Hace poco
salió una película que se llama Divergente.
La historia comienza después de una gran guerra, por la cual deciden que cuando
los jóvenes lleguen a los dieciséis años se los va a poner dentro de una
facción, eligiendo cuál será su futuro. Según las aptitudes que tengan, se
define qué es lo que tienen que seguir. Entonces hay distintas facciones:
osadía, erudición, abnegación, verdad, etc. Los jóvenes llegan a los dieciséis,
se les hace una serie de tests, y según su personalidad se les dice: vos sos de
esta facción. Entonces, el resto de su
vida tienen que vivir y actuar de esa forma. ¿Cuál es el problema? Aparece una
chica, Beatrice Prior, que cuando le hacen el test, no sacan conclusiones
claras de a qué facción tiene que ir; parece como que podría ir a tres.
Entonces la que le toma el test le dice: Andate, decí que sos de una, porque si
se dan cuenta de que pasó esto, no te pueden controlar; y si no te pueden
controlar, la cosa va a terminar mal. A ese tipo de personas que querían buscar
cuál era su vocación, qué era lo que querían, adónde tenían que ir, los
llamaban “divergentes”, y eran una tentación para los demás. Había que
eliminarlos.
Lo central es
que, ¿qué es lo que se busca ahí? Que todo esté ordenado, que todo sea simple y
que ya se sepa qué es lo que se tiene que hacer. ¿Qué es lo que se busca? Matar
el deseo que tenemos en el corazón y que nos pone en búsqueda. Porque el deseo
es lo que nos moviliza. “Hacia ahí quiero ir.” Ahora, esta forma de controlar
que vemos en la película, es evidente, pero hay formas mucho más sutiles. Vivimos
en un mundo que tiende a destruir las búsquedas del corazón. Lo hace de dos
maneras diferentes. En primer lugar, todo lo tenemos que tener ya; como si
fuera un McDonald’s permanente; todo tengo que conseguirlo rápido. Entonces no
importa la edad que uno tenga, no importa las etapas que haya que quemar,
quiero todo ya. No puedo esperar, no tengo tiempo para esto, como si la vida se
acabara muy rápido. Esto que me gusta me lo tengo que comprar ya, o me lo
tienen que conseguir ya, o me lo tienen que dar ya. No puedo esperar esa
satisfacción que tiene la búsqueda, y el cómo conseguirlo.
Lo mismo se
da en los vínculos. Cuando entran en crisis, algo normal entre nosotros, nos
angustiamos, nos desesperamos. No podemos estar en crisis porque el vínculo lo
tengo que tener ya y lo tengo que tener bien. No puedo ponerme en búsqueda,
tener paciencia; no soporto tener que esperar. Es por eso que buscamos todo ya;
y si no se da ya, pasa lo contrario. Porque la sociedad no soporta las búsquedas
que nos lleven tiempo, que tengamos que esperar, que sean arduas, que tengamos
que ir sembrando, que tengamos que tener paciencia, no valen la pena; el mundo
dice: abortémoslas, dejémoslas. No vale la pena luchar tanto por esto, no vale
la pena perder tanto tiempo en esto. Dejémoslo y dediquémonos a otra cosa.
Entonces, ambos extremos terminan haciéndonos abortar las búsquedas del
corazón.
El problema
es que cuando yo pierdo la búsqueda que hay en mi corazón, empiezo a perder
aquello que me moviliza, aquello que me alegra la vida, aquello que me hace
feliz. Empiezo a tener que andar con piloto automático. ¿Qué es lo que tengo
que hacer hoy? Si no sé hacia dónde tengo que caminar, qué tengo que buscar. En
cualquier edad. No sólo cuando uno es joven y es evidente que tiene que buscar,
sino en cada edad. En cada edad tengo que pensar qué es lo que me moviliza, en
qué quiero crecer, cuál es el paso que quiero dar, qué vínculo quiero mejorar.
Cuando esto no se da y empezamos a funcionar con piloto automático, es como que
algo se empieza a apagar en mi corazón. Ahí es cuando los días se empiezan a
hacer rutinarios, se empiezan a hacer más largos, se empiezan a hacer pesados.
“Uh, hoy tengo que ir al colegio.”, “¡Otra vez tengo que ir al colegio!”,
“tengo que ir a la facultad”, “tengo que trabajar”, todo es “tengo”, “tengo”,
“tengo”, y cada vez tengo menos ganas, todo se me hace más pesado, me pone de
mal humor, me irrita, me enojo con todos.
