lunes, 21 de julio de 2014

Homilía: “Dejan que crezcan juntos” – XVI domingo durante el año

A lo largo de todas las películas de Harry Potter, ese niño pequeño e inocente va creciendo. Y en la medida que va creciendo, empieza a descubrir en su corazón que a veces aparecen un montón de actitudes, gestos, tentaciones, que no le gustan. Empieza a tener como una lucha en lo profundo de su corazón; tiene que empezar a hacer elecciones, a veces se da cuenta de que no se comporta bien, como nos pasa a nosotros, y hay un momento donde esa tirantez en el corazón se le hace muy fuerte. Decide entonces hablar esto con su tío, Sirius Black, y le dice: me cuesta esto, no sé qué quiero elegir, a veces no sé para dónde quiero ir, a veces tengo miedo de hacer las cosas mal, de equivocarme. Y Sirius le contesta: “Todos tenemos luz y oscuridad en el corazón. Lo importante es qué es lo que elegimos potenciar.”
Creo que esta frase podría ser una síntesis de lo que nos va pasando a todos. Tenemos nuestros momentos. Hay momentos en que estamos muy contentos con nosotros mismos, muy conformes con las elecciones que tomamos, con las decisiones, con cómo nos comportamos. Hay momentos en que estamos enojados con nosotros mismos, con las decisiones que tomamos, con cómo nos comportamos; en nuestra casa, con nuestros amigos, en los colegios, en los trabajos, en la facultad. Hay momentos donde las cosas nos cierran más, hay momentos donde las cosas nos cierran menos. Hay momentos donde nos maravillamos con las actitudes que tenemos, hay momentos donde nos escandalizamos con gestos y actitudes, y hasta llegamos a hacer cosas que pensamos que a nosotros nunca nos iban a pasar, que pensamos que iban a ser problema de otros. A veces nos pasa a nosotros, a veces les pasa a personas cercanas. Nos muestra que la vida no es tan blanco y negro como a veces lo queremos hacer parecer, o como nos sería más fácil. Es por eso que tenemos que aprender a descubrir que a lo largo del camino hay un montón de grises en los cuales caminamos y en los cuales nos movemos, en los cuales existimos.
Esto se da también en la Iglesia y en la vida de fe. En el Padre Nuestro dice: “venga tu Reino”. Todos rezamos “venga tu Reino”. La pregunta es, ¿qué pensamos cuando decimos “venga tu Reino”? ¿En qué pensamos? ¿En qué Reino pensamos? Porque a veces divagamos, pensando cosas que van más allá incluso de lo que Jesús nos dice. Porque hoy usa tres parábolas, y dice: “el Reino de los cielos es como…”, “se parece…”, que a veces son lejanas a la imaginación que nosotros tenemos de lo que debería ser el Reino de Dios en medio nuestro, acá con nosotros. Obviamente que lo que nos pasa es que nos proyectamos al reino final, al de la vida eterna; pero ese reino ya se hace presente con Jesús acá. Jesús nos muestra que tiene una manera de ser que a veces no nos cierra del todo.
Creo que el resumen de estas tres parábolas lo da esta frase que dice “Dejen que crezcan juntos”. Estas palabras tienen una fuerza muy importante. La primera dejar: hay cosas que tenemos que soltar. A nosotros nos gusta tener las cosas siempre en nuestras manos, tenerlas agarraditas, tenerlas controladas; pero Jesús nos dice “dejen”, empiecen a dejar que las cosas corran, que las cosas fluyan, que las cosas tengan su tiempo, que las cosas muchas veces se nos escapen de nuestras manos. Esto es difícil, implica una actitud del corazón que no siempre estamos dispuestos a tener. Implica soltar las cosas, dejarlas correr más allá de lo que pueda pasar, porque no están más en mis manos. Si las dejo correr es porque se me escapan. Esta es la sabiduría que en primer lugar nos transmite Jesús. Soltar las cosas en nuestra vida, en las cosas que suceden a nuestro alrededor.
En segundo lugar dice que crezcan, que las cosas tienen su tiempo, las cosas tienen su momento. Hoy vivimos en un tiempo donde pareciera que todo crece muy rápido, donde los más jóvenes tienen que vivir la vida lo más rápido posible, donde a veces uno escucha cosas como “ya viví todo lo que tenía que vivir”, a los veinticinco años; o “si no vivo esto ahora, nunca me va a pasar”. Ayer a la noche por el día del amigo me junté con mis amigos del colegio que tienen mi edad, donde los hijos más grandes tienen aproximadamente doce o trece años. Me preguntaban entonces por los adolescentes, “¿cómo son los chicos de quince, dieciséis años?”. Entonces les contaba un poco lo que a mí a veces me cuentan; hasta que en un momento mis amigos me dicen, “Mariano, por favor, no nos cuentes más.”, como diciendo: “no quiero llegar a ese momento”. Y les digo, “te faltan dos años, prepárate.” Me decían: “pero esto a nosotros nos pasaba cuando teníamos veinticinco, qué tan rápido se vinieron las cosas.” Y ellos mismos contaban preguntas que sus hijos les hacían a los ocho o diez años, que no podían creer porque iba muy rápido el aprendizaje. Es más, uno de mis amigos el otro día se encerró veinte minutos en el baño para que su hijo no le pregunte nada más.
A veces sentimos que todo crece demasiado rápido; los chicos crecen demasiado rápido. La frase la escuchamos mucho: “mirá qué grande que está”. No sólo en estatura, sino también en lo que les pasa en el corazón. Pero parece que también hay momentos dónde se da lo contrario. No damos tiempo a que se crezca. Pareciera que el crecimiento es para los primeros veinte años, y después cuando uno tiene treinta, o cuarenta como yo, o cincuenta, y hay cosas en las que nos toca crecer, y bueno, “ahora no te doy tiempo”, ahora no. A uno le pasa algo en el corazón, o tiene que vivir algo nuevo, y en ese momento no damos tiempo para que crezca. Esto es un proceso de toda la vida. Siempre estamos en camino, siempre estamos creciendo porque en cada momento, tengamos la edad que tengamos, es algo nuevo que estamos viviendo, abrimos una nueva parte de la vida, nos abrimos a una nueva puerta y la tenemos que recorrer. Por más que me hayan dicho, que me hayan enseñado, que haya leído cuarenta mil libros de autoayuda de la mitad de la vida o lo que fuese, tengo que vivir ese momento y tengo que crecer. Por eso tengo que tener paciencia, tengo que esperar. Esto que nos cuesta tanto. A todos nos gusta crecer. Es más, a veces escucho la frase, “bueno, dejame crecer”, “dejame que me equivoque”. Ahora, eso mismo que exigimos y pedimos para nosotros, ¿se lo dejamos al otro? ¿Le damos la posibilidad al otro de lo mismo también? De que pueda crecer, de que pueda aprender, de que se pueda equivocar.
