lunes, 22 de diciembre de 2014

Homilía: “¿Creemos que Dios se hace presente en un niño que nace?” – IV domingo de Adviento


La película El Justiciero, comienza con una frase de Mark Twain que dice así: “los dos días más importantes de la vida son cuando uno nace, y cuando uno descubre el porqué.” Esta frase que pone estos días en el centro, el día en que uno es dado a luz y el día en que descubre por qué fue dado a luz, cuál es el sentido de su vida, qué es lo que quiere, qué es lo que busca, lo que desea en la vida, la podríamos aplicar análogamente a la fe. Los dos días más importantes en la vida de fe, son el día que nacemos a la fe (es decir, el día en el que fuimos bautizados) y el día en que descubrimos el porqué de esa fe. Esto es tan central que la mayoría de nosotros, para poder dar ese salto, tenemos que pasar por un momento de dudas, de crisis en el corazón, para poder descubrir el porqué. No es tan fácil descubrir el sentido de nuestra vida. Lleva tiempo descubrir una carrera, encontrar con quién formar una familia, qué es lo que quiero hacer, cuál es la propia vocación. No es tan fácil tampoco descubrir el sentido de la fe, qué es lo que quiero de la fe. Hay un salto que es difícil. Cuando uno deja de ser niño, empieza a vivir la adolescencia y la juventud en la fe, hasta que uno salta a la adultez, donde uno se tiene que preguntar el porqué de esa fe. Me tengo que preguntar si yo la quiero llevar en mi corazón, si quiero vivirla. Ahora, cuando me anima a decirle que sí a la fe, por elección, porque lo elijo en la vida, porque quiero creer, porque quiero estar con Dios, porque quiero estar con Jesús, eso me abre un abanico de posibilidades.
Cuando nos animamos a decir que sí, lo primero que sentimos es una paz profunda en el corazón. Cuando elegimos, cuando descubrimos qué es lo que queremos, eso nos tranquiliza la vida, eso nos trae paz. Vamos a poner el ejemplo de este evangelio tan conocido de María: María le dice que sí a Dios, se anima a esta aventura de la fe de dar a luz al salvador. Uno no se imagina a María dando vueltas por la casa, diciendo “¿qué hice?”, sino con la paz de esa elección que hizo. Cuando nos animamos a creer, eso apacigua nuestra vida, nos trae paz.
Esto mismo nos pasa en la vida. Cuando no sabemos qué es lo que queremos, cuando no descubrimos el sentido de la vida no estamos en paz. Estamos en búsqueda, y nos preguntamos ¿por qué no encuentro qué es lo que quiero?, ¿por qué no me doy cuenta?, ¿por qué no encuentro qué carrera quiero estudiar, qué es lo que quiero hacer, qué es lo que Dios quiere de mí? Eso me tiene intranquilo, hasta me trae miedos en la vida. Cuando nos animamos a elegir, eso nos empieza a traer paz. Es más, la verdadera elección del corazón, cuando algo decanta, es lo que nos deja tranquilos. Ya sabemos qué es lo que queremos, ya lo descubrimos, ya sabemos por dónde caminar. Esto nos abre un abanico de posibilidades. En general el mundo predica lo contrario. El mundo predica que en uno es libre hasta que eligió, cuando en realidad todavía no dio ningún paso en la vida. La elección es lo que me abre un abanico de posibilidades; es lo que me dice: ahora podés recorrer este camino, ahora podés animarte a lanzarte en la vida. Por eso tengo paz, porque ya sé qué es lo que quiero, lo tomo en mis manos y me hago protagonista de mi propia vida, de mi propia historia.
En segundo lugar, cuando yo me animo a decir que sí, a creer; empiezo a encontrarle el sentido a la vida; qué es lo que yo quiero, qué es lo que yo busco. Creo que Dios puso esa posibilidad en mi corazón, de hacerme protagonista de mi vida, y de recorrerla, de ir eligiendo. Este salto a veces nos da miedo. Cuando tenemos posibilidades, a veces animarnos a elegir nos da miedo. Pero lo único que nos puede dar paz en el corazón es elegir. Creo que a ninguno de los que está acá, nos gustaría que nos impongan las cosas. No nos gusta que nos digan qué tenemos que estudiar, qué tenemos qué hacer, con quién nos tenemos que casar. ¡Qué lindo es que yo pueda dar este salto, que yo me anime, que yo lo busque! Pero al animarme a dar este salto, también me animo a los otros saltos en la vida. Confío y creo en el otro. Eso provoca una historia. Cuando yo me animo a creer y confiar en el otro, accedo al corazón del otro y el otro accede a mi corazón, accede a mi vida, y empezamos a conocernos. Uno no le cuenta la vida a cualquiera. La apertura es cuando uno se siente querido, cuando se siente amado, cuando el otro confía y cree. Es más, cuando esto entra un poco en crisis, nos cuesta ser veraces, contar lo que nos pasa. Pongamos un ejemplo simple: en la adolescencia, se ve en el vínculo de los hijos con los padres: “¿por qué me preguntas a dónde voy?”, “¿por qué te tengo que decir?”. ¿Qué falta ahí? Falta dar el salto en la fe y en la confianza entre padre e hijo, el animarnos a creer en el otro, que nos deja confiar en el otro, decirle lo que nos pasa. Así sucede también en vínculos profundos. A veces no estamos tan seguros, y no le decimos al otro las cosas que antes le contábamos, que antes le decíamos. Ahora, cuando yo siento que el otro confía en mí, que puedo confiar, abro mi corazón, cuento qué es lo que me pasa.
Esto es también lo que hace Dios con nosotros. Cuando nos animamos a decirle que sí en la fe, nos trae paz: yo estoy con vos, yo te acompaño, yo te guío, yo te llevo de la mano. Pero en segundo lugar, accedo al corazón de Dios, empiezo a conocer a Dios. Como hablábamos hace poquito, no es que lo conozco de oídas, que escuché algo, que me dijeron algo en catequesis. Lo empiezo a conocer, empiezo a entender más profundamente quién es Jesús. Dios puede empezar también de una manera especial a descubrir quién soy yo. ¿Por qué? Porque me animo a abrirle mi vida, porque me animo a contarle. A partir de ahí empieza una historia. Con lo que nosotros creemos, con lo que nosotros confiamos, vamos caminando juntos, nos animamos al recorrido de la fe.
María le dice que sí a Dios en su corazón y comienza una historia. Esta historia va a transformar la historia de cada uno de nosotros, la vida de cada uno de nosotros. ¿Por qué? Porque se animó a recorrer, porque se animó a elegir a Dios en su corazón. Esta es la invitación que nos hace también Dios a nosotros. Hoy de una manera especial, Dios nos dice: alégrense. Le dice esto a María porque le trae un regalo, le trae un don. ¿Cuál es ese regalo, ese don? Depende de que María crea. “Dichosa tú porque has creído”, le dice el ángel. A nosotros nos va a decir lo mismo. Hoy, de una manera especial, Dios se acerca a nosotros y nos dice: alégrense, les traigo una buena noticia. La pregunta es si nos animamos a creer en el corazón.
A veces pensamos que el obstáculo a Dios, lo que nos hace alejarnos, es el pecado. En realidad, el gran obstáculo hacia Dios es no creer. ¿Por qué? Porque le cierro mi corazón, porque no puedo vivir un camino, no puedo vivir una historia, cuando no me animo a creer. Por eso, si leemos el evangelio de Juan, y muchos otros textos, la pregunta central siempre es: ¿crees? Jesús nunca pregunta si el pecado es muy grande, eso lo puede perdonar, eso es parte del recorrido, de la historia. Eso es parte de lo lindo del recorrido y de las heridas que tenemos que sanar. Pero lo central es que yo crea, y que haga posible que Dios se haga presente en mi vida. Esa es la invitación que María también nos trae a las puertas de la Navidad, animarnos a tener esta historia, este diálogo. Dios cree en nosotros, y nos invita a que nosotros creamos en Él, a recibir con gratitud este regalo que es Jesús.
Cuando nos animamos a creer, podemos empezar a vivir las otras dos virtudes que Dios nos regala. La primera es la esperanza. La esperanza es la fe que se abre al futuro. Porque creo en Dios, creo que las cosas pueden cambiar; porque pongo en la fe, tengo esperanza de que las cosas pueden ser diferentes, de que lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Tengo la esperanza de que lo que yo siento que no puedo cambiar, que no puedo transformar, Él lo puede hacer. Por eso cuando uno tiene fe, cuando uno cree verdaderamente, levanta la cabeza, mira a Dios con esperanza.
La segunda virtud es el amor. El amor es la fe que actúa. Como creo, como confío, me animo a tener gestos, me animo a tener palabras, me animo a recorrer un camino con el otro. Pero para eso tengo que animarme a creer, a confiar; a creer en mí, y a creer en el otro; a ir recorriendo ese camino. Esta es la invitación para nosotros. No se nos pide nada en realidad (o se nos pide mucho, depende de qué lado lo miremos). Lo que nos dice Dios es: ¿creés que esto es posible?, ¿crees que es posible que la gloria se haga presente?
En la Navidad vamos a escuchar el texto de los pastores. A ellos se les va a decir algo que es muy loco: “un Dios les ha nacido”. Lo grande se ha hecho presente. ¿Qué es lo que van a tener que descubrir los pastores? Un niño envuelto en pañales. En eso van a tener que creer, en algo que nace. Los pastores salieron corriendo para ahí, porque necesitaban ese mensaje. Muchas veces pienso qué les hubiera dicho yo. Tal vez hubiera dicho: “no me despierten”, no sé, “esperá que sea de madrugada y veo qué pasa”. ¿Saldría corriendo?, ¿me admiraría frente a un niño en pañales, frente a alguien que está en germen? Acá está la pregunta central: ¿crees en esto? Por eso es tan difícil. Nosotros queremos creer, pero en cosas extraordinarias, y Dios nos dice: ¿creés en un niño que nace? Esa es la invitación para hoy. ¿Creemos posible que algo puede estar ahí en un embrión, haciéndose presente en nuestra vida, en la vida de nuestra familia, en la vida de nuestra comunidad? Ese es el salto de la fe, esa es la invitación que hoy Dios nos hace. María dijo que sí.
María nos acaricia con su amor, con su ternura, para que también nosotros lo miremos a Jesús, para que también nosotros nos animemos a mirar algo que nace. Escuchemos en estos días esta pregunta que Dios nos hace al corazón; animémonos a responderla.

