lunes, 30 de marzo de 2015

Homilía: “Jesús no me pide que sea mejor, sino que sea más bueno” – V domingo de Cuaresma

Hay una película que se llama “En Busca de la Felicidad” que narra la vida de Chris Gardner; un hecho más o menos verídico. Es un hombre que viene con la vida en picada, no le vienen saliendo bien las cosas. De casualidad, termina encontrándose con un hombre de una firma que cotiza en la bolsa, y éste lo invita a postularse para una pasantía en dicha firma.
Él está muy entusiasmado con esta entrevista que va a tener. La noche anterior, está pintando su casa cuando le tocan la puerta, aparece la policía y se lo llevan preso porque debía unas multas. Tiene que pasar la noche en la comisaría, hasta que al día siguiente le hagan el descuento de su cuenta para poder salir. Sale prácticamente en el horario de la entrevista, entonces piensa: ¿qué hago?, ¿pierdo la entrevista o me voy para allá? Estaba con la ropa de la noche anterior, todo pintado… Decide finalmente ir a la entrevista. Llega el momento y lo hacen pasar, generando la sorpresa de todos, vestido así en una empresa seria. Y Chris dice: “Hace veinte minutos que estoy pensando en salir corriendo por la misma puerta por la que entré. Pero llegué hasta acá, y vine a la entrevista a la que me habían invitado.” Lo primero que le preguntan es: “Póngase en nuestro lugar, ¿qué le diría a unos hombres que lo ven llegar así? Todo pintado, sin una camisa…” Él le dice: “que tiene unos lindos pantalones.”, como para salir graciosamente.
La entrevista sigue, pero lo central en lo que yo pensaba es que él se anima a renunciar a la imagen que quería dar. Él quería mostrarse de una manera, había pensado la entrevista de una forma, quería que las cosas fueran como él esperaba. Pero al final tiene que renunciar a eso, aceptar que le tocó esa forma. Me tocó esta forma, me tocó esta manera, me tocó esta imagen que es la que hoy puedo dar. Animarse a dar ese paso. Esto puede parecer muy sencillo, pero podríamos pensar en las veces que nos cuesta dar ciertas imágenes, que en la vida ponemos como fachadas, en las que no queremos renunciar a ciertas cosas. Preferimos que nos conozcan de una manera o de otra; que sepan esto pero que no sepan tal otra cosa.
Podemos también pensarlo en otras cosas sencillas, yo ya no tengo ni diez años, ni veinte, ni treinta; me quedo en cuarenta por ahora, y tengo que renunciar a lo que podía hacer cuando tenía diez años, veinte o treinta. Por más cirugía plástica, lifting, lo que me haga, ya tengo la edad que tengo. Tengo que animarme a habitar y a vivir con eso. Muchas veces no nos animamos a vivir la edad que tenemos, seguimos con la nostalgia de lo de antes, sin querer renunciar a la edad que teníamos antes, y como no renunciamos a eso, no terminamos de vivir la madurez y lo lindo de lo que me toca, de lo que esta edad me regala. Pero para eso tengo que animarme a morir en lo anterior y a nacer a esto. Eso muchas veces se hace con dolor. Hay cosas que nos cuesta dejar.
También pasa con los proyectos, cuando éramos más jóvenes, a veces teníamos un montón de proyectos, cosas que habíamos pensado, que así iba a ser mi profesión, mi vida, mi familia, que íbamos a cambiar el mundo… y a veces uno se da cuenta que de casualidad logró cambiar alguna cosa de su metro cuadrado, y de que algunos proyectos puede hacerlos y otros no. A veces nos peleamos con eso. Pensamos que a “x” momento de nuestra vida íbamos a llegar de una forma, con cierto status social, de esta manera, con este proyecto. En vez de habitar lo que Dios me regala hoy, me sigo peleando contra eso, sigo enojado por esto, y no puedo aceptar esto que Dios me dio, habitarlo, vivirlo, hacerlo dar fruto.
