lunes, 29 de septiembre de 2014

Homilía: “¿¨Por qué te molesta que yo sea bueno?” – XXV domingo durante el año

Hace poco salió una película que se llama Divergente. La historia comienza después de una gran guerra, por la cual deciden que cuando los jóvenes lleguen a los dieciséis años se los va a poner dentro de una facción, eligiendo cuál será su futuro. Según las aptitudes que tengan, se define qué es lo que tienen que seguir. Entonces hay distintas facciones: osadía, erudición, abnegación, verdad, etc. Los jóvenes llegan a los dieciséis, se les hace una serie de tests, y según su personalidad se les dice: vos sos de esta facción. Entonces,  el resto de su vida tienen que vivir y actuar de esa forma. ¿Cuál es el problema? Aparece una chica, Beatrice Prior, que cuando le hacen el test, no sacan conclusiones claras de a qué facción tiene que ir; parece como que podría ir a tres. Entonces la que le toma el test le dice: Andate, decí que sos de una, porque si se dan cuenta de que pasó esto, no te pueden controlar; y si no te pueden controlar, la cosa va a terminar mal. A ese tipo de personas que querían buscar cuál era su vocación, qué era lo que querían, adónde tenían que ir, los llamaban “divergentes”, y eran una tentación para los demás. Había que eliminarlos.
Lo central es que, ¿qué es lo que se busca ahí? Que todo esté ordenado, que todo sea simple y que ya se sepa qué es lo que se tiene que hacer. ¿Qué es lo que se busca? Matar el deseo que tenemos en el corazón y que nos pone en búsqueda. Porque el deseo es lo que nos moviliza. “Hacia ahí quiero ir.” Ahora, esta forma de controlar que vemos en la película, es evidente, pero hay formas mucho más sutiles. Vivimos en un mundo que tiende a destruir las búsquedas del corazón. Lo hace de dos maneras diferentes. En primer lugar, todo lo tenemos que tener ya; como si fuera un McDonald’s permanente; todo tengo que conseguirlo rápido. Entonces no importa la edad que uno tenga, no importa las etapas que haya que quemar, quiero todo ya. No puedo esperar, no tengo tiempo para esto, como si la vida se acabara muy rápido. Esto que me gusta me lo tengo que comprar ya, o me lo tienen que conseguir ya, o me lo tienen que dar ya. No puedo esperar esa satisfacción que tiene la búsqueda, y el cómo conseguirlo.
Lo mismo se da en los vínculos. Cuando entran en crisis, algo normal entre nosotros, nos angustiamos, nos desesperamos. No podemos estar en crisis porque el vínculo lo tengo que tener ya y lo tengo que tener bien. No puedo ponerme en búsqueda, tener paciencia; no soporto tener que esperar. Es por eso que buscamos todo ya; y si no se da ya, pasa lo contrario. Porque la sociedad no soporta las búsquedas que nos lleven tiempo, que tengamos que esperar, que sean arduas, que tengamos que ir sembrando, que tengamos que tener paciencia, no valen la pena; el mundo dice: abortémoslas, dejémoslas. No vale la pena luchar tanto por esto, no vale la pena perder tanto tiempo en esto. Dejémoslo y dediquémonos a otra cosa. Entonces, ambos extremos terminan haciéndonos abortar las búsquedas del corazón.
El problema es que cuando yo pierdo la búsqueda que hay en mi corazón, empiezo a perder aquello que me moviliza, aquello que me alegra la vida, aquello que me hace feliz. Empiezo a tener que andar con piloto automático. ¿Qué es lo que tengo que hacer hoy? Si no sé hacia dónde tengo que caminar, qué tengo que buscar. En cualquier edad. No sólo cuando uno es joven y es evidente que tiene que buscar, sino en cada edad. En cada edad tengo que pensar qué es lo que me moviliza, en qué quiero crecer, cuál es el paso que quiero dar, qué vínculo quiero mejorar. Cuando esto no se da y empezamos a funcionar con piloto automático, es como que algo se empieza a apagar en mi corazón. Ahí es cuando los días se empiezan a hacer rutinarios, se empiezan a hacer más largos, se empiezan a hacer pesados. “Uh, hoy tengo que ir al colegio.”, “¡Otra vez tengo que ir al colegio!”, “tengo que ir a la facultad”, “tengo que trabajar”, todo es “tengo”, “tengo”, “tengo”, y cada vez tengo menos ganas, todo se me hace más pesado, me pone de mal humor, me irrita, me enojo con todos.
¿Por qué? Porque no sé qué me moviliza. Todo es una carga y no sé qué es lo que quiero hacer; no sé qué sentido tiene esto. No sé qué sentido tiene este trabajo, no sé qué sentido tiene este estudio. ¿Por qué? Porque perdí de vista lo que buscaba, perdí mi horizonte. Perdí hacia dónde caminaba. Esto es lo que hoy me toca hacer y no encuentro el sentido, no entiendo por qué lo tengo que hacer. Por eso la vida es una búsqueda permanente, y deberíamos descubrir ese llamado en el corazón.
Ese llamado que escuchamos que Isaías hace al pueblo en la primera lectura. “Busquen al Señor”. Esto que debe darse en nuestra vida, es central en nuestra vida de fe. Continuamente hay un llamado de: “Busquen al Señor.” ¿Quién de nosotros puede decir “ya lo termine de encontrar”, “ya maduré completamente en la fe”, “ya soy un cristiano pleno, auténtico, y no tengo que seguir buscando al Señor, no tengo que seguir dando pasos en mi corazón, descubriendo cuál es el llamado que me hace.”? El problema es que para eso tengo que tener un corazón abierto y eso genera una especie de tensión en mi corazón. La búsqueda siempre genera una tensión. Estoy en camino pero todavía no llegué. Eso es la búsqueda. Lo que en teología se llama: “ya, pero todavía no”, todavía no se da. Tengo que ir hacia ahí.
