lunes, 24 de febrero de 2014

Homilía: “Jesús nos invita a apostar por aquello que construye” – VII domingo durante el año


La película “Warrior” (“El Camino del Guerrero”), que se trata de unos competidores de UFC (Ultimate Fighting Championship), muestra una familia de dos hijos y un padre que tienen el vínculo roto entre ellos. Los dos hijos están peleados entre ellos, y también con el padre. Uno de los hijos, Brendan, vuelve a su casa después de bastante tiempo de estar en la marina, y el padre se alegra de que este hijo vuelva a casa. Sin embargo, lo único que le pide Brendan es que lo vuelva a entrenar para luchar, “no vuelvo para reconciliarme con vos”, le dice. Más allá de esto, el padre se alegra de esta puerta que se abre, como para intentar remendar y llevar adelante un vínculo que fue muy difícil durante muchos años de su vida. Entonces va a intentar hacerlo, tanto con Brendan como con Tommy (el otro hijo); en un momento de la película va a tener un arrepentimiento muy sincero, pero los otros dos hijos, orgullosos en su postura, nunca le van a dar ese perdón, que él no sólo se merece sino que también necesita en su vida. Es más, ese orgullo también va a llevar a que los dos hermanos tampoco se puedan arreglar, sanar ese vínculo. En un momento Brendan intenta hacer las paces con Tommy, pero éste le dice: no, vos te quedaste con papá cuando nuestros padres se separaron, nos dejaste a mamá y a mí solos; y uno podría decir: bueno, pero eran chicos, fue hace mucho tiempo… Sin embargo, eso a veces causa heridas en el corazón y va a hacer que no puedan reconciliarse, que no puedan llegar al perdón.
El perdón es una de las cosas difíciles en la vida, porque perdonar implica tener un corazón maduro, un corazón íntegro, un corazón que sabe entender también lo que pasa por el corazón del otro, un corazón que sabe entender que uno se puede equivocar, que uno puede hacer las cosas mal en algunos momentos. Esto es difícil, porque crea una tensión en el corazón, crea una tensión propia de los vínculos que pasan por distintas etapas y momentos. Es por eso que a veces nuestras personalidades tienden a polarizarse. Podemos tener personalidades que tienden a la perfección, que quieren hacer todo bien, personalidades muy estrictas, muy duras, que no aceptan el error propio ni el de los demás, entonces tendemos a ser muy juiciosos con nosotros y con el otro, tendemos a “bajar el martillo” muy fácil, a no dar otras oportunidades, y pararnos muy tercamente en esa posición; o nos vamos al otro extremo. Tenemos una conducta más laxa en la que todo es lo mismo, cada uno puede hacer lo que quiere, hay que respetar cualquier cosa.
Lo cierto es que ninguna de esas posturas nos ayuda a crecer o a madurar. Si lo ironizamos y lo pensamos desde el lado de los papás; la primera postura sería educando siempre desde el “no”, siendo muy estricto, sin mirar la realidad para considerar que a veces se puede decir que no y a veces se puede decir que sí; o por el contrario, tirando la chancleta y diciendo, “hasta acá llegué”, hacé todo lo que quieras, no importa. Eso tampoco sirve para educar. Lo que pasa es que lo otro es tensionante y es difícil. Aprender a vivir en la tensión que llevan los equilibrios en la vida es muy complejo, implica un largo camino en el corazón, implica salir de uno mismo. Esto es más fácil porque yo me paro en una postura: o digo que sí o digo que no, y casi como que quedo afuera. Pero entender y comprender al otro en lo que le está pasando en cada momento implica un trabajo mucho más largo, implica un trabajo más difícil, más arduo, y eso es lo que es complejo en nuestra vida.
No sólo es complejo en nuestra vida, también es complejo en nuestra fe. Por eso la Iglesia muchas veces tiende a lo mismo: hay mucha gente que se para en posturas religiosas muy conservadoras, muy intransigentes, donde pareciese a veces que la fe es solamente para una elite que hace las cosas bien (si es que se puede hacer las cosas bien en la fe), y los demás que no la viven así quedan afuera, viviendo una piedad muy farisea. Por el contrario, como eso no nos cierra (porque no cierra, no es el evangelio); a veces tendemos a decir: da todo lo mismo, vale todo, Dios acepta todo. Como si Dios no eligiese un camino para cada uno de nosotros, y no hubiese maneras de ir recorriendo ese camino. ¿Qué es lo más difícil? También ese equilibrio. Ese equilibrio que se ve en Jesús.