Esto obviamente es muy sencillo de decir pero es la Pascua cotidiana que Dios nos invita a vivir. Hoy Jesús en el evangelio usa esta imagen: si el grano de trigo que cae en tierra no muere, no puede dar fruto. Porque eso es lo que está por vivir Jesús. Jesús ha descubierto, ha elegido dar la vida. Jesús dice claramente, a mí nadie me la quita la vida, yo la doy voluntariamente. ¿Por qué? Porque sabe que ese es el camino para que dé fruto. Y dice, mi alma está turbada, me cuesta dar la vida, no es fácil dar la vida. Trae dolor, trae sufrimiento, pero si caminé hasta acá por esto, si ya lo elegí, animarme a dar este paso. Esto nos va a tocar vivirlo a todos en algún momento.
En algún momento, los días que Dios nos regala en este mundo se acabarán, y tendremos que aprender a soltar esta vida para nacer a una vida nueva. Tenemos experiencias cercanas o no tan cercanas de personas queridas que han partido, y tenemos que aprender a soltar en nuestra vida, pero más allá de esa pascua, que es ese paso de la muerte a la vida, cotidianamente también se nos pide hacer ciertas pascuas. Esas pascuas también traen su dolor o su sufrimiento. Pero también hay que acordarse de que hay cosas que mueren, para que otras cosas den fruto. La promesa de Jesús es que va a dar fruto. Ese el camino de la Cuaresma: ver a qué cosas puedo morir, para que otras den fruto, para mirar cuál es el fruto que hoy pueden dar. Podemos pensar en cosas sencillas. ¿Qué actitudes mías no dan fruto?, y le puedo pedir a Jesús que me ayude a cambiarlas. Que me ayude a dejar morirlas, para que nazcan actitudes que pueden dar vida. A veces me pasa que yo esperaba esto de esta persona de mi familia, y no me lo da. Para dejar que dé fruto, tengo que renunciar a ciertas cosas, dejo morir esto, mis expectativas, mis ilusiones, la manera en que yo pensaba que el otro iba a ser, para que pueda dar fruto, para que caminemos juntos, para que nos podamos encontrar, para que esa vida que en el amor Jesús nos invita a tener, pueda ser más grande. Esto es cotidiano en la vida.
Tal vez, para no marearlos tanto pongo un ejemplo. Cuando los padres empiezan a pensar en tener otro hijo, ponen un montón de cosas en la balanza. ¿A qué estoy dispuesto a renunciar? Hay pasos, proyectos, cosas que si doy esta vida, voy a tener que dejar atrás. Eso lleva tiempo de madurez en el corazón. Llegó la hora de ver si me animo a dar este paso. Renuncio a esto para dar vida, para que esta vida pueda ser posible.
Jesús nos pide esto cotidianamente, y hay momentos donde llega la hora de dar ese paso. Esta es la clave de Juan, ha llegado la hora de que algo muera para que algo resucite. Para que en nuestra vida ciertas cosas den fruto y resuciten, necesariamente tienen que morir otras. Lo central de la Pascua de Jesús es la resurrección. En general  nosotros estamos mucho más acostumbrados a decir: “Jesús murió por mí”, en vez de decir “Jesús resucitó por mí”. Miramos lo negativo. Para poder mirar lo positivo de la vida, sí voy a tener que dar ese paso, voy a tener que dejar que ciertas cosas queden atrás.
Lo mismo en la fe. Hoy se acercan estos hombres a decir: “queremos ver a Jesús”. Bueno, los que tienen que mostrarle a Jesús ahí son Felipe y Andrés. También a nosotros de muchas maneras nos van a decir: “queremos ver a Jesús”. Pero para poder transmitir bien a Jesús, habrá ciertas cosas a las que tendremos que morir, para poder mostrar una imagen mejor de Jesús, para poner un ejemplo de esto. En este tramo de mi vida, tal vez el paso más fuerte que tuve que dar, es renunciar a cierta manera en la que yo vivía la fe. Durante mucho tiempo yo pensé que Jesús me pedía cómo podía ser mejor cristiano. Y después descubrí que eso tenía una trampa. Jesús no me pide que sea mejor, sino que sea más bueno. ¿Cómo podes ser más bueno?, ¿cómo podés amar mejor? Y a veces para amar de una manera más entregada, uno tiene que renunciar a ciertas cosas. Porque el ser mejor me termina alejando de ciertas cosas, me aleja de los demás y me aleja de Dios. Jesús me invita a agrandar el corazón, a tener un corazón que está más dispuesto al otro, a escucharlo, a veces a que te den una mano, a veces a soportarlo, dice Pablo, a tener un corazón más misericordioso. De esa manera transmitir con esos gestos mucho mejor a Jesús, poder estar más cerca del otro. Pero para eso tengo que renunciar a cierta imagen.