En la fe esto también nos cuesta, por eso llega un momento en el que nos acomodamos. “Bueno, a mí este tipo de vivir la fe me gusta. Soy cura, estoy acá en la Catedral, hago estas cosas… me cierra, listo, hasta acá llego, me acomodo acá, me paro en este lugarcito y desde acá más o menos la cosa zafa. Yo creo que apruebo, con un cuatro aunque sea Dios me va aprobar.” Y dejo de buscar. No sigo buscando; no me pregunto cómo puedo crecer en la oración, cuál es el paso en el corazón que Dios me pide, en qué vínculo o en qué virtud puedo crecer. Voy dejando de buscar a Dios. Pero no sólo me acomodo yo, sino que muchas veces acomodo a Dios: “Dios es así”, casi como si yo lo pudiera contener a Dios, como diciendo, Dios es de este forma y de esta manera, porque me queda más cómodo. Porque si yo descubro un Dios que es todopoderoso, que es omnipotente, que es más grande de lo que yo soy, siempre se me pone en búsqueda, siempre tengo que continuar caminando, siempre tengo que dar pasos, y nunca termino de llegar. Esa es la vida del discípulo. Jesús le dice a Pedro: ve detrás de mí, camina. Somos caminantes en la fe, y esa es la invitación de Jesús, pero esto cuesta.
Cada tanto aparece un evangelio que rompe los esquemas y que nos dice que tenemos que seguir buscando porque esa imagen de Dios no es tan cerrada. Eso es lo que pasa en el evangelio de hoy. Escuchamos un texto que dice lo más anticultural que podemos escuchar hoy: “Los últimos serán los primeros.” Luchen por ser últimos. Y uno dice, no quiero luchar por esto, esto no es lo que yo busco, no es lo que yo quiero. Vivimos en un mundo donde se nos invita únicamente a ser primeros. Pareciera que es lo único que vale. Es por eso que Jesús pone este ejemplo. Empieza diciendo que hay un propietario que tiene una viña; va a buscar jornaleros, y los trae para su viña. Al mediodía vuelve a salir, y vuelve a encontrar jornaleros y dice: ‘bueno, ¿ustedes no consiguieron trabajo? Vengan a mi viña.’ Llegando a la media tarde, vuelve a salir y encuentra otros desocupados, y también les dice, ‘vengan a mi viña a trabajar’.
Hasta ahí nada nuevo; Jesús nos muestra esa bondad de Dios que siempre llama, que siempre busca. Hasta que aparecen los problemas. El dueño llama al mayordomo y le dice que empiece a pagarle a todos; pero comenzando por los últimos. Y ahí es cuando nos empezamos a preguntar, ¿por qué por los últimos? Son los que acaban de llegar. Pero no sólo le dice que comience por los últimos sino que les pague a todos lo mismo. Empezando por los últimos empieza a darles a todos un denario. Esto lleva a una crisis; aparecen dos polos: los últimos, que obviamente no dijeron nada, se fueron felices de la vida con lo que había pasado, y los primeros, que llegan y se quejan. ¿Cómo puede pasar esto? Es injusto. Yo trabajé todo el día y se me dio lo mismo que al otro. Imagínense que nos pase a nosotros. Imagínense que nosotros trabajamos todo el día y nos pagan lo mismo. Es más, esto es tan difícil de entender, que como hace ruido, a lo largo de la historia, la Iglesia intentó acomodarlo un poquito para hacerlo más fácil. Entonces,  decía: “un denario es lo que se necesita un día para trabajar…” No, no es así. Es que hace ruido. El evangelio muchas veces hace ruido en mi corazón. Y Jesús les reprocha tres cosas: en primer lugar, ¿acaso yo fui injusto contigo? ¿O no te pagué lo que te había prometido? Lo segundo, ¿por qué yo no puedo poseer y administrar mis bienes según me parece? Y por último, lo más duro, ¿por qué tomas a mal que yo sea bueno?
Frente a eso hay una gran pregunta, ¿qué es lo que está pasando? Jesús vuelve a decir, “los últimos serán los primeros”. Lo primero que nos pasa es que es muy raro que nosotros peleemos por ser últimos en algo; siempre queremos ser primeros en todo. Eso es lo que se nos pide siempre. Pero para ser primero tengo que competir con los demás, no hay otra forma. Y el evangelio es lo absolutamente contrario a competir con los demás. Yo me tengo que preocupar por el otro, me tengo que preocupar por el que está al lado mío y tengo que caminar con él. Para poner un ejemplo de esto y de cómo nos cuesta no ser primeros, hace poco tuvimos un mundial de fútbol, y uno escucha mentes obtusas (perdonen la expresión, me hago cargo de lo que digo), que dicen: “salir segundo no sirve”. ¿Dónde no sirve? Replantéenselo si piensan así. Porque ese modo de pensar no es solamente para el fútbol, se traduce a todo. Después nos preguntamos por qué los hijos son tan exigentes consigo mismos, por qué los adultos no se perdonan una. Y, porque esto se transmite. Exigimos tanto que no vale otra cosa que ser primero, que lo demás se desecha. Esto pasa en el fútbol, en la vida, en la fe. Lo peor es que para hacer ese camino me tengo que olvidar de los demás, porque tengo que ver al que está al lado mío, a mi hermano, a mi compañero, como un rival. Eso es lo que no quiere Jesús. Por eso el mundo en esto es tan contrario a lo que Jesús me pide: sean últimos, caminen con los demás, preocúpense por los demás. Hay que ir más lento, obviamente. Hay que alegrarse por lo que me tocó, y por la suerte que tuve, y por salir segundos; sí, hay que alegrarse, y hay que disfrutarlo. Esa es la invitación de Jesús.