Lo que pasa es que uno tiene textos para agarrarse de una cosa, o textos para agarrarse de otra. El ejemplo es lo que estamos leyendo en estos días. Es más, el guión decía, “las exigencias de Jesús son más fuertes que las del Antiguo Testamento, y uno dice, bueno, aflojemos un poquito. Después de las Bienaventuranzas, Jesús empezó a tomar los mandamientos y los preceptos y cada vez se ponen más difíciles de vivir. Hablábamos el domingo pasado: “no matarás”. Yo no les digo, “no matarás”, dice Jesús; yo les digo: no te enojarás con tu hermano, no te irritarás, no le desearás el mal; Jesús profundiza cada vez más. Así lo fue haciendo con otros preceptos. Hoy la hace más complicada porque nos dice: “ustedes han oído que se dijo: “ojo por ojo, diente por diente””. Uno podría decir: bueno, yo no quiero vivir esto. Pero vivir lo otro es bastante complicado. Si te dan una bofetada pone la otra mejilla, nos dice. No sé, a mí por lo menos me complicaría bastante poner la otra mejilla; se me hace difícil pensarlo. Si alguien te pide algo, dale más; si alguien quiere caminar con vos, seguí caminando más con él, cuando de casualidad saludamos al que pasa por al lado cuando estamos caminando, y no me hagás frenar un minuto porque estoy en la mía. Es difícil vivir esto, y sin llegar al extremo del amor como Jesús que nos dice: “amen a sus enemigos”, amen al que les hizo mal.
Encontramos entonces un Jesús que en estos textos se pone muy estricto, se pone bastante firme, bastante perfeccionista. Pero sabemos que no se queda solamente en eso. Creemos en un Jesús también que es totalmente bondadoso, que es totalmente misericordioso, un Jesús que siempre da otra oportunidad, un Jesús que siempre nos tiene paciencia. Uno no se está imaginando un Jesús que te está retando, que te está todo el tiempo atrás, que te está diciendo que hacés las cosas mal, sino un Jesús que te da otra oportunidad. Entonces, es difícil vivir en esa tensión en la cual se es estricto y se es bondadoso, se es perfeccionista y se es misericordioso. Es casi como que fueran polos contrapuestos, pero es el camino que nos enseña a vivir Jesús, y es la invitación que él nos hace en nuestra vida.
Creo que la invitación concreta en este caso es a siempre apostar por aquello que construye. Fíjense, la primera lectura nos dice: ustedes, cada uno de ustedes, van a ser santos porque yo soy santo. Es decir, nuestra santidad se construye en Dios. Es el camino hacia el cual Dios nos invita a caminar. No porque nosotros lo merezcamos o porque nosotros hemos vivido eso, o porque nosotros lo podemos alcanzar, sino porque Dios nos los da. La invitación es, caminen en mí para que ustedes puedan vivir esto, para que ustedes descubran este regalo. Es decir, se construye sobre lo bueno. La santidad se construye caminando con Dios, caminando con Jesús. Bueno, lo mismo sucede en todas las facetas de nuestra vida. Como alguna vez hemos hablado, no podemos construir sobre lo malo; no tenemos donde apoyarnos, las cosas se caen. Tenemos que construir sobre valores. Por ejemplo, un vínculo no se construye sobre la mentira. La pregunta es ¿cuándo se acaba?, solamente. Puedo construir sobre la verdad. Puedo construir cuando me animo a ser transparente, a abrir mi corazón, a decir algunas cosas que me cuestan más. En este caso, sucede sobre el amor. Por eso Jesús dice, aún en aquellos momentos más difíciles de la vida, donde vos te sientas dolido y herido, no cierres la puerta al amor.