Lecturas:
*Sam 7,1-5.8b-12.14a.16
*Salmo 88
*Rom 16,25-27

*Lc 1,26-38

viernes, 19 de diciembre de 2014

Homilía: “Estén siempre alegres” – III domingo de Adviento

Hoy vamos a hablar de una película para los más grandes. Hace treinta años más o menos, salió una película italiana que se llama “La vida es bella”, en la que Guido, judío, se muda en 1929 a donde vive el tío, quien lo toma como camarero. Empieza a vivir en ese pueblo, se enamora de una chica cristiana que se llama Dora, e intenta conquistarla de muchas maneras y con mucha alegría. Finalmente lo logra, se casan, tienen un hijo, pero después las cosas se complican, empieza a avanzar todo el dominio nazi, y ya sobre 1945, sobre la Segunda Guerra Mundial, los llevan a un campo de concentración. Lo que llama la atención, a pesar de este cambio brusco, es que él nunca pierde la alegría. Siempre busca la manera de alegrar a todos, de alegrar a su hijo, de buscar las formas de que más allá de la dificultad, se mantenga siempre esa alegría interior que él tiene. Hay una frase que dice que la película es sencilla, pero no es fácil de contar. Como toda fábula tiene momentos de dolor y sufrimiento, como toda fábula tiene momentos maravillosos y de felicidad. Como toda vida; hay momentos muy lindos, que siempre esperamos que sean la mayoría, y hay momentos que nos cuestan más. Y más allá de que la película sea un drama, uno siempre la recuerda con una sonrisa, recordando la alegría de esta persona.
A veces, haciendo juegos mentales, pienso qué don le pediría como regalo a Dios para anunciar el evangelio. Y lo primero que siempre me surge es: una sonrisa, poder tener una sonrisa en la cara. ¿Por qué? Porque creo que eso es contagioso. Si uno no transmite las cosas con una sonrisa, con alegría, es mucho más difícil que lo demás se contagie, es mucho más difícil que el otro se sienta atraído por eso. Es más, muchas veces nos cambia el día encontrarnos con una persona que es alegre, que nos transmite una sonrisa. Aún a veces hasta por vía negativa, uno se pregunta ¿por qué esta persona está siempre contenta?, ¿por qué está todo el día con una sonrisa?, hasta a veces quejándonos. Nos llaman la atención las personas con esa actitud, las personas que tienen ese regalo y ese don. Esto va más allá de que uno la esté pasando bien. Porque si estamos en una fiesta bailando, supongo que la mayoría están contentos. Pero esto habla de algo mucho más profundo, de una actitud de vida. A nadie le transmite nada el que está siempre triste, amargo, con cara larga. Cuesta mucho más sentirse identificado. En cambio la alegría es contagiosa, y nos hace preguntarnos, ¿cómo puedo vivir esto?
Me acuerdo que al poco tiempo que me ordené de sacerdote, hace once años, una amiga mía vino y me dijo que yo era mejor antes. Vieron cuando te dicen algo así, decís, ¿qué se me viene ahora? Me dijo: “porque antes vos estabas contento siempre y ahora no.” Y eso me ayudó a replantearme un montón de cosas. ¿De qué sirve haberme ordenado de cura y estar haciendo un montón de cosas si no puedo transmitir esa alegría, si no puedo transmitir ese gozo del evangelio? Puedo hacer mucho, pero ¿qué contagia eso? Bueno, me sirvió para recapacitar un poco, intentar ordenar las cosas, hoy en día me sirve como examen de conciencia, para ver qué es lo que transmito. Ténganme paciencia si estoy alegre o no, porque uno hace lo que puede a veces. Pero lo central es eso, yo quiero transmitir esta alegría, quiero llevarla a los demás.
Esto es lo primero que dice Pablo en la segunda lectura. Fíjense que a la comunidad, que está perdiendo un poco el espíritu, le va a decir: mantengan el espíritu. Antes de decirles, “recen incesantemente”, les va a decir, “estén siempre alegres”. Es decir, lo primero que dice es que el evangelio hay que transmitirlo con alegría. El evangelio te tiene que transformar la vida, te tiene que tocar el corazón Jesús, te tiene que dar esa alegría que brota de lo profundo. Pero, ¿cuándo vivo la alegría? Cuando me encuentro, en general. Los momentos más alegres que tenemos en la vida son los encuentros, cuando podemos estar bien con nuestra familia, con los amigos. Nos encontramos, pasamos un buen rato; hay un montón de encuentros que nos alegran la vida.
Con Jesús pasa lo mismo. Voy a ponerme verdaderamente contento cuando verdaderamente pueda encontrarme con Él, cuando Él toque lo profundo de mi corazón. Si no termina siendo algo más que tengo que hacer. Llega el domingo y tengo que ir a misa. No vivo la alegría de encontrarme con Jesús, de rezar un rato con él; sino que pienso: “uh, tengo que ir a misa”, “tengo que cumplir con esto”. Lo mismo en la semana, cuando rezamos, ¿cómo es?: ¿‘uh, tengo que rezar’, ‘hoy no recé y tendría que haber rezado’?, ¿o vivo la alegría de ese ratito, de ese Ave María, ese rosario, ese ratito de oración que pude tener con Jesús? Porque me quiero encontrar con Él, porque eso me alegra el día, porque eso me alegra la semana. Porque si yo, en vez de la alegría de ese encuentro, vivo solamente el tener que cumplir, eso en algún momento tiene fecha de vencimiento. Cuando yo me canse de cumplir, se acabó. Porque no parte del gozo y la alegría de encontrarme con el otro, sino de algo más que tengo que hacer. Eso pasa con todo en la vida. Obviamente que hay momentos en la vida, no estoy hablando de eso, eso lo tenemos todos; hablo de una actitud del corazón, que nos permite encontrarnos con Jesús y alegrarnos por ello. Una actitud que es muy profunda porque no se basa solamente en que todo esté bien. El texto más profundo de todo el evangelio dice: felices los pobres, felices los que lloran, felices los misericordiosos. Aún en momentos difíciles y duros, la felicidad es que vos te encontraste con Jesús y estás viviendo esto. Hay una alegría más profunda que lo que te está pasando, hay una alegría que te estabiliza, aun en medio de las dificultades, te invita a vivir eso.
Hay una frase de Gandhi que dice que la alegría está en encontrar lo que uno quiere, luchar por eso, aun en sufrir. No en la victoria, no es que me voy a alegrar por el resultado, sino por encontrar el camino y luchar por eso. ¿Por qué? Porque eso me hace feliz en el corazón. Entonces, en vez de decir, “uh, que garrón”, lo vivo con alegría. Esa es la invitación de Pablo, esa es la invitación de Jesús para todos nosotros. Es la alegría del adviento; hay algo que nace. Me alegro de que Jesús viene, de que me puedo encontrar con Él. Eso lo quiero compartir, lo quiero transmitir. Eso es lo que hace Juan. Juan el Bautista se hizo muy famoso; tal es así que este evangelio muestra cómo él tuvo que remarcar que no era el Mesías. En las primeras comunidades era muy fuerte la figura de Juan. Él dice: yo soy un testigo, soy el testigo de la luz, vine a dar testimonio de alguien que ustedes no conocen. Lo central es que Juan es testigo de la luz. ¿Por qué es central? Porque la luz no se puede apagar. Cuando hay un lindo día, la luz ilumina, da luz. Yo puedo disfrutar de eso o no. Esa es mi elección. Con Jesús pasa lo mismo. Jesús ilumina nuestra vida, lo que puedo elegir es encontrarme con Él, ser testigo de eso o no, dejarlo hacer huella e historia en mi corazón o no. Esa es la invitación.
Después, animarme a dar testimonio. Pero esto lo puedo vivir con la misma alegría: ¡qué lindo!, ¡qué alegría que Jesús me elija para ser su testigo!, ¡qué bueno!, o, ¿además tengo que dar testimonio de Jesús? ¡Qué garrón!, me cuesta, tengo que vivir tal cosa, tal otra. Pero el testimonio tendría que ser algo que brota del corazón, Jesús me eligió para esto, qué bueno que yo lo pueda vivir, en donde me toca. No sólo yendo a misionar, o haciendo una tarea pastoral en alguna parroquia, sino en mi casa, en el trabajo, qué lindo que Jesús me elija para esta misión. Me eligió a mí. Y me llama para ser testigo, pero para eso siempre lo central es cómo lo recibo a Jesús en mi vida, cómo lo recibo en mi corazón.
A ver, yo no me imagino a San Pablo enojado, sino una persona alegre, porque Jesús le cambió la vida. No me imagino a Juan el Bautista con cara de traste todo el día, me lo imagino una persona alegre que transmitía a Jesús. Esa es la invitación para nosotros. ¿Cómo contagiamos a los demás? ¿Por qué? Porque como dice Juan: hay alguien desconocido en medio de ustedes, que yo les vengo a transmitir. A nosotros nos pasa lo mismo, nosotros conocemos a un montón de gente que no conoce a Jesús. No digo haber escuchado hablar de Jesús, sino conocerlo verdaderamente, encontrarse con Él. Para poner un ejemplo, ayer en la misa de niños les pregunté a los chicos si lo conocían a Messi. “Sí, sí, sí”, decían. Entonces les hice algunas preguntas: ¿cuál es su color favorito?, ¿cuál es su remera favorita?, ¿quién es su mejor amigo?, y los chicos me decían: “No sé”. ¿Cuánto lo conocen entonces? A partir de eso explicaba lo mismo que digo ahora acá. Conocer es pasar tiempo con el otro; obviamente que lo vieron y saben cómo juega al fútbol. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de pasar un tiempo con alguien a quién termino conociendo, sé quién es, que toca mi vida. Eso es lo que quiere Jesús. Esa es la invitación que nos hace a nosotros. Hay muchos que tal vez escucharon de Jesús sólo de oído; hoy se nos invita a ser testigos de esa luz, a tomar esa responsabilidad, ese compromiso. ¿Por qué? Porque a mí me da alegría vivir a Jesús, y quiero que otros lo viven.
Una vez escuche una frase que decía que el único evangelio que muchas personas van a escuchar es nuestra vida. Es decir, para muchas personas, la única Biblia que van a abrir, es nuestra vida, cuando nos vean a nosotros. Esa es nuestra responsabilidad, cómo nosotros, con alegría, vivimos eso. Mi vida es un evangelio para vos, lo quiero transmitir. Después está la libertad de recibir esa buena noticia o no, pero yo voy y te lo transmito. ¿Cómo? Con alegría. Santa Teresa decía que un santo triste es un triste santo. Podríamos decir lo mismo de los cristianos. Un cristiano triste es un triste cristiano, ¿qué transmite?, ¿qué contagia?
El adviento nos quiere renovar en esto; en que con alegría transmitamos a Jesús. La invitación sería que en esta semana pensemos en una persona para la cual queremos ser testigo. Porque a veces las cosas quedan en el aire. Pensemos en alguien, ¿para quién quiero ser testigo de Jesús? Alguien que no lo conozca, que lo necesite, que necesite esa buena noticia. Como dijo Isaías: “les traigo una buena noticia.” Bueno, ¿a quién le queremos decir: te traigo una buena noticia? Pensémoslo. Tal vez con algún gesto, con alguna palabra, algo sencillo. Pero que pueda transmitirlo a Jesús.
Pongamos esto en oración, y pidámosle a Juan, aquél que fue testigo de Jesús, testigo de la luz, que nos ayude a nosotros también a dar testimonio de Él.