Para poner otro ejemplo, dentro de dos semanas es la Peregrinación a Luján. Y a veces pasa que cuando uno pregunta, ¿cómo te fue?, las respuestas son: “Llegué a los dos de la mañana”, “llegué dos y media” (cuando era a la noche), como si fuera una carrera, a ver quién llega primero. ¡Hagan una maratón si quieren llegar primeros! En cambio hay otros que dicen, “llegué a las 6. Estuvo re linda porque caminé con otros, rezamos, charlamos, conocí gente”. Esa es la idea de la peregrinación; no ver quién tarda menos, no ver quién gana. Es caminar con el otro. Son dos modelos contrarios de la fe: me preocupo por mí mismo y por llegar, o camino con el otro. Y ¡vaya si camino más lento!, y ¡vaya si va a costar un poco! Pero esa es la invitación que me hace Jesús. Otros llegarán primeros, pero yo llegué con ellos. Ahora, si yo llego primero, o creo que llego donde está Jesús, Jesús me va a decir: “Te olvidaste de tu hermano, eh. Volvé. No es tiempo de esto. Tenés que caminar con los otros, tenés que ir con los otros.” Y esto nos cuesta, esto es difícil.
Cuando Jesús pone estas imágenes nos hacen ruido en el corazón. Porque dice, ¿por qué tomas a mal que yo sea bueno? No nos cierra este modo. Obviamente, ningún economista escribió esto ¿no?, porque no cierra en ningún lado. O con el perdón, queremos encasillarlo, y aparece la parábola del hijo pródigo y nos identificamos con el hijo mayor. ¿Cómo Dios puede perdonar de esa manera? Queremos buscar cómo encasillarlo, cómo decir: esto se cierra así. Nos cuesta. Nos es más fácil cuando Jesús habla del perdón, de la generosidad, de una manera más abstracta. Cuando la vemos concreta, cuesta un montón. ¿Por qué? Porque lo que les pasa a los fariseos en esta lectura es que ellos se merecen ser los primeros, porque hicieron el mérito, cumplieron con lo que Dios les decía. Ese es el problema. Pero Jesús les dice: acá no se cumple, acá se vive. Uno se tiene que alegrar por el hermano que tiene al lado. Me hace acordar a las familias; yo no sé cómo hacen los padres, porque cualquier cosa que hacen con uno de los hijos, el otro mira. “¿Por qué lo tratás así a  él?” “Le diste a mi hermano tal cosa.” Pareciera que siempre nos quejamos, nunca estamos conformes. Entonces hay que estar haciendo malabares, si le traigo una cosa a uno le tengo que traer también a los otros. Si hago tal cosa la tengo que hacer con todos, tengo que tener cuidado. Dios dice que tenemos que caminar juntos, pero para eso en muchas cosas tenemos que hacernos los últimos.
Por último, quiero poner un ejemplo de lo que está pasando ahora. Está por comenzar el Sínodo de la Familia – el Papa nos ha pedido que recemos por esto. La Iglesia quiere mirar un poco las realidades familiares y ver cómo se puede acompañar de una mejor manera. Y es llamativo que ya han empezado a aparecer voces muy conservadoras que dicen: “que no pase esto”, “que no pase lo otro”, a ver, ¿qué es lo que pasa? ¿Pasó algo ya? ¿La Iglesia dijo “Vamos a dar este paso”? ¿Cuál es el miedo? ¿Cuál es el problema? ¿Ya de antemano nos quejamos? Porque yo no sé qué va a pasar, no me corresponde a mí, no estoy ni cerca de estar en un sínodo así. Pero tendrán que pensarlo y ver. En todo caso quejate después. Pero el miedo nos llama a quejarnos de antemano. ¿Cuál es el problema? ¿Que se reflexione algo y que haya que cambiar? ¿Que Jesús nos tenga que decir, “mirá que los últimos serán los primeros”? ¿Cuál es el problema? ¿Yo me creía primero en esto? ¿El problema es que Jesús les dice a los que yo creía que eran últimos que ellos van a entrar primero? ¿Ese es nuestro miedo? Y tenemos que tener cuidado porque si nos ponemos en esa postura obtusa, cerrada, conservadora, Jesús nos va a decir: ‘¿Por qué te molesta que yo sea bueno?’ Eso es lo que hace ruido en el evangelio, que nos molesta que Jesús sea bueno con los demás. ¿Por qué? Porque muchas veces me creo mejor. Y cuando me creo mejor que los demás, empecé a caminar primero, dejé de caminar último.
Ahora, puedo vivir la alegría de que como último Jesús me viene a buscar, de que como último Jesús siempre me llama, de que como me cuesta, Jesús está conmigo, y me dice: “Vení. Caminá. Los últimos serán los primeros.” Vino, se encarnó, se hizo hombre, dio la vida. Fue el último para ser el primero. Es el primero que resucita, para llevarnos a todos. Esa es la invitación, que tengamos un corazón abierto que busca a Dios. ¿Por qué? Porque si no pecamos de omnipotencia. A veces escucho que algunas personas dicen, “tengo que defender a Dios”. ¿Dios necesita mi defensa? Pobrecito de Dios si necesita que yo lo defienda. Yo pensé que Dios era omnipotente, que no necesitaba que nosotros lo defendiéramos. “Yo tengo que defender a Dios, a mi Iglesia.” Se basta solo Dios, quédense tranquilos, dio la vida. Lo que me dice es que lo busque, que escuche, que camine con el otro, que abra el corazón; esa es la invitación.
Pidámosle a Jesús que abriendo nuestro corazón a Él, que caminando con Él, podamos también caminar con los demás, para así caminando juntos, últimos, lleguemos primeros al Reino de Dios.