Yo creo que todos nosotros hemos tenido alguna vez una experiencia donde nos hemos sentido lastimados por el otro, donde hemos sentido que queremos tratar al otro con indiferencia. Momentos en que hemos sentido odio hacia alguien. Nos es difícil reconciliar ese sentimiento o ese vínculo. Jesús lo que nos dice es: tengan paciencia, no cierren la puerta al camino del amor, porque es la única manera de transformar eso, es la única manera de cambiarlo. Tal vez nuestra herida sea grande, y no pueda sanar en unos días, en unos meses, o tarde unos años, pero Jesús nos dice, no cierres la posibilidad, seguí caminando en ese sendero; es el único camino que hace posible que las cosas se reconcilien, que las cosas cambien.  Si no nos seguimos separando, si no nos seguimos como divorciando de esos vínculos, porque se nos hacen muy difíciles de vivir.
Creo que todos tenemos la experiencia, tal vez de cuando éramos más chiquitos, con papá y mamá, o con un amigo; o siendo un poco más grandes, donde nos hemos equivocado, y hemos ido hasta con miedo a pedir perdón y el otro nos ha sorprendido porque no nos ha tratado tan estrictamente como esperábamos. Quizás que nos decía: bueno, tranquilo, contame qué paso… y eso nos hizo sentir distintos, no se nos bajó la persiana, sino que se nos dio una posibilidad, y se nos mostró que las cosas podían ser de otra manera. Bueno, a nosotros se nos invita a hacer lo mismo y a educar así; que creo que también es lo que se hace. Yo no creo que las mamás y los papás que están acá, si han tenido dos hijos que han estado muy peleados, les dicen: sí, no se hablen más, váyanse a vivir a dos casas diferentes y listo. Supongo que buscarán día y noche la manera de que se reconcilien. Les dirán: bueno, tratá de entenderlo, de comprenderlo; hablarán con uno y con otro. Buscarán la forma de que ese vínculo se sane, de esperar, de tener paciencia. Lo mismo en una amistad, los más jóvenes, cuando dos amigos o dos amigas se pelean. No sería un buen consejo decir: no lo veas más. Hay que tener paciencia y buscar la posibilidad de que ese vínculo se reconcilie. Tenemos que buscar la forma de sanar esto.
Es difícil, pero Jesús nos dice: no cerremos la puerta, busquemos el camino y las formas, porque así se construye. Así se construye una familia, así se construye una comunidad, así se construye un país, un mundo; derribando las fronteras que nos separan y de alguna manera construyendo aquello que nos puede unir. Esto es lo que hace Dios; dice: si ustedes quieren trabajar por el Reino, tienen que ir haciendo esto, buscando las maneras, teniendo paciencia, poniendo signos. Por eso Pablo le dice a la comunidad: ustedes son de Cristo, y Cristo es de Dios. El camino de Dios es siempre el de la unidad, es siempre el del perdón, es siempre el del amor, es siempre el intentar abrir la puerta, buscar la manera, aunque sea tirando abajo nuestro orgullo, nuestra soberbia, lo difícil que es, para encontrarnos con el otro.

Pidámosle entonces en este día a Jesús, aquél que se animó a derribar todos los muros, aquél que nos mostró y nos enseñó el camino del amor, que nos animemos a recorrerlo.

lunes, 17 de febrero de 2014

Homilía: “La justicia de Dios llega hasta la misericordia más profunda” – VI domingo durante el año


Hay una parábola que cuenta la siguiente historia: Había un pueblo que quedaba en la desembocadura de un río. Parece que un día, mientras unos niños jugaban allí, vieron llegar flotando unos cuerpos, y fueron rápidamente a alertar a los adultos, que se acercaron a rescatarlos. Una de esas personas estaba muerta, así que la llevaron y la enterraron; otra de las personas estaba muy malherida, la llevaron al hospital, la ayudaron, la curaron; y otra de las personas era un niño pequeño, que como estaba solo, le buscaron una buena familia que lo cuidara, que lo adoptara, que lo ayudara en su educación y en su vida.
Ahora, esto que había pasado por primera vez, sorprendiendo al pueblo, empezó a pasar nuevamente los días subsiguientes. Entonces el pueblo, que era muy comprometido, fue creciendo en cómo ayudar en estos casos. Se fueron creando ONGs que ayudaban a los niños que llegaban perdidos en el río; había gente que se dedicaba a rescatar, gente que andaba en botes mirando cuando los cuerpos llegaban para rescatarlos un poco antes; crearon hospitales para poder cuidarlos, trabajos para poder insertar a la gente que llegaba desde el río. Y así se fueron enorgulleciendo de ese camino, de esa vida en la cual podían ayudar a toda esta gente.
