Cuántas veces nos ha pasado que en algún vínculo que nos ha costado -con un marido, con una mujer, con los hijos, con una amistad, un noviazgo, o lo que fuera- de estar deseando que el otro vuelva a uno? Que el otro se muera de ganas de decir: acercate, vení, comencemos de nuevo, busquemos la forma, busquemos la manera, y a veces ese encuentro no se da.
Bueno, acá el que se muere de ganas de vivir ese encuentro es Dios. A veces nosotros tenemos como la tentación de que nosotros tenemos que ir hacia Dios, de que las fuerzas están en nosotros, pero lo que nos dice Dios es: Yo estoy ahí esperando, vuelvan a Mí, vuelvan a Mí que me quiero encontrar con ustedes. Si quieren, de otra forma lo dice Pablo también en la segunda lectura: déjense reconciliar con Dios, casi como diciendo: dejen de romper, reconcíliense con Dios. Él quiere reconciliarlos, déjense. Como que Él está ahí al acecho y a nosotros nos cuesta volver al encuentro y volver a Él. Sin embargo, esto no es sólo una frase vacía, sino que tanto Pablo como Joel como el evangelio, nos muestran un montón de actitudes, que implican ese volver de corazón a Dios, ese querer reconciliarse con Él.
Resumiendo, tiene dos dimensiones: el volver a acercarnos a Dios, y acercarnos a nuestros hermanos. Mirar en el corazón qué no nos deja ser libres en nuestro camino hacia Dios, mirar en el corazón qué cosas atan nuestros vínculos y nuestra relación con los demás. Eso es lo que vamos a ir escuchando durante todo este tiempo, en el fondo, qué nos deja ser libres. A lo largo de la vida, vamos encontrando, como decía el evangelio del último domingo, que hay un montón de cosas que nos esclavizan, que hay un montón de cosas que no nos dejan ser libres, que no nos dejan luchar por nosotros, caminar hacia Dios, luchar también por una mejor vida para los demás. Esa es la invitación de Jesús. Si vamos volviendo a Él, si le abrimos el corazón, vamos a encontrarnos con nosotros, y también vamos a encontrarnos con los demás. El reproche de Jesús es que hay un montón de prácticas que hacen, rezan, ayunan, dan limosna, que a simple vista parecen muy buenas, pero no se convierten de corazón; lo que no cambia es el corazón. Parece sencillo, a veces parece trivial, a veces hasta parece una frase hecha decir: “transformemos el corazón”; pero lo más simple en la vida es lo más difícil. Descubrir en el corazón a qué nos llama Dios, y animarnos a recorrerlo es difícil. Descubrir en el corazón los caminos que Dios me invita a recorrer, y animarme a descubrir cuál puedo, cuál tengo que animarme a reconciliar porque no me sale, también es complejo y es difícil. Pero tenemos la certeza que hay un Jesús que nos dice que camina con nosotros hacia la Pascua, que nos animemos a recorrer ese camino, que descubramos en nuestro corazón que hay un Dios que nos ayuda.
Pidámosle a Joel, pidámosle a Pablo, aquellos que descubrieron que este Dios, como dice el Papa, nos primerea, nos sale al encuentro, nos quiere reconciliar, que nos animemos a disponer el corazón, para poder vivir esto.