En este camino de la Cuaresma, se nos pide prepararnos para esa hora de la Pascua. Descubrir qué queremos que muera, para que algo resucite. Animémonos a mirar en estos días de Cuaresma que nos quedan, a qué cosas queremos morir para ver qué cosas queremos dejar atrás, para que también esta Pascua haga Pascua en nosotros.

Lecturas:
*Jeremías 31, 31-34
*Salmo 50
*Hebreos 5, 7-9

*San Juan 12, 20-33

lunes, 16 de marzo de 2015

Homilía: “Es mi hijo” – IV domingo de Cuaresma

Hace unos años salió una película que se llama “Mejor imposible”. El protagonista, Melvin, es un escritor de novelas románticas que así como es muy famoso por lo bien que escribe, no tiene nada de romántico en su vida. Es un hombre con una obsesión muy grande, que de alguna manera expulsa lejos a todas las personas que se le acercan. Conoce a una mujer que hace varios años le sirve, Carol, una moza del restaurante en donde come siempre. Esa es casi la interacción más grande que tiene con alguien fuera del que maneja sus escritos. El vínculo con ella empieza a crecer porque él le hace un favor egoístamente (podríamos decir). ¿Qué es lo que pasa? Carol tiene un hijo que se enferma mucho, y por eso empieza a faltar al trabajo. Él no quiere que no esté para servirle, porque sólo quiere que le sirva ella, entonces le consigue a un súper médico que vaya a la casa, que le haga todos los estudios para ayudar al hijo, y que ella pueda seguir sirviéndole la comida. La cuestión es que el vínculo entre ellos va creciendo, y de a poco lo va invitando a Melvin a dar saltos, a algo más.
Me quiero centrar en un momento en el que están los dos comiendo juntos, y él le dice que le quiere decir algo. Después de dar un poquito de vueltas, le dice que le quiere hacer un cumplido. “El médico me dijo que si tomo una pastilla hay un cincuenta, sesenta por ciento de posibilidades de que yo mejore; y yo odio las pastillas, las odio, pero hace un mes comencé a tomarlas.” Él la mira a ella, como esperando una respuesta, y Carol le dice: “no entendí el cumplido”. Él reflexiona, mira un poquito para adentro, y dice: “lo que estoy intentando decirte es que, por vos, estoy intentando, cada día, ser un hombre mejor.”
¿Qué es lo que pasa? Más allá de los rayes que Melvin tiene, el sentirse querido y amado lo ayuda a crecer, a madurar. Lo ayuda a querer vencer y cambiar las dificultades que tiene en su vida. Esta es una experiencia cotidiana que nosotros tenemos. Los mejores momentos de nuestra vida en general están teñidos por sentirnos amados, sentirnos protegidos, sentirnos confiados. Es más, lo que nos ayuda a crecer en los momentos difíciles, es cuando sentimos que hay alguien que nos quiere, que hay alguien que nos dice: no importa, volvelo a intentar, animate, voy a estar a tu lado, te voy a perdonar, pase lo que pase estoy con vos. Casi como muchas veces nos prometemos: hagas lo que hagas voy a estar a tu lado.