Sin embargo, el problema es que nunca se preguntaron de dónde venían los cuerpos. Nunca fueron capaces de subir por el lecho del río e ir a ver qué causaba que esos cuerpos llegaran hasta ahí. Esto es lo que nos sucede también a nosotros muchas veces en la vida. Nos hemos acostumbrado a tantas cosas malas que están enquistadas en nuestra sociedad, y hasta a veces nos ponemos contentos cuando ponemos paliativos, como si estuviéramos dando una aspirina para el cáncer, como si de esa manera intentáramos curarlo. Nos hemos acomodado muchas veces en esa posición.
Más allá de eso, sabemos que Jesús nos invita a algo más; nos invita a dar un paso más profundo en esto. Esto es tan así que en este evangelio, en el cual hay bastantes cosas diferentes, hay una frase muy fuerte que dice Jesús: si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y los fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos. Vamos a explicar un poco esta frase, porque nosotros nos hemos acostumbrado tanto a que Jesús le dé bastante fuerte a los escribas y a los fariseos, que a veces partimos de la base de que eran personas que se comportaban mal. Sin embargo, eran personas muy buenas, religiosas, que vivían su fe y su piedad de la manera que ellos creían que la tenían que vivir. Eran personas que cumplían con sus ritos religiosos, rezaban, iban a la sinagoga, eran personas que se preocupaban por vivir la ley cumpliendo cada uno de los mandamientos, daban su limosna. Es decir, eran buenas personas. No obstante, Jesús les dice a sus discípulos: si su justicia no es superior, no entrarán en el Reino de los Cielos. Entonces, ¿cuál es el problema acá? Porque cualquiera de los discípulos le hubiera dicho, ¿cómo hacemos?, ¿tenemos que ser todavía más exigentes? Y Jesús les diría: No, es que hay que vivirlo desde otro lugar. La invitación de Dios es a un “programa” totalmente distinto y diferente.
Nosotros, por el mundo en que vivimos, nos hemos acostumbrado a vivir la caridad como de manera privada. Y nos contentamos a veces con eso, considerando que dentro de todo entramos dentro de los parámetros aceptables: voy a misa, rezo, ayudo en lo que puedo, no soy una mala persona… Sin embargo, Jesús nos invita a dar un paso más, no nos dice que nos acomodemos en eso, el evangelio no es para acomodarse. ¿Cuál es la invitación de Jesús? Justamente a que ese paso más sea pensar en una justicia social, en cómo podemos trabajar para un mundo mejor. El problema que tienen en este caso los escribas y los fariseos, es que pusieron la Ley por encima de todo. Ellos pensaron que lo central era la justicia; entonces, aquello que era un medio para encontrarse con Dios, lo transformaron en un fin. Esto es tan así para el pueblo judío, que ustedes saben que los judíos decían que a la derecha de Dios estaba la Ley. Por eso, Esteban, el primer mártir, va a morir cuando diga que sentado a la derecha de Dios está Jesús. ¿Cómo está Jesús si ahí está la Ley? La Ley era divinizada, era el camino que ellos seguían.
Pero Jesús trae un orden nuevo, un orden en el cual dice que ese tipo de justicia no es la que quiere vivir, sino la justicia que se compromete por el otro. Por eso toma cada uno de estos mandamientos y los lleva hasta el extremo: Ustedes se contentan con no matar, les dice; sin embargo, cada vez que se irriten con uno de sus hermanos, cada vez que no se preocupen, cada vez que lo maldigan, se están alejando de Dios. Así hace con cada uno de los mandamientos, los lleva hasta el extremo, se preocupa por las cosas delicadas. Ese amor se preocupa por los detalles. A mí me parece admirable cuando veo cómo las madres son con sus bebés, y saben todo: si llora, llora por esto, o por lo otro (para mí llora, y llora siempre igual), se preocupan por cada cosita que está pasando. O por ejemplo, algunos que estén muy enamorados se preocupan por todo cuando tienen que salir: la chica por cada cosita que se va a poner, y se mira dieciocho veces en el espejo; el varón también, se preocupa por todo, por dónde vamos a comer, que el mantel, la vela, el lugar a donde vamos a ir… Me preocupo por los detalles. Es el amor que me hace preocupar por cada uno de los detalles.
