lunes, 26 de mayo de 2014

Homilía: “Ellas me siguen, porque conocen mi voz” – IV domingo de Pascua


Hay un bestseller llevado a película, “El guerrero pacífico”, que trata de la vida de un joven, Dan Millman. Él era muy bueno en los deportes, a los dieciocho años gana un torneo de gimnasia  en Londres, y lo eligen para prepararse para los Juegos Olímpicos, representando a Estados Unidos. Pero cuando está en la cúspide de su vida, en el deporte es excelente, la vida le sale fácil, las chicas están detrás de él; tiene un accidente y se hacen trizas sus esperanzas de poder competir y de llevar adelante ese deseo. Y es en medio de ese enojo por lo que le pasó, que empieza una lucha para poder realizar este deseo que él tenía, poder participar de las Olimpiadas. Aparece entonces un personaje misterioso que se llama Sócrates y que le va enseñando y le va mostrando el camino. En un momento hay un diálogo entre ellos, en el que Sócrates, le dice: “todos te dicen lo que tenés que hacer, lo que debés hacer, lo que te conviene hacer, pero nadie quiere que encuentres tus propias respuestas.” Dan entonces le contesta, “dejame adivinar, ahora querés que siga lo que vos me decís.” Y él le dice: “No, quiero que te animes a dejar de hacer todo lo que te dicen los demás y que escuches a tu propio corazón”.
Esto que suena tan simple dicho, en el fondo es la búsqueda que cada uno de nosotros tiene en la vida, que es escuchar la propia voz que nos habla, que nos muestra el camino, que nos va diciendo hacia dónde ir. Sin embargo, esa voz interfiere en nuestro corazón con un montón de voces que a lo largo de la vida vamos escuchando, de los demás, de Dios, de un montón de caminos que se nos ofrecen y que se nos invitan. El problema no es que escuchemos un montón de voces, sino que en algún momento de la vida nos animemos a escucharnos a nosotros mismos, nos animemos a escuchar a esa voz que nos dice hacia dónde va nuestra vida, y que nos animemos a elegirla.
Esto es lo que le dice Jesús a esta gente que lo está escuchando. Les dice: vino un montón de gente que les habló, que les mostró caminos, pero que son asaltantes, roban, no buscan el bien de ustedes; pero yo vengo para mostrarles cuál es el camino que les da la verdadera vida. Y ¿cuál es la diferencia?, ¿cómo me doy cuenta cuál es la diferencia? “Ellas escuchan mi voz y la reconocen, y saben hacia dónde tienen que ir.”
Hasta ahí está todo bien, pero todos tenemos esa experiencia de lo que nos cuesta descubrir cuál es esa voz de Dios que nos habla al corazón. Y ahí está el gran regalo que Dios nos ha hecho en la libertad. Si Dios nos manejara tipo robots y nos dijera: tenés que ir hacia allá, tenés que seguir este camino, tenés que hacer esto, la pregunta sería ¿dónde está ese don y ese regalo que Dios nos ha hecho? Una de las preguntas que más me hacen, desde los más chiquitos hasta los más grandes, es cómo discerní mi vocación, cómo descubrí que esa era la voluntad de Dios. Y casi que esperan que les diga que Dios me golpeó en la cabeza y me dijo: “Cholo, tenés que hacer esto.” Hubiera sido muy bueno y más fácil. Pero no fue de esa manera, no fue de esa forma, sino que tuve que aprender a descubrir qué es lo que en mi corazón yo quiero elegir, yo quiero discernir. Para eso tengo que aprender a mirar los distintos signos, aprender a descubrir en esa alegría que nos dan las decisiones, en esa paz que nos trae el corazón. Uno de estos signos, es la libertad que Dios nos da. “Ellas me conocen”, “entran por mi puerta”, “pueden entrar y salir”, pueden vivir con libertad, venir y estar acá. Ese es el primer gran don. Tal vez podría preguntarme, ¿en cuáles de los espacios que habito soy libre? ¿En cuáles puedo ser yo mismo? ¿Me puedo mostrar como soy? Y eso es un signo de aprender a escuchar que esa voz resuena en mi corazón y que me da verdadera paz. Pero después tengo que elegir, tengo opciones y tengo que transitar por alguna puerta, tengo que usar mi libertad. Y ahí mismo Jesús nos dice, Yo soy la Puerta, vos tenés la opción de elegir este camino o no. Tenés la opción de entrar acá o no.
