Hace como
diez años salió una película de Tim Burton que se llama El Gran Pez y cuenta la historia de un padre y su hijo, Edward y
Will Bloom. Edward es un padre al que le gusta contar sus historias casi como
mitos, como leyendas; y el hijo de a poco va creyéndole cada vez menos de lo
que va contando, de lo que va diciendo, de lo que le va pasando. Esto llega al
extremo el día de la boda de Will, cuando el padre pide la palabra y cuenta una
historia de su hijo cuando era chico. Will se enoja totalmente con su padre
porque dice que eso no fue tan así, no cree más en él, y corta el vínculo y la
relación con él. Ya no confía ni cree en él.
Años después,
su madre lo llama porque su padre, Edward, está muy enfermo, internado en una
clínica. Will el accede a acercarse a verlo; pero sigue siendo el mismo padre,
que vuelve a contar sus historias, a narrar, a hacer lo mismo que había hecho
toda su vida. Y ahí él empieza a cambiar la mirada que tiene sobre su padre.
Esa visión que había hecho que deje de confiar, de creer en lo que el padre le
decía, empieza a transformarse cuando de a poco empieza a darse cuenta, en esas
mismas historias, que no es que el padre mentía, sino que matizaba, exageraba,
adornaba, de alguna manera. Y empieza a encontrarse con esa gente que tenía que
ver con esa vida y con esa historia. Y a partir de ahí, en los últimos momentos
de la vida su padre, Will va a poder ir recreando y sanando ese corazón, esa
confianza que muchas veces cuesta tanto tener en el otro.
Creo que si
hoy tuviéramos que elegir tal vez uno de esos valores, virtudes, que el mundo
actual más ha minado, más ha atacado, es justamente la confianza. Nos cuesta
mucho creer y confiar en los demás.
En la segunda
lectura que acabamos de escuchar, de la carta a los hebreos, el autor comienza
diciendo: la fe es la garantía de lo que se espera, es decir, de lo que todavía
no está, de aquello hacia lo que todavía tengo que caminar; y para dejarlo más
claro dice: de aquello que no se ve. Es decir, no lo tengo a la vista; tengo
que caminar hacia un lugar. Ahora, como cualquier realidad, para caminar hacia
un sitio tengo que dejar aquel en el que estoy; y eso nos cuesta mucho, porque
justamente para eso tengo que creer en algo, y tengo que confiar en algo, y
tengo que soltarlo e ir. Por eso la segunda lectura pone estos dos ejemplos tan
claros que son Abraham y Sara, que lo que hicieron fue creer en Dios, animarse
a poner esa fe en aquello que no veían, dejar una tierra atrás, y una
descendencia que creían imposible. Es decir, ellos ya no podían controlar su
futuro, ni la tierra hacia la que iban, ni el hijo que querían tener. Uno hoy
podría idealizarlos y pensar, cómo creció Abraham, cómo creció Sara, son un
modelo. Sin embargo, si leemos la historia, les costó mucho, dudaron de si esa
tierra existía o no, y si podrían llegar. Abraham y Sara dudaron también de
poder tener ese hijo y por eso Abraham va a tener ese hijo con su esclava, que
se va a llamar Ismael. Es decir, les costó confiar en esa promesa que Dios les
hacía. Sin embargo, Dios siguió apostando por Abraham, y cuando fallaba en esa
confianza y en esa fe, volvía a acercarse, volvía a tener una mirada nueva, a
invitarlo, a volver a creer en esa promesa, a que sanara esa herida. ¿Por qué?
Porque es la única posibilidad de que Abraham siga caminando detrás de esa
promesa, de que vuelva a recrearse esa confianza.
Creo que hoy
vivimos en un mundo donde tal vez una de las cosas que más nos cuesta es creer
y confiar en los demás. Esa confianza básica que nace de la vida de una
persona; en la vida de un niño, por ejemplo, que confía en su mamá, que confía
en su papá; cada vez es más minada por nosotros mismos, por la sociedad, por el
mundo, donde nos cuesta mucho creer en el otro. Eso que tendría que ser básico
en nosotros de que confiamos y creemos en el que tenemos al lado, hoy está
puesto totalmente en duda. Casi que pensamos que el otro se tiene que ganar mi
confianza. Parto de que el otro me va a jorobar, me va a mentir, de que el otro
va a hacer las cosas como yo no quiero, y por eso termino queriendo controlar,
y no me animo a moverme. Porque necesito tener controlado donde estoy.
Como alguna
vez les he dicho, un ejemplo claro es la geografía de nuestro país. Hace veinte
años no existía ningún barrio cerrado. ¿Por qué tenemos barrios? ¿Por qué nos
encerramos cada vez más? Porque necesitamos tener las cosas controladas. Después
podemos discutir si estamos bien o mal, no estoy metiéndome en esa categoría,
pero no confiamos en el que tenemos al lado, a veces muy justificadamente,
entonces nos vamos encerrando. Ahora, eso que es solamente geográficamente y
por eso vamos viendo cómo nuestros barrios, nuestras casas, cada vez son como
más cerradas; también pasa con nuestra vida. No podemos elegir en qué confiamos
y en qué no. Es muy difícil. Y cuando algo se empieza a minar, nos pasa con
todo. Después nos cuesta confiar en el que tenemos al lado, en el que está en
el trabajo, en la facultad, en el colegio; en aquel que es parte de mi familia.
Y a veces porque fui lastimado.