Sin embargo, una cosa es decirlo y otra cosa es vivirlo. Pasa muchas veces con nosotros, los curas, cuando hacemos las promesas sacerdotales; con los matrimonios cuando se casan y dicen “en la salud y en la enfermedad, en el sufrimiento y en el gozo”,  es decir, una cosa es decir las palabras, otra cosa es tener que vivirlas, que encarnarlas. Pero, ¿qué es lo que me ayuda? Sentirme querido. ¿Cuál es el problema que tiene esto? Que en general hay un paso que nos cuesta vivir. Nosotros lo decimos muy fácilmente: “voy a estar siempre a tu lado”, entre novios, un marido a una mujer, entre padres e hijos, entre amigos: “pase lo que pase voy a estar a tu lado”, “te voy a bancar en todas”, hasta que empiezan a pasar cosas y las palabras se tienen que transformar en hechos. Como nosotros nos movemos en el registro del amor, en el hacer, cuando las cosas no salen como queremos, empiezan los problemas. En general, lo que pasa es que queremos menos o queremos más según cuánto hacés lo que yo quiero, cuánto te movés de la manera que espero. Sin embargo, esto tiene un problema, que es que en algún momento el otro va a hacer algo que yo no quiero, o yo voy a hacer algo que el otro no quiere. Es más, no sólo eso, en algún momento el otro me va a lastimar, en algún momento yo lo voy a lastimar. Si yo me muevo en el hacer, no hay posibilidad de que ese amor crezca, de que ese amor sane.
Para no decir tantas palabras, les voy a dar un ejemplo. Hace varios años, cuando era seminarista iba a la cárcel a visitar a los presos. Acompañábamos a las madres a visitar a los hijos en las penitenciarías. Había uno de los chicos que estaba por salir, y la madre le decía siempre: ‘bueno, ya estás por salir, no te voy a permitir ninguna más, ahora vas a cambiar’, ‘ahora vas a ser diferente, ahora va a ser distinto’, ‘a partir de que vuelvas a casa vas a ser un hombre recto’, y todas esas cosas. Al poco tiempo el hijo salió, pero como lamentablemente sucede en nuestro país, y muchas veces en el mundo, las cárceles no son lugares de rehabilitación sino todo lo contrario, y al poco tiempo el hijo volvió a estar preso. A las pocas semanas, la veo a la madre preparándose para ir, temprano frente a la combi. Yo que soy un poco duro, le pregunté, ‘¿qué hacés acá? Yo te escuché decir todos estos viernes, “no te voy a tolerar ninguna más”, “no puede ser, vos tenés que cambiar si querés que yo esté a tu lado”’. ¿Saben qué me dijo ella? Solamente tres palabras: “es mi hijo”.
A partir de ahí, pude empezar a vislumbrar un vínculo que es mucho más profundo, esa expresión del amor de Dios. Lo que me quiso decir esta mujer fue: yo no lo amo porque haga las cosas bien o porque haga las cosas mal, lo amo porque es mi hijo. Lo amo por lo que es, no lo por lo que hace. Tengo un vínculo mucho más profundo, va mucho más allá de que haga las cosas bien o mal. Claramente la madre no era tonta, eh. Se alegraba de que hiciera las cosas bien, y se ponía triste y le dolía cuando hacía las cosas mal, pero lo que me estaba diciendo era que su presencia con él no dependía de lo que él hiciera o dejara de hacer. Siempre lo va a querer. En otras palabras, su amor es incondicional frente a él. Y si queremos dar un paso más, sé que es lo único que lo puede salvar.
Esa experiencia que esa mujer me ayudó a hacer, es la experiencia que Dios quiere hacer con cada uno de nosotros; que entendamos que el amor de Dios es incondicional, está en otro nivel. No depende de lo que hacemos y de lo que no hacemos. Dios siempre está para nosotros. Obviamente se alegra cuando hacemos las cosas bien, no le gusta cuando hacemos las cosas mal. Pero siempre está. No cambia su presencia. No es que está o no está según cómo nos comportamos. Esto es lo que nos dice Juan en la lectura. Lo que pasa es que es tan difícil hacer en el corazón una experiencia de amor incondicional, que es mejor ponerle marcos. ¿Por qué? Porque cuando me quieren mucho me da vértigo. ‘Pará.’ ‘No me muestres un amor tan grande.’ ¿Vieron cuándo alguien nos perdona rápido? Y nos surge decirle: “pará, pégame un cachetazo, mandame a pasear”, necesito sentir que me duela un poco. El otro me perdona gratuitamente y yo quiero que sea más duro para mí.