Lecturas:
*Isa 55,6-9
*Sal 144
*Fil 1,20c-24.27a)
*Mt 20,1-16

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Homilía: “Como a Pedro, Jesús nos pregunta: ‘¿Me amas?’” – Exaltación de la Cruz

Hoy estamos celebrando la fiesta de la Exaltación de la Cruz. Entonces, en este momento como hacemos siempre después de la homilía, vamos a apagar las luces y vamos a prender solamente la luz que ilumina la cruz. Queremos en esta noche dejarnos hablar por Jesús desde la cruz; queremos rezar un rato junto a Él, haciendo algún momento de silencio, cantándole para darle gracias por la vida que dio por nosotros.
Años después de la muerte de Jesús, cuenta la historia que Pedro se iba de Jerusalén, huía, cuando se le apareció Jesús volviendo hacia Jerusalén. Pedro le preguntó a Jesús qué hacía, y Él respondió: “Vuelvo a Jerusalén para dar la vida.” Ahí Pedro comprendió que tenía que dar la vida, que también tenía que morir en la cruz.
Jesús también nos va pidiendo a nosotros cosas que tenemos que ofrecer, cosas que tenemos que entregar, cosas que tenemos que dar.
Dejémonos traspasar por la mirada de Jesús, y ofrezcámosle nuestras vidas.


[Silencio]

[Canción: “Las Siete Palabras”]


Después de la resurrección, Jesús se reunió con sus apóstoles frente al lago. Hoy Jesús resucitado se reúne con nosotros porque quiere hacernos comunidad, porque quiere renovarnos en la fe, porque quiere hacernos testigos. Como hizo con Pedro, la única pregunta que nos hace es si lo amamos, si lo queremos. Pedro le contestó desde el corazón: “Señor, Tú lo sabes todo. Sabes que te quiero.” Jesús lo sabe todo, sabe cuánto amamos, sabe cuánto deseamos darnos. Animémonos nosotros a contestar como Pedro la pregunta que le hace Jesús. 


[Silencio]

[Canción: “Cara a Cara”]


Lecturas:
*Núm 21,4b-9
*Sal 77,1-2.34-35.36-37.38
*Fil 2,6-11

*Jn 3,13-17

Homilía: “Si tu hermano peca, corrígelo en privado” – XXIII domingo durante el año