Lecturas:
*Is 61,1-2a.10-11
*Lc 1,46-48.49-50.53-54
*Tes 5,16-24

*Jn 1,6-8.19-28

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Homilía: “La Palabra de Dios es eficaz cuando le hacemos lugar en el corazón” – Inmaculada Concepción de la Virgen María

Cuentan que una vez le pidieron a un maestro muy sabio que diera una charla sobre comunicación, sobre el poder de la palabra. Este hombre empezó hablando sobre el poder y el influjo que tiene la palabra sobre cada uno de nosotros. Después de hablar sobre la palabra, la Palabra Sagrada, el valor y la eficacia que tiene, abrieron a preguntas. El primer hombre se levantó y le dijo que no estaba de acuerdo con las cosas que él decía, que no creía esto. El charlista, entonces, se puso muy enérgico y le dijo: “Cállese, usted no es el que sabe, el que sabe soy yo.” El hombre, sorprendido, se sentó; y cuando el maestro retomó la charla, le dijo: “perdón, le quiero pedir disculpas por lo que acabo de hacer, yo no tendría que haberlo tratado así. Tengo que aceptar su opinión aunque esté en desacuerdo con la mía.” Y siguió pidiendo disculpas. El hombre aceptó la disculpa, y para terminar, el charlista dijo: “lamento haber tenido que ser así de agresivo, pero, ¿vieron el influjo que tiene la palabra? Cuando yo fui agresivo con usted, usted, y muchos del público seguramente, estaban enojados con lo que yo había hecho. Al pedirle disculpas, usted las aceptó; por eso, la palabra que nosotros ejercemos, tiene un fuerte influjo en nuestra vida y en la vida de los demás.
Creo que la Palabra tiene una fuerza especial en todos nosotros. El problema es que hoy estamos bombardeados por muchas palabras. Todo el tiempo estamos escuchando un montón de cosas. Es más, podríamos preguntarnos si en algún momento del día estamos en silencio, sin escuchar nada. Hoy a veces uno está con dos o tres cosas a la vez porque necesita más, y quizás hasta se aburre. Uno se pone a escuchar algo y es aburrido, tengo que cambiar, tengo que ver. ¿Por qué? Porque se va perdiendo el poder de la palabra. Pero esto no significa que el poder de la palabra no influya en nuestra vida; influye. Tal es así, que según cómo se comuniquen con nosotros, según cómo nos traten: cómo estamos. Si han sido agresivos con nosotros por medio de la palabra, seguramente nosotros estemos agresivos. Cuando vamos en el auto, cuando estamos en casa… Si han sido buenos con nosotros, entonces estaremos de la misma manera. Ahora, para que la palabra tenga verdadero peso en nuestra vida, es una palabra que tiene que brotar del silencio. La palabra que brota del silencio es una palabra creadora (si quieren lean el Génesis). Cuando Dios habla crea. La palabra que brota de lo profundo del silencio de Dios, es una palabra creadora, es una palabra que hace que las cosas vivan.
También se da esto en nuestra vida. En general, si aparece una persona como yo, que habla mucho, a veces uno no tiene tantas ganas de escucharlo. Cuando aparece una persona que habla poco, uno le presta mucho más atención, a ver qué va a decir. ¿Por qué? Porque no está uno tan acostumbrado a escucharla.
La palabra entonces tiene su peso. Y la Palabra de Dios es eficaz, cuando uno le hace lugar en el corazón. Esto es lo que hizo durante toda su vida María. María fue rumiando, fue dándole lugar en el corazón a esa Palabra de Dios. Siempre la escuchó. Pudo recibir en su seno a la Palabra hecha carne, porque fue coherente con toda su vida. Lo que ella escuchó, lo que ella aprendió, a lo que ella le hizo lugar, fue el gran don que después se le dio. Es más, las dos fiestas que vamos a celebrar en muy poquitos días, tienen que ver con esto. María es preservada de pecado, es inmaculada, porque es lo que va a reafirmar durante toda su vida, que le dice que sí a Dios en el corazón. María va a dar a luz a la Palabra, a Jesús hecho hombre, porque quiso decirle que sí y reafirmar con ese sí, todo lo que había hecho durante su niñez, su adolescencia, su juventud.
En general cuando uno prepara su corazón, es cuando está listo para decir que sí. Esto lo podemos ver en las decisiones más importantes que tomamos en nuestra vida. Yo ¿cuándo me hice sacerdote? ¿Cuando entré al seminario? No. Ahí todavía decía, “pará, pará, no me apuren”. Cuando uno apura unos novios, le pregunta a uno quizás, ¿te estás por casar? Y te dice, “no, pará, pará”. ¿Por qué? Porque eso todavía tiene que decantar en el corazón todavía, tenemos que conocernos más, tenemos que charlar, tenemos que ir haciendo camino. Y ¿cuándo va a decantar? Cuando esa palabra esté lista. Cuando alguien esté listo para proponerlo y alguien esté listo para decir que sí. Esa es la vida de María. Hay un Dios que siempre le habló al corazón a María, para proponerle algo, al final, que era lo más importante: el anuncio del ángel. María durante mucho tiempo preparó su corazón para poder decir que sí a Dios. Y esto lo siguió viviendo a lo largo de su vida. María fue profundizando cada vez más para poder responder siempre que sí. Ese es el ejemplo más grande que nos da a nosotros. Cómo ir haciendo lugar, a lo largo del camino, a la Palabra de Dios, para poder decirle que sí a Dios.
Nosotros nos encontramos en nuestra vida en algunas encrucijadas en las que es difícil decirle que sí a Dios. Hay momentos que son difíciles. Y vamos a poder decirle que sí en la medida en que hayamos hecho un camino con la Palabra, le hagamos hecho un lugar, la hayamos escuchado, la hayamos dejado decantar. A partir de ahí brota nuestro sí. A ver, este sí que María le dice al ángel, uno puede decir: “qué fácil que era” (esto se puede discutir, igualmente), pero hubo otros “sí” de  María que fueron difíciles. A ver, el más grande es la cruz. Tuvo muchos años para rumiar esa Palabra, para aceptar que Dios entregara a su único hijo por nosotros, para poder entregar también ella a su hijo. Hubo también momentos donde María no entendía. “Tu padre y yo te buscábamos por todas partes. ¿Dónde estabas?” – “Tengo que hacer las cosas de mi padre”. ‘¿De qué me estás hablando?’ podría haber dicho María. Tuvo que seguir haciéndole lugar en el corazón para entenderla y comprenderla más. Pero lo central es que fue dócil a esa Palabra en el corazón, y le hizo un lugar. Esa es la invitación que María nos hace en este camino del adviento. A que nosotros recibamos con un corazón dócil la Palabra de Dios.
Esto es complejo porque en general nosotros queremos recibir en el corazón la Palabra de Dios siempre y cuando coincida con nuestra voluntad. “Hágase tu voluntad”, siempre y cuando coincida con la mía; lo que no coincide mucho no nos gusta, ¿no? Aún con cosas que sabemos que no son así. ¿Por qué? Porque tenemos que aprender a descubrir a qué nos llama Dios. Y eso implica una lucha interior en el corazón, no es fácil. ¿A quién le es fácil perdonar? ¿A quién le es fácil amar entregadamente? ¿A quién le es fácil dar la vida? ¿A quién le es fácil escuchar, bancar, soportar, por amor? Pero ese es el camino de hacerse dócil a la palabra, para poder decirle que sí, para poder recibirla. Ese es el gran regalo que María nos hace.
Cuando María visita a Isabel, la respuesta de Isabel es “bendita tú” ¿Por qué? Por haber aceptado esa Palabra de Dios en el corazón. También nosotros le decimos en la oración: bendita tú María, por este regalo que nos haces. Esa bendición de María, de aceptar esa Palabra de Dios en el corazón, hizo que se la pudiera llevar a Isabel, hizo que todos nosotros recibiéramos a Jesús, hizo que con mucha alegría nos estemos preparando para celebrar la Navidad. Ahora, también nosotros hemos sido bendecidos con la Palabra. Pablo nos dice en la segunda lectura que escuchamos recién: ustedes han sido bendecidos con un montón de dones. El gran don es este regalo de Jesús. Qué lindo sería que esta Navidad nos haga testimonio de esa Palabra de Dios; a cada uno de nosotros con nuestra vida, nos haga hombres y mujeres del Espíritu, que acogen la Palabra, que la reciben y la llevan. Pero para eso le tengo que dar un lugar en mi vida, para eso me tengo que tomar un momento para escucharla. Si tenemos este gran regalo que es la Palabra de Dios, animémonos a irla escuchando. No sé si todos los días, pero cada tanto abrir la Palabra, escucharla, prestarle atención, descubrir qué me dice Dios, aprender a escucharlo.
Como creo que alguna vez les dije, cuando yo le entrego la Palabra a los chiquitos, les pregunto si alguna vez escucharon a Dios. Obviamente los chicos me dicen, “no, nunca lo escuché”. Y yo siempre les digo: cuando yo termino de leer, ¿qué digo?, ¿’es palabra del Padre Mariano’? “No. Es Palabra de Dios”, me dicen. Bueno, escuchemos con atención esa Palabra entonces. Primero hay que abrir el libro, para dejar que vaya haciendo camino en nuestro corazón. Nosotros decimos: quiero escuchar a Dios. Bueno, abramos su Palabra, hagámosle lugar para que después pueda habitar, para que después, dócilmente le podamos decir que sí. Cuando uno recibe con alegría algo en el corazón, el sí sale solo, ¿no?, el sí sale con ganas. Casi como una novia ansiosa, que está esperando que llegue esa propuesta, a la vida y al corazón. Con Dios debería ser igual. Voy haciendo camino, esperando que me proponga algo, para decirle que sí, ¿no?
Uno no se imagina a María en el ángelus pensándolo un rato largo, sino (más allá del miedo) diciéndole que sí a Dios con muchas ganas y alegría. Bueno, eso es lo que quiere que brote en nosotros. Ese sí a Dios que se hace carne y que lo podemos llevar a los demás.
Pidámosle a María, aquella que acogió la Palabra de Dios, aquella que la acogió en su seno, aquella que le dio vida, aquella que la acompañó en la cruz, que acompañó a los discípulos; que nos ayude también a nosotros en esta Navidad a recibir a ese niño que nace, a recibir su Palabra, a hacerle lugar en el corazón, y a ser testigo de ella.