Con Dios pasa lo mismo. Por eso nos cuesta, el evangelio que escuchamos dice que Dios envió a su hijo por amor. En general no es lo que nos han enseñado. En general lo que nos han dicho es que Dios envió a su hijo por nuestros pecados, porque hicimos las cosas mal, no porque nos quería o porque nos amaba. ¿Por qué? Porque eso nos cuesta más. Como a nosotros nos sale más fácil movernos en el hacer y no en el ser, la experiencia era: bueno hicimos las cosas mal, pobrecito Jesús, tuvo que venir por nosotros. Pero Juan nos dice: No, no, no vino por eso. Vino por el amor que nos tiene. Porque somos hijos e hijas, y está dispuesto a todo por ese amor. No le importa quedar mal. Y continuemos leyendo: “No vino para juzgar al mundo, sino para salvarlo”. En general nos han enseñado que Jesús vino para juzgar, para separar a los buenos de los malos. ¿Por qué? Porque nos cuesta entrar en la dinámica del amor incondicional, es nuevo y nos cuesta. Hacer experiencia del amor gratuito es difícil. Nos cuesta a cada uno, nos cuesta como Iglesia. Por eso tendemos a quedarnos en el ámbito nuestro: cuando haga las cosas bien lo quiero, cuando no haga las cosas bien no lo quiero. Casi como si un padre o una madre le dijera su hijo: -hoy te portaste bien, te quiero-; -hoy te portaste mal, no te quiero-. Espero que no lo hagan. O un amigo, una amiga. A veces más sutilmente: “porque hoy hiciste las cosas bien, te quiero mucho”, que es casi como decir: “no te quiero nada”, más o menos.
Pero Dios nos invita a que profundicemos en el amor, el amor verdadero es el que está dispuesto a darse, el amor que está dispuesto a entregarse. Ese es el amor que salva. Cuando yo me siento amado, confío; cuando yo me siento amado, cuidado, querido, yo ahí me animo a mucho más, estoy dispuesto a entregar mi vida, estoy dispuesto a ir mucho más lejos.  Si quieren dar un paso más, esto es lo que nos dice Pablo en la segunda lectura. Pasa lo mismo. Dios nos da en Jesús su gracia, aunque nosotros no la mereciéramos. Jesús nos trae la gracia de Dios, y nos salva. A nosotros muchas veces nos han enseñado algo distinto, casi que la gracia depende de nosotros. Si hacemos las cosas bien o mal estamos en gracia o no estamos en gracia. Sin embargo, el evangelio va continuamente frente a esto. Va Jesús y busca la oveja perdida, va Jesús y se preocupa por la mujer adúltera. No podemos encasillar a Dios. Dios siempre da un paso más.
Perdonen si los perdí, pero quiero dar un pasito más. En general nos enseñaron que por eso Jesús dio la vida, que por eso Jesús se entregó, y que por eso no lo merecemos. Claramente en el hacer, no merecemos que Jesús dé la vida por nosotros. No hay discusión ahí. No hicimos las cosas bien. Pero Dios no se mueve en ese plano, Dios se mueve en el plano del amor. Ustedes son mis hijos, ustedes son mis hijas, dice el Padre. Y tanto los amé, que envié a Jesús. Podríamos decir, olvidémonos de la teología, que en el plano del ser hijos e hijas, merecemos que Jesús dé la vida por nosotros.