Ahora, por
eso se basa en confiar. Yo tengo que creer en el otro, y en lo que el otro me
dice. Y esa confianza, como en el evangelio, a veces va a ser desilusionada. Y
ahí es donde se va a poner en juego. Tengo dos opciones: o digo: bueno, no
creo, no confío más en esta persona, y voy rompiendo ese vínculo que tengo; o
me animo a creer y confiar en esa persona, a apostar de nuevo. Aunque me cueste,
aunque tenga que hacer el duelo, aunque sea difícil, pero esa es la única
manera de que ese vínculo pueda subsistir, de que ese vínculo tenga una
oportunidad de crecer de nuevo. Y si no me iré quedando sólo. Porque si me
quiero quedar solamente en lo que yo creo, confío, controlo, cada vez me voy
cerrando más, mi vida se va haciendo cada vez más pequeña. Y esto nos pasa a
todos, desde los más chicos hasta los más grandes. Tal vez a los más jóvenes.
Podríamos pensar, ¿me es fácil contarles mis cosas a mis amigos? ¿Confío en mis
amigos? ¿Les abro el corazón? ¿Me es fácil confiar en mi familia? Abrir el
corazón, decir lo que me está pasando, aun cuando me cuesta. ¿Nos es fácil
escuchar? ¿Sin meternos, sin opinar? ¿Es fácil ir creciendo en esa confianza
del que va soltando? Cada vez es como que la cosa se pone más difícil.
Como ustedes
saben, a mí me ha tocado en estos casi diez años de ministerio, trabajar en la
pastoral juvenil. Y casi que añoro con nostalgia los primeros años, porque les
aseguro que la cantidad de llamados que recibo de los papás en los retiros,
campamentos, jornada mundial ahora, es casi insoportable. Ya quiero apagar el
celular más o menos. Y antes cuando alguien se iba confiaba, creía en el otro.
“Te doy a mi hijo, llevalo de retiro, llevalo a un campamento, llevalo a tal
lugar, y voy esperando.” Ahora no. Es como que se me va y no lo puedo controlar.
Lo mismo pasa en el colegio.
Hace poco, en
un retiro que tuvimos, habíamos pedido los celulares al principio del retiro. Y
uno de los chicos se acerca en la mitad del retiro y me devuelve su celular (que
se supone que ya lo teníamos nosotros) y me dice: “Perdón Mariano, la verdad
que no te di el celular, te lo voy a dar; tomá porque estoy cansado de que me
llame mamá.” Y se había ido hace 24 horas. Nos cuesta un montón. Y eso es parte
de la confianza. No lo quiero soltar. Eso que antes era mucho más básico, de: “qué
bueno, dejemos que dé este paso, que vaya a ese lugar, dejamos que haga esto”, no
un montón de preguntas, de dudas, de cuestionamientos, ¿no? No creo, no confío.
Y como cada vez esto se vuelve como una bola más grande, es cada vez peor,
porque lo voy exacerbando. Porque si me doy cuenta que la tensión, la angustia,
la ansiedad, la tengo yo; me la tengo que bancar yo. ¿Por qué tengo que llamar
al otro? Si no empiezo a soltar un poco, no crezco; tengo que dejar que el otro
se vaya moviendo un poco en su libertad.
Abraham cree
en Dios, y Dios confía en Abraham, pero lo tiene que dejar hacer su vida, tiene
que dejar que Abraham se equivoque o no, y vaya haciendo ese camino. Es por eso
que la invitación es esta: volver a creer y a confiar. Y eso es siempre un don
que le tenemos que pedir a Dios porque es un salto, es la única manera de
madurar. En la manera en que sigamos este camino vamos a ir “inmadurando”, nos
vamos a convertir como en personas infantiles. Nuestras familias, nuestros
colegios, nuestros trabajos, nuestra misma sociedad. Creo que el camino es el
inverso. Animarnos a dar esa libertad. Porque cuando lo vemos reflejado en el
otro, nos cuesta mucho.
Hoy tuvimos
elecciones. Bueno, cuando vemos algún gobierno que no es del todo transparente,
no confía en los demás, es autoritario, nosotros nos quejamos. Decimos: no es
lo que yo quiero, quiero poder crecer en el diálogo, quiero que haya libertad.
Bueno, ¿por qué no empezamos nosotros haciendo ese paso al que Jesús nos
invita? Animándonos a ir caminando. Podríamos decir que ese es el tesoro que el
evangelio dice. El evangelio dice, allí donde está tu tesoro estará tu corazón.
Bueno, en aquellos valores que nos animamos a hacer crecer, germinar, a darle
importancia.
Para
terminar, el evangelio dice que estas personas tenían que estar esperando a su
Señor que venía. Uno podría pensar, qué exigente que es este Señor que está
esperando a ver si estas personas están atentas o no. O podría mirarlo de otro
lugar. Cuánto confía este hombre en estas personas, que los deja cuidando sus
casas, que les dice: yo voy a volver. Y otra pregunta es, ¿con cuánta
esperanza, con cuánta alegría, con cuánta disponibilidad ellos esperan a su
Señor? Bueno creo que el camino es crecer en esa confianza de lo que se nos da;
pero también tenemos que aprender a soltar, en nuestra vida y en la de los
demás.
Pidámosle en
este día a Jesús, aquél que es nuestra fe, aquél que cree y que confía en cada
uno de nosotros, que también nosotros podamos confiar y creer en los demás.
Lecturas:
*Sab 18,6-9
*Sal 32,1.12.18-19.20.22
*Heb 11,1-2.8-19
*Lc 12,32-48
No hay comentarios:
Publicar un comentario