Para
los que somos fanáticos de la primera trilogía de Star Wars (La Guerra de las
Galaxias), cuando iba a salir la pre-cuela - los primeros tres episodios - una
de las cosas que queríamos saber era cómo Anakin Skywalker se iba a transformar
en Darth Vader. Tal vez para los que no las vieron (yo creo que me sé todos los
diálogos de memoria): cómo ese niño divino, Anakin, iba a terminar del lado del
mal; cómo ese niño que ayudaba desde tan pequeño a hacer las cosas bien, iba a
irse desviando hasta terminar siendo Darth Vader. Y aunque uno no hubieran
visto la segunda parte de la serie, podíamos observar que no es que había
huellas, sino marcas enormes de cómo se iba desviando. Uno trataba de mantener
la esperanza de que hiciera algo distinto, que eligiera para el otro lado, pero
siempre uno sabía que era como leer “Una Crónica de una Muerte Anunciada”, ya
sabíamos que iba a terminar así.
Esto
mismo que sucede con Anakin sucede a veces en nuestra vida. Sucede en algunas instituciones,
sucede en algunos vínculos, en algunas opciones personales. Cuando llegamos al
desenlace pensamos: bueno, esto iba a terminar así, no podía terminar de otra
manera. Tal vez los más grandes podrían decir: yo te lo dije, esto iba a pasar,
esto iba a suceder si uno no se transformaba, si uno no cambiaba. A veces
algunas cosas pueden terminar o caducar, porque cumplieron su momento, cumplieron
su tiempo, pero otras veces terminan porque no las alimentamos, porque no
fuimos capaces de transformar las cosas en el momento adecuado, porque no
fuimos capaces de cambiar, de leer los signos de los tiempos, y aportar de
nosotros para que eso fuera diferente.
Esto
se puede ver en muchas cosas. Tomemos los vínculos más comunes; en un
matrimonio o en un noviazgo, la única posibilidad es que uno siempre enriquezca
ese noviazgo o ese matrimonio. La única posibilidad es que siempre ambos estén
dispuestos a nutrir, a decir, ¿cómo puedo alimentar esto? Porque no sólo es que
uno se equivoque, o que uno cometa un error muy grave para que eso se termine;
también tenemos un problema cuando lo dejamos de alimentar. Si lo dejo casi
como en piloto automático llega un momento donde eso se va perdiendo.
Para
hablar de un vínculo mucho más común; sucede también en una amistad. Acá hay
muchos jóvenes que seguramente pensaran en sus amigos para siempre; pero uno
que ahora ya está un poco más grande, mira para atrás y piensa en un montón de
amistades que han pasado por la vida de uno. Y no sólo han terminado porque uno
se equivocó, porque uno la embarró, sino porque uno las dejó de alimentar, se
fueron separando porque uno no le dio más bolilla, y eso se fue perdiendo. Es
decir, uno tiene que poner de uno continuamente para que las cosas crezcan,
para que las cosas maduren, para que las cosas puedan llegar a buen término. No
me puedo mantener en un piloto automático, porque eso va haciendo que las cosas
se pierdan.
Esto
es lo que le pide Jesús a sus discípulos en el evangelio que acabamos de
escuchar. Les dice: “Ustedes son la sal de la tierra, y si la sal pierde su
sabor, ¿con qué se la volverá a salar?” A ver, la sal tiene un sentido. Uno no
come sal por comer sal; uno usa la sal para salar otra cosa, para que otra cosa
tome un gusto distinto. Es decir, la sal tiene un sentido en la medida en que
se utiliza para salar otro alimento. Podríamos decir entonces que la sal, que
es nuestra vida, toma un sentido mucho más grande, en la medida que le da sabor
a la vida de los demás, en la medida que le da gusto a la vida del otro, en la medida
que mi vida sirve para que la vida del otro sea mejor.
De
la misma manera pone la segunda metáfora: nadie prende una luz para ponerla
debajo de la mesa, o en un cajón. La luz tiene un sentido que es iluminar.
Bueno, la luz que hay en nosotros también tiene un sentido que es iluminar la
vida de los otros. Porque si yo me la guardo se va apagando, si yo me la guardo
se va perdiendo. Por eso nos invita Jesús a descubrir en qué somos luz y en qué
somos sal.
Y
como en todo ámbito de la vida, también en la fe necesitamos descubrir eso, porque
si no se va perdiendo. Uno cuando mira la Iglesia, por poner un ejemplo, cómo
en el último siglo la Iglesia perdió fieles, cómo la Iglesia se fue achicando,
cómo mucha gente fue perdiendo la fe; y cómo muchas veces esto ha hecho que uno
se ponga conservador. No conservador en el sentido político de qué posición
tomo, sino en el sentido de resistir: tengo que resistir, tengo que aguantar
hasta que esto pase. Eso nos sucede en muchas cosas en la vida, sin embargo,
¿cuanto tiempo puede uno resistir?, ¿cuánto tiempo uno puede decir “me la
banco”? Sólo un período de tiempo, porque si yo me pongo en esa postura, es
decir: tengo que aguantar, tengo que resistir; inexorablemente me voy
perdiendo, inexorablemente llega un momento en el que me canso, pierdo las
fuerzas, no tengo más ganas, me pregunto para qué sirve lo que estoy haciendo y
ya no lo quiero hacer, y lo dejo de hacer. En el caso del don de la fe, lo voy
perdiendo, se va apagando. Y es por eso que la única manera de que cualquier
don, en especial el don de la fe, se arraigue y se desarrolle en cada uno de
nosotros, es que se comunique, que se de.