¿Por qué?
Porque no sé qué me moviliza. Todo es una carga y no sé qué es lo que quiero
hacer; no sé qué sentido tiene esto. No sé qué sentido tiene este trabajo, no
sé qué sentido tiene este estudio. ¿Por qué? Porque perdí de vista lo que
buscaba, perdí mi horizonte. Perdí hacia dónde caminaba. Esto es lo que hoy me
toca hacer y no encuentro el sentido, no entiendo por qué lo tengo que hacer.
Por eso la vida es una búsqueda permanente, y deberíamos descubrir ese llamado
en el corazón.
Ese llamado
que escuchamos que Isaías hace al pueblo en la primera lectura. “Busquen al
Señor”. Esto que debe darse en nuestra vida, es central en nuestra vida de fe.
Continuamente hay un llamado de: “Busquen al Señor.” ¿Quién de nosotros puede
decir “ya lo termine de encontrar”, “ya maduré completamente en la fe”, “ya soy
un cristiano pleno, auténtico, y no tengo que seguir buscando al Señor, no
tengo que seguir dando pasos en mi corazón, descubriendo cuál es el llamado que
me hace.”? El problema es que para eso tengo que tener un corazón abierto y eso
genera una especie de tensión en mi corazón. La búsqueda siempre genera una
tensión. Estoy en camino pero todavía no llegué. Eso es la búsqueda. Lo que en
teología se llama: “ya, pero todavía no”, todavía no se da. Tengo que ir hacia
ahí.
En la fe esto
también nos cuesta, por eso llega un momento en el que nos acomodamos. “Bueno,
a mí este tipo de vivir la fe me gusta. Soy cura, estoy acá en la Catedral,
hago estas cosas… me cierra, listo, hasta acá llego, me acomodo acá, me paro en
este lugarcito y desde acá más o menos la cosa zafa. Yo creo que apruebo, con
un cuatro aunque sea Dios me va aprobar.” Y dejo de buscar. No sigo buscando;
no me pregunto cómo puedo crecer en la oración, cuál es el paso en el corazón
que Dios me pide, en qué vínculo o en qué virtud puedo crecer. Voy dejando de
buscar a Dios. Pero no sólo me acomodo yo, sino que muchas veces acomodo a
Dios: “Dios es así”, casi como si yo
lo pudiera contener a Dios, como diciendo, Dios es de este forma y de esta
manera, porque me queda más cómodo. Porque si yo descubro un Dios que es
todopoderoso, que es omnipotente, que es más grande de lo que yo soy, siempre
se me pone en búsqueda, siempre tengo que continuar caminando, siempre tengo
que dar pasos, y nunca termino de llegar. Esa es la vida del discípulo. Jesús
le dice a Pedro: ve detrás de mí, camina. Somos caminantes en la fe, y esa es
la invitación de Jesús, pero esto cuesta.
Cada tanto
aparece un evangelio que rompe los esquemas y que nos dice que tenemos que
seguir buscando porque esa imagen de Dios no es tan cerrada. Eso es lo que pasa
en el evangelio de hoy. Escuchamos un texto que dice lo más anticultural que
podemos escuchar hoy: “Los últimos serán los primeros.” Luchen por ser últimos.
Y uno dice, no quiero luchar por esto, esto no es lo que yo busco, no es lo que
yo quiero. Vivimos en un mundo donde se nos invita únicamente a ser primeros.
Pareciera que es lo único que vale. Es por eso que Jesús pone este ejemplo.
Empieza diciendo que hay un propietario que tiene una viña; va a buscar
jornaleros, y los trae para su viña. Al mediodía vuelve a salir, y vuelve a
encontrar jornaleros y dice: ‘bueno, ¿ustedes no consiguieron trabajo? Vengan a
mi viña.’ Llegando a la media tarde, vuelve a salir y encuentra otros
desocupados, y también les dice, ‘vengan a mi viña a trabajar’.
Hasta ahí
nada nuevo; Jesús nos muestra esa bondad de Dios que siempre llama, que siempre
busca. Hasta que aparecen los problemas. El dueño llama al mayordomo y le dice
que empiece a pagarle a todos; pero comenzando por los últimos. Y ahí es cuando
nos empezamos a preguntar, ¿por qué por los últimos? Son los que acaban de
llegar. Pero no sólo le dice que comience por los últimos sino que les pague a
todos lo mismo. Empezando por los últimos empieza a darles a todos un denario.