En la fe, la invitación es esa, cómo el amor me hace ir mucho más profundo a si fui justo o no. Muchas veces la pregunta que nos hacemos frente a algo que hicimos es: ¿fui justo? Ahora, la justicia puede ser vacía a veces, porque la pregunta más profunda sería: ¿yo amé?, ¿me comprometí en el amor en esa circunstancia? El amor va mucho más profundo que lo que es la justicia, y la encausa, le busca un fin mucho más profundo. El fin de nosotros como cristianos es comprometernos en una justicia social que transforma las cosas. No podemos ser cristianos y quedar impasibles frente a muchas cosas que pasan en nuestra sociedad. Frente a las desigualdades y las injusticias que suceden. En todos lados, no sólo en las desigualdades sociales tan grandes, sino a veces en nuestros colegios, en los lugares en los que estamos, en nuestras casas. No podemos hacernos a un lado.
¿Cómo nos comprometemos en transformar las estructuras injustas? ¿Cómo luchamos por algo diferente? Vamos a poner un ejemplo si quieren: yo puedo comprometerme con alguien que viene a mi casa, me toca la puerta y me pide algo para comer, y está muy bueno; le doy algo para comer y me quedo tranquilo con eso; o puedo trabajar por un mundo más justo, y puedo dar un paso más. No me quedo solamente con cumplir con eso, y me saco el problema de encima, sino que el ser cristiano me plantea ¿cómo yo trabajo para que, desde el lugar en que me toca, esta injusticia social no esté más?, ¿cómo yo me comprometo para que esto se transforme? Yo no puedo apoyar una ideología, un sistema político, económico, social, cultural, religioso, que termina dejando a algunos de lado, e incluyendo a otros. Un sistema en el cual yo me acomodo en esa desigualdad, en el cual casi que pasamos impasibles frente a muchas cosas que ocurren. Por ejemplo, cuando leemos los diarios: “hay siete mil chicos que van a quedar afuera del sistema educativo en la capital.” Bueno, es así, pensamos, ¿qué le vamos a hacer? No, no, como cristianos se nos invita a algo más, ¿cómo nos animamos a transformar esto? Así podemos ir agarrando cada una de las cosas.
Jesús cuando va a lo profundo plantea ¿cómo yo me comprometo por algo distinto? Podríamos tomar distintos temas: la discriminación, el racismo. Si nos preguntan, seguramente la primera respuesta va a ser: yo no discrimino, yo no soy racista. A ver, ¿y si miramos nuestro lenguaje nomás?, ¿cómo muchas veces hablamos de los que son distintos de nosotros, de los que viven en barrios más pobres, de los que no queremos tanto?, ¿cómo hablamos? En la facultad, en el colegio, con el famoso “bullying”. ¿Cómo me comprometo yo para que eso sea distinto? ¿Solamente dejo de hacerlo? ¿O trabajo por un mundo distinto? ¿O me comprometo a transformar eso? En mi casa, con el que tratan mal; en mi familia, con el que dejan de lado. ¿Cómo me comprometo como cristiano para que esto se viva de una manera distinta? Podríamos pensar en todo lo que es la desigualdad, lo que se habla del género, el sexismo. Podríamos empezar por lo más básico, trabajando por la dignidad de la persona; no mirando páginas pornográficas y favoreciendo todo eso que toma a las personas como objetos. Me puedo fijar en mi lenguaje, tratar de hablar en un lenguaje mucho más igualitario, cómo me comprometo para que sea justo el mundo para el hombre y para la mujer. ¿Cómo hago para ensalzar la dignidad del otro y no pisarla día a día en lo que me toca, insultándolo, riéndome del otro… por lo que fuera, porque me gusta o por lo que no me gusta?
Creo que el evangelio va dando distintos pasos. El primer paso es: no hacer el mal, y eso es claramente lo primero en el camino. Pero muchas veces nos quedamos a mitad de camino, como que: yo no hago esto, pero dejo las estructuras injustas. No me comprometo desde el lugar en que me toque, (cada uno de nosotros tenemos una responsabilidad diferente), por ir a lo profundo, por cómo yo transformo las cosas. Eso es lo que hace Jesús. En Jesús, lo central no es la Ley, es el Reino. Por eso nosotros rezamos: venga tu Reino. El mundo no vive en el Reino de Dios; el Reino de Dios no aparece mágicamente, sino cuando yo me comprometo, cuando yo desde mi lugar vivo como Jesús me invita para transformar las cosas.
