viernes, 24 de octubre de 2014

Homilía: “El problema es que creyeron que la viña era de ellos” – XXVII domingo durante el año

Hoy les voy a pedir un poco de ayuda. Necesito que se animen a pasar un matrimonio, un par de amigos, y dos familiares.
Les voy a hacer una pregunta muy simple: ¿Qué valores consideran ustedes importantes para vivir el matrimonio, para vivir como amigos, para vivir como familia? ¿Cuáles les parecen los pilares importantes para crecer en esos vínculos?
Matrimonio: “Creemos que los valores son el amor, la confianza.”
Familiares (madre e hijo): “A nosotros nos parece importante en la familia el respeto y la paciencia.”
Amigas: “Nosotras pensamos en la comunicación, el compartir tiempo para conocerse, el respeto, el cariño; el amor sobre todo.”
Ellos eligieron en estos vínculos, algunos valores que son importantes para poder crecer. Creo que en la teoría todos los sabemos; todos sabemos qué es bueno. En la familia, el respeto el diálogo, la comprensión, la paciencia, saber perdonarse; para crecer como matrimonio, el amor, la confianza, el saber consensuar, cómo a veces hay que animarse a ceder y eso también es parte del amor, el respetarse y perdonarse; en la amistad, que quizás es la que más necesitamos dedicarle un tiempo especial porque no estamos en la misma casa, en ese tiempo animarnos a abrir el corazón, charlar, ser transparente. Es decir, uno tiene más o menos claro cuáles son las necesidades dentro de los vínculos.
 Ahora, eso no implica que después en la práctica no sean complicados de vivir, difíciles de vivir. Todos tenemos la experiencia de lo que cuesta mantener una familia unida, estar de buen humor, entendernos los unos a los otros, comprendernos. Todos tenemos la experiencia de lo difícil que es el crecimiento como matrimonio, la maduración, la permanencia en los años, el poder vivir el uno con el otro acompañándose día a día. Lo mismo en la amistad, si pensamos en cuando éramos más chicos nos damos cuenta de que las amistades han ido cambiando por diversas razones; por lejanía, a veces porque cambiaron las maneras de vivir, las concepciones, los valores que cada uno teníamos. Eso también podemos aplicarlo al noviazgo, y a cada uno de nuestros vínculos. Uno sabe lo que tiene que hacer pero después la práctica lo hace más complejo. No es tan fácil poner en práctica aquello que uno sabe. Por eso los marcos se van corriendo un poco. Es decir, pensamos que la familia tendría que ser así, pero lo vamos estirando un poquito para poder consensuar, para perdonarnos, para reconciliarnos. Lo mismo en una amistad, lo mismo en cada uno de los vínculos. Y a veces se hace muy complejo, a veces se hace muy difícil. Y como decíamos antes, a veces por eso se rompen; se rompen las familias, se rompen los matrimonios, se rompen los noviazgos, se rompe una amistad.
¿Por qué? Porque muchas veces no podemos vivir en estos valores. No logramos vivir en ese amor que habíamos pensado, o hacemos algo que está mal, lastimamos al otro, lo herimos. Eso hace que sea complejo el crecimiento. Es mucho más fácil crear el vínculo que después mantenerlo en el tiempo, que permanecer. Porque la permanencia implica el valor, la confianza y la fuerza de saber que uno tiene que poner el corazón ahí. Por eso es continuo ese trabajo que tenemos que hacer. Tenemos que estar concentrados en eso, no nos podemos dormir, no podemos decir: “ya llegué”. Porque rápidamente nos lo recuerdan, o la vida nos lo recuerda, y nos invita a tener que volver a dar un paso.