Vamos a traducirlo porque en ámbitos teológicos cuesta un poquito. A veces me pasa que voy a visitar a mis amigos que tienen hijos chicos, y cuando les veo la cara me doy cuenta cuánto durmieron la noche anterior. Cuando les pregunto qué pasó, me dicen: “uh, pobrecito, está rompiendo los dientes”, “está con dolor de panza”. Nunca me dicen: “lo quise tirar por la ventana”; lo que me dicen es: por amor, lo acompañé, por amor estuve con él. No me dicen: no merece que me quede toda la noche despierto. No, porque lo aman. Porque lo aman están dispuestos a hacer un montón de sacrificios. Bueno, ese el amor de Dios. Porque nos ama está dispuesto a dar a su hijo, pero por amor. Ese es el vínculo que quiere que experimentemos. El amor de Dios es incondicional. Pablo nos dice: no hay nada que puedas hacer que te quite de la órbita de mi amor. Nada te puede separar. Esa es la experiencia de la Pascua. Cuando yo hago experiencia de eso, me animo a mucho más, soy mucho más capaz de hacer sacrificios, de dar la vida, de entregarme. Esa es la experiencia de Jesús. Si lo pudiéramos haber grabado a Jesús, hecho una entrevista antes de dar la vida, si le pudiéramos haber preguntado, ¿por qué das la vida?, hubiera contestado: “Porque los quiero, porque los amo, porque confío, estoy dispuesto a darlo todo.” Ese es el camino de la Cuaresma, sacarle el límite al amor, y hacer experiencia profunda del amor incondicional de Dios, abrirle el corazón a Él.

Animémonos entonces a dejarnos amar verdaderamente por Jesús, animémonos a sentir el vértigo de un amor que te ama a pesar de todo, como sos hoy. Con las cosas que te gustan y con las cosas que no te gustan. Haciendo experiencia de ese amor, ser luz para los demás. Eso es lo que nos dice Jesús. Dios amó tanto al mundo, denle esa luz a los demás, transmítanla. Seamos testimonio en medio de nuestros hermanos, del amor de Dios.


Lecturas:
*2Crónicas 36, 14-16. 19-23
*Salmo 136
*Efesios 2, 4-10
*Juan 3,14-21

lunes, 9 de marzo de 2015

Homilía: “Dios proveerá” – II domingo de Cuaresma

La película “Una buena mentira” trata sobre Sudán en la década del ’80, cuando fue todo el genocidio. Muchas aldeas fueron destruidas. Cuenta la vida de una familia. Cuando arrasan con su aldea, los niños, que son los únicos sobrevivientes, empiezan a caminar buscando un refugio. Esa caminata les lleva mucho tiempo, alguno muere en el camino, y después de caminar más de mil kilómetros, llegan finalmente a un refugio muy grande. Están muy alegres de encontrar un lugar para vivir, algo para comer, poder encontrarse con otros, y estar a salvo. Sin embargo, la alegría del primer momento se va perdiendo porque empiezan a pasar los días, los meses, los años, y ellos siguen ahí en el refugio. Siguen en ese campo para refugiados donde había cientos de miles de personas y no pasa nada. Finalmente, EEUU empieza a llevarse algunas personas que eran elegidas por una especie de lotería. Ellos no son elegidos, y van perdiendo la esperanza. Nada puede cambiar, todo es así, ya no confían en que su situación pueda ser otra. Un día están comiendo, y se enteran de que llegó una nueva lista. Los hermanos van a verla, pero dos de ellos, Jeremiah y Abital no se animan. ¿Por qué? Porque ya fueron desilusionados tantas veces, que ya no creen que pueda haber algo distinto, que ya no creen que las cosas puedan cambiar. El único que se anima es Mamere, el único que conserva todavía la esperanza. ¿Qué pasó? Tendrán que ver la película, como siempre.