Lecturas
*Gen 3, 9-15. 20
*Salmo 97
*Ef 1, 3-6. 11-12

*Lc 1, 26-38

Homilía: "¿Jesús es una buena noticia para nosotros?" – II Domingo de Adviento

Hace poco miraba la película “Marta y María”, que trata de dos madres que pierden a sus hijos en África, por la malaria. María es una madre bastante acomodada que vive en EEUU, y que decide hacer un viaje a África para acercarse más a su hijo, que es pre-adolescente; éste es picado por un mosquito y contrae la enfermedad. Después en el hospital de África, ella descubre lo que es este flagelo, y luego de esta tragedia le cuesta mucho retomar su vida diaria en EEUU.
Todavía en medio de esto, quiere volver a las cosas rutinarias de todos los días, y un día va al club con sus amigas. Mientras están charlando Alice, una de sus amigas, cuenta que están discutiendo para cambiar el auto con su marido. Una le dice, “sí, a mí me pasó lo mismo cuando tuvimos que comprar el segundo auto”; “Sí, sí…”, dice Alice, “… lo que pasa es que él quiere un Mercedes, yo prefiero un Lexus…”. Hasta que María, que está con la cabeza en otro lado, les dice: “Perdón, disculpen, me retiro.” Alice se para, y le pregunta, “¿por qué?, ¿qué pasa?”. “La respuesta honesta, no estoy lista para volver a la realidad. Acabo de ver cosas terribles y se me rompe la cabeza escuchando cómo pasar de un auto muy grande a otro más grande todavía.” Alice le dice, “no te pongás así, no te pongás como loca.”, y María le contesta, “a mí manera de ver las cosas hoy, las locas son ustedes. Nos pasamos cada minuto de la vida enojados, obsesionados, por cosas que no tienen la menor importancia, y de pronto vemos lugares donde a un niño se le permite morir por una picadura de mosquito. Estos días lloraba por cómo había desperdiciado mi vida, y lo que ahora descubro es que he desperdiciado la vida de mi hijo.”
Lo que le pasa a María es que una tragedia le cambia la mirada. Le hace salir de lo superfluo de todos los días, de las cosas pequeñas que a veces nos tapan el paisaje. Empieza a mirar de una manera nueva. Intenta ir a lo central, valorar la vida, descubrir el significado que tiene para ella, como debería tener para cada uno de nosotros.
Éste es un camino que todos deberíamos hacer en la vida, pero sabemos que no es fácil. Tenemos que aprender a ir a lo central, aprender a ir a lo esencial. A veces necesitamos cosas muy dolorosas para darnos cuenta, para empezar a valorar. En este caso una tragedia, perder un hijo; un dolor muy grande, alguien que no está más conmigo. Empezamos a valorar lo importante en los momentos en que ya no lo tenemos. A veces, la gracia de Dios hace que la sabiduría y la madurez nos permitan ese cambio de mirada, de poder valorar y descubrir lo central y lo esencial. Eso es necesario para poder tener una escala de valores bien centrada, que va a lo esencial. Porque si no nos pasa que cosas que ni siquiera son secundarias, sino que no entran ni en el “top ten” de lo importante, nos tapan todo el paisaje, no nos dejan ver, nos obnubilamos. Nos quedamos como frenados, sin poder volver a lo central.
El adviento viene a despabilarnos un poco y a ayudarnos a volver a lo central de nuestras vidas. Así es como comienza el evangelio de Marcos: “comienzo de la Buena Noticia de Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios”. Marcos viene a decirnos que en medio de nuestras vidas, de lo cotidiano de todos los días, hay un Dios que irrumpe, hay una buena noticia que se hace presente. Él la quiere transmitir, él la quiere dar a conocer. ¡Abran el corazón a esta Buena Noticia, hay algo que está cambiando! Para eso, hay que mirar de una manera distinta, de una manera nueva. No es que cambió la vida de la gente que está ahí, no es que cambió la gente. Sino que en su vida cotidiana, tienen que descubrir que irrumpe, que Dios se hace presente. Para eso tienen que abrir el corazón para descubrir que hay una Buena Noticia.
Entonces, la pregunta que nos podríamos hacer en este adviento es, ¿Jesús es una buena noticia para nosotros? A ver, obvio que si yo les hago esta pregunta, todos van a decir que sí. Nadie va a decir que no. Pero la pregunta cala más profundo. ¿Descubro verdaderamente que en mi vida Jesús es una buena noticia?, ¿lo vivo como una buena noticia? ¿Se nota en mi vida que Jesús me hace trascender lo demás y que puedo vivirlo de una manera nueva? Eso es lo que quiere Jesús en el adviento, volver a irrumpir como buena noticia en nuestras vidas.
La semana pasada les decía: no miremos tanto para atrás, miremos para adelante. El adviento tiene esa diferencia con la cuaresma. Hay algo que irrumpe, Jesús es una buena noticia. Aprendamos a descubrir esto. No hagamos sólo un balance del año, a ver qué pasó y qué no pasó. Miremos para delante. Descubramos que hay algo nuevo, alguien nuevo que viene, dejémoslo irrumpir. En mi vida, hoy, Jesús viene; como estoy, y como vivo; como soy. Pero para eso quiere que lo descubra. Para eso tengo que abrir el corazón, descubrir que hay una buena noticia. Porque si no puede pasar como cuando Jesús nació. Todos esperaban el Mesías, pero el Mesías no pudo nacer en ninguna casa. María, la que lo acogió en su vida, iba casa por casa y todos lo decían que no había lugar. Tenían muchas preocupaciones y Jesús pasó de largo. Terminó naciendo en un pesebre en una cueva, por ahí… ¿Por qué? Porque nadie quería recibir esa buena noticia.
Ahora, si le preguntamos a los judíos, ¿esperan al Mesías? Sí, sí… ¿Lo van a recibir? Sí, sí… Bueno, que esperen todavía. No se dieron cuenta. A nosotros nos puede pasar lo mismo. Esperamos que Jesús irrumpa, pero no le hacemos un lugar. El viene para que le hagamos un lugar. Pero para eso, como venía diciendo, en primer lugar tengo que responderme si es una buena noticia.