En la última versión de la película de Robin Hood, con Russel Crow, llega un momento en que Robin y William Marshal, el antiguo canciller, se dan cuenta de que hay toda una conspiración para invadir Inglaterra desde Francia; Godfrey acaba de traicionar al Rey Juan y se está viniendo todo el ejército francés a invadir Inglaterra. Entonces Marshal va a contarle a la Reina Leonor lo que está ocurriendo; ella, desde que murió Ricardo y asumió Juan, tiene una mala relación con Juan, no le gusta el camino que ha ido tomando, y sabe que no va a escuchar lo que le diga. Entonces, habla con la mujer de Juan, Isabel, una francesa, y le cuenta lo que tiene que decirle. Al oír lo que estaba pasando, que su mejor amigo lo había traicionado y lo venía a invadir, le dice: “No a mí no me va a escuchar.” Entonces Leonor le dice: “A vos te ama, a vos te va a escuchar. Y si algún día quieres ser reina, esta es tu última oportunidad, sino no habrá reino que puedas reinar.” Entonces, Isabel va, le empieza a contar todo a Juan, que se enfurece, no sabe si creerle o no, e Isabel termina diciéndole: “Si no me crees, si crees que miento, si no crees que esto lo hago por amor aun teniendo que decirte lo que te duela, acá tienes este cuchillo, puedes matarme, termina ahora.” Bueno, Juan le cree a Isabel, y la película sigue.
¿Por qué Leonor le pide a Isabel que hable con Juan? Porque sabe que él está enamorado, y por eso tiene la certeza de que le va a prestar atención, aun con aquello que no quiere o que le cuesta escuchar. Juan puede escucharlo de aquella persona que le tocó el corazón, de aquella persona con la que siente una deuda de amor en el corazón. A nosotros nos pasa lo mismo, aunque quizás a otro nivel;  en general escuchamos a las personas que queremos. Si voy por la calle, y alguna persona desconocida me dice: “Vos sos una mala persona”, me quedará dando vuelta un rato en la cabeza y nada más. Pero si mi mamá me dice eso, me va a afectar mucho más. Que una persona que quiero mucho me diga las cosas en las que tengo que corregir algo, me toca mucho más profundo el corazón. Uno se siente amado y sabe que el otro, por más que le cueste pasar un montón de barreras, lo hace por su bien.
De eso nos habla Pablo en la segunda lectura: que la única deuda entre ustedes sea en el amor. Si hay algo que se tienen que deber los unos a los otros, que sea justamente cuánto se quieren, cuánto se aman. Esto es complejo, porque en general cuando utilizamos la palabra “deuda”, en lo que menos pensamos es en el amor. Pensamos que debemos plata, una cosa u otra; pero la certeza más grande que podemos tener en el corazón de que estamos creciendo, es que nos sentimos hasta desbordados por el amor del otro. Seguramente alguna vez hemos experimentado que el otro como que nos ama demasiado, que el amor del otro nos desborda, que no podemos amar como el otro nos ama. No sólo en los noviazgos o matrimonios, sino también en una amistad, en un vínculo padre-hijo, en una relación de hermanos. Esto a veces nos angustia, nos da vértigo. ¿Por qué el otro me quiere tanto? ¿Por qué el otro me ama tanto? A veces, en vez de querer crecer en ese amor, para amar de la misma manera, terminamos tomando distancia. Me quiero ir, quiero escapar de esto. Me siento tan abrumado por eso amor que la primera reacción es: tengo que alejarme. Sin embargo, ese no es el camino. La Madre Teresa, “santasa” si las hay, decía: “el amor se paga con amor”. La única forma que tengo de devolver, de pagar el amor que me dieron, es amando. Si yo me siento desbordado por el amor del otro, lo que tengo que hacer es pedirle a Dios que me ayude a amar mejor, que aumente mi amor en cantidad y calidad, que yo pueda abrir mi corazón en vez de ponerle límites.
Hoy nos enseñan que yo tengo que medir hasta donde amo; no me tengo que entregar tanto, no tengo que amar tanto. Entonces me voy poniendo límites. Y cuando alguien me da un amor muy desinteresado se nota, porque me cuesta un montón. Pero la reacción que tendría que ser más natural es: quiero amar más, quiero amar como Jesús ama, quiero abrir el corazón, quiero amar de una manera nueva, quiero descubrir que yo también puedo amar así. ¿Por qué? Porque eso me hace feliz, porque la experiencia más grande que puedo tener es cuando me siento querido y amado. Esa es la experiencia de crecer en comunidad. Eso es lo que nos dice Pablo: si ustedes quieren crecer en comunidad, empiecen amarse cada vez más. Que otro sienta esa experiencia en el corazón, y quiera devolverla, y quiera pagarla, que sienta esa deuda. ¿Para qué? Para que también se convierta, para que también cambie.
A veces, cuando pasa algo, uno piensa, ¿cómo puedo castigar al otro? Y si lo pensamos bien, creo que la mejor manera es amarlo, amarlo más. Y el otro en algún momento va a sentir que alguien le toca el corazón de una manera diferente. Si quieren el mejor ejemplo es Jesús. Cuánto más se empiezan distanciar todos de Él, hace el más grande acto de amor: dar la vida. No dice: ustedes no se lo merecen. Se sigue entregando para que su amor quede manifiesto, y para que todos lo puedan ver. Por eso nos invita día a día, en comunidad, en familia, en sociedad, a crecer en ese amor.
Esto que venimos hablando se pone de manifiesto de una manera especial en el evangelio, porque esto que nos pide Jesús, corregirnos, solo se puede hacer en el amor. Yo no puedo corregir si no estoy amando al otro. Si quiero corregir sólo porque estoy enojado, o porque quiero dar una lección, eso no sirve para nada. Solamente lo estoy queriendo corregir porque tengo autoridad y quiero ejercerla. De esa manera tampoco sirve. La corrección del evangelio es la corrección del que ama, y por eso quiere lo mejor para el otro. Sin embargo, este camino que Jesús enseña es tan complicado y difícil hoy, que casi que lo vivimos al revés.
Creo que esto es tan central que lo que tendríamos que hacer es agarrar estas tres reglas que nos dio Jesús, y pegarlas en el lugar de la casa al que más vamos. Si se la pasan yendo a la heladera, peguenlo en la heladera; si están todo el día con el celular, pónganlo en el celular; si se tiran todo el día en la cama porque están con fiaca, péguenselo en el techo. Elijan el lugar, y empiecen a intentar grabarlo. Este es el camino que nos muestra Jesús para crecer. Cuando tu hermano peca (cuando hizo algo que está mal, no cuando hizo algo que a mí no me gusta, o cuando hizo algo que a mí no me cae bien), si hay una ruptura en su relación con Dios y con los demás, corrígelo en privado. Eso es lo primero que tenemos que hacer.
