lunes, 24 de febrero de 2014

Homilía: “Jesús nos invita a apostar por aquello que construye” – VII domingo durante el año


La película “Warrior” (“El Camino del Guerrero”), que se trata de unos competidores de UFC (Ultimate Fighting Championship), muestra una familia de dos hijos y un padre que tienen el vínculo roto entre ellos. Los dos hijos están peleados entre ellos, y también con el padre. Uno de los hijos, Brendan, vuelve a su casa después de bastante tiempo de estar en la marina, y el padre se alegra de que este hijo vuelva a casa. Sin embargo, lo único que le pide Brendan es que lo vuelva a entrenar para luchar, “no vuelvo para reconciliarme con vos”, le dice. Más allá de esto, el padre se alegra de esta puerta que se abre, como para intentar remendar y llevar adelante un vínculo que fue muy difícil durante muchos años de su vida. Entonces va a intentar hacerlo, tanto con Brendan como con Tommy (el otro hijo); en un momento de la película va a tener un arrepentimiento muy sincero, pero los otros dos hijos, orgullosos en su postura, nunca le van a dar ese perdón, que él no sólo se merece sino que también necesita en su vida. Es más, ese orgullo también va a llevar a que los dos hermanos tampoco se puedan arreglar, sanar ese vínculo. En un momento Brendan intenta hacer las paces con Tommy, pero éste le dice: no, vos te quedaste con papá cuando nuestros padres se separaron, nos dejaste a mamá y a mí solos; y uno podría decir: bueno, pero eran chicos, fue hace mucho tiempo… Sin embargo, eso a veces causa heridas en el corazón y va a hacer que no puedan reconciliarse, que no puedan llegar al perdón.
El perdón es una de las cosas difíciles en la vida, porque perdonar implica tener un corazón maduro, un corazón íntegro, un corazón que sabe entender también lo que pasa por el corazón del otro, un corazón que sabe entender que uno se puede equivocar, que uno puede hacer las cosas mal en algunos momentos. Esto es difícil, porque crea una tensión en el corazón, crea una tensión propia de los vínculos que pasan por distintas etapas y momentos. Es por eso que a veces nuestras personalidades tienden a polarizarse. Podemos tener personalidades que tienden a la perfección, que quieren hacer todo bien, personalidades muy estrictas, muy duras, que no aceptan el error propio ni el de los demás, entonces tendemos a ser muy juiciosos con nosotros y con el otro, tendemos a “bajar el martillo” muy fácil, a no dar otras oportunidades, y pararnos muy tercamente en esa posición; o nos vamos al otro extremo. Tenemos una conducta más laxa en la que todo es lo mismo, cada uno puede hacer lo que quiere, hay que respetar cualquier cosa.
Lo cierto es que ninguna de esas posturas nos ayuda a crecer o a madurar. Si lo ironizamos y lo pensamos desde el lado de los papás; la primera postura sería educando siempre desde el “no”, siendo muy estricto, sin mirar la realidad para considerar que a veces se puede decir que no y a veces se puede decir que sí; o por el contrario, tirando la chancleta y diciendo, “hasta acá llegué”, hacé todo lo que quieras, no importa. Eso tampoco sirve para educar. Lo que pasa es que lo otro es tensionante y es difícil. Aprender a vivir en la tensión que llevan los equilibrios en la vida es muy complejo, implica un largo camino en el corazón, implica salir de uno mismo. Esto es más fácil porque yo me paro en una postura: o digo que sí o digo que no, y casi como que quedo afuera. Pero entender y comprender al otro en lo que le está pasando en cada momento implica un trabajo mucho más largo, implica un trabajo más difícil, más arduo, y eso es lo que es complejo en nuestra vida.
No sólo es complejo en nuestra vida, también es complejo en nuestra fe. Por eso la Iglesia muchas veces tiende a lo mismo: hay mucha gente que se para en posturas religiosas muy conservadoras, muy intransigentes, donde pareciese a veces que la fe es solamente para una elite que hace las cosas bien (si es que se puede hacer las cosas bien en la fe), y los demás que no la viven así quedan afuera, viviendo una piedad muy farisea. Por el contrario, como eso no nos cierra (porque no cierra, no es el evangelio); a veces tendemos a decir: da todo lo mismo, vale todo, Dios acepta todo. Como si Dios no eligiese un camino para cada uno de nosotros, y no hubiese maneras de ir recorriendo ese camino. ¿Qué es lo más difícil? También ese equilibrio. Ese equilibrio que se ve en Jesús.
Lo que pasa es que uno tiene textos para agarrarse de una cosa, o textos para agarrarse de otra. El ejemplo es lo que estamos leyendo en estos días. Es más, el guión decía, “las exigencias de Jesús son más fuertes que las del Antiguo Testamento, y uno dice, bueno, aflojemos un poquito. Después de las Bienaventuranzas, Jesús empezó a tomar los mandamientos y los preceptos y cada vez se ponen más difíciles de vivir. Hablábamos el domingo pasado: “no matarás”. Yo no les digo, “no matarás”, dice Jesús; yo les digo: no te enojarás con tu hermano, no te irritarás, no le desearás el mal; Jesús profundiza cada vez más. Así lo fue haciendo con otros preceptos. Hoy la hace más complicada porque nos dice: “ustedes han oído que se dijo: “ojo por ojo, diente por diente””. Uno podría decir: bueno, yo no quiero vivir esto. Pero vivir lo otro es bastante complicado. Si te dan una bofetada pone la otra mejilla, nos dice. No sé, a mí por lo menos me complicaría bastante poner la otra mejilla; se me hace difícil pensarlo. Si alguien te pide algo, dale más; si alguien quiere caminar con vos, seguí caminando más con él, cuando de casualidad saludamos al que pasa por al lado cuando estamos caminando, y no me hagás frenar un minuto porque estoy en la mía. Es difícil vivir esto, y sin llegar al extremo del amor como Jesús que nos dice: “amen a sus enemigos”, amen al que les hizo mal.