Por último, Jesús dice juntos. Las cosas crecen juntas, en la luz y en las tinieblas; cosas que nos gustan y cosas que no nos gustan. No hay forma de separarlos. Es la tentación siempre. ¿Qué es lo primero que le dicen a Jesús cuando ven que ese trigo creció con la cizaña? “Vamos y la arrancamos.” Como diciendo: arranquemos esto, no lo queremos. Y Jesús les dice: no, no se puede ahora; si arrancamos lo malo, vamos a arrancar también lo bueno. No se puede discernir tan claramente, no es tan blanco y negro como para darse cuenta. Es más, de eso nos podemos dar cuenta cuando escuchamos dos campanas de un mismo hecho. Uno escucha una y parece como que “no, bueno, vamos a matar a todo el resto del mundo”, escuchamos la otra y pensamos “no, bueno, no es tan así”. No es tan claro, las cosas se dan mezcladas, se dan juntas. Por eso tenemos que dejar que crezcan. Yo pienso en esto cuando por ejemplo un niño se acerca y me dice que se peleó con su mejor amigo, “nunca más voy a jugar con él, nunca más lo quiero ver”; y uno que es un poquito más grande le dice: “no, bueno, ya va a pasar, quedate tranquilo. No es tan así, se equivocó.” Lo mismo nos pueden decir los jóvenes de los adolescentes, cuando dicen “no, me pasó esto, es el fin del mundo.”, y los otros piensan: “no es tan así”. Pero los adultos también lo deben decir de los jóvenes, y los más grandes de los adultos; y Jesús lo dice de todos. Es como que Jesús, que está un poquito, o bastante, más arriba nuestro, con otra sabiduría, casi como si siempre fuéramos niños, nos dice: tené paciencia, esto se da en la vida y se da junto. Por eso Él puede esperar hasta el final, porque tiene esa sabiduría de saber que hay cosas que no se pueden separar, que en la vida se van dando. Después yo tengo que discernir y elegir.
La madurez implica que hay momentos en que las elecciones más importantes de mi vida tienen que ser por aquello que es trigo, por aquello que da vida, que alimenta, pero que no se da totalmente puro, que no lo puedo separar. Tenemos experiencias en las que queremos arrancar todo; en nuestro país por ejemplo: “Que se vayan todos”. No existe que se vayan todos. Pensemos en las consecuencias políticas, económicas, sociales, religiosas que trae cuando decimos, “esto no sirve más, y hay que arrancarlo”. Tenemos experiencia de las elites: “yo soy el bueno, y los otros son los malos”; de las estructuras rigoristas: “con esto que hizo él no puede estar de este lado”.
Gracias a Dios la Iglesia nace de un libro, la Biblia, que no oculta nunca los defectos de los demás. Uno hasta puede preguntarse qué tanta necesidad había de eso. ¿Qué necesidad había de remarcarle tantas veces a Pedro que lo negó a Jesús? ¿No lo podrían haber dejado pasar un poquito de lado? Cuando habla de la vida de Pablo, que mataba cristianos, ¿por qué no empezar con la conversión? ¿Por qué no escondemos lo anterior debajo de la alfombra? En el comienzo de la historia del pueblo elegido, con la promesa de Abraham que no cree en Dios y tiene un hijo con la esclava, y Dios tiene que volver a apostar por Abraham y decirle que confíe. Moisés, cuando quiere empezar la historia mata a alguien y se tiene que escapar, y Dios lo vuelve a elegir. Así podemos elegir cualquier personaje. La Biblia no oculta el pecado del pueblo nunca; Dios no oculta el pecado de los personajes. ¿Por qué? Porque ese pueblo santo crece con su pecado, con su cizaña. En la Iglesia pasa lo mismo. Si no soy capaz de aceptar eso, no soy capaz de aceptar a la Iglesia y de elegir a Jesús. Podemos fundar otra cosa. Y si encuentran alguna comunidad o alguna iglesia que sea perfecta, avísenme, invítenme. (Bah, no me inviten porque no va a ser más perfecta si me invitan a mí.) Se acabó, porque la tentación es: yo elijo que es hasta acá. ¿Por qué? ¿Yo soy la medida? Si la medida, que es Jesús, elige todo, elige la cizaña y el trigo juntos, ¿por qué yo me pongo en el lugar de Jesús a veces?, ¿por qué yo digo “este sí y este no”, “esto hasta acá sí y hasta acá no”?, porque es la tentación a arrancar de raíz. Pero Jesús dice: eso no se hace. ¿Por qué dice eso? Creo que por esas otras dos parábolas.
En primer lugar porque es como esa semilla de mostaza, que es pequeña, no se ve; está en el corazón de todos y Jesús siempre tiene la esperanza de que va a crecer. Esa esperanza que nosotros a veces perdemos, ese pesimismo, Jesús nunca lo tiene. Jesús tiene la esperanza de que esa semilla que está en cada corazón, en cada comunidad, en cada familia, aun en medio de las luchas y de las dificultades lleva una promesa. Dios cumple sus promesas y va a buscar la forma de que aunque esté tapada, aun cuando parezca que el ámbito no se da para eso, pueda crecer. Al final, en algún momento puede ser un gran arbusto. Esa esperanza que Jesús tiene en cada uno de nosotros no la pierde. Por último, porque cree y confía en cada uno de nosotros, en que somos levadura. Nosotros tenemos la tentación, en casi todo, de que siempre venga un salvador (ya vino, les aviso por las dudas), y que cambie todo. Que venga algo de afuera, una mega estructura; en el país, en el trabajo, en el colegio, en nuestros amigos, y cambie las cosas desde afuera. Pero Jesús dice, las cosas no se cambian desde afuera, se cambian desde adentro, se cambian cuando yo quiero ser parte y quiero luchar por eso. Esa es la levadura, ¿no? La levadura hay que trabajarla, hay agarrar la masa, hay que amasar, hay que saber cuándo hay que cocinar, cuánto tiempo lleva, qué temperatura; no es tan fácil. Es como un arte, y la vida es lo mismo. Jesús nos dice a cada uno: ustedes son los cristianos que pueden transformar las cosas desde adentro si tienen paciencia, si dejan que las cosas crezcan juntas, pero sabiendo que las pueden transformar, sabiendo que podemos ser ese trigo para el mundo. Esa es la apuesta que hace Jesús, siempre cree y apuesta por nosotros. Eso es lo que nos invita a hacer.
Animémonos a descubrirnos también como personas, como comunidades donde las cosas crezcan juntas, donde tengamos paciencia, donde descubramos esa semilla que pone en nuestro corazón, esa semilla que pone en nuestras comunidades, esa semilla que pone en nuestras familias. Animémonos a ser esa levadura que hace fermentar la masa.