Muchas veces somos desilusionados, nos sentimos tan lastimados que vamos perdiendo la esperanza. No sólo eso sino que vamos perdiendo la confianza. La esperanza se da cuando yo creo en algo, cuando yo tengo un horizonte, cuando yo sé hacia dónde me dirijo, hacia dónde quiero ir. Muchas veces perdemos este sentimiento en el corazón. Tal vez, si podemos hablar de algo que ha sido muy minado hoy en día, es justamente la confianza. Cuando yo era chico, en las películas siempre les gustaba decir “nadie es culpable hasta que se demuestra lo contrario”. Hoy pareciera que es al revés, “nadie es inocente hasta que se demuestra lo contrario”. Tenemos miedo del que está al lado nuestro, tenemos miedo de que el otro nos pase por encima, no nos animamos, no confiamos. Algunos de nosotros pareciera que en vez de crecer en esto, involucionamos. ¿Por qué digo esto? Porque en realidad uno nace con una confianza básica. Los más chiquitos confían en sus papás. Es más, a veces cuando levantan la cabeza y no ven a sus papás, empiezan “¡Papá!”, “¡Mamá!”, “¿Dónde estás?”. Se tranquilizan recién cuando están en los brazos de sus padres. Uno cree, uno confía, cuando es chico. Sin embargo, en vez de crecer, evolucionar, madurar, siendo jóvenes, adultos, confiar más, cada vez nos cuesta más. Hacemos el camino inverso. Vamos perdiendo esa confianza. A veces, la confianza en los demás, a veces la confianza en la sociedad, en las instituciones, en nosotros mismos. Cuando perdemos la confianza, vamos perdiendo las ganas. No nos animamos a hacer nada, no creemos que las cosas puedan ser de otra manera.
Muchas veces vivimos en un pesimismo muy grande, todo es así y nunca va a cambiar. A veces en el mundo, a veces en nuestro país, a veces en nuestras familias, a veces en nuestra propia realidad. Pero Jesús siempre viene a despertarnos, Dios nos invita siempre a que nos animemos a dar  un salto en la confianza. Esto es lo que sucede en la primera lectura. A Abraham se le pide tal vez la confianza más grande que se le pide a alguien en la Biblia, que sacrifique a su hijo. Se le pide que entregue al fruto del don de Dios, el hijo de la promesa de Dios, que lo dé. Uno podría ponerse en el lugar de Abraham y decir “pará Señor, hasta acá llegué.” Pero Abraham ya aprendió la lección. No sé si recuerdan pero cuando a Abraham se le promete una descendencia, como él y su mujer, Sara, eran grandes, en un momento dejó de confiar. Tuvo un hijo con su esclava, Agar, que se llamó Ismael. ¿Por qué? Porque no creía que Dios pudiera dar fruto donde él ya no controlaba las cosas, dónde él ya no sentía que algo pudiera pasar. Después Dios le dice: -No, ese no es el hijo de la promesa. Yo te voy a dar un hijo. Quedate tranquilo. Confiá, creé.- Y nació Isaac, el hijo de la promesa. En este momento donde Abraham no ve claro, donde dice: ¿qué es lo que está pasando aquí?, ¿por qué este signo de muerte cuando es el Dios de la vida?, Abraham ya confía en Dios, Dios proveerá, Dios va a hacer algo distinto. Desde ese lugar de oscuridad, de tinieblas, donde Abraham no ve claro y se abandona en Dios, surge esta alianza: “Yo haré de ti una gran nación.” Esa es la invitación para nosotros.
Nosotros pasamos por momentos duros, a veces difíciles, donde no vemos claro, donde no sabemos para dónde van a ir las cosas, y la invitación de Dios es que nos animemos a confiar, que dejemos de querer controlar las cosas, y que las soltemos. Justamente el control es lo contrario a la confianza. “Sí, sí, yo confío en él, pero quiero saber todo”, bueno, entonces confío hasta ahí, ¿no? “No, no, yo sí confío, pero no le delego nada, hago todo yo sólo porque siempre lo hago mejor que los demás”, me falta aprender a confiar, me falta confiar en los demás, me falta confiar en Dios. También en mi vida, cuando a veces no sé hacia dónde ir, hay una crisis, hay un momento difícil, a veces de oscuridad. Bueno, Dios proveerá. Tener esta confianza en Dios. Poner el corazón en Él. Él es el Señor de la historia. Cuando los hombres no vemos la salida, cuando creemos que las cosas nunca pueden ser diferentes, en vez de tener ese pesimismo que muchas veces nos invade, poner la mirada en Dios. Podríamos decir que la profundidad de nuestra fe, se da en la capacidad que tengo de confiar y esperar. Porque si yo no confío mucho en Dios, o creo que nada puede cambiar, ¿cuánto estoy esperando de Dios?, en el fondo estoy esperando de mí, o del que está al lado mío. La invitación es a que soltemos nuestras cosas, y Dios va a hacer algo nuevo. ¿De qué forma? ¿De qué manera? No lo sé. Eso le corresponde a Él.