Lecturas:
*Joel 2,12-18
* Sal 50,3-4.5-6a.12-13.14.17
*2Cor 5,20–6,2
*Mt 6,1-6.16-18

Homilía: “Soltá las cosas” – VIII domingo durante el año


En la película “Después de la Tierra”, nuestro continente ha sido contaminado y se vive en otro sitio. Cypher es un hombre que es idolatrado por todo el mundo, porque es el que ha logrado heroicamente la protección de toda la vida. Pero tiene un problema que es el vínculo con su hijo, Kitai; le cuesta mucho la relación. Entonces, su esposa le pide que lo acompañe, que lo ayude, le dice que necesita también de él. Es por eso que Cypher decide llevarse a Kitai a su próximo viaje. Durante este viaje, la nave tiene un accidente, y la nave cae en la Tierra, donde solamente van a estar vivos ellos dos, estando Cypher herido, no se puede mover. Cypher le pide entonces a su hijo que vaya a donde quedó la otra parte de la nave y busque algo que se necesita para mandar una señal y avisar en donde están. Le da todas las instrucciones y lo envía. En medio del camino, a Kitai se le rompen unas pastillas que tenía que tomar para poder respirar bien en la Tierra contaminada. Llega un momento en el viaje en que la cosa está complicada y el padre se da cuenta de eso; entonces le dice que vuelva, que se acabó la misión, que no había más posibilidades. Sin embargo el hijo le dice que no, que lo deje seguir, que él va a llevar adelante la misión; pero el padre le dice: te di una orden, tenés que volver. Y su hijo le pregunta: ¿cuál fue tu error?, ¿confiar en mí?, ¿dejar que las cosas las haga yo? Pero el padre repite: te di una orden, tenés que regresar a la nave. Y el hijo le vuelve a decir: No, si fuera otro soldado, si fuera otro ranger, no le darías esa orden. Cypher entonces le responde: Tú no eres un ranger, eres mi hijo.
¿Qué es lo que pasa? El padre no confía realmente en él. Después de distintas cosas que habían pasado, le cuesta mucho depositar la confianza en su hijo, y por eso lo tiene como protegido; por eso lo controla, por eso no lo deja salir mucho, por eso no le da oportunidades, por eso no lo deja crecer. Porque la confianza es justamente ese sostén que en la vida todos necesitamos para animarnos a crecer, para poder madurar. Parece muy simple, parece muy básico, pero las cosas simples y las cosas básicas, son aquellas que por experiencia sabemos que son las más difíciles de la vida. Son las más difíciles de vivir, son las más difíciles de transmitir. Si hay algo que Jesús intentó a lo largo de toda su vida acá, fue recordarle a su pueblo que había un Dios que creía y que confiaba en ellos, que había un Dios que los amaba y los valoraba. Esto, que uno a veces lo sabe porque lo aprendió en catequesis, vivirlo en el corazón nos cuesta mucho.
A ver, una manera de ver las cosas es fijarnos cuántas veces nos sentimos juzgados por Él, nos sentimos controlados; sentimos que está mirando a ver si nos equivocamos en tal cosa. Nos cuesta sentir que hay un Dios que deposita su confianza en nosotros. Descubrir que Dios nos valora es también ver cuánto nos valoramos y cuánto nos queremos a nosotros mismos, cuánto nos amamos. Hay un Dios que te dice: Yo te di la vida, Yo te amo, Yo te valoro. Sin embargo, hacer eso mismo nosotros, nos cuesta. Por eso Jesús tiene que ir continuamente machacando en aquellas cosas que son centrales, que son esenciales. ¿Por qué? Porque si no el resto no se puede construir. Nosotros tenemos un problema, muchas veces construimos por arriba. Nos olvidamos de lo central y vamos a las cosas más superfluas, nos olvidamos de solidificar aquello que nos puede ayudar a descubrir cómo seguir creciendo. A veces, cuando uno ve por la televisión, en algún lado, alguna secta o movimiento neo religioso, uno escucha que repiten todo el tiempo: “Dios te salvó.”; “Dios te ama.” Eso es lo central. Si no sólo lo entendemos sino que también lo vivimos, lo demás es como que se va cayendo o perdiendo.
El texto que escuchamos hoy en el evangelio va justamente a eso. ¿Acaso los pájaros se preocupan por lo que tienen que comer?, ¿acaso los lirios se preocupan por lo que tienen que vestir? No, no se preocupan. ¿Por qué? Porque hay alguien que les dio la vida, hay alguien que les dio todo lo que necesitan. Cuánto más nos lo dio a nosotros entonces, cuánto más si descubriésemos quién es Dios, todo lo que está dispuesto a hacer, y lo hizo en Jesús por nosotros, descubriríamos que las cosas que necesitamos, las tenemos; que Dios las pone en nuestras manos, que Dios de a poquito nos va guiando. Pero descubrir esa confianza y ese amor de Dios, cuesta mucho. Jesús les tiene que decir: no se inquieten.