*Sab 12,13.16-19
*Sal 85,5-6.9-10.15-16ª
*Rom 8,26-27

*Mt 13,24-43

miércoles, 16 de julio de 2014

Homilía: “Jesús esparce la Palabra de Dios en todos lados” – XV domingo durante el año

Hay un reformista socialista danés, Jacob Riis, que tiene una imagen que a mí me gusta mucho. Él contaba que cuando las cosas no le salían bien, cuando se le hacía difícil, cuando no encontraba los caminos, cuando se sentía desilusionado, iba a donde estaban los hombres que picaban la piedra (esto era a principios del siglo pasado). Veía cómo le daban cada vez más fuerte a la roca y la roca no se rompía, no se rompía, hasta que en el “golpe 101” la roca se partía. Él tenía la certeza de que la roca no se había roto por ese golpe, sino por los cien anteriores. Esa es la imagen que me viene a la mente cuando escucho esta parábola. Jesús termina diciendo: “El que tenga oídos que oiga.” En general en esta parábola que todos conocemos mucho, ponemos la atención en la buena tierra: que mi corazón sea buena tierra, un corazón que escuche… Pero lo primero que llama la atención de la parábola es que hay un Jesús que esparce esa semilla, esa Palabra de Dios, que “tira” la Palabra de Dios en todos lados. No es que cuida a ver cuál es el terreno que hay.
En general, y sobre todo en esta época de la agricultura donde hay que aprovechar al máximo cada cosita, cuando uno siembra lo hace en el mejor terreno y espera el mejor momento. Sin embargo, Jesús no dice que tira semillas al borde del camino y vienen los pájaros y se las comen, y que tira otras entre las rocas, otras entre espinas, y recién otras que caen en buena tierra. El sembrador siempre va haciendo eso, no se cansa. Lo primero que nos muestra esta parábola, es que Jesús se anima a esparcir esa Palabra de Dios, a intentar que germine, en cualquier terreno y en cualquier circunstancia. Él no tiene miedo de lo que va a pasar, no tiene miedo de que esa semilla se pierda. A veces a nosotros nos pasa cuando tenemos que decirle algo a alguien y pensamos, “¿Para qué se lo voy a decir de nuevo si ya se lo dije veintiocho veces y no me escucha”; “con él no vale la vena”; o “no, acá yo no voy a decir lo que pienso porque en este lugar, esta gente no escucha, no presta atención”. Tendemos a perder la esperanza, a bajar los brazos, a creer que nada es posible. Jesús no dice, “bueno, hasta acá llegué, se acabó”; Jesús dice, “Yo sigo tirando la semilla, Yo tengo esa posibilidad y lo voy a hacer.”
¿Por qué hace esto Jesús? ¿Por qué se anima a desaprovechar (según nuestra manera de ver las cosas), esa Palabra? ¿Por qué “gasta saliva”, aunque está casi seguro de que no va a pasar nada? Porque si lo hace, sabe que hay una oportunidad, aunque sea una en cien o en doscientos; sabe que si lo sigue haciendo se puede escarbar hasta llegar a la buena tierra. Jesús sabe que si sólo busca la buena tierra, hay un montón de gente que queda en el camino; que si no tira entre piedras o entre espinas, si no tira en el camino, hay un montón de gente que va quedando de costado y que ya no tiene posibilidades, la Palabra no va a entrar en su corazón. Entonces Jesús, por más que se tenga que cansar, por más que se tenga que desgastar, por más que parezca muchas veces que se desilusiona, incluso que fracasa, lo sigue intentando. Es más, en el evangelio a veces vemos que expresa esto; en Juan leemos que una vez le dice a los discípulos: “¿Ustedes quieren irse también?”, como diciendo: “nadie me escucha”. Pero aún desilusionado sigue intentando, sigue buscando, sigue hablando, sigue esparciendo esa Palabra de Dios. ¿Por qué lo hace? En primer lugar, como les digo, porque sabe que es la única posibilidad, aun en esos terrenos duros, de que la Palabra llegue. Pero en segundo lugar, porque Jesús nos conoce. Jesús sabe que en cada uno de nosotros, aun en los que somos más duros de corazón, hay buena tierra. Jesús conoce siempre nuestra profundidad, conoce bien cómo somos, y por eso no tiene miedo de esparcir la semilla. Tal vez esa buena tierra nuestra en este momento esté tapada por espinas, por rocas, por ocho capas de hormigón; pero Jesús sabe que tirando e insistiendo esa semilla pueda llegar al corazón, casi como la gotita de agua que va cayendo y de a
poquito va llegando hasta lo profundo. Por eso siempre insiste y siempre busca, porque tiene la esperanza en aquello que conoce y que ama. Sabe que si lo busca, va a encontrar nuestro corazón, va a encontrar nuestra buena tierra. No es una semilla que se pierde y que se vuela nada más. Es una semilla que va buscando hasta en los recovecos, para ir encontrando ese corazón y esa buena tierra. Jesús no va a perder nunca la posibilidad de tocar esa buena tierra; esa es la invitación para nosotros también. Cuando nos desesperanzamos, cuando creemos que no se puede, que no lo podemos lograr, que los caminos no se pueden seguir, que le hemos pegado cien veces a la piedra, animémonos a seguir buscando, a seguir intentando. En el fondo va a terminar dando fruto.
Lo tercero es, ¿qué es el fruto? En general tendemos a confundir o identificar los frutos con el éxito. Esto lo hemos hablado alguna vez. Vivimos en un mundo donde lo único que sirve es el éxito. Sin embargo, esa es la manera de mirar del mundo, no es la manera de mirar de Jesús. ¿Solamente el que tiene éxito tiene fruto? ¿Esa es la manera de mirar? Vamos a poner un ejemplo: cuando tenemos que dar un examen, ¿cuál es el fruto del examen? Aprobar. El fruto del examen es aprobar; si yo no apruebo no di fruto, y si apruebo di fruto. Sin embargo, podemos empezar a considerar un montón de cosas más, porque el aprobar puede ser un fruto consecuencia de un camino, pero me puedo copiar, y ¿eso es un buen fruto? Puedo no haber estudiado nada porque tengo mucha capacidad, porque “me sobra para esto”, y aprobé. Pero, ¿eso dio fruto? Puedo haber dicho, “bueno, intento zafar con un cuatro”, y ¿me sirvió de mucho eso? Sin embargo, más allá de si aprobé o no, puedo haber estudiado, puedo haber aprendido, puedo haber intentado varias veces con algo que me fue arduo, que me fue difícil, que me fue moldeando el corazón, puedo haber permanecido. El problema es que los frutos están un escalón más abajo; para descubrirlos tengo que profundizar, va con las actitudes de corazón, ¿de qué manera soy y vivo? Eso lo podríamos aplicar a un montón de otros ejemplos. En el trabajo, ¿el fruto está en el empresario exitoso? O ¿no hay un montón de personas que trabajan en lo secreto y buscan? Un montón de personas que tienen que ir de un trabajo al otro para mantener una familia, ¿no tiene un montón de frutos eso también? El intentarlo, el permanecer, el no bajar los brazos. Así podríamos ver un montón de cosas, en las cuales los frutos se ven en cómo se va moldeando mi corazón. Por eso va más allá de donde cae la semilla. La semilla va a buscar los frutos, y los frutos se trabajan en lo arduo.
Hace unos días me vino a ver una persona; había fallecido su mamá. Más allá de la tristeza lógica, venía a dar gracias. Porque decía que después del responso de la madre, ella había ido a tomar algo con el hermano, y se había reconciliado después de veintidós años. “Durante veintidós años no me hablé con mi hermano; y a pesar de este momento difícil, esto nos unió”. Aún en lo difícil de la muerte, pudieron sacar un fruto de reconciliación, de perdón, de encuentro. Esa es la manera con la que mira Jesús. Jesús mira el corazón y mira lo que hacemos. Mira nuestras actitudes, nuestros valores, y cómo nos vamos formando. Mira cómo es nuestro servicio, cómo es nuestra solidaridad, mira cómo es el perdón. Hasta en momentos difíciles, donde nos peleamos, donde discutimos, ¿somos capaces de sacar nuevos frutos? ¿Somos capaces de acercarnos a los otros, de escuchar, de intentar entender, de perdonar, de pedir perdón, de ayudar al que lo necesita? Eso es lo que nos invita hoy a mirar Jesús. El fruto es aquél que va moldeando cada día un corazón más grande. Pero para eso tenemos que aprender a cambiar la vida, tenemos que mirar no solamente el éxito, sino aquello que nos hace mejores personas, aquello que nos acerca más a Jesús, aquello que cambia mi mirada y la mirada de los demás.
Tal vez, como cambio de miradas, les cuento otra historia que tiene que ver con gente que picaba la piedra. Cuentan que un hombre iba caminado y llega a una cantera. Había un hombre picando piedras y le pregunta, mientras él seguía golpeando y golpeando al rayo del sol, ¿qué está haciendo? Este hombre enojado lo mira y le dice: “estoy rompiendo piedras”, como diciendo: “qué pregunta tonta”. El hombre no se desanima, sigue caminado y llega a un segundo hombre que también está golpeando la piedra, sudando, cansado, y le pregunta que está haciendo. Éste contesta también medio enojado: “estoy haciendo un escalón”. Sigue caminado, encuentra un tercer hombre y repite la misma pregunta. El hombre se da vuelta con una sonrisa y le dice “estoy construyendo una catedral”.
Jesús nos invita a mirar los frutos, aquellos que nos ayudan a construir catedrales, a caminar hacia el cielo.