Esto mismo sucede en el evangelio, en este texto tan conocido. ¿Por qué Jesús se lleva a Pedro, a Santiago y a Juan caminando a un monte? Porque los discípulos entraron en crisis. Vino Jesús, les dijo: bueno a ver, ustedes que me siguieron, el Hijo del Hombre va a padecer, va a pasar la Pasión, va a tener que morir… recordarán que Pedro se enloquece y le dice: -No, vos no vas a hacer eso.- Es decir, la fe de los discípulos entra en crisis cuando Jesús les dice que tiene que pasar por la Pascua. Seguramente, no lo sabemos, empiezan las preguntas: “¿Será esto posible?”, “¿Vuelvo a casa?”, “¿Lo sigo?”. Los discípulos habían dejado todo pero, ¿estoy dispuesto a dar este salto? Y Jesús se da cuenta de que necesita mostrarles algo más. Por eso va al monte, se transfigura, aparecen Elías y Moisés, pero delante Jesús. Ya no alcanza con esa fe en Moisés y en Elías, ahora crean en Mí. Lo que escuchan es justamente lo que necesitan (escuchen: éste es mi hijo amado), que es lo que más nos falta cuando perdemos la confianza. Cuando uno no confía en alguien no lo quiere escuchar más. No le cree más al otro. Se acaba el escuchar. Me cierro. ¿Para qué? No vale la pena. Cuando los discípulos tienen esa tentación, la invitación de Dios es que abran el corazón y que escuchen. Escuchen y síganlo. Confíen en Él.
Creo que en esta Cuaresma Dios nos hace también la invitación a nosotros de que revisemos nuestro estado de ánimo, nuestros sentimientos. Tal vez, por distintas circunstancias estamos muy bajoneados, enojados, muy negativos, pesimistas, y necesitamos volver a poner los ojos en Jesús, creer en Él, confiar, soltar un poco las cosas, de la mano nuestra, de la mano de los hombres, de aquellos en quienes no creemos. Animarnos a decir: doy este salto en la fe y en la confianza.
No sólo tan lejos, tal vez podríamos mirar cerca nuestro. Tal vez hay un amigo que me cuesta, mi marido, mi mujer, mi pareja, un hijo, un padre. Pedirle a Jesús que nos renueve en esa confianza, que nos ayude a dar el salto. Ese es el ejemplo que nos da Jesús. Jesús nos dice en la Pascua: yo creo en ustedes, yo confío en ustedes, anímense.
Si Jesús confía en nosotros, creo que ese salto es mucho más grande que el que tenemos que nosotros tenemos que hacer con cualquiera. Si a pesar de nuestras limitaciones, a veces de nuestras limitaciones, de nuestros pecados, de nuestras tibiezas, Jesús me dice: ‘yo confío, te creo, anímate, sé libre, caminá’; animémonos a vivir esa dinámica, animémonos a no bajar los brazos, a no descartar al otro, a no decir ‘no hay más posibilidades, se acabó’, y abrir esa ventana que trae la fe y la esperanza. Esa es la invitación de Jesús.
Animémonos entonces en este camino de la Cuaresma a poner los ojos fijos en Jesús. Escuchemos con un corazón abierto a este Jesús que nos habla, a este Jesús que nos consuela         , a este Jesús que tiene palabras de vida. Que esas palabras nos animen y nos devuelvan la confianza y la esperanza.
Lecturas:
*Génesis 22,1-2.9-13.15-18
*Salmo 115
*Romanos 8,31b-34

*Marcos 9,2-10