Esto que sucede a todos en nuestro camino con Jesús. Si a nosotros nos preguntasen qué es lo que nos parece importante en cuánto a la fe, diríamos: es importante la oración, el amar a Dios, el ser generoso, el ser solidario, el permanecer. Sin embargo, empieza a suceder lo mismo. Sabemos con los años lo que cuesta permanecer en Jesús, lo que cuesta mantener una constancia en la oración, lo que nos cuesta ser generosos, ser solidarios, cómo muchas veces nos empezamos a poner egocéntricos, nos olvidamos de los demás, no lo entendemos a Jesús y nos olvidamos de Él, nos cuesta abandonarnos. Esto hace que también muchas veces en la práctica se vuelva difícil nuestro camino de fe. Sin embargo, Dios siempre nos sigue buscando, y muchas veces también los otros nos siguen reclamando para poder crecer en esos vínculos. Pero para crecer tenemos que volver a mirar hacia delante. Ese es en general el problema. Generalmente queremos vivir de lo anterior, como de rentas; es verdad que lo anterior me da los cimientos, es lo que me da el piso. Pero para poder crecer yo tengo que mirar hacia el futuro y qué es lo que hoy decido que va alimentar mi futuro, qué es lo que yo voy a dar en mi matrimonio, qué es lo que voy a dar en mi amistad, qué es lo que voy a dar en esta vocación, qué es lo que voy a dar en este ser hermano, en esta familia. Día a día tengo que ir poniendo el corazón. Esa es la invitación de Jesús. Él nos invita a que como familia, iglesia doméstica, la familia de cada uno, y también la familia de Dios, pongamos el corazón y miremos de qué manera queremos caminar.
Para seguir caminando existen unos marcos. Así como les dije que vivimos en ciertos marcos, y que a veces los estiramos, lo que no podemos es borrarlos. Ninguno va a decir: en la amistad vale todo, en la familia vale todo, o en un matrimonio vale todo; o en la fe vale todo. Es claro que hay una forma y una manera de vivir ahí. Cuando eso se estira mucho se rompe, necesariamente se rompe. Dejamos de vivir en aquella confianza a la que se nos había invitado. Esto es lo que sucede en el evangelio de hoy. Jesús invita, invita, invita; invita a la conversión, va haciendo un camino con ellos, hasta que llega al extremo. Llega un punto en el que hay que tomar decisiones; llega un punto en el que las posibilidades y el discernimiento se terminan; tengo que elegir. Si yo quiero mantener este vínculo tengo que cambiar, y tengo que elegir ese camino al que se me invita.
Hace dos semanas escuchamos que Jesús decía: “los últimos serán los primeros”, y cómo eso hacía ruido. ¡Qué difícil es querer hacerse último! Qué difícil es esperar al otro, caminar con el otro, tener paciencia. La semana pasada escuchamos que Jesús les recriminaba diciendo: las prostitutas y los republicanos van a entrar antes que ustedes, los hombres religiosos, al Reino de los Cielos; movilizándolos, cacheteándolos, para que quieran reaccionar. Pero se ve que no reaccionan porque en este evangelio que es el último de esta trilogía, Jesús ya les dice: hasta acá llegamos. Pone este ejemplo: había un hombre que tenía una viña (la viña es la imagen del Reino de Dios en la Biblia), que fue enviando gente (claramente los profetas), para que le anuncien al pueblo, y los rechazaron, los mataron, los apedrearon, hasta que por último envió a su hijo, y también lo mataron. Entonces, ¿qué va a pasar con ese Pueblo? Hasta acá llegó, dice, se le va a quitar la viña y se le va a dar a otro. El Reino de Dios va a ser para otros. ¿Por qué? Porque no vivieron de la manera a la que se los invitaba; no cuidaron el Reino de Dios como Él.
¿Cuál es el problema grave? Ellos creyeron que esa viña era de ellos. Terminan diciendo: “apropiémonos de la viña”; pero la viña no es de ellos. Las reglas, la forma de vivir, no las ponían ellos ahí. El dueño define la forma de vivir, y por eso el dueño se la quitó. El riesgo siempre es a apropiarnos de las cosas. Como hemos hablado estas últimas semanas, la fe es un don, es un regalo, y como regalo, se me invita a vivir en ese regalo de Jesús, no a apropiármelo, no a creer que es mío, que yo pongo las reglas, sino a dejarme cotejar y escuchar. Y hay una continua conversión pastoral, conversión en la fe.
Lamentablemente, a lo largo de la historia, este texto siempre se usó de manera apologética. ¿Qué significa esto? Para defender la fe. Entonces decían: la viña se le quitó al pueblo de Israel y se le dio a la Iglesia, y ahora nosotros somos los dueños. Pero que yo sepa no habla de la Iglesia, sino de la viña. Habla de los que se apropiaron. Lo que dice es que es el Reino de Dios, y que la forma de vivir en ese Reino la decide Dios, y nos la transmite por medio de los evangelios. La tentación nuestra muchas veces es la misma, me vuelvo a apropiar de esto y yo empiezo a poner las reglas. Uno cuando piensa en una viña piensa en algo abierto, adonde se puede entrar, se puede estar; pero la imagen va cambiando, empezamos a levantar paredes, poner vigilantes, cerramos las puertas, hay que saber ocho claves, que contestar los ocho escalones de preguntas; hay que hacer un montón de cosas para entrar.