Lecturas:
*Isa 55, 10-11.
*Sal 64,10.11.12-13.14
*Rom 8, 18-23

*Mt 13, 1-23

martes, 8 de julio de 2014

Homilía: “Vengan a Mí” – domingo XIV durante el año

En la película “7 años en el Tibet”, Heinrich y Peter, intentan escalar una montaña, no pueden por las condiciones climáticas, comienza la Segunda Guerra Mundial, quedan atrapados, se logran escapar, y después de un largo periplo llegan a Lhasa, al Tibet. Se encuentran con una cultura totalmente distinta, los dejan vivir en la ciudad (estaba prohibido para los extranjeros), y en un momento conocen a una chica, nativa del Tibet que va para hacerles unos trajes. Después de tantos años, ambos se enamoran e intentan seducirla. Buscan técnicas de seducción, cada uno tendrá las suyas. Heinrich, que había sido campeón olímpico, que escalaba, muy famoso, empieza a hacer alarde de todo lo que había logrado en la vida. Sin embargo, se encuentra con una cultura totalmente distinta, que no quiere eso, sino que busca más el abajamiento, el pasar desapercibido, el hacerse pequeño a los ojos de su dios.
Llega un momento en que están los tres dando vueltas por un mercado y encuentran unos zapatos para patinar sobre hielo. Después de una conversación graciosa -donde el dueño les dice que eran unos cuchillos para cortar elefantes porque no sabía para que servían- los compran, y le quieren enseñar a ella a patinar. Heinrich empieza a hacer cien millones de piruetas, y cuando termina de hacer la última, se da vuelta y se da cuenta de que Peter le está enseñando, y de que está mujer no le está prestando ningún tipo de atención. Mientras él quería deslumbrar con todas las “magias” que podía hacer, el otro se había puesto a su altura. Y de a poquito le iba enseñando, “caminá despacito”, “mirá para adelante”, “si te caes no pasa nada”. Alguien que de alguna manera le transmitía: yo te entiendo, te comprendo, y te acompaño.
Pensaba qué difícil es encontrar personas que sentimos que nos acompañan en la vida hoy. Que están con nosotros, que nos entienden, que nos esperan, que nos tienen paciencia. Creo que en general la mayoría de nosotros nos sentimos como exigidos en la vida. Como que siempre tenemos que hacer algo más, como que nunca se llega. Siempre falta, siempre hay que dar un paso más. Siempre se nos está pidiendo algo. Cuando llego a un lugar, como que no me puedo detener ahí, me siento que me vuelven a exigir algo nuevo. A veces esto se da en todos los ámbitos de nuestra vida, y me cuesta encontrar un lugar donde descansar, un lugar donde puedo compartir, abrirme, quedarme tranquilo, reposar.
Creo que si le preguntamos a alguien cómo se siente, la primera respuesta es clásica: “bien”. “¿Cómo estás?”, “Bien.”. Y que no nos digan nada más, porque decimos “¿Para qué le pregunté?”. A veces tendríamos que pensar las preguntas que hacemos, porque no tenemos muchas ganas de escuchar las respuestas del otro. Pero la segunda respuesta que creo que más se escucha es “cansado”. “¿Cómo estás?”, “Cansado.”. Siempre estamos cansados. Pareciera que la vida nos lleva para ese lado. Nos sentimos agobiados, cansados, exigidos; como que nunca alcanza. Creo que la mayoría de nosotros desearíamos que el día tuviera más de veinticuatro horas porque es muy difícil llegar a todo lo que tenemos que hacer. En alguna oportunidad, hablando con ustedes, les pregunto, ¿qué hiciste ayer?, y me contestan una lista eterna de cosas. ¿Dónde querían hacer algo más entonces? “Y no sé, pero tendría que haber hecho algo.” Tenemos esa ilusión de: “tendría que haber hecho algo más”. Pero no entra por ningún lado, no hay manera. Pero el mundo nos pide eso, no nos deja descansar. Vivimos en un mundo muy individualista, donde siempre se tiene que apostar por más, siempre se tiene que lograr más, y nunca termino. Es una carrera en la que se me pide una perfección tan grande que me siento angustiado. O me frustro porque no llego, o me angustio, o me canso y en algún momento quiero largar todo, y decir que esto no alcanza. Nos sentimos exigidos por todos lados, nos sentimos tironeados. Desde el colegio, desde la facultad, desde los trabajos. A veces hasta en las mismas familias. Siempre se pide algo más. Por eso el sentimiento que brota en nosotros es: “estoy cansado”. Cuando se nos hace un ratito libre uno quizás pregunta, “¿qué vas a hacer?” “Nada”. “No quiero hacer absolutamente nada”, ni siquiera algo recreativo a veces, porque siento que tengo que hacer algo, entonces prefiero no hacer nada.
Hoy escuchamos en el evangelio alguien que nos dice que nos entiende en eso. Porque la invitación de Jesús es: Vengan a Mí todos los que están agobiados. Todos los que están cansados, todos los que se sienten exigidos, vengan y descansen en Mí.
Es curioso porque el comienzo de este evangelio es casi contrario a lo que el mundo hoy nos pide. Porque Jesús empieza diciendo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y  de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla.” Se las ocultaste a los que se la saben todas, a los que tienen éxito en todo, y se las revelaste a los pequeños, a los que sienten que no pueden, a los que necesitan de los demás, a los que el mundo deja de costado, a esos se las revelas.
Lo primero que nos dice Jesús es que para ir a Él, tenemos que sentir esa necesidad en el corazón. Tenemos que descubrir que no podemos por nosotros mismos. Algo que dicho así es una obviedad, pero que muchas veces no lo vivimos de esa manera. Necesitamos de los demás necesitamos de Jesús. En Él, Jesús nos dice: -Vengan y descansen. Cuando estén agobiados, vengan y anímense. Yo no les voy a pedir nada, ni les voy a exigir nada. Anímense a venir, y reposar; a encontrar en mí como un manantial, un lugar en el que uno reposa.- También cuando estamos afligidos, cuando tenemos un montón de cosas que no nos cierran, que no entendemos, que estamos mal, que estamos sufriendo, que las cosas son difíciles, Jesús nos dice: -Vengan a Mí; yo los voy a entender, los voy a comprender, los voy a acompañar. No les voy a estar exigiendo o pidiendo cosas. Vengan y descansen.-
