La película El Justiciero, comienza con una frase de
Mark Twain que dice así: “los dos días más importantes de la vida son cuando uno
nace, y cuando uno descubre el porqué.” Esta frase que pone estos días en el
centro, el día en que uno es dado a luz y el día en que descubre por qué fue
dado a luz, cuál es el sentido de su vida, qué es lo que quiere, qué es lo que
busca, lo que desea en la vida, la podríamos aplicar análogamente a la fe. Los dos
días más importantes en la vida de fe, son el día que nacemos a la fe (es
decir, el día en el que fuimos bautizados) y el día en que descubrimos el
porqué de esa fe. Esto es tan central que la mayoría de nosotros, para poder
dar ese salto, tenemos que pasar por un momento de dudas, de crisis en el
corazón, para poder descubrir el porqué. No es tan fácil descubrir el sentido
de nuestra vida. Lleva tiempo descubrir una carrera, encontrar con quién formar
una familia, qué es lo que quiero hacer, cuál es la propia vocación. No es tan
fácil tampoco descubrir el sentido de la fe, qué es lo que quiero de la fe. Hay
un salto que es difícil. Cuando uno deja de ser niño, empieza a vivir la
adolescencia y la juventud en la fe, hasta que uno salta a la adultez, donde
uno se tiene que preguntar el porqué de esa fe. Me tengo que preguntar si yo la
quiero llevar en mi corazón, si quiero vivirla. Ahora, cuando me anima a
decirle que sí a la fe, por elección, porque lo elijo en la vida, porque quiero
creer, porque quiero estar con Dios, porque quiero estar con Jesús, eso me abre
un abanico de posibilidades.
Cuando nos
animamos a decir que sí, lo primero que sentimos es una paz profunda en el
corazón. Cuando elegimos, cuando descubrimos qué es lo que queremos, eso nos
tranquiliza la vida, eso nos trae paz. Vamos a poner el ejemplo de este evangelio
tan conocido de María: María le dice que sí a Dios, se anima a esta aventura de
la fe de dar a luz al salvador. Uno no se imagina a María dando vueltas por la
casa, diciendo “¿qué hice?”, sino con la paz de esa elección que hizo. Cuando nos
animamos a creer, eso apacigua nuestra vida, nos trae paz.
Esto mismo
nos pasa en la vida. Cuando no sabemos qué es lo que queremos, cuando no
descubrimos el sentido de la vida no estamos en paz. Estamos en búsqueda, y nos
preguntamos ¿por qué no encuentro qué es lo que quiero?, ¿por qué no me doy
cuenta?, ¿por qué no encuentro qué carrera quiero estudiar, qué es lo que
quiero hacer, qué es lo que Dios quiere de mí? Eso me tiene intranquilo, hasta
me trae miedos en la vida. Cuando nos animamos a elegir, eso nos empieza a
traer paz. Es más, la verdadera elección del corazón, cuando algo decanta, es
lo que nos deja tranquilos. Ya sabemos qué es lo que queremos, ya lo descubrimos,
ya sabemos por dónde caminar. Esto nos abre un abanico de posibilidades. En general
el mundo predica lo contrario. El mundo predica que en uno es libre hasta que
eligió, cuando en realidad todavía no dio ningún paso en la vida. La elección
es lo que me abre un abanico de posibilidades; es lo que me dice: ahora podés
recorrer este camino, ahora podés animarte a lanzarte en la vida. Por eso tengo
paz, porque ya sé qué es lo que quiero, lo tomo en mis manos y me hago
protagonista de mi propia vida, de mi propia historia.
En segundo
lugar, cuando yo me animo a decir que sí, a creer; empiezo a encontrarle el
sentido a la vida; qué es lo que yo quiero, qué es lo que yo busco. Creo que
Dios puso esa posibilidad en mi corazón, de hacerme protagonista de mi vida, y
de recorrerla, de ir eligiendo. Este salto a veces nos da miedo. Cuando tenemos
posibilidades, a veces animarnos a elegir nos da miedo. Pero lo único que nos
puede dar paz en el corazón es elegir. Creo que a ninguno de los que está acá,
nos gustaría que nos impongan las cosas. No nos gusta que nos digan qué tenemos
que estudiar, qué tenemos qué hacer, con quién nos tenemos que casar. ¡Qué
lindo es que yo pueda dar este salto, que yo me anime, que yo lo busque! Pero al
animarme a dar este salto, también me animo a los otros saltos en la vida. Confío
y creo en el otro. Eso provoca una historia. Cuando yo me animo a creer y
confiar en el otro, accedo al corazón del otro y el otro accede a mi corazón,
accede a mi vida, y empezamos a conocernos. Uno no le cuenta la vida a
cualquiera. La apertura es cuando uno se siente querido, cuando se siente amado,
cuando el otro confía y cree. Es más, cuando esto entra un poco en crisis, nos
cuesta ser veraces, contar lo que nos pasa. Pongamos un ejemplo simple: en la
adolescencia, se ve en el vínculo de los hijos con los padres: “¿por qué me
preguntas a dónde voy?”, “¿por qué te tengo que decir?”. ¿Qué falta ahí? Falta
dar el salto en la fe y en la confianza entre padre e hijo, el animarnos a
creer en el otro, que nos deja confiar en el otro, decirle lo que nos pasa. Así
sucede también en vínculos profundos. A veces no estamos tan seguros, y no le
decimos al otro las cosas que antes le contábamos, que antes le decíamos. Ahora,
cuando yo siento que el otro confía en mí, que puedo confiar, abro mi corazón,
cuento qué es lo que me pasa.
