Hace unos
años salió una película que se llama “Mejor
imposible”. El protagonista, Melvin, es un escritor de novelas románticas
que así como es muy famoso por lo bien que escribe, no tiene nada de romántico
en su vida. Es un hombre con una obsesión muy grande, que de alguna manera
expulsa lejos a todas las personas que se le acercan. Conoce a una mujer que
hace varios años le sirve, Carol, una moza del restaurante en donde come
siempre. Esa es casi la interacción más grande que tiene con alguien fuera del
que maneja sus escritos. El vínculo con ella empieza a crecer porque él le hace
un favor egoístamente (podríamos decir). ¿Qué es lo que pasa? Carol tiene un
hijo que se enferma mucho, y por eso empieza a faltar al trabajo. Él no quiere
que no esté para servirle, porque sólo quiere que le sirva ella, entonces le
consigue a un súper médico que vaya a la casa, que le haga todos los estudios
para ayudar al hijo, y que ella pueda seguir sirviéndole la comida. La cuestión
es que el vínculo entre ellos va creciendo, y de a poco lo va invitando a
Melvin a dar saltos, a algo más.
Me quiero
centrar en un momento en el que están los dos comiendo juntos, y él le dice que
le quiere decir algo. Después de dar un poquito de vueltas, le dice que le
quiere hacer un cumplido. “El médico me dijo que si tomo una pastilla hay un
cincuenta, sesenta por ciento de posibilidades de que yo mejore; y yo odio las
pastillas, las odio, pero hace un mes comencé a tomarlas.” Él la mira a ella,
como esperando una respuesta, y Carol le dice: “no entendí el cumplido”. Él
reflexiona, mira un poquito para adentro, y dice: “lo que estoy intentando
decirte es que, por vos, estoy intentando, cada día, ser un hombre mejor.”
¿Qué es lo
que pasa? Más allá de los rayes que Melvin tiene, el sentirse querido y amado
lo ayuda a crecer, a madurar. Lo ayuda a querer vencer y cambiar las
dificultades que tiene en su vida. Esta es una experiencia cotidiana que
nosotros tenemos. Los mejores momentos de nuestra vida en general están teñidos
por sentirnos amados, sentirnos protegidos, sentirnos confiados. Es más, lo que
nos ayuda a crecer en los momentos difíciles, es cuando sentimos que hay
alguien que nos quiere, que hay alguien que nos dice: no importa, volvelo a
intentar, animate, voy a estar a tu lado, te voy a perdonar, pase lo que pase
estoy con vos. Casi como muchas veces nos prometemos: hagas lo que hagas voy a
estar a tu lado.
Sin embargo,
una cosa es decirlo y otra cosa es vivirlo. Pasa muchas veces con nosotros, los
curas, cuando hacemos las promesas sacerdotales; con los matrimonios cuando se
casan y dicen “en la salud y en la enfermedad, en el sufrimiento y en el gozo”, es decir, una cosa es decir las palabras,
otra cosa es tener que vivirlas, que encarnarlas. Pero, ¿qué es lo que me
ayuda? Sentirme querido. ¿Cuál es el problema que tiene esto? Que en general
hay un paso que nos cuesta vivir. Nosotros lo decimos muy fácilmente: “voy a
estar siempre a tu lado”, entre novios, un marido a una mujer, entre padres e
hijos, entre amigos: “pase lo que pase voy a estar a tu lado”, “te voy a bancar
en todas”, hasta que empiezan a pasar cosas y las palabras se tienen que
transformar en hechos. Como nosotros nos movemos en el registro del amor, en el
hacer, cuando las cosas no salen como queremos, empiezan los problemas. En
general, lo que pasa es que queremos menos o queremos más según cuánto hacés lo
que yo quiero, cuánto te movés de la manera que espero. Sin embargo, esto tiene
un problema, que es que en algún momento el otro va a hacer algo que yo no
quiero, o yo voy a hacer algo que el otro no quiere. Es más, no sólo eso, en
algún momento el otro me va a lastimar, en algún momento yo lo voy a lastimar.
Si yo me muevo en el hacer, no hay posibilidad de que ese amor crezca, de que
ese amor sane.