Lo que tendría que ser de libre acceso para que todos podamos gozar de esa alegría de estar con Dios empieza a dificultarse. Lo que era: “salgan a buscar a los caminos”, termina siendo, “metámonos adentro y protejámosla”. Pero Jesús no quiere eso; en la primera lectura dice: esa viña que ustedes hicieron así no da fruto. La voy a tirar abajo y voy a hacer una nueva. El riesgo nuestro es el mismo. El Reino es de Dios; no es del pueblo de Israel, que se creían los elegidos, no es de la Iglesia, que a veces se creen los elegidos, sino que es de Dios, es su Reino. Y el riesgo es siempre el mismo, que un día nos digan: bueno, que la usen otros, que vivan según su corazón. Por eso la invitación es a vivir según el corazón de Dios, como se vive en una familia, como intentamos vivir en familia. Con muchos de los valores, respeto, fe, oración, confianza, generosidad, aguantarnos, soportarnos, reconciliándonos, yendo a buscar al otro. Esa es la invitación de Jesús, esa es la invitación constante. A que volvamos a descubrir ese Reino de Dios y a que lo pongamos en práctica. Que descubramos que Él nos invita como don y como regalo. Pero ese don, ese regalo, es para todos. El problema es cuando nos creemos elegidos y creemos que por nuestro mérito es nuestro. Es regalo de Jesús y es un regalo para todos.
Lo que tendríamos que vivir es la felicidad y la alegría de poder compartirlo. Cuando uno, más allá de las razones que tenga, puede vivir como una familia unida, uno está feliz. Cuando uno se pelea en familia, por más de que a veces haya dolores e injusticias muy grandes, uno no está nunca contento. Puede tener razones, puede pasar lo que quieran, pero cuando mi hermano no está conmigo, cuando mi padre o madre no puede vivir conmigo, un hijo, o lo que fuera, uno está triste por eso, uno nunca puede vivir eso con alegría. Por eso, este Dios que tiene un amor mucho más incondicional, busca siempre los caminos para acercarse al otro, busca siempre los caminos para vivir ese amor, para que podamos hacer experiencia de Dios. Uno escucha muchas veces, (si bien no se pueden medir por el éxito las cosas, porque no es un parámetro evangélico), que a veces la gente se queja: “este mundo secular”, “este mundo que no escucha a Dios”, “este mundo descristianizado”, “estas capillas que están vacías”, o la pregunta: “¿por qué la gente no viene?”. Pero la pregunta no es esa. Primero deberíamos preguntarnos, ¿qué transmitimos? Segundo, ¿los fuimos a buscar?, ¿les dimos un lugar?, ¿los comprendimos?, ¿los entendimos?, ¿les dimos una posibilidad? Porque eso es lo que hizo Jesús, fue, los buscó, se puso a su altura, se abajó, y cuando se pudo encontrar con ellos los atrajo. Porque siempre confiaba en la conversión, siempre confiaba en las personas.
Dios también confía y cree en nosotros para hacer este camino, para que como familia, como comunidad, podamos transmitir ese amor de Dios. Para que podamos ser una familia abierta en la que todos puedan vivir la alegría de encontrarse con Jesús. Sintámonos llamados a pertenecer a esta comunidad, a cuidar esta viña de Jesús y a hacerle un lugar a todos.
Pidámosle entonces en este día descubrir este amor incondicional.