Esto lleva a una crisis; aparecen dos polos: los últimos, que obviamente no
dijeron nada, se fueron felices de la vida con lo que había pasado, y los
primeros, que llegan y se quejan. ¿Cómo puede pasar esto? Es injusto. Yo
trabajé todo el día y se me dio lo mismo que al otro. Imagínense que nos pase a
nosotros. Imagínense que nosotros trabajamos todo el día y nos pagan lo mismo.
Es más, esto es tan difícil de entender, que como hace ruido, a lo largo de la
historia, la Iglesia intentó acomodarlo un poquito para hacerlo más fácil.
Entonces, decía: “un denario es lo que
se necesita un día para trabajar…” No, no es así. Es que hace ruido. El
evangelio muchas veces hace ruido en mi corazón. Y Jesús les reprocha tres
cosas: en primer lugar, ¿acaso yo fui injusto contigo? ¿O no te pagué lo que te
había prometido? Lo segundo, ¿por qué yo no puedo poseer y administrar mis
bienes según me parece? Y por último, lo más duro, ¿por qué tomas a mal que yo sea
bueno?
Frente a eso
hay una gran pregunta, ¿qué es lo que está pasando? Jesús vuelve a decir, “los
últimos serán los primeros”. Lo primero que nos pasa es que es muy raro que
nosotros peleemos por ser últimos en algo; siempre queremos ser primeros en todo.
Eso es lo que se nos pide siempre. Pero para ser primero tengo que competir con
los demás, no hay otra forma. Y el evangelio es lo absolutamente contrario a
competir con los demás. Yo me tengo que preocupar por el otro, me tengo que
preocupar por el que está al lado mío y tengo que caminar con él. Para poner un
ejemplo de esto y de cómo nos cuesta no ser primeros, hace poco tuvimos un
mundial de fútbol, y uno escucha mentes obtusas (perdonen la expresión, me hago
cargo de lo que digo), que dicen: “salir segundo no sirve”. ¿Dónde no sirve?
Replantéenselo si piensan así. Porque ese modo de pensar no es solamente para
el fútbol, se traduce a todo. Después nos preguntamos por qué los hijos son tan
exigentes consigo mismos, por qué los adultos no se perdonan una. Y, porque
esto se transmite. Exigimos tanto que no vale otra cosa que ser primero, que lo
demás se desecha. Esto pasa en el fútbol, en la vida, en la fe. Lo peor es que
para hacer ese camino me tengo que olvidar de los demás, porque tengo que ver al
que está al lado mío, a mi hermano, a mi compañero, como un rival. Eso es lo
que no quiere Jesús. Por eso el mundo en esto es tan contrario a lo que Jesús
me pide: sean últimos, caminen con los demás, preocúpense por los demás. Hay
que ir más lento, obviamente. Hay que alegrarse por lo que me tocó, y por la
suerte que tuve, y por salir segundos; sí, hay que alegrarse, y hay que
disfrutarlo. Esa es la invitación de Jesús.
Para poner
otro ejemplo, dentro de dos semanas es la Peregrinación a Luján. Y a veces pasa
que cuando uno pregunta, ¿cómo te fue?, las respuestas son: “Llegué a los dos
de la mañana”, “llegué dos y media” (cuando era a la noche), como si fuera una
carrera, a ver quién llega primero. ¡Hagan una maratón si quieren llegar
primeros! En cambio hay otros que dicen, “llegué a las 6. Estuvo re linda
porque caminé con otros, rezamos, charlamos, conocí gente”. Esa es la idea de
la peregrinación; no ver quién tarda menos, no ver quién gana. Es caminar con
el otro. Son dos modelos contrarios de la fe: me preocupo por mí mismo y por
llegar, o camino con el otro. Y ¡vaya si camino más lento!, y ¡vaya si va a
costar un poco! Pero esa es la invitación que me hace Jesús. Otros llegarán
primeros, pero yo llegué con ellos. Ahora, si yo llego primero, o creo que
llego donde está Jesús, Jesús me va a decir: “Te olvidaste de tu hermano, eh.
Volvé. No es tiempo de esto. Tenés que caminar con los otros, tenés que ir con
los otros.” Y esto nos cuesta, esto es difícil.