Para no decir
tantas palabras, les voy a dar un ejemplo. Hace varios años, cuando era
seminarista iba a la cárcel a visitar a los presos. Acompañábamos a las madres
a visitar a los hijos en las penitenciarías. Había uno de los chicos que estaba
por salir, y la madre le decía siempre: ‘bueno, ya estás por salir, no te voy a
permitir ninguna más, ahora vas a cambiar’, ‘ahora vas a ser diferente, ahora
va a ser distinto’, ‘a partir de que vuelvas a casa vas a ser un hombre recto’,
y todas esas cosas. Al poco tiempo el hijo salió, pero como lamentablemente
sucede en nuestro país, y muchas veces en el mundo, las cárceles no son lugares
de rehabilitación sino todo lo contrario, y al poco tiempo el hijo volvió a
estar preso. A las pocas semanas, la veo a la madre preparándose para ir,
temprano frente a la combi. Yo que soy un poco duro, le pregunté, ‘¿qué hacés
acá? Yo te escuché decir todos estos viernes, “no te voy a tolerar ninguna
más”, “no puede ser, vos tenés que cambiar si querés que yo esté a tu lado”’.
¿Saben qué me dijo ella? Solamente tres palabras: “es mi hijo”.
A partir de
ahí, pude empezar a vislumbrar un vínculo que es mucho más profundo, esa expresión
del amor de Dios. Lo que me quiso decir esta mujer fue: yo no lo amo porque
haga las cosas bien o porque haga las cosas mal, lo amo porque es mi hijo. Lo
amo por lo que es, no lo por lo que hace. Tengo un vínculo mucho más profundo,
va mucho más allá de que haga las cosas bien o mal. Claramente la madre no era
tonta, eh. Se alegraba de que hiciera las cosas bien, y se ponía triste y le
dolía cuando hacía las cosas mal, pero lo que me estaba diciendo era que su
presencia con él no dependía de lo que él hiciera o dejara de hacer. Siempre lo
va a querer. En otras palabras, su amor es incondicional frente a él. Y si
queremos dar un paso más, sé que es lo único que lo puede salvar.
Esa
experiencia que esa mujer me ayudó a hacer, es la experiencia que Dios quiere
hacer con cada uno de nosotros; que entendamos que el amor de Dios es
incondicional, está en otro nivel. No depende de lo que hacemos y de lo que no
hacemos. Dios siempre está para nosotros. Obviamente se alegra cuando hacemos
las cosas bien, no le gusta cuando hacemos las cosas mal. Pero siempre está. No
cambia su presencia. No es que está o no está según cómo nos comportamos. Esto
es lo que nos dice Juan en la lectura. Lo que pasa es que es tan difícil hacer
en el corazón una experiencia de amor incondicional, que es mejor ponerle
marcos. ¿Por qué? Porque cuando me quieren mucho me da vértigo. ‘Pará.’ ‘No me
muestres un amor tan grande.’ ¿Vieron cuándo alguien nos perdona rápido? Y nos
surge decirle: “pará, pégame un cachetazo, mandame a pasear”, necesito sentir
que me duela un poco. El otro me perdona gratuitamente y yo quiero que sea más
duro para mí.
Con Dios pasa
lo mismo. Por eso nos cuesta, el evangelio que escuchamos dice que Dios envió a
su hijo por amor. En general no es lo que nos han enseñado. En general lo que
nos han dicho es que Dios envió a su hijo por nuestros pecados, porque hicimos
las cosas mal, no porque nos quería o porque nos amaba. ¿Por qué? Porque eso nos
cuesta más. Como a nosotros nos sale más fácil movernos en el hacer y no en el
ser, la experiencia era: bueno hicimos las cosas mal, pobrecito Jesús, tuvo que
venir por nosotros. Pero Juan nos dice: No, no, no vino por eso. Vino por el
amor que nos tiene. Porque somos hijos e hijas, y está dispuesto a todo por ese
amor. No le importa quedar mal. Y continuemos leyendo: “No vino para juzgar al
mundo, sino para salvarlo”. En general nos han enseñado que Jesús vino para
juzgar, para separar a los buenos de los malos. ¿Por qué? Porque nos cuesta
entrar en la dinámica del amor incondicional, es nuevo y nos cuesta. Hacer
experiencia del amor gratuito es difícil. Nos cuesta a cada uno, nos cuesta
como Iglesia. Por eso tendemos a quedarnos en el ámbito nuestro: cuando haga
las cosas bien lo quiero, cuando no haga las cosas bien no lo quiero. Casi como
si un padre o una madre le dijera su hijo: -hoy te portaste bien, te quiero-; -hoy
te portaste mal, no te quiero-. Espero que no lo hagan. O un amigo, una amiga.