Lecturas:
*Isa 5,1-7
*Sal 79,9.12.13-14.15-16.19-20
*Fil 4,6-9
*Mt 21,33-43

viernes, 10 de octubre de 2014

Homilía: “¿Cuál de los dos cumplió con la voluntad del Padre?” – XXVI domingo durante el año


Recuerdo cuando era chico, que como yo soy el mayor de los nietos de ambos lados, mis abuelos o mis tíos me hacían muchos regalos. Pero lo peor que me podía pasar era que un día vinieran, me trajeran un regalo, y me dijeran: “Es para compartir.” Entonces, yo tenía que luchar contra mí mismo en el corazón. Me daban algo, estaban el resto de mis hermanitos, o mis primos, y había que ver cuán mezquino era mi corazón en ese caso, ¿no? ‘¿Cuánto le tengo que dar?’ Es claro que me habían hecho un regalo, eso era mío, pero tenía que compartirlo con los otros. Entonces empezaba a mirar cuántos caramelos tenía, y me costaba abrir el corazón y descubrir que ese regalo que me habían hecho era algo que me habían dado gratuitamente, y que podía ser feliz si lo compartía con los demás. No es que haya madurado totalmente en eso, y todavía tengo algunos resabios en mi vida actual, pero cada uno de nosotros podría mirar: ¿qué de esas cosas que aún me caen como regalo me cuesta compartir? Tal vez podríamos mirar los armarios de nuestras casas para ver qué cosas guardamos en los cajones.
Tenemos un corazón en el que nos cuesta mucho entender lo gratuito. Nos cuesta mucho entrar en la dinámica del don. El pensar: esto es un don, es un regalo, es algo que se te dio. Y automáticamente tendemos a romper la dinámica, a abortarla. Un ejemplo es cuando viene alguien y les dice: tomá, te traigo un regalo por esto… y uno dice: “No, no. No tenías.” Claro que no tenías, sino deja de ser regalo. Si tiene que traerte algo entramos en algún tipo de transacción, pero no en la dinámica del regalo. Por eso nos cuesta mucho. Nos genera algo raro en el corazón; cuesta aceptar que venga de manera gratuita. Cuesta entenderlo. Cuesta aceptar desde el regalo, o un gesto de cariño, de amor, que se me ha dado como don. Lo primero que entonces empiezo a pensar es: ¿qué hago después? ¿Cómo se lo devuelvo? Y si me hizo, un buen regalo: “Uh, cuando llegue su cumpleaños le voy a tener que hacer un buen regalo.” Entramos de nuevo en eso de cómo devolver aquello que se nos dio. Pero si yo tengo que devolver lo que se me dio como regalo, deja de ser regalo. Desde el otro lugar pasa lo mismo. Si yo le hago un regalo a otro solamente esperando que el otro me lo devuelva, y si no me le voy a quejar, entonces no le di un regalo. Inventémosle otro nombre, pero no es un regalo. El regalo entra en la dinámica del don.
 Esto es algo que día a día la misma vida nos va pidiendo que volvamos a vivir. Esto que es tan simple de explicar con un regalo, pasa también con la dinámica del amor. La dinámica del amor es: yo te doy amor porque quiero. El amor es gratuito por definición. Si lo tengo que pagar hay un problema muy grave en lo que está pasando. Pero sin embargo, muchas veces genera en mí una reciprocidad. Ahora, la reciprocidad está muy bien siempre y cuando me llame a amar; quiero devolver el amor con amor, lo quiero dar, no lo quiero guardar, no lo quiero poseer. Tengo que entender que no es para poseerlo sino para darlo. La propia dinámica del amor es expansiva, se abre a los demás. Pero en general esto también nos cuesta, vamos como midiendo en función de lo que hizo el otro. Se hace como si fuera un laberinto de ir viendo cómo voy ampliando mi corazón. Me cuesta vivir esa dinámica del amor gratuito. Pero el don, como les decía, es gratuito por definición. Yo tengo que aprender a dar.
Para no dejarlos sin película este domingo, en la primera imagen de Cadena de Favores está Chris Chandler en la puerta de una casa, viendo que hay un montón de policías que están por atrapar un ladrón. Él habla con la policía, se distrae, sale el ladrón con un auto y le choca su auto. Él empieza a enojarse, y sale un hombre anciano y le tira las llaves de su Jaguar, y le dice: -tomá, para vos-. -¿Cómo para mí? ¿Cuál es la trampa? ¿Vos estás loco?- No puede entender cómo se le da algo así de gratuito. Pero el anciano le contesta: hazlo por otro. -Pero, pará, pará, ¿de dónde salió esto?- Entonces empieza a rastrear toda esta cadena, que comienza con Trevor haciendo un ensayo para el colegio. “Yo hago algo por tres personas para que eso se multiplique, para que eso se dé.” ¿Cómo? Gratuito, es un don. Llama a la reciprocidad, a que eso se expanda.