A
ver, si yo tengo un don y me lo guardo para mí, ¿de qué manera crece ese don?
Si yo tengo un don y digo: bueno, es solamente para que lo viva yo, y no lo
pongo en ejercicio, no lo pongo en funcionamiento, nunca va a crecer, siempre
se va a quedar ahí. Por eso la invitación de Jesús es que en la fe hay como dos
grandes etapas. La primera, en la que tienen que profundizar los más jóvenes,
es cómo voy creciendo yo en la fe, cómo la voy asentando en mí mismo. Y la
segunda etapa, que es totalmente determinante para que yo madure en mi fe, es
que yo la comunique, que yo diga: este don lo tengo que llevar a los demás.
Durante
mucho tiempo, por resistir frente a los embates del mundo, frente a un mundo
que piensa distinto, frente a gente que se va, la Iglesia se metió para
adentro. Esto fue haciendo que no nos enriquezcamos, que cada vez como Iglesia
seamos más pobres, que perdamos un montón de los dones que Dios nos dio. Es por
eso que este llamado de Jesús a sus discípulos es también un llamado para
nosotros, de qué manera queremos ir a transmitir lo que tenemos. A veces es
curioso porque se da en el momento que no se tenía que dar. Muchas veces me
pasa que los que son más jóvenes quieren ir a misionar, y se enojan conmigo
porque no los dejo, y yo digo: bueno, miren, ahora les toca alimentarse
ustedes, crecer; no sé si me escuchan tanto, o no lo comparten, pero por lo
menos acá no les queda otra. Y a veces cuando somos más grandes, ya no tenemos
ganas de ir a hacer eso, y sin embargo es el paso que nos toca dar, cómo yo voy
y comparto el don que tengo, cómo soy yo sano. La pregunta es si aquello que
Dios me dio, lo quiero llevar y compartir.
Muchas
veces hemos hablado de que nos cuesta mucho descubrir los dones que tenemos;
hoy Jesús nos dice: ustedes, cada uno de ustedes, son sal de la tierra;
ustedes, cada uno de ustedes, son luz del mundo. La pregunta es ¿qué quieren
hacer con eso? ¿Lo quieren esconder? ¿Lo quieren guardar? ¿O lo quieren dar? Yo
se los di para que lo den, ¿qué es lo que deciden ustedes? O tal vez como la
canción: “Enciende una luz, déjala brillar”. ¿Nos animamos a encenderla? ¿Nos
animamos a hacer que nuestra vida sea luz para los demás? Porque creo que
muchas veces como que nos pica el bichito diciendo: yo quisiera hacer algo más.
¿Y por qué no lo hago? ¿Me animo a hacer algo más por el otro, por el que está
ahí?
Vivimos
en un mundo que se ha secularizado mucho, y esto ha hecho que se viva un
individualismo muy grande: lo mío es mío, yo lo hago para mí. Y esto también se
transmitió en la fe. Esto hizo no sólo que nos encerremos, sino que digamos:
“yo vivo mi fe con Jesús”. Bueno, si yo vivo mi fe con Jesús, mi fe va a ser
siempre infantil, no tiene otra posibilidad, se va a quedar en una piedad
vacía, donde voy a perder tal vez lo más importante, que es cómo me doy al
otro.
Si
quieren un ejemplo de lo más simple: la primera lectura. Isaías dice: dale tu
pan al hambriento, viste al desnudo. Si vos recibiste la fe de Dios,
compartila. Una manera de compartirla es la caridad, es descubrir cómo amo al
otro; y de ahí un montón de cosas en las que yo puedo ser testigo para los
demás. No solamente hay que ir con una bandera hablando de Jesús, sino siendo
hombres caritativos, llevando la esperanza a los demás, descubriendo muchas
formas de ser signo de Dios para el otro. Yo puedo ser esa luz y esa sal que
cambie la vida del otro.
Durante
mucho tiempo hemos esperado -la Iglesia esperó- que Jesús cambie las cosas.
Como que haya un milagro a partir del cual el mundo piense de una manera
distinta. Bueno, Jesús nunca hizo eso; Jesús fue Él y transformó las cosas;
Jesús fue y les dijo a sus discípulos: ustedes son luz y sal, vayan y transformen.
Denle sabor a la vida de la gente, iluminen con su fe la vida de la gente. Hoy
nos dice a nosotros lo mismo: vayan y salgan, hoy los envío como sal y como
luz. Yo les doy la certeza de que esto lo tienen. Si nos preguntamos qué es lo
que podemos hacer, bueno, a Pablo le pasó lo mismo. Pablo que fue tal vez el
mayor misionero de la Iglesia dice: yo no tenía sabiduría, yo no tenía
elocuencia, yo iba a hablar con ustedes y tenía miedo, no sabía qué iba a decir,
pero hoy descubro que ahí se puso de manifiesto que el poder era de Dios. Si a
veces no estamos seguros de nuestros talentos, de nuestros dones, de aquello en
lo que somos sal y luz, confiemos en Dios, confiemos en aquel que nos dice:
Vayan ustedes a anunciar.
Pidámosle
entonces a Jesús, aquél que es la verdadera sal, aquél que es la verdadera luz
del mundo, que nos ayude a cada uno a descubrir en dónde y en qué podemos ser
sal y luz para los demás. Que nos ayude a ser enviados y llevar adelante esa
misión que es anunciar la Buena Noticia.
Lecturas:
*Is 58,7-10
*Sal 111,4-5.6-7.8a.9
*Cor 2,1-5
*Mt 5,13-16
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