Tal vez si habláramos de justicia, si fuera por justicia, Jesús jamás se sube a la cruz, es injusto que Él muera por nosotros. Pero Jesús se sube a la cruz porque su justicia es mucho más profunda, porque no se queda en lo que es justo o no, lo que es cumplir la Ley o no, se queda en el amor. La justicia de Dios llega hasta la misericordia más profunda, que es capaz de dar la vida, cueste lo que cueste, aun cuando es injusto, aun cuando con todo lo que está pasando alrededor, uno se pregunta: ¿cómo puede estar pasando esto? Porque yo quiero dar la vida por amor en esto. ¿Por qué? Porque quiero transformar las cosas. Esa es la invitación que nos hace como cristianos, cómo cada uno desde su lugar, desde los más chicos a los más grandes, nos comprometemos por transformar algo distinto; cómo cuando rezamos el Padre Nuestro, no nos quedamos en un “venga tu Reino” que no sabemos qué es, una cosa etérea que anda por ahí, sino un: yo quiero traer tu Reino acá, yo quiero que se encarne acá, y por eso me quiero comprometer con esto.
Pidámosle entonces a Jesús, aquel que da la vida para que esa justicia de Dios se encarne verdaderamente, que también nosotros, por amor, sepamos dar la vida, sepamos comprometernos con los demás, hagamos presente el Reino de Dios.

Lecturas:
*Ec 15,16-21
*Sal 118,1-2.4-5.17-18.33-34
*Cor 2,6-10

*Mt 5,17-37

lunes, 10 de febrero de 2014

Homilía: “Ustedes son la sal de la tierra” – V domingo durante el año


Para los que somos fanáticos de la primera trilogía de Star Wars (La Guerra de las Galaxias), cuando iba a salir la pre-cuela - los primeros tres episodios - una de las cosas que queríamos saber era cómo Anakin Skywalker se iba a transformar en Darth Vader. Tal vez para los que no las vieron (yo creo que me sé todos los diálogos de memoria): cómo ese niño divino, Anakin, iba a terminar del lado del mal; cómo ese niño que ayudaba desde tan pequeño a hacer las cosas bien, iba a irse desviando hasta terminar siendo Darth Vader. Y aunque uno no hubieran visto la segunda parte de la serie, podíamos observar que no es que había huellas, sino marcas enormes de cómo se iba desviando. Uno trataba de mantener la esperanza de que hiciera algo distinto, que eligiera para el otro lado, pero siempre uno sabía que era como leer “Una Crónica de una Muerte Anunciada”, ya sabíamos que iba a terminar así.
Esto mismo que sucede con Anakin sucede a veces en nuestra vida. Sucede en algunas instituciones, sucede en algunos vínculos, en algunas opciones personales. Cuando llegamos al desenlace pensamos: bueno, esto iba a terminar así, no podía terminar de otra manera. Tal vez los más grandes podrían decir: yo te lo dije, esto iba a pasar, esto iba a suceder si uno no se transformaba, si uno no cambiaba. A veces algunas cosas pueden terminar o caducar, porque cumplieron su momento, cumplieron su tiempo, pero otras veces terminan porque no las alimentamos, porque no fuimos capaces de transformar las cosas en el momento adecuado, porque no fuimos capaces de cambiar, de leer los signos de los tiempos, y aportar de nosotros para que eso fuera diferente.
Esto se puede ver en muchas cosas. Tomemos los vínculos más comunes; en un matrimonio o en un noviazgo, la única posibilidad es que uno siempre enriquezca ese noviazgo o ese matrimonio. La única posibilidad es que siempre ambos estén dispuestos a nutrir, a decir, ¿cómo puedo alimentar esto? Porque no sólo es que uno se equivoque, o que uno cometa un error muy grave para que eso se termine; también tenemos un problema cuando lo dejamos de alimentar. Si lo dejo casi como en piloto automático llega un momento donde eso se va perdiendo.