Ésta es también la dinámica propia de la fe. Desde chiquitos nos enseñan que la fe es un don. Pero entenderla así nos cuesta. Primero, porque la tenemos que aceptar. ¿Cómo la fe es un don si yo tengo que aceptarla, hacerla crecer? Es como un regalo. A mí me dan un regalo y yo lo puedo abrir, o lo puedo dejar en un cajón, puedo decir “no me interesa, de vos no quiero nada”. Por eso es un don. No es algo mío, me lo tienen que dar. Eso me lo regaló Jesús. Jesús me regala la fe. Ahora eso no significa que no implique todo un camino, un proceso, un trabajo, donde yo lo tengo que hacer crecer. Pero siempre la fe entra dentro de la dinámica del don. Sigue siendo un regalo, algo que se me dio, y no me lo puedo apropiar. No puedo decir: es mío. Porque ahí es cuando empiezan los problemas. Eso está en consonancia con lo que hablábamos la semana pasada. Tiendo a apropiarme, tiendo a poner límites, tiendo a decir: “hasta acá”, “esto no”, “esta imagen de Dios no”. Empiezo a poner los límites; me apropio del don de la fe, y soy yo el que empiezo a decidir. Así comienzan los problemas.
Esto mismo es lo que sucede en el evangelio. Podemos ver dos actitudes en la parábola. Jesús dice que hay un hombre que tenía dos hijos. Al primero le dice: “ve a trabajar a mi viña”, éste le dice que no, y sin embargo, termina yendo. El segundo dice: -sí, sí, voy a ir-; pero al final no va. La pregunta de Jesús es muy clara, “¿cuál de los dos cumplió la voluntad del Padre?”. Y ellos le contestan: el primero, es claro. Eso es lo que le preocupa a Jesús, quién cumple la voluntad del Padre, quién va y lo hace. No todo lo que está en el medio. Dice que frente a esto hubo dos actitudes totalmente contrarias, totalmente opuestas; y con un signo claro de provocación, Jesús aclara qué es lo que les está diciendo: las prostitutas y los publicanos entran antes que ustedes al Reino de los Cielos. Les está echando en cara a los que creen que ya se apropiaron del don: yo decido quién entra y quién no, quién está adentro y quién está afuera. Jesús les dice: ustedes están totalmente afuera. Y están adentro los que ustedes creen que no están adentro. Se los está diciendo a hombres de mucha fe. No hombres que no tenían fe. Podríamos pensar qué tipo de fe tenían o de qué manera trabajaban la fe.
Nosotros tenemos un inconveniente con esto. Nos hemos acostumbrado tanto a escuchar esto que no nos hace ruido en el corazón. Pero era lo peor que les podían decir. Imagínense de cuáles personas ustedes dirían: “no pueden entrar en el cielo”, y de esos está hablando Jesús. Este que vos decís que no, este por esta situación de vida, por esto o por lo otro; ese va al Reino de los Cielos y vos no. Eso es lo que está diciendo. Por eso les hace un montón de ruido.
El primer problema que tenemos es que acá faltan dos actitudes (supongo que se dieron cuenta). La primera es el que dice, “no voy” y no va. No hay mucho que discutir. Supongo que ninguno la quiere vivir. La segunda, que es la que nos gustaría que nos dijera Jesús, es el que dice que sí y que va. Pero el problema es que en esta parábola hay una sola persona que vive eso: Jesús. El único que siempre le dice que sí al Padre y va es Jesús. A nosotros no nos queda otra que entrar dentro de los otros dos grupos. Por eso nos empieza a hacer un montón de ruido. ¿Qué es lo que nos tenemos que dar cuenta? Que vamos caminando intentando crecer en esto. Descubriendo que es un don, que es un regalo, que muchas veces no puedo, pero que intento abrir el corazón.
En el fondo Pablo lo dice a su comunidad de Filipo: ‘tengan un mismo corazón, un mismo sentimiento. No hagan las cosas por su propio interés. Háganlo por los demás. Fíjense cuál es el problema que tiene el otro y preocúpense.’ En palabras del fin de semana pasado sería: “los últimos serán los primeros”. ¿Cómo nos ponemos en el último lugar para incluir a todos? No que seamos nosotros los que decimos: hasta acá entran. Sino cómo llego hasta el último para que todos entren. Cuando no lo hacemos Jesús nos dice: ¿por qué te molesta que yo sea bueno? ¿Por qué te molesta que yo deje entrar a las prostitutas, a los publicanos? Tengan ese corazón que va y busca al otro. Porque ese es el sentimiento de Jesús, porque esto es lo que nos cuesta. Lo que podemos hacer es mirar en el corazón a ver de qué cosas nos quejamos.