Encontramos entonces un Jesús que en estos textos se pone muy estricto, se pone bastante firme, bastante perfeccionista. Pero sabemos que no se queda solamente en eso. Creemos en un Jesús también que es totalmente bondadoso, que es totalmente misericordioso, un Jesús que siempre da otra oportunidad, un Jesús que siempre nos tiene paciencia. Uno no se está imaginando un Jesús que te está retando, que te está todo el tiempo atrás, que te está diciendo que hacés las cosas mal, sino un Jesús que te da otra oportunidad. Entonces, es difícil vivir en esa tensión en la cual se es estricto y se es bondadoso, se es perfeccionista y se es misericordioso. Es casi como que fueran polos contrapuestos, pero es el camino que nos enseña a vivir Jesús, y es la invitación que él nos hace en nuestra vida.
Creo que la invitación concreta en este caso es a siempre apostar por aquello que construye. Fíjense, la primera lectura nos dice: ustedes, cada uno de ustedes, van a ser santos porque yo soy santo. Es decir, nuestra santidad se construye en Dios. Es el camino hacia el cual Dios nos invita a caminar. No porque nosotros lo merezcamos o porque nosotros hemos vivido eso, o porque nosotros lo podemos alcanzar, sino porque Dios nos los da. La invitación es, caminen en mí para que ustedes puedan vivir esto, para que ustedes descubran este regalo. Es decir, se construye sobre lo bueno. La santidad se construye caminando con Dios, caminando con Jesús. Bueno, lo mismo sucede en todas las facetas de nuestra vida. Como alguna vez hemos hablado, no podemos construir sobre lo malo; no tenemos donde apoyarnos, las cosas se caen. Tenemos que construir sobre valores. Por ejemplo, un vínculo no se construye sobre la mentira. La pregunta es ¿cuándo se acaba?, solamente. Puedo construir sobre la verdad. Puedo construir cuando me animo a ser transparente, a abrir mi corazón, a decir algunas cosas que me cuestan más. En este caso, sucede sobre el amor. Por eso Jesús dice, aún en aquellos momentos más difíciles de la vida, donde vos te sientas dolido y herido, no cierres la puerta al amor.
Yo creo que todos nosotros hemos tenido alguna vez una experiencia donde nos hemos sentido lastimados por el otro, donde hemos sentido que queremos tratar al otro con indiferencia. Momentos en que hemos sentido odio hacia alguien. Nos es difícil reconciliar ese sentimiento o ese vínculo. Jesús lo que nos dice es: tengan paciencia, no cierren la puerta al camino del amor, porque es la única manera de transformar eso, es la única manera de cambiarlo. Tal vez nuestra herida sea grande, y no pueda sanar en unos días, en unos meses, o tarde unos años, pero Jesús nos dice, no cierres la posibilidad, seguí caminando en ese sendero; es el único camino que hace posible que las cosas se reconcilien, que las cosas cambien.  Si no nos seguimos separando, si no nos seguimos como divorciando de esos vínculos, porque se nos hacen muy difíciles de vivir.
Creo que todos tenemos la experiencia, tal vez de cuando éramos más chiquitos, con papá y mamá, o con un amigo; o siendo un poco más grandes, donde nos hemos equivocado, y hemos ido hasta con miedo a pedir perdón y el otro nos ha sorprendido porque no nos ha tratado tan estrictamente como esperábamos. Quizás que nos decía: bueno, tranquilo, contame qué paso… y eso nos hizo sentir distintos, no se nos bajó la persiana, sino que se nos dio una posibilidad, y se nos mostró que las cosas podían ser de otra manera. Bueno, a nosotros se nos invita a hacer lo mismo y a educar así; que creo que también es lo que se hace. Yo no creo que las mamás y los papás que están acá, si han tenido dos hijos que han estado muy peleados, les dicen: sí, no se hablen más, váyanse a vivir a dos casas diferentes y listo. Supongo que buscarán día y noche la manera de que se reconcilien. Les dirán: bueno, tratá de entenderlo, de comprenderlo; hablarán con uno y con otro. Buscarán la forma de que ese vínculo se sane, de esperar, de tener paciencia. Lo mismo en una amistad, los más jóvenes, cuando dos amigos o dos amigas se pelean. No sería un buen consejo decir: no lo veas más. Hay que tener paciencia y buscar la posibilidad de que ese vínculo se reconcilie. Tenemos que buscar la forma de sanar esto.
Es difícil, pero Jesús nos dice: no cerremos la puerta, busquemos el camino y las formas, porque así se construye. Así se construye una familia, así se construye una comunidad, así se construye un país, un mundo; derribando las fronteras que nos separan y de alguna manera construyendo aquello que nos puede unir. Esto es lo que hace Dios; dice: si ustedes quieren trabajar por el Reino, tienen que ir haciendo esto, buscando las maneras, teniendo paciencia, poniendo signos. Por eso Pablo le dice a la comunidad: ustedes son de Cristo, y Cristo es de Dios. El camino de Dios es siempre el de la unidad, es siempre el del perdón, es siempre el del amor, es siempre el intentar abrir la puerta, buscar la manera, aunque sea tirando abajo nuestro orgullo, nuestra soberbia, lo difícil que es, para encontrarnos con el otro.

Pidámosle entonces en este día a Jesús, aquél que se animó a derribar todos los muros, aquél que nos mostró y nos enseñó el camino del amor, que nos animemos a recorrerlo.

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