Cuando escuchaba este evangelio trataba de imaginarme qué tipo de puerta sería Jesús. Yo me acuerdo que cuando era chico iba a lo de mis primos en Colonia, y me resultaba raro porque la mayoría de las puertas estaban abiertas. Vos podías entrar y salir cuando querías de la casa. Me acuerdo que una vez fui a lo de mi primo, que habíamos quedado en vernos, toqué el timbre varias veces y como nadie me contestó me fui. Después mi primo me retó porque no fui a la casa. “Pero fui y toqué timbre”, le dije. “No, acá nadie toca el timbre”, me dice, “vos abrís la puerta y entrás.” ¿Qué diferente no? Acá cada vez no sólo son más grandes y más blindadas las puertas sino que a veces hay que pasar tres puertas para pasar una casa, o más barreras. Y, sin discutir si esto es necesario o no; podemos ver que eso a veces nos pasa también en la vida. Y eso es lo más complicado; para llegar al otro tengo que pasar un montón de puertas, de barreras, es muy difícil encontrarnos y poder habitar esos espacios que necesitamos para tener vida. A veces cuando uno habla con alguien siente como que está llamando a un call center, que lo dejan con la musiquita y nunca logra hablar con nadie, nunca llega a encontrarse con nadie.
Entonces, ¿cómo hago para encontrarme con el otro?, ¿con la verdad del otro? Para hablar aquellas cosas que verdaderamente nos dan vida. Porque si yo no hablo de mis cosas y de lo que me pasa, es muy difícil que encuentre qué es lo que quiero. Porque tengo que bajar niveles de profundidad. Si yo siempre nado en la superficie, si siempre escucho las voces más superficiales, nunca voy a escuchar esa voz que habla en lo profundo. Para eso tengo que entrenarme, tengo que practicarlo, tengo que animarme de alguna manera en la vida, para poder ir llegando. Y para eso tengo que ir rompiendo barreras y me tengo que arriesgar; tengo que elegir, y tengo que descubrir ese camino, y tengo que escuchar esa voz que nos habla. No solamente quedarme en lo rutinario de cada día, sino animarme a profundizar. Esta es la invitación de Jesús. ¿Cómo me puedo dar cuenta? Jesús nos dice, “Yo he venido para que tengan vida, y vida en abundancia.” Es decir, Jesús no viene para que zafemos, o para que andemos tirando, o para que (como hablamos hace poco), sobrevivamos. Viene para que descubramos que hay una vida más grande, y que hay una vida más plena, y que la puedo elegir. Pero para eso me tengo que animar a escucharme, tengo que animarme a hacer esa elección en el corazón, y tengo que animarme a profundizar, tengo que animarme a ir a lo central.
El salmista hoy cantaba, “el Señor es mi Pastor, y habitaremos en la misma casa, y estaremos en el mismo lugar, y compartiremos la vida”. Esa es la elección que yo tengo que hacer; tengo que descubrir en qué lugares me quiero parar. Ahora, para eso, yo me tengo que dar tiempo. A veces una de las críticas que más se les hace a los jóvenes es que pierden el tiempo. Según de dónde se lo mire, puede estar muy bien o muy mal esa crítica. Porque todos tendríamos que aprender a perder el tiempo. Perder el tiempo en estar con el otro, para compartir. Me tengo que dar tiempo para charlar, me tengo que dar tiempo para estar en silencio, me tengo que dar tiempo a veces hasta para aburrirme. Porque a partir de ahí empezamos a sacar lo profundo del corazón, a partir del compartir. Cuando no tenemos tiempo, es difícil que escuchemos; que yo me escuche y que escuche a los demás.