Voy a poner un ejemplo bien claro de algo que me pasó hace unos días. Se me acercaron una cantidad de personas desilusionadas, enojadas, por ciertas personas que visitan al Papa. La verdad que no entiendo nada. ¿Somos nosotros los que le tenemos que decir al Papa a quién tiene que visitar y a quién no; a quien le tiene que abrir la puerta y a quien no? A Jesús le pasaba lo mismo. Le decían: vos con estos no te tenés que juntar. Nosotros nos estamos poniendo en ese papel. Le decimos al Papa que no sabe nada y que le tenemos que enseñar con quién se tiene que juntar. Bueno, acá tenemos una respuesta clarísima. ¿Por qué? Porque nos falta tener ese corazón que incluye a los demás. Ahora, la respuesta es fácil. Seguramente el Papa es mucho más bueno que nosotros. Entendió esta parábola; entendió que toda persona tiene posibilidad de conversión.
Cuando yo me empiezo a quejar, a dejarlo afuera, me dejo yo afuera. Porque no busqué la manera de incluir a mi hermano y a mi hermana. No descubrí  que la fe no es de mi propiedad sino que es un regalo y es un don. Y es para compartir. El que elije quién está y quién no está en ese Reino no soy yo, es Jesús. No puedo cerrar la puerta, porque me la cierro a mí. Cuando quiero cerrar la puerta, el que me estoy quedando afuera soy yo. Es muy simple. Entonces tengo que tener esa humildad, que es lo que pide Pablo en la segunda lectura, de vivir la alegría de que estamos todos. Esto fue lo que hizo Jesús, esto es lo que dice Pablo en la segunda lectura. El que era de condición divina, no se quedó con eso; se abajó, se hizo esclavo, se humilló, hasta dar la vida. ¿Por qué? Para estar debajo de todos e incluirlos. ¿Por qué hizo esto? Porque eso es lo que lo hacía feliz. Poder ayudar a que todos estuvieran incluidos lo hacía feliz. Ese es el sentimiento que nos pide a nosotros, ayudar a que todos estén incluidos, tener ese mismo sentimiento. Intentar vivir ese amor incondicional, ese amor del que se alegra por lo que vive el hermano.
Tal vez para que sea un poquito más claro, a los que son papás quizás les pasa que tienen un hijo que está en cualquiera. Rezan, pidiendo que cambie, que cambie, que cambie, y un día se acerca y les dice que quiere vivir distinto. Esperemos que si pasa eso, uno diga: ¡Qué bueno! Y no me estoy fijando en todo lo anterior, sino que este hijo vino, que este hijo cambió. No estoy viendo los méritos que hizo para que yo le abra la puerta o no, sino que me alegro. Por el contrario, me pasa muchas veces cuando algunas personas vienen y me dicen: mi hijo/mi amigo/mi mujer, después de muchos años se acercó de nuevo a la Iglesia. Uno se alegra. ¿Por qué? Porque esa persona que era de su familia, que estaba lejos, que tuvo que buscar muchísimo en su vida, se acercó. El corazón de Jesús es el que nos pide que eso lo hagamos por todos. Jesús quiere que así como me alegro por el que está cercano a mí, esto también lo entienda en la dinámica de la fe. Todos los bautizados son mi familia; y más allá de los bautizados son mi familia. Me tengo que preocupar por todos, y tengo que buscar los caminos de abajarme, de hacerme el último para que queden incluidos. Esa es la alegría. Eso es lo que le podemos pedir hoy a Jesús. Tener un corazón que lo sabe incluir, tener un corazón que se sabe abrir. Que rompe, que no dice hasta donde tiene que vivir el amor, porque eso no es amor verdadero; sino que quiere vivir ese amor que es incondicional.
Pidámosle a Jesús, aquél que nos mostró el camino, que podamos vivir con ese mismo sentimiento y amor para integrar a todos.




Lecturas:
*Eze 181,25-28
*Sal 24,4bc-5.6-7.8-9
*Fil 2,1-11
*Mt 21,28-32