Cuando Jesús
pone estas imágenes nos hacen ruido en el corazón. Porque dice, ¿por qué tomas
a mal que yo sea bueno? No nos cierra este modo. Obviamente, ningún economista
escribió esto ¿no?, porque no cierra en ningún lado. O con el perdón, queremos
encasillarlo, y aparece la parábola del hijo pródigo y nos identificamos con el
hijo mayor. ¿Cómo Dios puede perdonar de esa manera? Queremos buscar cómo
encasillarlo, cómo decir: esto se cierra así. Nos cuesta. Nos es más fácil
cuando Jesús habla del perdón, de la generosidad, de una manera más abstracta.
Cuando la vemos concreta, cuesta un montón. ¿Por qué? Porque lo que les pasa a
los fariseos en esta lectura es que ellos se merecen ser los primeros, porque
hicieron el mérito, cumplieron con lo que Dios les decía. Ese es el problema.
Pero Jesús les dice: acá no se cumple, acá se vive. Uno se tiene que alegrar
por el hermano que tiene al lado. Me hace acordar a las familias; yo no sé cómo
hacen los padres, porque cualquier cosa que hacen con uno de los hijos, el otro
mira. “¿Por qué lo tratás así a él?” “Le
diste a mi hermano tal cosa.” Pareciera que siempre nos quejamos, nunca estamos
conformes. Entonces hay que estar haciendo malabares, si le traigo una cosa a
uno le tengo que traer también a los otros. Si hago tal cosa la tengo que hacer
con todos, tengo que tener cuidado. Dios dice que tenemos que caminar juntos,
pero para eso en muchas cosas tenemos que hacernos los últimos.
Por último,
quiero poner un ejemplo de lo que está pasando ahora. Está por comenzar el
Sínodo de la Familia – el Papa nos ha pedido que recemos por esto. La Iglesia
quiere mirar un poco las realidades familiares y ver cómo se puede acompañar de
una mejor manera. Y es llamativo que ya han empezado a aparecer voces muy
conservadoras que dicen: “que no pase esto”,
“que no pase lo otro”, a ver, ¿qué es
lo que pasa? ¿Pasó algo ya? ¿La Iglesia dijo “Vamos a dar este paso”? ¿Cuál es
el miedo? ¿Cuál es el problema? ¿Ya de antemano nos quejamos? Porque yo no sé
qué va a pasar, no me corresponde a mí, no estoy ni cerca de estar en un sínodo
así. Pero tendrán que pensarlo y ver. En todo caso quejate después. Pero el
miedo nos llama a quejarnos de antemano. ¿Cuál es el problema? ¿Que se
reflexione algo y que haya que cambiar? ¿Que Jesús nos tenga que decir, “mirá
que los últimos serán los primeros”? ¿Cuál es el problema? ¿Yo me creía primero
en esto? ¿El problema es que Jesús les dice a los que yo creía que eran últimos
que ellos van a entrar primero? ¿Ese es nuestro miedo? Y tenemos que tener
cuidado porque si nos ponemos en esa postura obtusa, cerrada, conservadora, Jesús
nos va a decir: ‘¿Por qué te molesta que yo sea bueno?’ Eso es lo que hace
ruido en el evangelio, que nos molesta que Jesús sea bueno con los demás. ¿Por
qué? Porque muchas veces me creo mejor. Y cuando me creo mejor que los demás,
empecé a caminar primero, dejé de caminar último.
Ahora, puedo
vivir la alegría de que como último Jesús me viene a buscar, de que como último
Jesús siempre me llama, de que como me cuesta, Jesús está conmigo, y me dice:
“Vení. Caminá. Los últimos serán los primeros.” Vino, se encarnó, se hizo
hombre, dio la vida. Fue el último para ser el primero. Es el primero que
resucita, para llevarnos a todos. Esa es la invitación, que tengamos un corazón
abierto que busca a Dios. ¿Por qué? Porque si no pecamos de omnipotencia. A
veces escucho que algunas personas dicen, “tengo que defender a Dios”. ¿Dios
necesita mi defensa? Pobrecito de Dios si necesita que yo lo defienda. Yo pensé
que Dios era omnipotente, que no necesitaba que nosotros lo defendiéramos. “Yo
tengo que defender a Dios, a mi Iglesia.” Se basta solo Dios, quédense
tranquilos, dio la vida. Lo que me dice es que lo busque, que escuche, que
camine con el otro, que abra el corazón; esa es la invitación.
Pidámosle a
Jesús que abriendo nuestro corazón a Él, que caminando con Él, podamos también
caminar con los demás, para así caminando juntos, últimos, lleguemos primeros
al Reino de Dios.
Lecturas:
*Isa 55,6-9
*Sal 144
*Fil 1,20c-24.27a)
*Mt 20,1-16