Recuerdo
cuando era chico, que como yo soy el mayor de los nietos de ambos lados, mis
abuelos o mis tíos me hacían muchos regalos. Pero lo peor que me podía pasar
era que un día vinieran, me trajeran un regalo, y me dijeran: “Es para
compartir.” Entonces, yo tenía que luchar contra mí mismo en el corazón. Me
daban algo, estaban el resto de mis hermanitos, o mis primos, y había que ver
cuán mezquino era mi corazón en ese caso, ¿no? ‘¿Cuánto le tengo que dar?’ Es
claro que me habían hecho un regalo, eso era mío, pero tenía que compartirlo
con los otros. Entonces empezaba a mirar cuántos caramelos tenía, y me costaba
abrir el corazón y descubrir que ese regalo que me habían hecho era algo que me
habían dado gratuitamente, y que podía ser feliz si lo compartía con los demás.
No es que haya madurado totalmente en eso, y todavía tengo algunos resabios en
mi vida actual, pero cada uno de nosotros podría mirar: ¿qué de esas cosas que
aún me caen como regalo me cuesta compartir? Tal vez podríamos mirar los
armarios de nuestras casas para ver qué cosas guardamos en los cajones.
Tenemos un
corazón en el que nos cuesta mucho entender lo gratuito. Nos cuesta mucho
entrar en la dinámica del don. El pensar: esto es un don, es un regalo, es algo
que se te dio. Y automáticamente tendemos a romper la dinámica, a abortarla. Un
ejemplo es cuando viene alguien y les dice: tomá, te traigo un regalo por esto…
y uno dice: “No, no. No tenías.” Claro que no tenías, sino deja de ser regalo.
Si tiene que traerte algo entramos en algún tipo de transacción, pero no en la
dinámica del regalo. Por eso nos cuesta mucho. Nos genera algo raro en el
corazón; cuesta aceptar que venga de manera gratuita. Cuesta entenderlo. Cuesta
aceptar desde el regalo, o un gesto de cariño, de amor, que se me ha dado como
don. Lo primero que entonces empiezo a pensar es: ¿qué hago después? ¿Cómo se
lo devuelvo? Y si me hizo, un buen regalo: “Uh, cuando llegue su cumpleaños le
voy a tener que hacer un buen regalo.” Entramos de nuevo en eso de cómo
devolver aquello que se nos dio. Pero si yo tengo que devolver lo que se me dio
como regalo, deja de ser regalo. Desde el otro lugar pasa lo mismo. Si yo le
hago un regalo a otro solamente esperando que el otro me lo devuelva, y si no
me le voy a quejar, entonces no le di un regalo. Inventémosle otro nombre, pero
no es un regalo. El regalo entra en la dinámica del don.
Esto es algo que día a día la misma vida nos
va pidiendo que volvamos a vivir. Esto que es tan simple de explicar con un
regalo, pasa también con la dinámica del amor. La dinámica del amor es: yo te
doy amor porque quiero. El amor es gratuito por definición. Si lo tengo que
pagar hay un problema muy grave en lo que está pasando. Pero sin embargo,
muchas veces genera en mí una reciprocidad. Ahora, la reciprocidad está muy
bien siempre y cuando me llame a amar; quiero devolver el amor con amor, lo
quiero dar, no lo quiero guardar, no lo quiero poseer. Tengo que entender que
no es para poseerlo sino para darlo. La propia dinámica del amor es expansiva,
se abre a los demás. Pero en general esto también nos cuesta, vamos como
midiendo en función de lo que hizo el otro. Se hace como si fuera un laberinto
de ir viendo cómo voy ampliando mi corazón. Me cuesta vivir esa dinámica del
amor gratuito. Pero el don, como les decía, es gratuito por definición. Yo
tengo que aprender a dar.
Para no
dejarlos sin película este domingo, en la primera imagen de Cadena de Favores está Chris Chandler en
la puerta de una casa, viendo que hay un montón de policías que están por
atrapar un ladrón. Él habla con la policía, se distrae, sale el ladrón con un
auto y le choca su auto. Él empieza a enojarse, y sale un hombre anciano y le
tira las llaves de su Jaguar, y le dice: -tomá, para vos-. -¿Cómo para mí?
¿Cuál es la trampa? ¿Vos estás loco?- No puede entender cómo se le da algo así
de gratuito. Pero el anciano le contesta: hazlo por otro. -Pero, pará, pará,
¿de dónde salió esto?- Entonces empieza a rastrear toda esta cadena, que
comienza con Trevor haciendo un ensayo para el colegio. “Yo hago algo por tres
personas para que eso se multiplique, para que eso se dé.” ¿Cómo? Gratuito, es
un don. Llama a la reciprocidad, a que eso se expanda.