Para hablar de un vínculo mucho más común; sucede también en una amistad. Acá hay muchos jóvenes que seguramente pensaran en sus amigos para siempre; pero uno que ahora ya está un poco más grande, mira para atrás y piensa en un montón de amistades que han pasado por la vida de uno. Y no sólo han terminado porque uno se equivocó, porque uno la embarró, sino porque uno las dejó de alimentar, se fueron separando porque uno no le dio más bolilla, y eso se fue perdiendo. Es decir, uno tiene que poner de uno continuamente para que las cosas crezcan, para que las cosas maduren, para que las cosas puedan llegar a buen término. No me puedo mantener en un piloto automático, porque eso va haciendo que las cosas se pierdan.
Esto es lo que le pide Jesús a sus discípulos en el evangelio que acabamos de escuchar. Les dice: “Ustedes son la sal de la tierra, y si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar?” A ver, la sal tiene un sentido. Uno no come sal por comer sal; uno usa la sal para salar otra cosa, para que otra cosa tome un gusto distinto. Es decir, la sal tiene un sentido en la medida en que se utiliza para salar otro alimento. Podríamos decir entonces que la sal, que es nuestra vida, toma un sentido mucho más grande, en la medida que le da sabor a la vida de los demás, en la medida que le da gusto a la vida del otro, en la medida que mi vida sirve para que la vida del otro sea mejor.
De la misma manera pone la segunda metáfora: nadie prende una luz para ponerla debajo de la mesa, o en un cajón. La luz tiene un sentido que es iluminar. Bueno, la luz que hay en nosotros también tiene un sentido que es iluminar la vida de los otros. Porque si yo me la guardo se va apagando, si yo me la guardo se va perdiendo. Por eso nos invita Jesús a descubrir en qué somos luz y en qué somos sal.
Y como en todo ámbito de la vida, también en la fe necesitamos descubrir eso, porque si no se va perdiendo. Uno cuando mira la Iglesia, por poner un ejemplo, cómo en el último siglo la Iglesia perdió fieles, cómo la Iglesia se fue achicando, cómo mucha gente fue perdiendo la fe; y cómo muchas veces esto ha hecho que uno se ponga conservador. No conservador en el sentido político de qué posición tomo, sino en el sentido de resistir: tengo que resistir, tengo que aguantar hasta que esto pase. Eso nos sucede en muchas cosas en la vida, sin embargo, ¿cuanto tiempo puede uno resistir?, ¿cuánto tiempo uno puede decir “me la banco”? Sólo un período de tiempo, porque si yo me pongo en esa postura, es decir: tengo que aguantar, tengo que resistir; inexorablemente me voy perdiendo, inexorablemente llega un momento en el que me canso, pierdo las fuerzas, no tengo más ganas, me pregunto para qué sirve lo que estoy haciendo y ya no lo quiero hacer, y lo dejo de hacer. En el caso del don de la fe, lo voy perdiendo, se va apagando. Y es por eso que la única manera de que cualquier don, en especial el don de la fe, se arraigue y se desarrolle en cada uno de nosotros, es que se comunique, que se de.
A ver, si yo tengo un don y me lo guardo para mí, ¿de qué manera crece ese don? Si yo tengo un don y digo: bueno, es solamente para que lo viva yo, y no lo pongo en ejercicio, no lo pongo en funcionamiento, nunca va a crecer, siempre se va a quedar ahí. Por eso la invitación de Jesús es que en la fe hay como dos grandes etapas. La primera, en la que tienen que profundizar los más jóvenes, es cómo voy creciendo yo en la fe, cómo la voy asentando en mí mismo. Y la segunda etapa, que es totalmente determinante para que yo madure en mi fe, es que yo la comunique, que yo diga: este don lo tengo que llevar a los demás.