En  segundo lugar, tengo que preparar el corazón a esta buena noticia. ¿Cómo nos preparamos? Esto lo dice Juan. Allanen el camino, prepárense. Juan se prepara para esta buena noticia. Es más, nos llama la atención, porque vive muy pobre y austeramente, porque Jesús es la buena noticia que espera. A nosotros nos pide lo mismo. Todos sabemos más o menos las cosas que hay que hacer para preparar el corazón. Podemos rezar un poquito más, reconciliarnos, con nuestros hermanos y con Dios, confesarnos, poner gestos, signos… Pero muchas veces las cosas, sobre todo a fin de año, nos tapan. Hacemos un montón de cosas (que quizás habría que revisar cuán importantes son) y Jesús siempre va quedando. Casi como las dietas, que decimos, “mañana empiezo”; con Jesús nos pasa lo mismo, “mañana empiezo”. Queda postergado, no le hago lugar. Jesús dice: preparate, te doy otra oportunidad, comenzó el adviento, haceme un lugar, un ratito en tu vida. ¿Para qué? Para recibir esa buena noticia.
Ahora, para eso, yo me tengo que poner en sintonía de querer recibir esa buena noticia. A veces pareciera que estamos con más ganas de recibir malas noticias que buenas noticias, porque es de lo que más hablamos. Nos quejamos de todo, todo es negativo, somos pesimistas… No vemos lo bueno que pasa. Obvio que me van a decir: no, yo quiero que pasen cosas buenas; pero, ¿las percibo?, ¿las descubro?, ¿las veo presentes? Esto se ve en nuestro lenguaje. Estamos tan exigidos que vamos perdiendo la capacidad de alegrarnos por lo bueno. La semana pasada hablábamos de alegrarnos porque tenemos trabajo, porque podemos estudiar, porque tenemos una familia. En vez de ver lo que nos cuesta, alegrarnos por eso. Porque eso se transmite en nuestro vocabulario. Por ejemplo: los chicos mandan por WhatsApp cuando rinden las materias, “una menos”, casi como por vía negativa. En vez de decir, di un examen, aprendí un montón, es: me lo saqué de encima, ya falta menos. Lo mismo en el trabajo. Uno pregunta cómo les está yendo y la respuesta es: muerto, cansado… en vez de: pude hacer muchas cosas, pude desarrollarme, pude crecer. Nuestra vida siempre está exigida; siempre resalta lo negativo.
Empecemos a mirar lo positivo. Empecemos a mirar que hay un Dios que irrumpe. A veces en medio de sufrimientos, a veces en medio de dolores; otras veces en medio de alegrías, de gozo; hay un Dios que irrumpe, hay un Dios que se hace presente. Y quiere que le hagamos un lugar. Quiere que lo recibamos. Pero para eso tenemos que abrir el corazón, tenemos que prepararnos. Tenemos que descubrir que Jesús quiere ser buena noticia, y tenemos que ser portadores de buenas noticias. ¿Transmitimos y hablamos de cosas buenas?, ¿se las decimos a los demás? ¿O vivimos criticando, enojados? Empecemos a transmitir esto, como hizo San Juan Bautista. Pongamos el corazón y descubramos esta buena noticia.
Cuando alguien se deja irrumpir por la buena noticia, luego la quiere transmitir. Juan vive la pobreza, y va y les dice: prepárense. Isaías hace lo mismo, vemos en la lectura que dice: consuelen a mi pueblo, háblenle al corazón, que Dios se haga presente. A nosotros en primer lugar nos pide que recibamos esta buena noticia; en segundo lugar nos dice: sean portadores de esta buena noticia. Miremos de qué forma y de qué manera podemos poner signos que ayuden a que Dios sea una buena noticia. Busquemos que a través de nuestra vida, Dios sea una buena noticia para los demás.
Podemos pensar en cosas simples. Vamos a preparar un montón de cosas para fin de año. Las fiestas de fin de año, las fiestas de Navidad… tenemos un montón de cosas… Bueno, preparémonos también para Jesús, hagámosle un lugar en lo central que es la buena noticia. Que no pase de largo. Fijémonos que también debe haber cosas que podemos transformar y cambiar, cosas simples… El 24 a la noche, por ejemplo, todos vamos a levantar después de las 12 la cabeza al cielo mirando y maravillándonos por fuegos artificiales por todos lados. Cada vez hay más, nos peleamos por quién tira mejores fuegos artificiales… Qué lindo sería que en vez de mirar eso, nuestra vida se iluminara. En vez de que se ilumine el cielo, que se ilumine nuestra vida, que podamos iluminar a los demás.
Por ejemplo, en vez de perder el tiempo en ir a comprar eso, ¿por qué no vamos a escuchar a alguien? ¿Por qué no “perdemos” el tiempo siendo una buena noticia para el otro? Doy esa plata para alguien que la necesita, que puedo iluminarle esa noche, puedo hacer que viva esa noche un poquito mejor. Pongo este ejemplo porque es algo completamente trivial. Pero podríamos poner un montón de ejemplos de cosas superfluas, de cosas que compramos para tener más cosas, que no sabemos dónde poner.
Empecemos a poner gestos. Cada uno de nosotros puede poner gestos, cada uno de nosotros tendría que mirar en el corazón. Que no quede tapado todo y que Jesús no pueda entrar, sino que quede despojado, libre, para que Jesús se pueda hacer presente. Esa es la invitación que nos hace. Esta es la invitación que nos hizo María; con ese corazón sencillo acogió esa buena noticia, la recibió y la vivió. Le hizo un lugar, la compartió, la entregó.
Jesús nos invita a que, tomando como ejemplo a María, preparemos el corazón para esta buena noticia. Para que en esta Noche Buena la podamos acoger, podamos hacerle un lugar en nuestra vida, en nuestras familias y en nuestras comunidades. Dejándole iluminar esos rincones, para que también nuestras vidas, nuestras familias, puedan ser una buena noticia para los demás, puedan ser ese reflejo de Jesús que quiere ser luz para el mundo; para que podamos brillar con esa luz que Jesús nos transmite.
Lecturas:
*Is 40, 1-5. 9-11
*Salmo 84
*2Pedro 3, 8-14

