miércoles, 25 de septiembre de 2013

Homilía: “Dios está siempre dispuesto a buscar aquello que está perdido” – domingo XXIII durante el año


 En la película “El Hijo de la Novia”, Rafa es un hijo que tiene medio olvidada a su familia, en especial a su madre que está en un geriátrico. Su padre, Nino, le pide por favor que vaya a visitarla, y él termina yendo, pero esto le cuesta mucho, ya que ella ha perdido la memoria, tiene Alzheimer; a él le cuesta verla en esta situación. En ese momento es que su padre, Nino, le revela que quiere casarse por Iglesia con su madre. El hijo no entiende nada, le dice, “¿Dónde están tus convicciones? Vos nunca fuiste un creyente, ni nada.” Y él le contesta: “Mirá, estamos al final de nuestras vidas, y quiero hacerle este regalo a tu madre.” El hijo se sigue quejando, hasta que su padre le dice, “¿Me vas a ayudar en esto o no?”. Así es que termina accediendo, y va a averiguar a la Iglesia para ver cómo pueden hacer el casamiento. Entonces lo recibe un sacerdote, y él le dice: “Bueno, vengo a hacer un casamiento…”. “Sí, sí, ¿con misa?” “No, sencillo, sin misa.” “Bueno, son $500.” “Y ¿querés que haya flores?” “Bueno, entonces son $700. ¿Con música?”. Y bueno, así empieza a sumar; $900, $1000… Uno, sobre todo si es un poco eclesial, se empieza a poner tenso. Al final entonces, le dice: “Hay algo que tenemos que ver porque mi madre está muy enferma y no tiene conocimiento…” “Ah, entonces si no tiene conocimiento, si no sabe lo que hace, no la puedo casar.” Y ahí surge toda una discusión.
Más allá de esto último, me quiero detener un poco en ese diálogo medio ironizado (a veces no, lamentablemente), en el que el lugar donde uno espera algo más gratuito, un lugar donde lo reciban, lo acojan, le den un lugar, y uno pueda entrar así libremente, uno se encuentra casi con una pared. Entonces cuesta, uno se pregunta ¿cómo puede ser esto?, ¿cómo puede ser que un sacramento se cobre? Como digo, lamentablemente, no alejado de prácticas nuestras, o iglesias donde a veces para entrar te cobran, o lo que fuera… pero no quiero entrar en esa discusión. Sino en que, aún ahí donde uno esperaría algo mucho más gratuito, porque como sabemos, el amor de Dios es gratuito, uno no lo encuentra. Pareciera que estamos en un mundo donde todo termina siendo como una transacción. ¿Qué tengo que pagar? ¿Qué tengo que comprar? ¿Qué tengo que hacer? Y esto no solamente en lo institucional de los distintos lugares donde antes era todo mucho más gratuito, sino a veces en los vínculos también. “Yo voy a hacer esto, para que el otro haga lo otro…” Y estamos atentos a ver si el otro responde, y nos vamos olvidando en la vida, de lo que es totalmente gratuito.
Tal vez, para darnos cuenta de esto podríamos pensar, ¿cuántas veces decimos “gracias”, en el día? Algunos lo harán más, a otros nos cuesta un poco más. O sino a quienes. ¿A quiénes les decimos gracias? Por ejemplo, en casa, ¿somos de agradecer? Con todas las cosas que para nosotros son como un derecho adquirido. ¿Somos de agradecerle al otro por lo que día a día nos da? ¿Nos damos cuenta de eso? A veces nos damos cuenta cuando no estamos más en casa. También los más grandes, ¿nos damos cuenta de lo que los hijos hacen y dan? Podríamos pensar en ejemplos concretos, porque siempre pensamos que tenemos derecho a más porque pagamos o porque hacemos tal cosa. No sé, ¿alguien dice “gracias” cuando se sube al colectivo? O en la facultad, o en el colegio con el profesor que nos da la clase. ¿Somos capaces de ser agradecidos en el corazón por lo que el otro hace por nosotros? Porque si no todo se va convirtiendo en un “tengo”, y “el otro tiene que” hacer. Vamos perdiendo esa gratuidad, más allá de que a veces haya que desenvolver algún dinero por eso, de aquello que se vive, de aquello que día a día va pasando.   Otro ejercicio que podemos hacer es ¿Cuánto decimos “por favor”? A mí todavía alguno de los chicos en la misión me carga, “¡Decí por favor!” A veces también uno siente que es como un derecho adquirido. No digo por favor porque el otro tiene que hacerlo. Uno puede decir, “bueno, es una cuestión nominal”, pero también el cómo nos expresamos implica mucho lo que vivimos en el corazón. Y no sólo nos pasa a veces al decirlo, sino también al vivirlo. Por eso también a veces nos cuesta que nos agradezcan, “no, no tenés que decir nada”. Obviamente no tienen que decir nada, porque dicen “gracias”, el otro lo hace gratuitamente. Y nos cuesta vivir en el día a día esta gratuidad de lo que pasa, de los vínculos, de las cosas, de todo lo que sucede. Y esto es lo que quiere dejar totalmente reflejado Jesús en estas tres parábolas que hoy nos narra.
En la primera, tan conocida, donde esta oveja se pierde, y el pastor deja las noventa y nueve ovejas para ir a buscar a esta. Y Jesús incluso pregunta, ¿acaso no deja un pastor las noventa y nueve para buscar una? Y todos responderían: no. Ningún pastor va a ser tan loco de perder noventa y nueve para buscar una, mala suerte. Pero este pastor va, la busca, la encuentra, y no sólo hace eso sino que cuando vuelve empieza a agradecer. “Alégrense todos conmigo.” Y ellos dirían, ¿qué le pasa a este pibe que está así?