Es llamativo porque casi que las dos cosas se pueden dar en nuestra vida de manera simultánea. Vivimos en un mundo que por un lado nos exige mucho, pero llega un momento en el que nos descarta, y dice: bueno, listo, ya está. Y no sólo por edad, sino porque quedás fuera del sistema, o porque no pensás de la misma manera, quedás como descartado. Uno pasa de sentir que no le alcanza el tiempo, a sentir que no sirve para nada, que no hay nadie que le importe lo que yo puedo decir, lo que yo puedo hacer, lo que yo pueda enseñar, lo que yo pueda acompañar. En ambos casos, la invitación que nos hace Jesús es: -Vengan y descansen en Mí, porque mi carga es liviana, mi yugo es suave.- Jesús está acostumbrado a ver que la gente está con un montón de cargas en la vida. En la vida y en la fe. Y nos dice: -Vengan, yo no les voy a poner cargas. Es más, esas cargas pónganlas sobre Mí; cuando se sienten mal, cuando están perdidos, cuando están cansados, pongan todo eso sobre Mí; Yo lo llevo por ustedes.-
Hoy podríamos pensar si nos animamos a poner en Jesús esas cargas, esas cosas en las que sentimos que nadie nos ayuda. A rezarle, a ponerlas en sus manos, a confiar en Él, a descubrir en Él ese lugar de descanso. Lo que pasa es que para eso, lo que tengo que hacer a veces es cambiar mi mirada sobre Jesús y sobre la fe. Porque volvemos a tener la misma tentación que aparece en este evangelio. Porque también en nuestra religión, en nuestra fe, nos ponemos un montón de cargas, un montón de preceptos, un montón de cosas que se tienen que hacer, que se tienen que cumplir. Y Jesús les dice: -miren, Yo no les pongo cargas, vengan y descansen.- Y nosotros siempre tenemos la misma tentación y volvemos a lo mismo; como Iglesia volvemos a hacer lo mismo, volvemos a poner un montón de cargas, de prescripciones, “tenés que hacer esto”, “tenés que cumplir con esto”, “si no hacés esto estás afuera”; exigimos y exigimos. Cuando empiecen a sentir esto, no escuchen tanto a los curas, no me escuchen a mí, y escúchenlo a Jesús que dice: -mi carga es liviana.- Cuando alguien tenga la tentación de decir algo contrario, escuchemos a Jesús: -Descansen en Mí. Esto no es lo que yo quiero para ustedes, Yo quiero que en Mí sientan un lugar de reposo.- ¿Por qué hace esto Jesús? Porque mira nuestros corazones. Porque descubre lo que necesitamos. Nos invita a nosotros a descubrir esa necesidad que tenemos del otro que está a mi lado.
Tal vez, volviendo a la película, Jesús es el que patina con nosotros, es el que se pone a nuestro lado. No es el que se pone a hace piruetas, diciendo: mirá todo lo que sé, mirá todo lo que yo puedo hacer, mirá lo bueno que soy, todos los preceptos con los que cumplo. Jesús no hace eso. No porque cumpliera o no cumpliera. Lo primero que hizo fue eso, ponerse a nuestro lado. Era Dios, no tenía ninguna necesidad; y bajó. Dijo: me encarno, estoy con ustedes, patino con ustedes; estoy a su lado, los acompaño.
A mí una imagen del deporte que me encanta es el patinaje artístico en parejas, cuando están los dos juntitos, y que hay momentos que están juntos, momentos que se sueltan. Siento que Jesús hace lo mismo. Hay momento que nos levanta, hay momentos que nos lleva de la mano, hay momentos que nos suelta, que nos dice: ya podés patinar vos solo. Y cuando sentimos que nos vamos a caer nos vuelve a levantar, nos vuelve a llevar. “Podés descansar en mí”, “quedate tranquilo”, “yo te voy a enseñar”, “yo soy paciente y humilde”, dice Jesús. Creo que son dos de los atributos que más nos falta descubrir hoy en día. Estas dos virtudes. Paciencia; si preguntase quiénes tienen paciencia, serían muy pocos, yo no voy a levantar mucho la mano. Empezando por la comida, por ejemplo. Todo es fast food, si tarda más de tres minutos espero que me den algo. Vamos al banco y hay cola, “¿cómo puede haber cola?” Está lenta Internet, “no, ¿cómo puede tardar tanto?” No tenemos paciencia para nada. El profesor tarda en entregarme la nota, “es un chanta.” ¿A quién le tenemos paciencia hoy? Y Jesús dice: Yo soy paciente, vengan; Yo tengo paciencia. Y la humilidad; la humildad de que es el más grande y no le importa brillar, está tranquilo en quién es. Sabe que si se hace el más grande hay un montón que quedan afuera. Si Jesús se la cree, hay un montón que no se van a acercar. ¿Quién se acerca al que se la cree?, ¿quién es capaz de abrirle el corazón a aquél que saca chapa? Uno se siente pequeño y no se anima a abrir el corazón. O piensa: “no, para que me diga esto”, “para que piense esto de mí”. Se ve que Jesús mostraba algo totalmente distinto, ¿por qué? Porque era humilde. La gente se acercaba, le contaba sus problemas, sus dificultades. Tal vez Jesús sólo los escuchaba, y en otros momentos les decía, ¿por qué no probás por acá? Esa humildad y esa paciencia que siempre nos tiene, es la que hace que nosotros podamos descansar en Él. Esa es la invitación hoy de Jesús, que nos animemos a descubrir en Él ese lugar de reposo: “Vengan a Mí”.
Animémonos esta semana a ir a Él. A rezarle, a descansar; a encontrar alguien que nos entiende, que nos acompaña y que nos     protege y nos cuida. Cuando sintamos que ya estamos un poco mejor, que ya estamos cómodos, animémonos a ser eso. Pablo dice, “el Espíritu habita en ustedes”; bueno, también nosotros podemos ser humildes, pacientes, podemos ser un lugar de descanso para los demás.
Pidámosle a Jesús que pongamos nuestro corazón en sus manos, que dejemos nuestros problemas, nuestras cargas en Él. Que descubriendo esta humildad y esta paciencia que también a nosotros se nos invita a tener, seamos también un lugar de descanso para los demás.