A ver, no es que Jesús es tonto, creo que claramente no lo era, ¿no? No es que no sabe que a veces hay dificultades en la vida, que tenemos que trabajar, que tenemos que preocuparnos por cosas. Lo que está diciendo es: no se agobien por esto, no se angustien por estas cosas, déjenlas en mis manos. ¿Vieron que hay un evangelio que dice: si no nos hacemos como niños? Los niños son los que sienten que un montón de cosas las tienen resueltas. ¿Por qué? Porque se ocupan sus papás. Entonces, aunque haya una crisis económica (muy común en la Argentina), aunque las cosas estén difíciles, ellos se sienten confiados; en general se sienten amados, se sienten protegidos. La situación es la misma, pero hay ciertas preocupaciones que no las tienen. En ese sentido uno crece, madura, descubre que la vida es un poco más compleja que lo que uno creía cuando era niño, pero también tendría que descubrir a ese Dios, que de una manera diferente le dice: creé y confiá, porque yo creo y confío en vos. Porque yo te doy las posibilidades para poder recorrer la vida. En la medida en que nosotros nos sentimos amados y confiados, también podemos dar esa confianza.
Lo que pasa es que esto hoy cuesta mucho. Como alguna vez hemos hablado, no confiamos. Nos cuesta confiar en nosotros mismos. Nos cuesta confiar en Dios y nos cuesta confiar en los demás. Nos gusta tener las cosas controladas, todo lo queremos tener controlado, todo tenemos que saber cómo va a ser, a veces tenemos que resolver toda nuestra vida hasta el final, como si pudiéramos agregar algún instante. A veces no sólo la nuestra, sino también la de nuestros hijos, la de nuestros nietos. No es eso lo que Dios nos dice. Lo que dice es, cómo vivimos si miramos el presente. De qué manera creemos y confiamos, y dejamos que el resto se vaya dando. Esa confianza se nota claramente en un Dios que nos da la libertad. Aun cuando a veces nos confundimos, nos equivocamos, metemos la pata, Él nos dice: apuesto de nuevo por vos. Vuelvo a poner la confianza en vos. No estoy preguntando por qué te equivocaste, por qué hiciste esto, sino incentivando a que vuelvas a probar. Nos invita a nosotros a hacer lo mismo, pero a veces sentimos como que Dios lo hace diferente. Como nos pasa a veces a nosotros, quizás decimos: yo confío en vos; pero le preguntamos dieciocho veces si hizo las cosas. La cantidad de preguntas es proporcional a cuánto confío en la otra persona. La cantidad de lo que estoy detrás del otro es proporcional a lo que yo dejo de controlar y largo las cosas. La confianza implica eso, yo suelto. El control es, yo lo agarro.
Si queremos verlo por otro lado, vieron que ahora todos estamos contracturados ¿no? Creo que nunca tuvieron tanto trabajo los reflexólogos, masajistas y demás. Uno pregunta, ¿Por qué estás contracturado? No, mucho tiempo manejando, mucho tiempo delante de la televisión, me incomoda la almohada… Podés cambiar dieciocho veces la almohada que vas a seguir contracturado. Porque no es eso. El problema es que queremos tener todo tan agarrado, que hasta nuestro propio cuerpo nos pasa factura. Hasta nuestro propio cuerpo nos dice: soltá las cosas. Esa es la invitación de Dios. Cuando yo me siento confiado, yo me animo a hacer cosas. ¿Por qué Jesús puede dar la vida? ¿Porque es fácil? No es fácil. El evangelio lo dice claramente. La carta a los hebreos dice: aprendió por medio del sufrimiento lo que significaba obedecer, le costó.