Durante mucho tiempo, por resistir frente a los embates del mundo, frente a un mundo que piensa distinto, frente a gente que se va, la Iglesia se metió para adentro. Esto fue haciendo que no nos enriquezcamos, que cada vez como Iglesia seamos más pobres, que perdamos un montón de los dones que Dios nos dio. Es por eso que este llamado de Jesús a sus discípulos es también un llamado para nosotros, de qué manera queremos ir a transmitir lo que tenemos. A veces es curioso porque se da en el momento que no se tenía que dar. Muchas veces me pasa que los que son más jóvenes quieren ir a misionar, y se enojan conmigo porque no los dejo, y yo digo: bueno, miren, ahora les toca alimentarse ustedes, crecer; no sé si me escuchan tanto, o no lo comparten, pero por lo menos acá no les queda otra. Y a veces cuando somos más grandes, ya no tenemos ganas de ir a hacer eso, y sin embargo es el paso que nos toca dar, cómo yo voy y comparto el don que tengo, cómo soy yo sano. La pregunta es si aquello que Dios me dio, lo quiero llevar y compartir.
Muchas veces hemos hablado de que nos cuesta mucho descubrir los dones que tenemos; hoy Jesús nos dice: ustedes, cada uno de ustedes, son sal de la tierra; ustedes, cada uno de ustedes, son luz del mundo. La pregunta es ¿qué quieren hacer con eso? ¿Lo quieren esconder? ¿Lo quieren guardar? ¿O lo quieren dar? Yo se los di para que lo den, ¿qué es lo que deciden ustedes? O tal vez como la canción: “Enciende una luz, déjala brillar”. ¿Nos animamos a encenderla? ¿Nos animamos a hacer que nuestra vida sea luz para los demás? Porque creo que muchas veces como que nos pica el bichito diciendo: yo quisiera hacer algo más. ¿Y por qué no lo hago? ¿Me animo a hacer algo más por el otro, por el que está ahí?
Vivimos en un mundo que se ha secularizado mucho, y esto ha hecho que se viva un individualismo muy grande: lo mío es mío, yo lo hago para mí. Y esto también se transmitió en la fe. Esto hizo no sólo que nos encerremos, sino que digamos: “yo vivo mi fe con Jesús”. Bueno, si yo vivo mi fe con Jesús, mi fe va a ser siempre infantil, no tiene otra posibilidad, se va a quedar en una piedad vacía, donde voy a perder tal vez lo más importante, que es cómo me doy al otro.
Si quieren un ejemplo de lo más simple: la primera lectura. Isaías dice: dale tu pan al hambriento, viste al desnudo. Si vos recibiste la fe de Dios, compartila. Una manera de compartirla es la caridad, es descubrir cómo amo al otro; y de ahí un montón de cosas en las que yo puedo ser testigo para los demás. No solamente hay que ir con una bandera hablando de Jesús, sino siendo hombres caritativos, llevando la esperanza a los demás, descubriendo muchas formas de ser signo de Dios para el otro. Yo puedo ser esa luz y esa sal que cambie la vida del otro.
Durante mucho tiempo hemos esperado -la Iglesia esperó- que Jesús cambie las cosas. Como que haya un milagro a partir del cual el mundo piense de una manera distinta. Bueno, Jesús nunca hizo eso; Jesús fue Él y transformó las cosas; Jesús fue y les dijo a sus discípulos: ustedes son luz y sal, vayan y transformen. Denle sabor a la vida de la gente, iluminen con su fe la vida de la gente. Hoy nos dice a nosotros lo mismo: vayan y salgan, hoy los envío como sal y como luz. Yo les doy la certeza de que esto lo tienen. Si nos preguntamos qué es lo que podemos hacer, bueno, a Pablo le pasó lo mismo. Pablo que fue tal vez el mayor misionero de la Iglesia dice: yo no tenía sabiduría, yo no tenía elocuencia, yo iba a hablar con ustedes y tenía miedo, no sabía qué iba a decir, pero hoy descubro que ahí se puso de manifiesto que el poder era de Dios. Si a veces no estamos seguros de nuestros talentos, de nuestros dones, de aquello en lo que somos sal y luz, confiemos en Dios, confiemos en aquel que nos dice: Vayan ustedes a anunciar.
Pidámosle entonces a Jesús, aquél que es la verdadera sal, aquél que es la verdadera luz del mundo, que nos ayude a cada uno a descubrir en dónde y en qué podemos ser sal y luz para los demás. Que nos ayude a ser enviados y llevar adelante esa misión que es anunciar la Buena Noticia.

Lecturas:
*Is 58,7-10
*Sal 111,4-5.6-7.8a.9
*Cor 2,1-5

*Mt 5,13-16