Lecturas:
*Zac 9, 9-10.
*Sal 144,1-2.8-9.10-11.13cd-14
*Rom 8,9.11-13
*Mt 11, 25-30

jueves, 3 de julio de 2014

Homilía: “¿Quién dicen ustedes que soy Yo?” – Santos Pedro y Pablo

Hace unos años salió en el cine una película sobre la vida de Ed Wood, que fue un director, actor, productor. Nació a principios del siglo pasado en Nueva York, después estuvo en la Segunda Guerra Mundial, y en la década del ’50 se dedicó a hacer películas, pero que no tuvieron mucha preponderancia. Si bien hoy es un director de culto para grupos más pequeños, en su momento se lo calificó como el peor director de la historia del cine así que es bastante curioso que se haya llevado su vida al cine.
En un momento él está en crisis, porque no era muy buen director de cine, le costaba mucho conseguir sponsors para sus películas, entonces hacía obras de teatro y juntaba plata para poder filmar, intentaba convencer a la gente, se la pasaba luchando por aquello que quería. Cuando está a punto de largarlo todo, muy bajoneado, se le aparece Orson Wells y le dice: “Vale la pena luchar por tus propios sueños, o te vas a pasar toda la vida realizando los de los demás.”
Creo que esa frase que a Ed lo vuelve a motivar, es algo que todos tendríamos que aprender en la vida: pelear por aquello que verdaderamente queremos. Me hizo acordar al deseo de las mujeres, cuando uno ve en las novelas o en las propagandas, “quiero que luches por mí”, “quiero que pelees por mí”. Y es el deseo que todos tenemos; que la otra persona se la juegue por mí en la vida, que la otra persona pelee por aquello que es valioso. Pero a veces peleamos por tonterías en la vida, gastamos un montón de energía y de tiempo, hasta nos ponemos agresivos con un montón de cosas que son triviales y que no valen la pena, y a la primera de cambio dejamos atrás nuestros sueños, nuestros deseos más profundos. “Uh, esto es difícil”, y lo largamos. Sin embargo descubrimos en los profundo de nuestro corazón este deseo. Aquello en lo que tendríamos que poner nuestra energía, canalizar bien nuestra agresividad, lo vamos dejando de lado.
A veces cuando escucho a la gente hablando del mundial me río, porque en vez de pensar “que la selección juegue mejor”, decimos: que corran más, que pongan más ganas, que pongan más garra; en vez de que jueguen al fútbol, que es lo que hacen. Les exigimos eso; pero entonces la pregunta es ¿por qué no nos lo exigimos a nosotros en la vida? Que en el fondo es lo que nos realiza.
A mí me pasa muchas veces que de pronto siento que desaproveché el día, que no hice casi nada, que estaba con fiaca, y cuando llego al final del día tengo como un gusto amargo en el corazón. No solamente porque no hice nada, no por un deber ser, sino porque siento que ese día no me dio nada en mi corazón, no me dejó nada. No es necesario que uno esté trabajando, pero a veces uno llega re cansado de un montón de cosas que hizo, y se siente como realizado, se va a dormir en paz, se va a dormir tranquilo porque siente que pudo hacer un montón de cosas, que pudo darse. Esto uno lo puede hacer hasta de vacaciones, no es que uno lo tiene que hacer en medio del trabajo y acumular cosas; sino sentir que aproveché lo que me iba apareciendo a lo largo del día. Más aún, si damos un paso más, sentir que luché por aquello que quería y que deseaba.
Hoy en la fiesta de los santos Pedro y Pablo; Pablo nos dice en la segunda lectura: “concluí la carrera, peleé el buen combate de la fe”. Y uno lo primero que pensaría es, ¿la fe es un combate, una pelea, una lucha? Es el buen combate dice Pablo, aquello que yo quería y que yo deseaba. Parece que le costó, lo siente así. El problema que tenemos nosotros es que en general pensamos en los santos de estampita, los santos del final de la vida, como si fueran superhéroes. Nos olvidamos de que tuvieron que hacer un recorrido largo durante su vida para llegar ahí, que les costó. Pablo lo dice claro, “peleé el buen combate”; tuvo que pelear durante su vida con un montón de cosas. “Conservé la fe”, uno siente como que llegó con la lengua afuera directamente, como diciendo: “por fin llegué a la meta porque me costó”. Todas las cosas importantes en la vida, en general cuestan. Podría hacer pasar a los padres de familia, a ver que me digan si es fácil llevar una familia adelante. Podrían pasar novios o matrimonios a contar si es fácil llevar un matrimonio, llevar un noviazgo en serio; si no hay que pelearlo, si no hay que lucharlo. Hasta una amistad, una amistad verdadera. No una amistad de que me queda cómodo o bien con el otro, sino una amistad donde hay momentos en la vida donde al otro lo quiero matar, donde me cuesta un montón. Ahí se pone verdaderamente en juego, ahí profundizo mi amistad. Así podríamos ver cada uno de los vínculos.
Ahora, como les decía antes, luchamos por tantas cosas triviales, y a veces nos quejamos cuando tenemos que luchar por cosas que verdaderamente valen la pena. Viene un joven por ejemplo, y me dice: “la estoy luchando con la facultad”. ¡Qué bueno! Qué bueno que la luches con la facultad y no con una pavada, qué bueno que tengas que poner energías en eso. “La estoy luchando por mi familia”; ¿no te gustaría luchar por tener una familia? Pensémoslo en abstracto, salgamos un poquito de lo arduo; porque en general miramos lo arduo, y no lo bueno que tiene eso. Gastemos la vida en las cosas importantes. Como hace poco les dije, la vida no se trata de “pasarla bien” (a ver, a mí también me gusta pasarla bien; no estoy loco); la vida se trata de amar, pelear por las cosas que quiero. Eso es lo que me realiza. Eso es lo que descubrió Pablo. “Peleé el buen combate”, es: pude amar a Jesús hasta el final de mi vida, pude mantener esa fe que quiero y que deseo a pesar de los contratiempos, a pesar de lo difícil. Esa misma invitación nos hace a nosotros. La misma invitación que nos podría hacer Pedro.
En la primera lectura Pedro está preso. Y podríamos imaginarnos qué es lo que está pensando: “¿cómo me metí en esto?”. Está preso, lo acaban de matar a Santiago, así que ya sabe lo que se le viene. Si lo mataron a Santiago, por efecto dominó, te toca a vos. Le están dando un escarmiento. Sin embargo, yo me imagino a Pedro mucho más contento que cuando traicionó a Jesús. Me imagino que el momento donde estuvo triste fue cuando no peleó por esa fe, cuando no peleó por Jesús, cuando no se la jugó. Se siente triste porque no pudo pelear por lo que quería. Sin embargo en esto que es mucho más arduo, mucho más difícil; cuando está en la cárcel, a punto de dar la vida, debe estar realizado. Tendría miedo, pero está feliz. “Hago lo que quiero.” “Ahora sí me la juego por esto.”
Entonces, podríamos decir que nuestra vida se va a determinar por aquello por lo que estamos dispuestos a pelear y a luchar. También se va a determinar cuando bajemos los brazos. Pero cuando tendemos a bajar los brazos tenemos una ventaja, porque Pablo dice, “el Señor estuvo a mi lado”. En los momentos de oscuridad, en los momentos difíciles, en los momentos que sentía que las cosas se acababan, Dios estuvo a mi lado. Eso uno recién lo mide cuando mira para atrás; en el momento es muy difícil darse cuenta. Esta es la invitación que se nos hace en la fe.
¿Queremos una fe que sea por etapas?: un rato cuando soy chico, un rato cuando soy joven y la estiro un poco más, un rato más adulto, y un rato cuando no me queda nada mejor en la vida, y bueno, mejor arreglar las cosas con Dios antes de tener que vernos cara a cara. O ¿quiero que sea todo un camino y un proceso? Pero para eso hay que pelearlo, para eso hay que lucharlo, para eso tengo que decir en el corazón: “yo estoy dispuesto a sacrificarme por esto”. No hay vuelta atrás. Si no, la pregunta es ¿en qué momento lo voy a dejar de hacer? Porque a veces pueden venir momentos difíciles en la vida. Para los que son más jóvenes, se va a acabar el momento, varias veces algunos de ustedes vienen a hablar y me dicen, “no siento tanto a Jesús”, “rezo y no pasa nada, no descubro nada”, “tengo aridez en el corazón”. La pregunta ahí es si quiero permanecer, si lo quiero volver a elegir, y si profundizo. Obvio, cuando sentimos estamos todos ahí. Cuando me cuesta más sentir presente a Jesús, ahí tengo que elegirlo, ahí me la tengo que jugar, ahí tengo que ver si yo quiero permanecer, si quiero que Jesús sea parte de mi vida. Puede ser porque pasa algo que no encuentro sentido, que no lo entiendo, porque alguien está sufriendo, porque yo estoy sufriendo, y me tengo que repreguntar sobre la imagen de Dios. Puede ser por mi propio pecado, que siento que soy limitado. Sin embargo, si tomamos las figuras de hoy, San Pedro y San Pablo no son un modelo en ese sentido; tenían pecados, y bastante grandes, y la Biblia no los esconde. San Pedro negó a Jesús, lo traicionó; digo: yo no lo conozco, no sé quién es. San Pablo mataba cristianos, así que no eran pinturitas en su vida. En la estampita quedan muy bien pero en su momento les costó. Ahora, ¿por qué son lo que son? Porque descubrieron a Jesús.
La pregunta del evangelio de hoy es, “¿Quién dicen ustedes que soy Yo?” Si se la hubieran hecho al final de su vida a Pablo y a Pedro, seguramente habían alcanzado una madurez en la fe, donde entendieron mucho más quién es Jesús. Porque pasaron por todos los momentos de la vida. Una de las cosas que aprendieron es que Jesús era totalmente misericordioso, que estaba siempre dispuesto a perdonar y a dar nuevas posibilidades. Por eso sobre ellos se funda la Iglesia, porque entendieron el corazón de Jesús. Esa es la pregunta para nosotros, quién es Jesús para nosotros. A veces me preguntan ¿cómo rezamos? Podríamos rezar así esta semana. Podríamos detenernos un rato y preguntarnos en el corazón, ¿quién es Jesús para nosotros?, ¿qué significa Jesús para mí?, animarnos en el corazón a responder esta pregunta, animarme en el corazón a ver si voy descubriendo esta faceta de Dios; este amor, esta misericordia, esta entrega, esta generosidad que tiene. ¿Para qué? Para poder llevarla a los demás. Una vez que Pedro y Pablo encuentran su propio límite y debilidad, se encuentran con los demás. Ya no los asusta el límite, la debilidad, el pecado del otro. Saben que Dios llega hasta lo más profundo.
Hoy la pregunta para nosotros es si como Pedro y Pablo, estamos dispuestos a descubrir nuestra vocación cristiana, y a llevarla a los demás. Pero para eso tenemos que pasar por este evangelio, siempre. Respondernos quién es Jesús para nosotros.
Animémonos esta semana a dejar resonar esta pregunta en nuestro corazón, y darle una respuesta a Jesús.