Sin embargo, creo que hoy el último que se entera de que hizo algo mal es mi hermano; casi que se entera el resto del mundo antes que mi hermano. Nos cuesta un montón ir a él y seguir este camino evangélico; empezamos a decírselo a los demás, y en el fondo no estamos viviendo lo que nos pide Pablo, amarnos. Cuando se lo digo a los demás, lo que menos estoy haciendo es queriendo a mi hermano; porque no me acerqué a él, porque lo hice para sacarme un peso de encima, porque lo hice porque quiero que el otro quede mal ante los demás aunque sea inconscientemente. Porque quiero que todos se enteren y lo miren de otra manera. Cada uno podrá pensar y hacer su examen de conciencia, pero esto muchas veces es puesto totalmente al revés. Jesús nos dice: primero tenés que ir a tu hermano porque eso es lo que sana, eso es amarlo. “Te doy una oportunidad.” Y porque lo que quiero, en amor, no es sacarme un peso de encima, no es sacarme mi enojo, o lo que me molesta, sino poder tratarnos como hermanos. Voy y te corrijo, voy y te doy esa posibilidad de que cambies y de que nadie más se entere, de que esto quede entre nosotros, como verdaderos hermanos.
Recién ahí, cuando me animé a ir a mi hermano y a tomar ese camino, tengo la posibilidad, si mi hermano no me escucha, de ir a dos más. Jesús dice, agarrá dos, contales, pero no para decirles: “mirá lo que pasó”, sino para con ellos ir a hablar con tu hermano. Esto tampoco lo hacemos mucho, en general cuando le contamos a alguien es para que se lo guarden, para que piensen mal; no para ir juntos y decir: “queremos que cambies”. No sólo acá en la Iglesia, en alguna comunidad, con amigos, en donde fuera. “Me da vergüenza”, a todos nos da vergüenza. “Cuesta”, sí, a todos nos cuesta. “Hay que tener valor”, mucho. El evangelio implica mucho valor. Vivir el evangelio implica coraje, implica querer dar pasos.
Por último, si con mis hermanos no me escucha, el próximo paso es ir a la comunidad. Porque el pecado daña la comunidad, el pecado lastima y termina dividiendo y separando la comunidad. Por eso ahí todos juntos tienen que ir a corregir. La comunidad se tiene que acercar. ¿Por qué? Porque quiere sanarse, porque quiere salvar al hermano que está en ese pecado, porque quiere cambiarlo. Este es el camino de la corrección fraterna que es central para crecer. Todos en algún momento nos hemos sentido lastimados y nos vamos a sentir lastimados; hemos lastimado y vamos a lastimar; la única manera de crecer con madurez en la fe es esta. Cuando leía este evangelio y descubría lo mucho que me cuesta muchas veces seguir estos caminos, pensaba que al final uno se preocupa por tantas cosas, si cumplimos o no con esto o aquello, si se prendió esta luz o no, cosas triviales, y nos olvidamos de leer verdaderamente lo que es central en el evangelio.
Esto es tan central, que en la primera lectura Dios le dice a Ezequiel: Tú eres centinela, tú eres el guardián de mi pueblo; y como centinela tenés que estar mirando. Cuando un hermano tuyo se equivoque, tenés que corregirlo. ¿Por qué? Porque si él no quiere corregirse, el pecado caerá sobre él, y la justicia caerá sobre él. Pero si vos no vas a corregirlo, el peso caerá sobre vos. Si vos no te preocupás por tu hermano, el que vas a ser juzgado sos vos. Esto no es un añadido más en el evangelio, no es algo que queda de lado. Es algo que es constitutivo de la fe. Yo me tengo que preocupar por mi hermano. Y si no lo corrijo, estoy en problemas frente a Dios. No estoy siguiendo el camino al que me invita Él, porque no estoy queriendo sanar a la comunidad. No es una carrera que corro solo y tengo que llegar a Jesús. Es una carrera en la que si voy hacia Jesús, tengo que ir levantando necesariamente a los demás, tengo que llegar con el otro, aunque vaya mucho más despacio, aunque me cueste mucho más, aunque implique romper mi vergüenza, tener valor, tener coraje. El evangelio se vive de esa manera, preocupándonos los unos por los otros. Si yo en este mundo individual empiezo a vivir mi fe, mi piedad, cada vez más individualistamente, me voy alejando de todo; me voy alejando de Jesús. Podré rezar mucho, podré hacer muchos actos de caridad, pero me olvido de leer el evangelio. El evangelio es: creemos juntos, caminamos juntos, nos preocupamos los unos por los otros. Esto es lo que hizo Jesús. Y ¿cuesta? Cuesta. Pero tenemos una certeza, esto es tan difícil, que el evangelio termina diciendo: “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Jesús sabe que lo que está pidiendo es difícil, por eso les dice: tengan la certeza de que Yo estoy ahí, cuando eso lo están haciendo por amor, yo los acompaño, yo voy a estar, confíen, crean. De esa manera van a crecer como comunidad, de esa manera van a crecer como familia, de esa manera se van a sanar.
Hay una historia que cuenta que después de que arrasaron con una aldea, en África, se logró escapar un chiquito de nueve años. Este chiquito se encontró con otros hombres y mujeres de otras aldeas que también habían logrado escapar del genocidio, y empezaron a caminar juntos. Al ratito, su hermanito de cuatro años, que había escapado con él, se cansó. Entonces él lo cargó en sus hombros y siguieron caminando por el desierto. Después de unas horas uno de los hombres se acercó al niño y le dijo, “Te admiro. ¿No te cansa llevar a tu hermano sobre tus hombres?” Y el niño contestó: “No me pesa, es mi hermano.”
En el fondo no es un peso caminar con mis hermanos, sino no entendí la palabra hermano. Me compromete intrínsecamente, quiero lo mejor para Él. Por eso lo amo y quiero lo mejor para él. Por eso me preocupo, por eso busco algo nuevo. Esto es lo que hace Jesús, se compromete porque nos ama y porque nos siente verdaderamente hermanos. Eso es lo que nos invita a vivir a nosotros.
Pidámosle entonces en esta noche a Jesús, que podamos crecer como familia, que podamos crecer como comunidad, que nos podamos comprometer los unos a los otros en este camino del amor, en este camino de la corrección, en este camino del perdón.