Este texto, el discurso del Buen Pastor, se divide en tres partes, y hoy se reza especialmente por las vocaciones consagradas, por los sacerdotes, por las vocaciones. Y pensaba, muchas veces escucho que me dicen “voy a la Iglesia y no encuentro a los curas.” Bueno, si no nos podemos encontrar hay un problema. No es que de pronto uno esté babeando; si no podemos hacer espacios de encuentro, para que en este caso yo me pueda encontrar con ustedes, hay algo que anda mal, hay algo que no estamos haciendo bien. Pero esto lo podemos trasladar a todas las situaciones; en las familias por ejemplo, ¿me animo a perder tiempo en mi familia? Desde los más chicos a los más grandes; a compartir, a sentarme en la mesa, a estar juntos, es la única manera de descubrir la vida. Pero para eso tengo que crear los espacios, y si no me animo a crear los espacios, no los voy a encontrar.
La invitación de Jesús entonces es a un paso más, a que nos animemos a encontrar los espacios, a darle a cada cosa su lugar, desde el llamado que nos toca. Yo les decía que hoy se reza especialmente por las vocaciones sacerdotales, religiosas, pero lo lindo también es rezar por todas las vocaciones, que todos descubramos cuál es nuestra vocación. Tenemos acá la imagen de San Isidro, que se trajo acá en 1770, y tiene una vida transitada. Lo lindo de la imagen no es solamente si me gusta o no, sino cuánta vida de la Catedral pasó por acá, cuántas comunidades, cuánta gente, rezando, juntándose en torno a esta figura. Somos parte de esta comunidad. Y la vida de San Isidro fue un signo. Nosotros ahora estamos acostumbrados pero no era lo más común que la Iglesia nombrara santos a un matrimonio. Es más, creo que es de lo más raro en la historia de la Iglesia; aunque tendría que ser lo más común porque es lo que más hay. Y en San Isidro la Iglesia nos deja la vida más normal de la gente al alcance de nuestra mano. Isidro se casó con María, trabajaba en un campo, tuvo un hijo, pero siempre le dedicó su tiempo a las cosas de Dios; descubrió que ahí tenía la vida. Cuentan sus crónicas que la mayor parte del día la dedicaba al trabajo, otra parte para rezar y, a pesar de ser una persona muy sencilla, parte del tiempo o de su economía para dedicarle a los pobres. El veía que ahí descubría la vida de Dios, y que eso era lo que llenaba su corazón; y eso fue lo que él transmitió, lo que él nos trajo a cada uno de nosotros. Y fíjense lo importante que habrá sido su vida que fue canonizado con Santa Teresa de Ávila, San Ignacio de Loyola, San Francisco Xavier, San Felipe Neri; es decir, todos santos “grosos”, si podemos usar esa palabra.
Creo que en este camino que venimos haciendo, donde queremos como comunidad que él también nos guíe –hemos salido a misionar y vamos a seguir haciéndolo- donde queremos celebrar la vida, queremos que él también nos muestre esos lugares donde hay vida, esos lugares donde tenemos que ir, estar, hacernos presentes, habitar, compartir, festejar y celebrar.
Pidámosle entonces a nuestro patrono, Isidro, aquél que descubrió en Jesús el sentido de su vida, que nos ayude a escuchar su voz, a discernirla en el corazón, a caminar detrás de Él, y a descubrir esa vida en abundancia que Él nos trae.

Lecturas:
*Hech 2,14a.36-41
* Sal 22,1-3a.3b-4.5
*1Pedro 2,20-25
*Jn 10,1-10


No hay comentarios:

Publicar un comentario