Ésta es
también la dinámica propia de la fe. Desde chiquitos nos enseñan que la fe es
un don. Pero entenderla así nos cuesta. Primero, porque la tenemos que aceptar.
¿Cómo la fe es un don si yo tengo que aceptarla, hacerla crecer? Es como un
regalo. A mí me dan un regalo y yo lo puedo abrir, o lo puedo dejar en un
cajón, puedo decir “no me interesa, de vos no quiero nada”. Por eso es un don. No
es algo mío, me lo tienen que dar. Eso me lo regaló Jesús. Jesús me regala la
fe. Ahora eso no significa que no implique todo un camino, un proceso, un
trabajo, donde yo lo tengo que hacer crecer. Pero siempre la fe entra dentro de
la dinámica del don. Sigue siendo un regalo, algo que se me dio, y no me lo
puedo apropiar. No puedo decir: es mío. Porque ahí es cuando empiezan los
problemas. Eso está en consonancia con lo que hablábamos la semana pasada. Tiendo
a apropiarme, tiendo a poner límites, tiendo a decir: “hasta acá”, “esto no”, “esta
imagen de Dios no”. Empiezo a poner los límites; me apropio del don de la fe, y
soy yo el que empiezo a decidir. Así comienzan los problemas.
Esto mismo es
lo que sucede en el evangelio. Podemos ver dos actitudes en la parábola. Jesús dice
que hay un hombre que tenía dos hijos. Al primero le dice: “ve a trabajar a mi
viña”, éste le dice que no, y sin embargo, termina yendo. El segundo dice: -sí,
sí, voy a ir-; pero al final no va. La pregunta de Jesús es muy clara, “¿cuál
de los dos cumplió la voluntad del Padre?”. Y ellos le contestan: el primero,
es claro. Eso es lo que le preocupa a Jesús, quién cumple la voluntad del
Padre, quién va y lo hace. No todo lo que está en el medio. Dice que frente a
esto hubo dos actitudes totalmente contrarias, totalmente opuestas; y con un
signo claro de provocación, Jesús aclara qué es lo que les está diciendo: las
prostitutas y los publicanos entran antes que ustedes al Reino de los Cielos. Les
está echando en cara a los que creen que ya se apropiaron del don: yo decido
quién entra y quién no, quién está adentro y quién está afuera. Jesús les dice:
ustedes están totalmente afuera. Y están adentro los que ustedes creen que no
están adentro. Se los está diciendo a hombres de mucha fe. No hombres que no
tenían fe. Podríamos pensar qué tipo de fe tenían o de qué manera trabajaban la
fe.
Nosotros tenemos
un inconveniente con esto. Nos hemos acostumbrado tanto a escuchar esto que no
nos hace ruido en el corazón. Pero era lo peor que les podían decir. Imagínense
de cuáles personas ustedes dirían: “no pueden entrar en el cielo”, y de esos
está hablando Jesús. Este que vos decís que no, este por esta situación de
vida, por esto o por lo otro; ese va al Reino de los Cielos y vos no. Eso es lo
que está diciendo. Por eso les hace un montón de ruido.
El primer
problema que tenemos es que acá faltan dos actitudes (supongo que se dieron cuenta).
La primera es el que dice, “no voy” y no va. No hay mucho que discutir. Supongo
que ninguno la quiere vivir. La segunda, que es la que nos gustaría que nos
dijera Jesús, es el que dice que sí y que va. Pero el problema es que en esta
parábola hay una sola persona que vive eso: Jesús. El único que siempre le dice
que sí al Padre y va es Jesús. A nosotros no nos queda otra que entrar dentro
de los otros dos grupos. Por eso nos empieza a hacer un montón de ruido. ¿Qué
es lo que nos tenemos que dar cuenta? Que vamos caminando intentando crecer en
esto. Descubriendo que es un don, que es un regalo, que muchas veces no puedo,
pero que intento abrir el corazón.
En el fondo Pablo
lo dice a su comunidad de Filipo: ‘tengan un mismo corazón, un mismo
sentimiento. No hagan las cosas por su propio interés. Háganlo por los demás. Fíjense
cuál es el problema que tiene el otro y preocúpense.’ En palabras del fin de
semana pasado sería: “los últimos serán los primeros”. ¿Cómo nos ponemos en el
último lugar para incluir a todos? No que seamos nosotros los que decimos:
hasta acá entran. Sino cómo llego hasta el último para que todos entren. Cuando
no lo hacemos Jesús nos dice: ¿por qué te molesta que yo sea bueno? ¿Por qué te
molesta que yo deje entrar a las prostitutas, a los publicanos? Tengan ese
corazón que va y busca al otro. Porque ese es el sentimiento de Jesús, porque
esto es lo que nos cuesta. Lo que podemos hacer es mirar en el corazón a ver de
qué cosas nos quejamos.