*Mc 1, 1-18

martes, 2 de diciembre de 2014

Homilía: “El amor no anda con piloto automático” – I domingo de Adviento

En la película Como si fuera la primera vez (50 First Dates), Henry conoce a Lucy en una cafetería. Se enamora de ella e intenta conquistarla. Pero curiosamente, cuando vuelve a la cafetería al día siguiente, Lucy no recuerda nada. Es así que se entera de que ella tuvo un accidente el año anterior, y por eso todos los días vuelven a ser como el primer día para ella. Pierde la memoria, tiene una amnesia que no le deja recordar lo último, siempre vuelve hacia el mismo día. Entonces Henry, en vez de darse por vencido, empieza a intentar enamorarla todos los días, volver a tocar su corazón. En un momento de la película, está hablando con un amigo, y le explica lo que le pasa. El otro, sorprendido, preguntándole medio retóricamente, a ver si entendió bien, le dice: “¿Entonces todos los días la ayudás a que vea lo que ocurrió, esperás pacientemente que ella lo acepte y volvés a intentar que se enamore de ti?” Él contesta: Sí, así es.
Podríamos decir que esta experiencia que tiene Henry con Lucy, es la experiencia que cada uno de nosotros hacemos en el corazón con Dios. Porque tenemos un Dios que día a día, pacientemente, vuelve a encontrarse con nosotros, intentando explicarnos en el corazón qué es lo que ocurrió, cómo estuvo presente a lo largo de nuestra vida y de nuestra historia. Intenta que lo aceptemos y que queremos vivir ese encuentro, intenta que nosotros nos volvamos a enamorar de Él como Él está enamorado de nosotros, de su creación.
Esta experiencia del enamoramiento que Dios intenta hacer surgir en nuestro corazón, es una de las experiencias más fuertes y más profundas en la vida de cada uno de nosotros. Es más, podríamos decir que es uno de los momentos más lindos en la vida de cada uno de nosotros. Hablo de todo tipo de enamoramiento, no sólo el de una pareja. Porque el enamoramiento es lo que te mantiene despierto, te mantiene en tensión. Alguien tocó tu corazón, y como tocó tu corazón lo dejó encendido. Uno quiere ir y encontrarse. Está esperando; suena el teléfono y está esperando que sea esa persona; está esperando que le llegue un mensajito, un whatsapp. Puede ser un novio, una novia, un marido, una mujer, un hijo que está lejos. Cada uno podría pensar en ese enamoramiento, qué es lo que espera.
Al mismo tiempo, cada uno intenta conquistar al otro. (Nosotros, los varones, somos un poco más torpes; las mujeres tienen un arte en esto.) Cuando uno está enamorado pone un montón de gestos y de signos a lo largo de la vida, quiere que el otro se dé cuenta de eso. ¿Por qué? Porque tocaste mi corazón y quiero más. No me basta con esto. Quiero seguir haciendo experiencia, quiero profundizar en este amor. Uno va teniendo gestos. Obviamente que cuando uno crece en el amor, que es la fuente de la vida, tiene que ir pasando por las distintas etapas, tiene que crecer. Podríamos decir que de alguna manera tiene que pasar ese enamoramiento, pero no tiene que morir. Esa es la diferencia. Tendríamos que incorporarlo en la siguiente etapa. Eso que viví, lo profundizo y lo sigo incorporando. ¿Para qué? Para que el amor siga siendo fuente en nuestra vida, sea aquello de donde nos nutrimos. No sólo es fuente, sino la salud del corazón (por decirlo de alguna manera). Cuando uno se siente amado y puede amar, se siente sano, se siente vital, se siente bien. Tiene fuerzas, quiere hacer cosas, encarar cosas nuevas, está con ganas. Cuando uno no se siente querido, nada le viene bien, todo cuesta, todo es pesado, no importa lo que me digan, no importa los gestos que el otro tenga; uno está de mal humor, todo cuesta en la vida. Es por eso que esos gestos que surgen cuando uno está enamorado tendrían que prolongarse a lo largo de la vida. Eso es lo que más cuesta.
Ayer, hablábamos con algunos de los chicos en una comida que tuvimos en Anchorena, sobre regalar flores, sobre quiénes se animan y quiénes no. Una de las chicas, que está hace varios años de novia, dijo: “a mí hace como tres años que no me trae flores”. El problema no son las flores o no; el tema es: ¿sigo teniendo gestos con el otro o se acabaron?, ¿o es para un momento de la vida? Las palabras de cariño, los gestos de cariño, las cosas que yo hago por el otro… ¿Sigo alimentando ese amor?, ¿sigo haciendo que crezca?, ¿sigo haciendo que arda?, ¿sigo haciendo que sea la fuente de nuestra vida y de nuestro vínculo?
¿Por qué? Porque si uno mira con atención, podríamos decir que el amor fracasa cuando lo dejo de alimentar día a día. Es casi inexorable, como una bomba de tiempo. En el amor no se puede vivir solamente de rentas. Lo tengo que alimentar en lo cotidiano. No basta con decir: “Uy, qué lindas vacaciones que pasé los últimos cinco días…” Es mucho más fuerte cuando puedo tener gestos concretos con el otro, en cada momento. Pensemos, por ejemplo, en una amistad. La amistad hay que alimentarla, hay que hacerla crecer, no podemos seguir de lo que vivimos antes, sino queda como un recuerdo. Tengo que mirar hacia el futuro. Pero para eso tengo que enamorarme. El enamorado, como decía antes, es el que está en vigilia, está mirando. Esto que pide Jesús en el evangelio: estén despiertos, no se duerman, estén atentos, estén vigilantes a lo que pasa. El que está vigilante es el que se siente enamorado. Eso es lo que busca Jesús: tocar nuestro corazón para que caminemos hacia Él; despertarnos para que tengamos ganas de ir de nuevo hacia ese Dios que quiere amarnos, y quiere recibir ese amor.
Lo que pasa es que esto cuesta. Todos tenemos la experiencia de lo que cuesta ir alimentando un amor día a día. Es lindísimo, esto lo sabemos, pero es mucho más complejo que eso. Podríamos decir, de alguna manera, que el amor de Dios es casi cruel con nosotros (ya voy a explicar a qué me refiero, quédense tranquilos). ¿Por qué? Porque Dios toca nuestro corazón, nosotros hacemos experiencia de ese amor, pero al mismo tiempo queremos más, y sentimos que no basta. Queremos volver a hacer experiencia. Pero no siempre lo encontramos. Queremos volver a encontrarlo, o volver a vivir una experiencia que tuvimos antes, y nos cuesta. Es difícil. A veces por eso nos desalentamos. En vez de que ese amor nos mantenga en tensión, nos cuesta, porque nunca lo terminamos de vivir, nunca alcanzamos la plenitud. Nuestro amor acá, es finito, como nosotros, en todos los vínculos que tenemos. Hacemos experiencia de ese amor pero no es totalmente suficiente, no es pleno. Necesito más, necesito dar otro paso. El amor pleno lo vamos a vivir en el cielo, cuando estemos con Jesús y podamos hacer experiencia de esa plenitud. Es por eso que el amor tendría que tenerme siempre en esa tensión del enamorado que quiere encontrarse con el otro. Eso es lo propio del tiempo de Adviento.