Lecturas:
*Hech 12,1-11
*Sal 33,2-3.4-5.6-7.8-9
*2Tim 4,6-8.17-18

*Mt 16,13-19

miércoles, 2 de julio de 2014

Homilía: “Yo soy el pan vivo” – Corpus Christi


Hay un cuento de José Irrarazabal, un chileno, que voy a abreviar un poco, y dice algo así:

“El frío de la noche calaba los huesos. Tras la bufanda de un soldado podía verse un vapor que era fruto de su aliento, como signo de vida. La guerra había terminado. El ejército invasor había dimitido; y por eso podían verse en las calles niños, a través de los escombros, buscando a sus padres; padres que deambulaban, como fantasmas, buscando a sus hijos. El ejército todavía estaba apagando algún resto de la milicia invasora, y por eso no era raro ver a un soldado vigilando de noche; frotando sus manos, caminando de lado a lado, para entrar en calor. De pronto divisó una luz a lo lejos, algo que le pareció extraño en medio de esas casas destruidas. Caminó para ver qué ocurría y encontró en medio de los escombros de las casas una panadería intacta, fruto de la esperanza que volvía, como signo de que la vida se abre camino aún en medio de la muerte. Tan maravillado quedó por esto, que al principio no se percató de que parado al lado de él había un niño, con una humilde camisa mirando fijo a los panes de la ventana. El soldado vio a un hombre corpulento tirando la masa para arriba, dejándola caer en la harina, amasando esos panes, cuando miró al niño. Le preguntó, “¿quieres comer uno de estos panes?”. El niño que hace varios días no comía, le respondió: “¿es posible esto?”. El soldado entró en la panadería, y el niño vio cómo intercambiaban unas palabras, cómo el soldado le daba unas monedas, y tomaba el pan más grande que había en la vidriera. Salió hasta donde estaba el niño y lo depositó en sus manos. Al niño se le dibujó una sonrisa, se calentaron sus manos, llevó el pan a su cara, inhaló, y sintió cómo el calor entraba hasta sus pulmones. Con inocencia, volvió a mirar al soldado, y le dijo, “Señor, ¿es usted Dios?”.