A nosotros nos cuestan las cosas, pero cuando nos sentimos confiados logramos mucho más, cuando nos sentimos amados vamos mucho más allá. ¿Por qué hoy nos cuesta elegir en un montón de cosas? Porque no confiamos en nosotros, porque no sentimos que alguien nos ama y nos apoya de esa manera. Si nos sintiésemos así confiaríamos mucho más, nos animaríamos mucho más. ¿Por qué hoy los jóvenes pasan hasta como por cinco carreras hasta que dicen: “me quedo en esta porque seguir dando vueltas no tiene tanto sentido”? Porque cuesta confiar en uno. No significa que uno no tiene que buscar, está muy bien buscar. Pero esa búsqueda en algún momento tiene que terminar. ¿Por qué terminar? Porque yo creo y confío. Confío en que puedo descubrir aquello que necesito, aquello que Dios puso en mis manos. ¿Por qué a uno le cuesta comprometerse con un estilo de vida? A veces cuesta casarse, cuesta elegir una vocación religiosa, porque tengo que confiar. Porque si elijo esto, tengo que dejar otras cosas afuera. Chocolate por la noticia, eso es elegir ¿no? Esto es lo que dice Jesús en el evangelio. No se puede elegir a Dios y al dinero, es imposible. En el mundo de hoy lo tratamos de acomodar para que entre a presión, pero no entran. Hay que hacer una opción en algún momento. Y, ¿por qué esto? Porque cuando queremos controlar, las cosas nos terminan controlando.
A ver, si quieren un ejemplo fácil podemos hablar del celular. Cuando alguien se olvida el celular en su casa, parece que hubiera habido un terremoto, le complica la existencia, siente que no va a llegar al fin del día. ¿Por qué? Porque las cosas me empiezan a controlar a mí, porque ser siervo es ser esclavo en el evangelio, me hago esclavo de las cosas. Hace quince años teníamos un teléfono en casa y se descomponía y no pasaba nada. A ver, ¿ayuda?, sí, ayuda. Nadie dice que no ayuda. El problema es que las cosas me van esclavizando, el problema es que cuando yo, en una sociedad consumista, pongo el consumo y lo material por encima de todo lo demás, me hago esclavo de eso y me alejo de Dios. Entonces tengo que reordenar mis prioridades, tengo que ver de qué manera voy poniendo cada cosa en su lugar. Esa es la invitación de Dios. Nos invita a descubrir que hay alguien que nos ama, que confía en nosotros, y a que vivamos de esa manera. Lo demás, dice Jesús, se dará por añadidura. Vayan a lo central, vuelvan a eso.
Para terminar, podemos ver esto en nuestro lenguaje. Vieron cuando le preguntás a alguien: ¿cómo estás? “Por ahora, bien”, te dicen. No confiamos, nos atajamos en lo que vamos a decir. Cuándo preguntamos, ¿salió todo bien? “Creo que sí”. Pero no es un “creo” que afirma, es un “creo” que está diciendo: tal vez algo se me escapó. Y así podemos encontrar un montón de frases donde se muestra que no confiamos, nos cuesta. Entonces, queremos salvar todas las posibilidades. La última es este evangelio. Ustedes saben que a éste se lo llama el evangelio de la providencia. “Providencia” es una palabra que no se escucha más, desapareció del lenguaje. Cuando pasa algo ¿qué decimos? Se dio por casualidad, se alinearon todos los planetas. Nos hemos olvidado que hay un Dios que está detrás de las cosas, que hay un Dios que providencialmente sigue manejando la historia. Tal vez lo podríamos incorporar a nuestro lenguaje ¿no? “Fue la providencia de Dios la que hizo esto.” Para eso tengo que volver a creer y confiar en Él, en el que cree y confía en nosotros.
Pidámosle entonces hoy a Jesús, aquél que da la vida porque nuestra vida es valiosa, aquel que dando la vida nos dice: yo creo y confío, animate; que también nosotros sigamos ese camino, confiando en Dios, en nosotros, y en los demás.

Lecturas:
*Is 49,14-15
*Sal 61,2-3.6-7.8-9ab
*1Cor 4,1-5

*Mt 6,24-34