Voy a poner
un ejemplo bien claro de algo que me pasó hace unos días. Se me acercaron una
cantidad de personas desilusionadas, enojadas, por ciertas personas que visitan
al Papa. La verdad que no entiendo nada. ¿Somos nosotros los que le tenemos que
decir al Papa a quién tiene que visitar y a quién no; a quien le tiene que
abrir la puerta y a quien no? A Jesús le pasaba lo mismo. Le decían: vos con
estos no te tenés que juntar. Nosotros nos estamos poniendo en ese papel. Le decimos
al Papa que no sabe nada y que le tenemos que enseñar con quién se tiene que
juntar. Bueno, acá tenemos una respuesta clarísima. ¿Por qué? Porque nos falta
tener ese corazón que incluye a los demás. Ahora, la respuesta es fácil. Seguramente
el Papa es mucho más bueno que nosotros. Entendió esta parábola; entendió que
toda persona tiene posibilidad de conversión.
Cuando yo me
empiezo a quejar, a dejarlo afuera, me dejo yo afuera. Porque no busqué la
manera de incluir a mi hermano y a mi hermana. No descubrí que la fe no es de mi propiedad sino que es
un regalo y es un don. Y es para compartir. El que elije quién está y quién no
está en ese Reino no soy yo, es Jesús. No puedo cerrar la puerta, porque me la
cierro a mí. Cuando quiero cerrar la puerta, el que me estoy quedando afuera
soy yo. Es muy simple. Entonces tengo que tener esa humildad, que es lo que
pide Pablo en la segunda lectura, de vivir la alegría de que estamos todos. Esto
fue lo que hizo Jesús, esto es lo que dice Pablo en la segunda lectura. El que
era de condición divina, no se quedó con eso; se abajó, se hizo esclavo, se
humilló, hasta dar la vida. ¿Por qué? Para estar debajo de todos e incluirlos.
¿Por qué hizo esto? Porque eso es lo que lo hacía feliz. Poder ayudar a que
todos estuvieran incluidos lo hacía feliz. Ese es el sentimiento que nos pide a
nosotros, ayudar a que todos estén incluidos, tener ese mismo sentimiento. Intentar
vivir ese amor incondicional, ese amor del que se alegra por lo que vive el
hermano.
Tal vez para
que sea un poquito más claro, a los que son papás quizás les pasa que tienen un
hijo que está en cualquiera. Rezan, pidiendo que cambie, que cambie, que
cambie, y un día se acerca y les dice que quiere vivir distinto. Esperemos que
si pasa eso, uno diga: ¡Qué bueno! Y no me estoy fijando en todo lo anterior,
sino que este hijo vino, que este hijo cambió. No estoy viendo los méritos que
hizo para que yo le abra la puerta o no, sino que me alegro. Por el contrario,
me pasa muchas veces cuando algunas personas vienen y me dicen: mi hijo/mi
amigo/mi mujer, después de muchos años se acercó de nuevo a la Iglesia. Uno se
alegra. ¿Por qué? Porque esa persona que era de su familia, que estaba lejos,
que tuvo que buscar muchísimo en su vida, se acercó. El corazón de Jesús es el
que nos pide que eso lo hagamos por todos. Jesús quiere que así como me alegro
por el que está cercano a mí, esto también lo entienda en la dinámica de la fe.
Todos los bautizados son mi familia; y más allá de los bautizados son mi
familia. Me tengo que preocupar por todos, y tengo que buscar los caminos de
abajarme, de hacerme el último para que queden incluidos. Esa es la alegría. Eso
es lo que le podemos pedir hoy a Jesús. Tener un corazón que lo sabe incluir,
tener un corazón que se sabe abrir. Que rompe, que no dice hasta donde tiene
que vivir el amor, porque eso no es amor verdadero; sino que quiere vivir ese
amor que es incondicional.
Pidámosle a
Jesús, aquél que nos mostró el camino, que podamos vivir con ese mismo
sentimiento y amor para integrar a todos.
Lecturas:
*Eze 181,25-28
*Sal 24,4bc-5.6-7.8-9
*Fil 2,1-11
*Mt 21,28-32
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