En el segundo paso habla de una mujer, un ama de casa, que pierde una dracma. La dracma es una moneda totalmente insignificante, no valía nada. Sin embargo, la parábola dice que esta mujer prende la lámpara, busca hasta encontrarla, y no sólo se alegra sino que va a decirles a todas las vecinas que se alegren con ella. Y las vecinas pensarían: ésta está medio loca, no es para tanto.
Por último, cuando este hijo se va de esa casa, le pide la herencia. Explico esto: el hijo menor no tenía derecho a herencia. Porque como la idea era que la riqueza no se separe en esa época, porque si no se perdía poder, la herencia era siempre para el hijo mayor. Por eso después  le dice a este hijo: “si todo lo mío es tuyo”. Todo era para el hijo mayor. Pero a veces, algunos padres le daban un poco para su vida al hijo menor. Ahora, esto es lo que se ve que este padre generoso, gratuitamente, porque no tenía por qué dárselo, le da a este hijo, quién renuncia a vivir en esa casa y se va. Como sabemos, vuelve cuando tiene hambre, y no sólo renunció a ese ser hijo, sino que le pide al padre que renuncie a ser padre porque dice que cuando vuelva le va a decir a su padre: “trátame como a uno de tus jornaleros”. El hijo es el que vive en la casa, aquél que vive gratis, en la gratuidad del padre. El jornalero es aquél que trabaja y se le paga por lo que hace. Es totalmente diferente. Y este hijo le está pidiendo a ese padre que no está dispuesto a hacerlo. Tu lugar no es afuera de la casa, le dice el padre, tu lugar es adentro. Y lo deja totalmente claro, cuando el hijo empieza a decir esta frase, no lo deja seguir. Lo abraza, lo besa, lo viste. Y para que quede claro, no lo entra por la puerta de servicio para que nadie se dé cuenta, sino que mata el ternero guardado para la Pascua, hace fiesta. Y así es que el hijo mayor se va a quejar. ¿Para qué? Para que vuelva a descubrir esa gratuidad de lo que el padre le daba y que este hijo no descubría. Nos muestra un corazón de un Dios que está siempre dispuesto a buscar aquello que está perdido. Las tres parábolas muestran esto. Se perdió una oveja, se perdió una dracma, se perdió un hijo. No importa cuán valioso sea, el Padre siempre lo va a buscar. Porque eso es lo que llena su corazón. No le importa mirar como miramos nosotros, sino que le importa encontrar aquello que se perdió. Va a mover cielo y tierra hasta que esto sea posible. Porque a partir de encontrar ese lugar, ese hijo, esa oveja, esa moneda, va a encontrar un lugar en el corazón de Dios.
Esto es también en lo que nos invita a nosotros como Iglesia, como familia y como sociedad; a ir al encuentro y a buscar al otro. Pero de manera gratuita. Ahora, creo que para eso, lo primero que tenemos que hacer es tener un corazón agradecido. Uno en general hace y da de aquello que recibió y que vivió. No hay manera de hacer lo contrario. Entonces para poder dar gratuitamente nosotros, tenemos que en primer lugar darnos cuenta de todo lo gratuito que se nos dio. En primer lugar, nuestro padre Dios; con nuestra vida, con todo lo que puso a nuestro lado. En segundo lugar, todos los que están a nuestro lado, que a veces casi nos pasan desapercibidos. Tan desapercibidos que nos damos cuenta en el momento que no los tenemos, para que a partir de ahí sí salga de nuestro corazón generoso, un querer vivir así. Buscar aquel que está más alejado, aquel que nadie quiere encontrar, aquel que se perdió; insistirle, darle una oportunidad, abrirle las puertas de nuestro corazón a aquel que lo está pidiendo y que hoy nos cuesta por diferentes razones de la vida, y no dejar afuera aquello que parece insignificante. Todo es importante nos dice Dios. En la vida todos son importantes. Seguí buscando. Eso es lo que hizo Jesús. Si Jesús hubiera medido hasta donde daba según el éxito, hubiera terminado bastante pronto su misión, pero siguió, siguió, siguió, esperando que en algún momento nos diéramos cuenta de esa gratuidad, de ese corazón, y de ese amor incondicional, que no dependía de lo que el otro hacía, sino de lo que Él quería hacer.
Tal vez ayer algunos de ustedes vieron en televisión la beatificación del cura Brochero. Cuentan que Brochero, a quién le había tocado una superficie de alrededor de 200 km., cuando llegaba a un pueblo, averiguaba quién era la persona más pobre, más odiada, más borracha, o lo que fuese, e iba ahí. El primero con el que se encontraba era con ese. Seguramente eso generaría muchos comentarios. Pero Brochero decía que si él iba al último de los últimos, nadie iba a tener miedo de hablar con él. “Voy y busco a aquél que está olvidado, para que todos descubran que en Dios hay un lugar”. Así fue el éxito que tuvo. El primer éxito fue en su vida, la Iglesia ve en esos gestos, signos de santidad similares a los que tenía Jesús, y nos invita a nosotros a vivir y a descubrir esto. En el fondo es lo que descubrió Pablo. Él dice en la segunda lectura: yo, que hacía un montón de cosas que estaban alejadas de Dios, por su misericordia, por su amor incondicional, pude estar con Él. Pablo pone una salvedad: no lo hacía por maldad, lo hacía por ignorancia. “Yo no había conocido ese corazón de Dios.”

Nosotros sí lo conocemos, se nos ha revelado. Se nos invita primero a descubrirlo, segundo a vivirlo, tercero a transmitirlo. Pongámonos en camino y hagamos lo mismo que hizo Jesús.