Esto es
también lo que hace Dios con nosotros. Cuando nos animamos a decirle que sí en
la fe, nos trae paz: yo estoy con vos, yo te acompaño, yo te guío, yo te llevo
de la mano. Pero en segundo lugar, accedo al corazón de Dios, empiezo a conocer
a Dios. Como hablábamos hace poquito, no es que lo conozco de oídas, que
escuché algo, que me dijeron algo en catequesis. Lo empiezo a conocer, empiezo
a entender más profundamente quién es Jesús. Dios puede empezar también de una
manera especial a descubrir quién soy yo. ¿Por qué? Porque me animo a abrirle
mi vida, porque me animo a contarle. A partir de ahí empieza una historia. Con lo
que nosotros creemos, con lo que nosotros confiamos, vamos caminando juntos, nos
animamos al recorrido de la fe.
María le dice
que sí a Dios en su corazón y comienza una historia. Esta historia va a
transformar la historia de cada uno de nosotros, la vida de cada uno de
nosotros. ¿Por qué? Porque se animó a recorrer, porque se animó a elegir a Dios
en su corazón. Esta es la invitación que nos hace también Dios a nosotros. Hoy de
una manera especial, Dios nos dice: alégrense. Le dice esto a María porque le
trae un regalo, le trae un don. ¿Cuál es ese regalo, ese don? Depende de que
María crea. “Dichosa tú porque has creído”, le dice el ángel. A nosotros nos va
a decir lo mismo. Hoy, de una manera especial, Dios se acerca a nosotros y nos
dice: alégrense, les traigo una buena noticia. La pregunta es si nos animamos a
creer en el corazón.
A veces
pensamos que el obstáculo a Dios, lo que nos hace alejarnos, es el pecado. En realidad,
el gran obstáculo hacia Dios es no creer. ¿Por qué? Porque le cierro mi
corazón, porque no puedo vivir un camino, no puedo vivir una historia, cuando
no me animo a creer. Por eso, si leemos el evangelio de Juan, y muchos otros
textos, la pregunta central siempre es: ¿crees? Jesús nunca pregunta si el
pecado es muy grande, eso lo puede perdonar, eso es parte del recorrido, de la
historia. Eso es parte de lo lindo del recorrido y de las heridas que tenemos
que sanar. Pero lo central es que yo crea, y que haga posible que Dios se haga
presente en mi vida. Esa es la invitación que María también nos trae a las
puertas de la Navidad, animarnos a tener esta historia, este diálogo. Dios cree
en nosotros, y nos invita a que nosotros creamos en Él, a recibir con gratitud
este regalo que es Jesús.
Cuando nos
animamos a creer, podemos empezar a vivir las otras dos virtudes que Dios nos
regala. La primera es la esperanza. La esperanza es la fe que se abre al
futuro. Porque creo en Dios, creo que las cosas pueden cambiar; porque pongo en
la fe, tengo esperanza de que las cosas pueden ser diferentes, de que lo que es
imposible para los hombres, es posible para Dios. Tengo la esperanza de que lo
que yo siento que no puedo cambiar, que no puedo transformar, Él lo puede
hacer. Por eso cuando uno tiene fe, cuando uno cree verdaderamente, levanta la
cabeza, mira a Dios con esperanza.
La segunda
virtud es el amor. El amor es la fe que actúa. Como creo, como confío, me animo
a tener gestos, me animo a tener palabras, me animo a recorrer un camino con el
otro. Pero para eso tengo que animarme a creer, a confiar; a creer en mí, y a
creer en el otro; a ir recorriendo ese camino. Esta es la invitación para
nosotros. No se nos pide nada en realidad (o se nos pide mucho, depende de qué
lado lo miremos). Lo que nos dice Dios es: ¿creés que esto es posible?, ¿crees
que es posible que la gloria se haga presente?
En la Navidad
vamos a escuchar el texto de los pastores. A ellos se les va a decir algo que
es muy loco: “un Dios les ha nacido”. Lo grande se ha hecho presente. ¿Qué es
lo que van a tener que descubrir los pastores? Un niño envuelto en pañales. En eso
van a tener que creer, en algo que nace. Los pastores salieron corriendo para
ahí, porque necesitaban ese mensaje. Muchas veces pienso qué les hubiera dicho
yo. Tal vez hubiera dicho: “no me despierten”, no sé, “esperá que sea de
madrugada y veo qué pasa”. ¿Saldría corriendo?, ¿me admiraría frente a un niño
en pañales, frente a alguien que está en germen? Acá está la pregunta central:
¿crees en esto? Por eso es tan difícil. Nosotros queremos creer, pero en cosas
extraordinarias, y Dios nos dice: ¿creés en un niño que nace? Esa es la
invitación para hoy. ¿Creemos posible que algo puede estar ahí en un embrión,
haciéndose presente en nuestra vida, en la vida de nuestra familia, en la vida
de nuestra comunidad? Ese es el salto de la fe, esa es la invitación que hoy
Dios nos hace. María dijo que sí.
María nos
acaricia con su amor, con su ternura, para que también nosotros lo miremos a
Jesús, para que también nosotros nos animemos a mirar algo que nace. Escuchemos
en estos días esta pregunta que Dios nos hace al corazón; animémonos a
responderla.
Lecturas:
*Sam 7,1-5.8b-12.14a.16
*Salmo 88
*Rom 16,25-27
*Lc 1,26-38