El Adviento es un tiempo difícil para nosotros; es más, casi siempre lo identificamos con la Cuaresma. Porque nosotros como cristianos somos mucho más cuaresmales que cristianos de Adviento. Porque lo cuaresmal nos sale mucho más fácil a nosotros: el flagelarnos, el mirar para atrás, lo que hicimos mal, lo difícil, lo arduo, lo sacrificial, el no perdonarnos las cosas. Siempre estamos mirando para atrás, siempre cargando una mochila. Siempre me es difícil aceptarme, quererme, amarme. Eso es lo que me cuesta. Entonces, la Cuaresma en vez de durar algunas semanas, dura todo el año más o menos. Porque siempre lo estamos viviendo; nos es más simple, nos es más fácil. ¿Por qué? Porque la Cuaresma, de alguna manera, mira más hacia el pasado. Pero si aprendiéramos a vivirla, tendríamos que mirar hacia el futuro. Esto es lo propio del tiempo de Adviento: mirar hacia el futuro. Si bien también quiero purificar mi corazón, es una purificación de algo que quiero que crezca, que nazca. El Adviento nos pone la mirada hacia la parusía, hacia la segunda venida de Jesús, hacia la Navidad. Algo nuevo tiene que nacer.
Sólo puede nacer algo cuando yo lo alimento. En cualquier circunstancia de la vida, yo tengo que alimentar el amor, para que algo nazca, para que algo dé fruto. Porque el amor tiene dos cosas que son esenciales. La primera es la libertad: yo tengo que elegirlo. No puede elegirlo otro por mí. Ni puedo comprarlo, el amor no se compra. Tengo que elegirlo y que el otro lo elija. Es un don, es gratuito. Pero al mismo tiempo, y esto es lo difícil, implica voluntad: tengo que reafirmarlo día a día. Tengo que hacer ejercicio del amor, porque si no caduca. Tengo que día a día querer alimentarlo, poner signos, ejercitar mi voluntad. ¿Para qué? Para que crezca.
El amor no anda con piloto automático. No es como la estufa que uno después de prenderla la deja en piloto por miedo a que de repente venga un poco de fresco, como estos días… tampoco la quiero prender mucho… la dejo ahí, anda. El amor tengo que encenderlo, tengo que cuidarlo. Para eso tengo que tener el ejercicio, tengo que encontrarme con el otro. Nosotros ejercitamos un montón de cosas: ejercitamos el conocimiento, estudiamos, ejercitamos el cuerpo para tener una linda imagen, ejercitamos el consumismo… pero, ¿ejercitamos el corazón?, ¿somos tan despiertos para eso como nos pide Jesús? Esa es la invitación de Él, ejercitemos lo esencial. Esto era clarísimo para las primeras comunidades cristianas. Ellos tenían la certeza, equivocada, de que Jesús venía ya. La parusía era inminente, la segunda venida de Jesús era ahí. San Pablo dice en sus cartas: ‘los que estemos vivos cuando venga Jesús…’ Iluso, San Pablo, pasaron dos mil años. Ellos estaban muy atentos a esto, estaban obsesionados. Por eso hay textos que nosotros no entendemos, que dicen: no se casen, no trabajen: miren a Jesús que viene. Y pasó tanto tiempo que nos fuimos para el otro extremo, nos dormimos. “Bueno, Jesús es algo más en mi vida…”
Como todo enamorado, Jesús no quiere eso, es celoso. Jesús nos dice: yo quiero tu corazón y quiero tu vida. Despertate, vení hacia mí, encontrate conmigo. Lo que quiere es día a día encontrarse con nosotros. Podríamos decir que la base donde todo lo demás se va a ir cimentando, es la oración. Podríamos pensar en aquellas personas que nos gustaría encontrarnos todos los días, o que nos llamen, o tener un momento… eso es lo que quiere Jesús con nosotros día a día. No le basta con decir: bueno, ayer me llamaste, ayer viniste un ratito, hace dos días… No quiere, quiere un poco más. Y siempre nos pide un poquito más. Nos sale al encuentro cada día. Nos dice: te pido un ratito para encontrarme con vos. Creo que la base de esto es animarnos a la oración cotidiana. Está bueno hacer algún retiro, algo más especial, pero el encuentro con Jesús lo tengo que alimentar diariamente. Cada uno puede pensar cuál es el paso que puede dar. Tal vez hacer una pequeña oración diaria: María, te doy este día; te agradezco por este día. O también podemos rezar un Ave María. Otro quizás da otro paso. Pero es necesario día a día encontrarnos con Jesús, alimentarnos de Él, para que Él vaya tomando nuestro corazón.
Hay dos cosas que a veces cuestan más en la oración. Lo primero, muchas veces me dicen que la oración se les hace ardua, cuesta. Y sí, lo cotidiano cuesta, en todas las áreas de la vida. Cuesta lo de todos los días. Y con Jesús también cuesta, encontrar todos los días un ratito de oración. Aparte no es pleno acá el encuentro de oración con Jesús, es un anticipo que hacemos de lo que vamos a vivir en el Cielo, entonces no hay oración que nos baste (ni la misa, que es la oración por excelencia, ni la adoración, ni la que a ustedes les guste). Siempre nos va a poner en tensión, siempre nos va a faltar algo más. La oración por excelencia será en el Cielo, cuando vivamos ese amor por excelencia. Entonces la experiencia de todos es que a veces cuesta, que a veces se transforma en rutina. Pero esa no es la pregunta. La pregunta de Jesús es, ¿hoy querés estar conmigo? Casi como esa madre que quiere compartir un ratito con el hijo, y el hijo le dice: “eeh, bien…”, y sigue de largo. Pero la madre quiere ese ratito, no importa qué es lo que digamos. Dios pide lo mismo, también quiere ese ratito.
El segundo tema es que nos distraemos. Pero todos nos distraemos, eh. Desde Francisco para abajo, todos nos distraemos. ¿Por qué? Porque somos finitos, no mantenemos una concentración todo el tiempo. Es normal distraerse, no es un problema; es más, si uno practica, va logrando vencer distracciones. Pero para eso tenemos que intentarlo, para eso tenemos que sentarnos, tenemos que rezar.
Hoy Jesús nos dice que quiere alimentarnos. Y nos da la certeza, en el tiempo de Adviento, de que si nosotros alimentamos el día a día con Él, Él va a nacer. Ahora, Él no quiere nacer abstractamente, Él quiere nacer en nuestras vidas, y para eso nos ponemos en tensión hacia la Navidad. Y tenemos que prepararle un pesebre que es nuestro corazón. La pregunta de Jesús es ¿quieren hacerme un lugar? En un humilde pesebre, como es nuestro corazón.
Creo que el ejemplo de esto es María. Todos nos admiramos frente al sí de María. Pero el sí de María es solamente una continuación de su vida. Lo que María hizo fue cotidianamente encontrarse con Jesús, cotidianamente vivir la fe, la esperanza y la caridad. Por eso, cuando llegó el momento, ese sí fue natural. –Sí, yo estoy a tu servicio, yo soy tu esclava.- No necesitaba nada más María. Sólo que casi caiga como por efecto dominó ese sí que confirmaba su vida. Y cuando María le dijo que sí a Jesús, ¡vaya el fruto que dio! Estamos todos acá celebrando el Adviento.
Hoy nos invita a nosotros a que cotidianamente preparemos nuestro corazón en este Adviento, teniendo la certeza de que si lo preparamos, Jesús va a dar fruto, y fruto en abundancia.