Lecturas:
*Eze 33,7-9
*Sal 94,1-2.6-7.8-9
*Rom 13,8-10

*Mt 18,15-20

Homilía: “Me sedujiste y me dejé seducir” – XXII domingo durante el año

Una de las preguntas que me gusta hacerles a los novios cuando vienen para la entrevista antes de casarse es: ¿Cómo se conocieron? Aparte de ver cómo va cambiando la cultura (te dicen: “nos conocimos por internet”; “nos conocimos en un boliche”), una de las cosas graciosas es que muchas veces los varones dicen: “no sabés lo que tuve que trabajar”; “nos conocimos, pero no me daba mucha bola”; “fue difícil…” Pero bueno, esa persona se sentía atraída entonces buscó la forma. “Le mandaba mensajito todos los días”, hacía tal cosa o tal otra. Y uno se sorprende de que el otro haya puesto tanto esfuerzo en seducir al otro, llegar al corazón del otro. Uno se sintió atraído, seducido, y fue buscando los caminos, las formas, para poder tocar el corazón del otro.
Ahora, ese trabajo uno lo hace cuando siente esa seducción en el corazón. Cuando se siente seducido, y después pasa al enamoramiento y al crecimiento en el amor, uno empieza a hacer cosas que no haría en otras circunstancias. Si no ninguno de esos novios “perdería” tanto tiempo intentando conquistar a la otra. Porque la seducción es como una fuerza en el corazón que hace que uno vaya más allá. Uno se siente muchas veces seducido por personas, y por eso hace un montón de opciones; a veces se siente seducido por proyectos, y por eso también hace otro montón de opciones. Sentimos como un torrente, un tsunami en el corazón, que nos lleva para adelante y nos da fuerzas. Es más, yo creo que el problema es cuando uno siente que no lo seduce nada, cuando uno siente que nada le toca el corazón; porque es como que empezamos a apagarnos, a estar apáticos, no hay nada que nos mueva. Es más, a veces vemos que esto les pasa a personas cercanas, que nada los mueve, y nos da ganas como de pegarles un cachetazo, decirles: “¡Despertate! ¡Tiene que haber algo que te movilice, encontrálo!” Esa experiencia de la seducción es la que nos da vida, es la que nos lleva para adelante  y que en distintos momentos tenemos que renovar.
Jeremías tiene una experiencia similar en la primera lectura: “me sedujiste y me dejé seducir”, dice. Es casi como un lenguaje insolente para hablarle a Dios; como que Dios va buscando seducirte. ¿Vieron que a veces la palabra “seducción” tiene una connotación negativa? Jeremías nos dice que Dios hace eso, va buscando la forma de tocar el corazón, y llega un momento en el que ya no puede hacer otra cosa. Esta seducción es motivo de queja para Jeremías, no es que está contento con este tema (por lo menos en este momento, suponemos que en muchos otros momentos sí). ¿Por qué? Porque se le complicó el ser profeta, las cosas no son como él quiere, como él espera. Tiene que renunciar a que la gente lo quiera porque la gente está enojada por lo que anuncia, lo echan del pueblo; sin embargo, Jeremías dice: “siento un fuego abrazador en el corazón”, no puede hacer otra cosa. ¿Por qué? Porque esto es lo que en mi corazón quema. Todo lo demás, que lo enoja, que se le hace difícil, él es capaz de renunciarlo por aquello que hoy toca su corazón, por aquello que lo puso en camino. Esto es también a lo que nos invita Jesús a nosotros día a día. En la medida en que nos sintamos seducidos, vamos a seguir ese camino. Pero esto no significa que no haya momentos en los que eso se vuelve difícil, en donde eso se complica. Nos empezamos a preguntar las cosas.
En el evangelio de hoy, que es como el segundo capítulo de lo que leíamos el domingo pasado, sucede algo parecido. Pedro responde: “Tú eres el Mesías”, y Jesús lo elogia, y le dice: Tú eres Pedro, y sobre ti voy a fundar mi Iglesia. Sin embargo, más allá de la seducción que Jesús generó en Pedro, que va a dejar todo por Él, llega un punto en que a Pedro le cuesta, un punto en que el plan de Jesús no es tan atractivo. Cuando Jesús empieza a decir que el Mesías va a sufrir, que el Mesías debe dar la vida, Pedro dice: no, esto no es parte del plan. Es en ese momento donde Pedro se come el reto más fuerte quizás de todo el Nuevo Testamento: “Ve detrás de mí, Satanás.” Pedro es una tentación para Jesús, lo invita a salir del camino. Por eso Jesús le dice: volvé a ser discípulo, ve detrás, no te podés poner delante.
¿Qué es lo que está pasando? En este momento el camino se complicó para Pedro. Tiene que integrar una imagen nueva de lo que significa Jesús, una imagen nueva de lo que es la fe, una imagen nueva de lo que es el Mesías. Va a tener que preguntarse si está dispuesto a integrar en su vida de fe ese sufrimiento que Jesús tiene que hacer por él. Esto es todo un replanteo para Pedro. Seguramente se está preguntando: “¿qué es lo que hago ahora? ¿Lo sigo a Jesús o no?” Tal vez, como sabemos el desenlace de que lo siguió, en palabras de Jeremías sería: “tú me sedujiste y me dejé seducir, y a pesar de que no entiendo, sigo este camino”. Tiene que renunciar a su imagen de Dios, tiene que renunciar a sus planes, tiene que renunciar a Jesús incluso: va a tener que dejar que Jesús muera. En el camino, aún en aquellas cosas en las que nos sentimos más seducidos, hay momentos donde las renuncias se nos hacen difíciles, nos crean una carga, nos son complicadas. Ya que le pregunto a los novios cómo se conocieron; después de veinte años a ustedes les podría preguntar: ¿cuáles han sido las dificultades en el camino del matrimonio? ¿Por qué cosas han tenido que optar? ¿Qué cosas se les hicieron difíciles en el camino de las renuncias? Porque uno tiene que ir haciendo renuncias, uno tiene que ir dejando cosas. Uno se va cuestionando: ¿estoy dispuesto a renunciar a esto? Para poder hacerlo tengo que descubrir la vida que hay delante, la vida que se me ofrece. Eso lo posibilita.