Creo que este cuento va a lo central de lo que es el pan de vida de Jesús para nosotros. Es alimentarnos para que también nosotros seamos ese pan de vida para los demás. Es casi como un cliché escuchar que tenemos que transmitir a Jesús, que tenemos que ser Jesús, que tenemos que descubrir a Jesús en los otros. Sin embargo, no creo que haya sido un cliché en la boca de Jesús; sino una esperanza, que en medio de los dolores, en medio del sufrimiento, en medio de las incomprensiones, Jesús siempre deposita y vuelve a tener en cada uno de nosotros; que como ese soldado, seamos un signo de Dios para los demás. Ahora, la pregunta es, ¿nos animamos a ser esto? Para eso tenemos que descubrir a Jesús en nuestro corazón. Tal vez una pista de esto lo dan las lecturas. En la primera lectura, Moisés está a las puertas de la tierra prometida, después de haber liberado al pueblo de Egipto; y, como ustedes saben, Moisés no va a entrar en la tierra prometida, para que quede claro que el que los sacó es Dios. En su testamento, le pide al pueblo que siempre tenga memoria: recuerden lo que Dios hizo por ustedes. Cuando estén en esa tierra que mana leche y miel, hagan memoria. Cuando vengan momentos difíciles, descubran que siempre Dios les devolvió la esperanza. Eso es lo primero que podríamos mirar en nuestro corazón. Nosotros tenemos memoria del paso de Dios por nuestra vida. Y podríamos pensar en los dos extremos; a veces estamos muy cómodos, estamos muy bien, y nos olvidamos de descubrir que ahí también Dios se hace presente; a veces cuando las cosas se vuelven difíciles y aparece claramente la pregunta: ¿dónde está Dios?
En la segunda lectura, San Pablo le dice a su comunidad de Corinto, si no se da cuenta de que ellos beben de un mismo cáliz, que reciben una misma carne, un mismo cuerpo que los llama a caminar unidos. ¿Sacan consecuencias de aquello que reciben? Esa es la pregunta de Pablo para su comunidad. Y en evangelio, le pide a todos aquellos que lo están escuchando, que se alimenten de Él. “Si se alimentan de Mí tendrán vida”. “¿Ustedes quieren alimentarse de Mí?” Podríamos empezar por acá tal vez. Porque la pregunta podría ser si nosotros queremos alimentarnos de Jesús. Obviamente que es mucho más fácil para nosotros que para los judíos, los judíos no entienden nada de lo que está pasando.  Nosotros tampoco entenderíamos nada tampoco, tenemos que caminar un poco más en el evangelio. Dos mil años después, “somos todos Gardel”. Imagínense que después se hace presente delante de ellos y les dice: “cómanme”. Si yo les dijera algo así, me puedo imaginar lo que pensarían de mí. Necesitan la Última Cena, necesitan la Pascua, para ir comprendiendo esto. Para de a poco ir valorando ese regalo de la Eucaristía, del Pan de Vida.
Ahora, sin embargo nosotros tenemos una ventaja, que es ya nos han enseñado desde chiquitos. Supongo que todos recuerdan su primera comunión, ese gran regalo que Dios nos ha hecho de recibir la comunión. Es decir, el saber que tenemos que comer a Jesús, ya no es una pregunta para nosotros. Eso lo entendemos. Pero podríamos dar un paso más. La pregunta para nosotros no sería si lo comemos o no; la pregunta que nos tenemos que hacer es: ¿lo valoramos? Cada uno de nosotros podría preguntarse, ¿es importante para mí recibir a Jesús en la Eucaristía? Es lindísimo recibirlo. Ahora, la pregunta es, ¿me es algo rutinario?, ¿me es algo más en la semana?, ¿me es intrascendente?
Esto que voy a decir pensé mucho si decirlo o no, porque no quiero que suene a reto. Imagínense cuánta gente había acá a la noche el domingo pasado, ¿no? Jugaba Argentina. Yo hubiera hecho lo mismo, nada más que tengo el problema de que tengo que celebrar misa. Ahora, la pregunta es, el fin de semana pasado, ¿les fue importante ir a misa?, ¿buscaron otra misa? ¿O fue, “bueno, un domingo más, un domingo menos que reciba a Jesús, no cambia la ecuación.”? Por lo menos para ver dónde paramos, si nos es tan importante o no. Si quieren para poner otro ejemplo: en el verano, cuando nos vamos de vacaciones, ¿son vacaciones de Jesús también? Me voy de vacaciones y cuando vuelvo retomo la Eucaristía. Para ver qué valor ocupa Jesús en mi vida. ¿Descubro el valor que tiene este alimento? ¿Me es central? ¿Me es importante en la semana? Porque a veces nos pasa como desapercibido. Nos hemos acostumbrado tanto a esto, y que lindo poder tener la gracia de tener a Jesús semanalmente, o un poco más los que van un poco más a misa, que a veces nos pasa desapercibido. ¿Me es importante? ¿Vibro con esto? ¿Me llena el corazón? ¿De qué manera me dejo alimentar por Jesús?
Creo que en esta fiesta de Corpus Christi, lo importante es aprender a descubrir en primer lugar eso. Porque en realidad, si uno piensa, lo más loco de Jesús es la Eucaristía. Nosotros podríamos reunirnos acá a rezar un rato, a adorar la cruz, y a Jesús que murió en la cruz; pero Él se dio cuenta de que no bastaba con eso, que a veces nos faltan fuerzas, que a veces no podemos, que a veces no llegamos. Se dio cuenta de que no tenía que hacer algo desde afuera nomás, de que la transformación la tenía que hacer desde adentro. Por eso se queda en el Pan y se queda en el Vino, con su Cuerpo y con su Sangre, porque quiere que ese alimento nos transforme. A ver, la analogía es muy clara: comemos para tener vida, lo necesitamos para vivir. Nos alimentamos de Jesús porque lo necesitamos en nuestro espíritu, en nuestra vida. ¿Me doy cuenta de que Él va alimentando mi espíritu? ¿Me doy cuenta de que Él me llama a algo más? ¿Me doy cuenta de que Él me invita a algo más? Creo que frente a esta fiesta, la primera pregunta que me puedo hacer hoy es, sin juzgarme, ¿en qué lugar del camino estoy? ¿Cuán importante me es Jesús? ¿Qué lugar ocupa? Alguno de los chicos me decía: “un ratito en Facebook, algunos grupitos de Whatsapp, un retiro al año, alguna que otra cosa más”, u ¿ocupa un lugar importante?, o ¿me es imprescindible recibirlo? Espero ese momento para por lo menos mirar hacia dónde está mi horizonte, hacia dónde tengo que caminar, cuál es el próximo paso que yo puedo dar. Ahora, esa Eucaristía se hace alimento para ir transformando nuestras vidas. Creo que está en relación con esto, ¿cuánto incorporo yo a Jesús en mi vida? Con mis gestos, con mis palabras, ¿cuán trascendental me es? Porque a veces pareciese en nuestra vida que Jesús es como algo más. Tengo mi trabajo, mi estudio, mi familia, mis amigos… y también tengo a Jesús, que le dedico algo de tiempo, más o menos, según cómo lo estoy sintiendo, cómo está mi espíritu… Ahora, la pregunta es, ¿me dejo transformar por Jesús? Porque Jesús nos llama a ser cristianos con toda nuestra vida. ¿De qué manera Jesús impregna mi vida? ¿Esto se nota? ¿Esto se ve?
A veces yo escucho que nos quejamos mucho de los demás, que el mundo esto, que el mundo lo otro, y ¿nosotros?, ¿qué hacemos como cristianos? ¿Somos iguales al resto? Y no estoy hablando de ser mejor o peor, porque eso sería ser fariseo y no es lo de Jesús. La pregunta es, ¿yo puedo transmitir a Jesús con mi vida? Acá hay un montón de jóvenes, ¿la vida de ustedes es igual a la de los demás?, ¿o hay alguna diferencia cuando están con ellos? No hablemos de lo más difícil, cuando van a un boliche, o cosas así. Sino en otras cosas cotidianas, cuando hacen un deporte, en una reunión, ¿se nota que yo vivo a Jesús? Con mis gestos, con mis palabras. Los más adultos, en sus trabajos, ¿son iguales que los demás?, ¿se comportan igual? ¿Nos comportamos igual?, ¿hacemos lo mismo? O ¿se nota que yo soy cristiano y que quiero vivir otra cosa? Que quiero vivir en la generosidad, en la caridad, en el escuchar, en el perdonar, en todo lo que Jesús dice y que a veces nos pasa casi como desapercibido. Creo que es claro. “Amen al prójimo como a ustedes mismos”. ¿Amamos verdaderamente? Y no empecemos por el evangelio que hubo esta semana no, “amen a los enemigos”, porque estamos hundidos con ese tema. Pero ¿amamos verdaderamente? O ¿es todo lo mismo? Jesús nos ha dicho, “ustedes son luz del mundo”, yo los quiero iluminar, ¿de qué manera iluminamos? ¿Alguien podrá decir de nosotros, como dijo este niño en el cuento, “Señor, ¿es usted Dios?”? ¿Hemos sido signo para los demás? ¿Queremos serlo? ¿Nos animamos a dar ese paso con nuestra vida? ¿O pasamos desapercibidos frente al mundo?
Para eso nos da la Eucaristía Jesús; para que ese alimento haga de nosotros nuevos cristianos. Cristianos que se animan a veces hasta a ser contraculturales. Porque para Jesús las cosas no son relativas, es muy claro que está bien y qué está mal, y es muy importante que nosotros lo tengamos en claro. Ayer escuchaba con mucha alegría que el Papa decía: los mafiosos, los corruptos, están todos excomulgados. No es lo mismo. No puedo vivir a Jesús si vivo eso. Hay una incoherencia en mi corazón. Eso no es lo que quiere Jesús. Podemos entonces trasladarlo a nuestra vida, ¿cuál es mi incoherencia?, ¿qué es lo que no he encarnado en mi corazón?, y ¿qué le tengo que pedir a Jesús? Tengo que descubrir a un Jesús que hoy me vuelve a decir: ¿te cuesta esto?, bueno, ponete en camino, vení, alimentate, pedí que te transforme. Pero para eso tengo que verlo, si no lo veo nunca puedo dar el paso. Para eso tengo que descubrirlo.
Para terminar, Pablo le dice esto a su comunidad: ¿acaso ustedes no beben la Sangre de Jesús?, ¿no comen un mismo Pan? Porque se están peleando entre ellos. Jesús los une, hay algo enorme que los une, la Eucaristía, y se pelean por pavadas. ¿Dónde viven la comunión de la Eucaristía, si como comunidad no lo pueden vivir? Podríamos plantearnos qué nos preguntaría a nosotros Pablo hoy. ¿Acaso ustedes no viven la Sangre de Cristo, no comen su Cuerpo y viven esto? Pónganlo en manos de Jesús, pídanle que lo cambie y que lo transforme.
Pidámosle a este Jesús, aquel que hace nuevas todas las cosas, aquél que transforma nuestras vidas, que este alimento nos transforme, nos cambie, nos haga signo para los demás, nos haga luz del mundo para que Jesús pueda brillar a los ojos de todos.

Lecturas:
*Deut 8,2-3.14b-16ª
*Sal 147,12-13.14-15.19-20
*1Cor 10,16-17

*Jn 6,51-58