Lecturas:
*Isa 63,16b-17.19b;64,2b-7
*Salmo 79
*Cor 1,3-9

*Mc 13,33-37

Homilía: “El camino al Reino de los Cielos comienza preocupándose por el otro” – XXXIV domingo durante el año


Hay una película que salió hace poco, Maze Runner (Correr o Morir en castellano), que empieza con Thomas, un niño, que sube en un ascensor y aparece en un área delimitada, como si fuera un lugar cerrado, con cuatro paredes muy altas, donde había jóvenes adolescentes que vivían ahí, sin poder escapar. Nadie sabía cómo habían llegado ahí, y se las tenían que arreglar entre ellos. El lugar estaba rodeado por un laberinto, que llevaba a la salida. En éste, cada uno tenía distintas funciones. Algunos recorrían el laberinto, para intentar escapar, otros se encargaban de cosechar un poquito, para poder comer algo más aparte de lo que les mandaban, y demás tareas que tenían cada uno.
Cuanto Thomas llega, no le gusta mucho cómo está estructurado y organizado todo. Más allá de que un podría estar de acuerdo o no, lo que a él más le cuesta aceptar es que no se preocupan tanto por el otro. Todo cambia cuando uno de los que estaba recorriendo el laberinto queda encerrado ahí, las puertas se están cerrando (a la noche se cerraban), y bueno, mala suerte, si quedó ahí, quedó ahí. Thomas, a pesar de que lo quieren detener, se mete en el laberinto a buscarlo. Se preocupa por Abby, que era el encargado del lugar. Va más allá de lo que le pedían, de lo que establecían las leyes, de lo que sus propios compañeros le decían. El camino hacia la libertad, de alguna manera, comienza preocupándose por el otro. Comienza diciendo, tenemos que jugárnosla por aquél que tenemos al lado. Podríamos decir que en la fe sucede lo mismo. En última instancia, el camino hacia el Reino de los Cielos es el camino de nuestra libertad, es el camino de poder estar con Jesús, de poder gozar de aquél que nos regaló la fe. Ese camino comienza preocupándose por el otro, mirando a aquél que Jesús puso a mi lado.
Es curioso porque en realidad esto sale muy poco en las charlas. En general discutimos cosas más teológicas, si esto es así o no, somos más abiertos o más cerrados con que algo debería ser de una manera o de otra, pero no discutimos ni nos preguntamos tanto si te preocupaste por tu hermano que te necesitaba, si te preocupaste por esta persona que estaba a tu lado, si ayudaste a la persona que te cruzaste en la calle, etc. Sin embargo, en el evangelio de hoy, parece que eso es el pasaporte para ir al cielo. Cuando Jesús tiene que explicar cómo es ese Reino, y cómo es el Juicio Final, dice que quedarán algunos a su derecha y otros a su izquierda. La pregunta pasa por que ‘tuve hambre y me diste de comer; estuve sediento y me diste de beber; estuve enfermo y me viniste a ver; desnudo y me vestiste.’ La pregunta es, ¿cuándo hice esto? Curiosamente, lo mismo va a preguntar los que no pueden entrar. ¿Cuándo hice esto? Cuando te preocupaste por el más pequeño de mis hermanos, cuando te preocupaste por aquél que estaba a tu lado y te necesitaba. En el fondo, cuando te animaste a abrir el corazón. Ese es el camino que nos invita a hacer a cada uno de nosotros Jesús; y es nuestro pasaporte para ir al Cielo.
Cada vez que pienso en este texto, me imagino el día en que me toque llegar ahí (no hay mucho apuro), y que ahí va a haber un montón de gente. De un lado van a estar hombres y mujeres que van a decir: él estuvo a mi lado, me ayudó, me socorrió, me dio de comer, me dio de vestir, me escuchó…; y del otro lado van a estar los que me van a decir: él no me escuchó, no me prestó atención, no me perdonó, no me dio de comer, me dio vuelta la cara, se rió de mí, me burló… Espero que no esté tan parejo (o sino que Dios sea bastante misericordioso), sino que haya más del primer grupo. Porque esa es la invitación de Jesús, eso es lo que nos pide constantemente. Sin embargo, las cosas centrales y esenciales son las más difíciles. Esto sucede en cualquier lugar. En casa por ejemplo. Cuando nos peleamos, ¿es por cosas importantes? ¿O en el fondo termina por pavadas? Estaría bueno pelearse por cosas importantes y no por pavadas, que a veces no tienen sentido. En los noviazgos, ¿por qué cosas se pelean a veces? “No pasaste”, “hiciste tal cosa”, “le dedicaste más tiempo al otro”, ¿nos peleamos por cosas importantes?, ¿o a veces por cosas que son triviales?
En la fe pasa lo mismo. En el fondo lo que Jesús nos pide es simple de saber. Nos pide que seamos buenos, que seamos generosos, que perdonemos. Todos sabemos esto. Pero tal vez al ser tan sencillo y tan simple, vamos perdiendo el foco, y terminamos fijándonos en las cosas más complicadas, a veces nos quedamos hasta en discusiones teológicas, y nos perdemos lo central, que es cómo servir a Jesús. Ese es el paso que dio Jesús. Le dijo a un pueblo que cada vez ponía más leyes: el paso hacia la libertad es tu hermano, preocupate por él. Tal vez lo que nos pasa es que decir eso es jugársela un poco. Porque decirle a alguien, che ¿te preocupaste por el pobre?, ¿estás cerca?, y tenemos miedo de que el otro piense: qué caradura este que me dice esto. ¿Fuiste a visitar a los enfermos?, y ¿cuándo fuiste vos a visitar a los enfermos? Quedás como en offside, tenés que ser la Madre Teresa, más o menos, o San Francisco, para animarte a decirle algo así al otro, a tu hermano.
El problema es que Jesús lo puede decir porque lo hace. No lo dice porque es un caradura, sino porque Él da testimonio de eso. Nosotros leemos un evangelio en el que Jesús se está preocupando por los enfermos día a día, Dios escucha al que lo necesita, dio de comer a los que no tenían, aun cuando los discípulos los querían largar. Jesús hace esto, y les dice a sus discípulos: háganlo también ustedes. Esa es la invitación. Porque el juicio va a ser en el amor. El juicio de Jesús va a ser de aquello que nosotros hemos vivido en el corazón, y en la manera y en la forma en que lo hemos podido hacer crecer. Jesús nos hace esta invitación porque cree y confía en nosotros. En general, cuando uno piensa en la fe, piensa en cómo yo creo en Dios, de qué manera, ¿creo mucho? Pero la fe nuestra es posterior a la fe que Dios pone en nosotros. Dios nos da la vida, y nos dice: yo creo en vos, yo confío en vos, animate a vivir esto, animate a poner en práctica esta invitación, porque sé que podés, porque sé que tenés esa capacidad en el corazón. Lo que pasa es que esa fe casi incondicional, esa confianza más allá de todo que Dios pone en uno, a nosotros nos resulta demasiada. Uno dice: pará, tanto no. Porque cuando alguien confía mucho, lo sentimos raro. Algunas veces he escuchado cosas como: “No, los que pasa es que me quiere mucho”, casi como si fuera malo que alguien me quiera mucho. Me exige, al quererme tanto, que yo lo quiera tanto.
En la fe a veces nos sentimos así. Si Dios cree y confía tanto en mí; si Dios sabe la capacidad de servicio, el don que yo tengo en mi corazón, eso a veces se me torna exigente. Pero el evangelio a veces es exigente, la invitación de Jesús a veces es difícil. ¿Por qué? Y porque mi vida a veces no tira para ese lado. A veces mi vida tira para adentro, para mirar mis preocupaciones, mis problemas (que los hay, todos los tenemos), para mirar qué es lo que necesito, qué es lo que me falta, para luchar por tener un mejor auto, un mejor celular, tal cosa…, tal otra… Y no para mirar para los costados, adonde está el otro, para mirar al que está a mi lado. Ojalá muchas veces pusiéramos tanto empeño en preocuparnos por los demás, como ponemos en tantas cosas triviales que no nos llevan hacia Jesús. Sin embargo, hay otras que son pasaje directo.
Es muy llamativo, porque acá no dice ni si eran cristianos, ni si eran paganos, ni si eran buenos, ni si eran malos… Lo que dice es que se preocuparon por el otro. Si viviste eso tenés free pass, entrás directo. Eso es lo que nos dice Jesús. Ojalá que cada uno de nosotros, los cristianos, luchara por esto. Casi como si fuéramos contando en la pared, cuántas veces pudimos vivir esto. En el fondo eso es trivial porque estos hombres no sabían que lo hicieron. Se preocuparon por el otro sin saber que lo hacían por Jesús. Y ahí Jesús les dijo: pasen, éste es lugar, vivan acá lo que ya están viviendo en la tierra. Porque hacer eso es hacer presente el Reino de Dios. “Vengan benditos de mi Padre”, les dice. Ustedes viven el Reino en la tierra, sigan viviéndolo ahora acá con nosotros. Jesús nos invita a que, como Él, nosotros podamos vivir el reino presente acá, para después también poder compartirlo con Jesús. Para poder también compartirlo con tantos hermanos que nos necesitaban, y tuvieron de nosotros un gesto, una palabra; con los que pudimos estar presentes, escucharlos, ser cariñosos.
Mirando a mi alrededor veo varios de los jóvenes que estuvieron ayudando en el campamento y antes de misa les pregunté que hacían acá. Venimos a rezar y agradecerle a Dios me dijeron. Es decir, su servicio no es que fue un garrón sino que lo hicieron y lo vivieron con alegría. Ojalá esto se repitiera en cada uno de nosotros en cada una de las facetas de nuestra vida. Servir porque nos hace feliz el hacerlo. Pienso la cantidad de veces que llego cansado a la noche, molido de todo lo que tuve que hacer pero con una sonrisa en la cara y en el corazón. Y por el contrario otras veces que me quedo tirado haciendo fiaca y después no me queda nada, siento un gusto amargo. Dios me enseña a servir porque eso llena mi corazón, me hace feliz.
Pidámosle a Jesús, aquél que nos dio de comer, aquél que nos dio de beber, aquél que siempre nos visitó, nos escuchó, aquél que nos vistió, aquél que nos da tantos dones en el día a día, que podamos reconocer todo lo que nos regala, para que también nosotros queramos darle a los demás.

Lecturas:
*Eze 34,11-12.15-17
*Salmo 22
*Cor 15,20-26.28

*Mt 25,31-46