A veces más sutilmente: “porque hoy hiciste las cosas bien, te quiero mucho”,
que es casi como decir: “no te quiero nada”, más o menos.
Pero Dios nos
invita a que profundicemos en el amor, el amor verdadero es el que está
dispuesto a darse, el amor que está dispuesto a entregarse. Ese es el amor que
salva. Cuando yo me siento amado, confío; cuando yo me siento amado, cuidado,
querido, yo ahí me animo a mucho más, estoy dispuesto a entregar mi vida, estoy
dispuesto a ir mucho más lejos. Si quieren
dar un paso más, esto es lo que nos dice Pablo en la segunda lectura. Pasa lo
mismo. Dios nos da en Jesús su gracia, aunque nosotros no la mereciéramos.
Jesús nos trae la gracia de Dios, y nos salva. A nosotros muchas veces nos han
enseñado algo distinto, casi que la gracia depende de nosotros. Si hacemos las
cosas bien o mal estamos en gracia o no estamos en gracia. Sin embargo, el
evangelio va continuamente frente a esto. Va Jesús y busca la oveja perdida, va
Jesús y se preocupa por la mujer adúltera. No podemos encasillar a Dios. Dios
siempre da un paso más.
Perdonen si
los perdí, pero quiero dar un pasito más. En general nos enseñaron que por eso
Jesús dio la vida, que por eso Jesús se entregó, y que por eso no lo merecemos.
Claramente en el hacer, no merecemos que Jesús dé la vida por nosotros. No hay
discusión ahí. No hicimos las cosas bien. Pero Dios no se mueve en ese plano,
Dios se mueve en el plano del amor. Ustedes son mis hijos, ustedes son mis
hijas, dice el Padre. Y tanto los amé, que envié a Jesús. Podríamos decir,
olvidémonos de la teología, que en el plano del ser hijos e hijas, merecemos
que Jesús dé la vida por nosotros.
Vamos a
traducirlo porque en ámbitos teológicos cuesta un poquito. A veces me pasa que
voy a visitar a mis amigos que tienen hijos chicos, y cuando les veo la cara me
doy cuenta cuánto durmieron la noche anterior. Cuando les pregunto qué pasó, me
dicen: “uh, pobrecito, está rompiendo los dientes”, “está con dolor de panza”.
Nunca me dicen: “lo quise tirar por la ventana”; lo que me dicen es: por amor,
lo acompañé, por amor estuve con él. No me dicen: no merece que me quede toda
la noche despierto. No, porque lo aman. Porque lo aman están dispuestos a hacer
un montón de sacrificios. Bueno, ese el amor de Dios. Porque nos ama está
dispuesto a dar a su hijo, pero por amor. Ese es el vínculo que quiere que
experimentemos. El amor de Dios es incondicional. Pablo nos dice: no hay nada
que puedas hacer que te quite de la órbita de mi amor. Nada te puede separar.
Esa es la experiencia de la Pascua. Cuando yo hago experiencia de eso, me animo
a mucho más, soy mucho más capaz de hacer sacrificios, de dar la vida, de
entregarme. Esa es la experiencia de Jesús. Si lo pudiéramos haber grabado a
Jesús, hecho una entrevista antes de dar la vida, si le pudiéramos haber
preguntado, ¿por qué das la vida?, hubiera contestado: “Porque los quiero,
porque los amo, porque confío, estoy dispuesto a darlo todo.” Ese es el camino
de la Cuaresma, sacarle el límite al amor, y hacer experiencia profunda del
amor incondicional de Dios, abrirle el corazón a Él.
Animémonos
entonces a dejarnos amar verdaderamente por Jesús, animémonos a sentir el
vértigo de un amor que te ama a pesar de todo, como sos hoy. Con las cosas que
te gustan y con las cosas que no te gustan. Haciendo experiencia de ese amor,
ser luz para los demás. Eso es lo que nos dice Jesús. Dios amó tanto al mundo,
denle esa luz a los demás, transmítanla. Seamos testimonio en medio de nuestros
hermanos, del amor de Dios.
Lecturas:
*2Crónicas 36, 14-16. 19-23
*Salmo 136
*Efesios 2, 4-10
*Juan 3,14-21
No hay comentarios:
Publicar un comentario