Ayer en la misa con los niños en la Capilla, hice pasar a algunos matrimonios, y les preguntaba: ¿a qué cosas renunciaron cuando fueron padres? “Uh, un montón.”, era la respuesta en seguida. Pero cuando les preguntaba, “¿volverías para atrás?”, todos me decían que no. ¿Por qué? Porque hay una vida ahí; hay una vida que me llama a dejar cosas que tal vez en otro contexto no dejaría. Renuncio a ellas por algo que es mucho más grande: dar vida. Los hijos son ese fruto que uno ve delante. Entonces, la renuncia cobra un sentido cuando yo veo la vida que hay delante, cuando yo lo puedo entender. Sin embargo entra en crisis cuando no veo la vida, cuando no veo el fruto. En el matrimonio pasa lo mismo, si dejo de ver los frutos, deja de ser esa vida en comunión y en el amor; me empiezo a preguntar, ¿por qué voy a renunciar a todo esto?, ¿por qué voy a hacer esta opción?, ¿por qué me voy a sacrificar en esto? Lo mismo en los proyectos, cuando se hacen arduos. Obviamente, a veces las crisis vienen porque se me hizo difícil, pero las crisis más grandes se dan cuando yo no veo la vida que está adelante.
Lo mismo sucede en el camino de fe. Pedro tiene que hacer una renuncia pero para poder hacerla tiene que descubrir la vida que Jesús le da. Si él no ve la vida que Jesús le da, no puede seguir ese camino; no es capaz. Todos sabemos que esto termina con Jesús teniendo que transfigurarse delante de Pedro, para que vea esa vida. A partir de ahí se anima a hacer todas las renuncias que tiene que hacer. La invitación a nosotros es lo mismo. Cuando uno se pregunta el porqué de esta renuncia, de tener que dejar esto atrás, es descubrir qué vida hay allá, y a partir de ahí poder seguir.
En la fe esto tiene un problema más grande aún, porque el sufrimiento y el dar la vida que hace Jesús, es algo que también los discípulos tienen que aprender a asumir. El regalo de la vida eterna que nos hace Jesús, sí o sí implica el paso por la muerte. Y uno de alguna manera puede llegar a prepararse para ese momento, pero también implica sufrimiento y momentos difíciles en la vida, implica tener que integrar eso en una vida de fe, y eso es complejo, es difícil. Implica todo un proceso complicado en el corazón. ¿Por qué tengo que perder esta vida que tenía? ¿Por qué tengo que lucharla, pelearla, pasar por momentos de crisis? ¿Por qué tengo que pasar por momentos que no comprendo, por cosas que le pasan a los demás y no termino de entender y de comprender? Eso también es parte del camino de la vida y del camino de la fe. Eso va a cuestionar nuestra fe, sin embargo Jesús debía pasar por esto.
Es curioso porque esto da sentido a lo que es el sufrimiento. Jesús dice: no es que quiero pasar por esto, debo pasar por esto. Jesús descubre que para dar vida, tiene que tomar ese camino, que para dar vida tiene que entregarse, que para que los demás tengan vida tiene que tomar la cruz; no hay otra forma. Y nosotros también vamos a tener momentos en los que vamos a tener que hacer ciertas cosas, y no nos va a cerrar, no lo vamos a entender, no lo vamos a comprender; nos va a pasar como a Pedro, aún en nuestra propia vida. La tentación va a ser querer sacárnoslo de encima, pero hay cosas que no vamos a poder; hay ciertas pruebas, hay ciertos momentos que son difíciles, que son complejos, y que no entendemos. No entendemos la voluntad de Dios, no entendemos qué es lo que nos pasa, y ahí es cuando vamos a tener que dejar de controlar las cosas y poner nuestra vida en Él. Vamos a tener que soltar el volante, dejar que Jesús nos lleve, aún en ese momento difícil, confiar en Él. No hay otro camino, porque vamos a ver que hay un montón de respuestas que no aparecen; que las buscamos pero que no las encontramos. Jesús nos va a decir: seguime, “ve detrás de Mí.” Pedro no puede comprender qué es lo que está pasando, lo que puede hacer es caminar detrás de Jesús y dejarse guiar. Ese es el salto más difícil en la fe: no entiendo, no comprendo, pero tengo que caminar detrás de Jesús, me tengo que dejar llevar por Él. Ese el salto más difícil; eso es lo que nos va a mover toda la estantería, pero esa es la invitación de Jesús: que seamos discípulos y que nos dejemos guiar, que tengamos la certeza de que la promesa de Dios, que es dar vida, va a dar fruto en nuestro corazón. No sé cómo, no sé cuándo, pero me invita a creer y a confiar. Esa es su promesa.
Pidámosle hoy a Pedro, aquél que aun cuando no entendió y no comprendió, se animó a caminar detrás de Jesús, aun cuando fue hasta retado, se animó a decir: voy detrás de Ti, Jesús, confío en vos, me entrego. Pidámosle que también nosotros seamos sus discípulos y nos animemos siempre a caminar detrás de Jesús.

Lecturas:
*Jer 20,7-9
*Sal 62,2.3-4.5-6.8-9
*Rom 12,1-2
*Mt 16,21-27