lunes, 16 de marzo de 2015

Homilía: “Es mi hijo” – IV domingo de Cuaresma

Hace unos años salió una película que se llama “Mejor imposible”. El protagonista, Melvin, es un escritor de novelas románticas que así como es muy famoso por lo bien que escribe, no tiene nada de romántico en su vida. Es un hombre con una obsesión muy grande, que de alguna manera expulsa lejos a todas las personas que se le acercan. Conoce a una mujer que hace varios años le sirve, Carol, una moza del restaurante en donde come siempre. Esa es casi la interacción más grande que tiene con alguien fuera del que maneja sus escritos. El vínculo con ella empieza a crecer porque él le hace un favor egoístamente (podríamos decir). ¿Qué es lo que pasa? Carol tiene un hijo que se enferma mucho, y por eso empieza a faltar al trabajo. Él no quiere que no esté para servirle, porque sólo quiere que le sirva ella, entonces le consigue a un súper médico que vaya a la casa, que le haga todos los estudios para ayudar al hijo, y que ella pueda seguir sirviéndole la comida. La cuestión es que el vínculo entre ellos va creciendo, y de a poco lo va invitando a Melvin a dar saltos, a algo más.
Me quiero centrar en un momento en el que están los dos comiendo juntos, y él le dice que le quiere decir algo. Después de dar un poquito de vueltas, le dice que le quiere hacer un cumplido. “El médico me dijo que si tomo una pastilla hay un cincuenta, sesenta por ciento de posibilidades de que yo mejore; y yo odio las pastillas, las odio, pero hace un mes comencé a tomarlas.” Él la mira a ella, como esperando una respuesta, y Carol le dice: “no entendí el cumplido”. Él reflexiona, mira un poquito para adentro, y dice: “lo que estoy intentando decirte es que, por vos, estoy intentando, cada día, ser un hombre mejor.”
¿Qué es lo que pasa? Más allá de los rayes que Melvin tiene, el sentirse querido y amado lo ayuda a crecer, a madurar. Lo ayuda a querer vencer y cambiar las dificultades que tiene en su vida. Esta es una experiencia cotidiana que nosotros tenemos. Los mejores momentos de nuestra vida en general están teñidos por sentirnos amados, sentirnos protegidos, sentirnos confiados. Es más, lo que nos ayuda a crecer en los momentos difíciles, es cuando sentimos que hay alguien que nos quiere, que hay alguien que nos dice: no importa, volvelo a intentar, animate, voy a estar a tu lado, te voy a perdonar, pase lo que pase estoy con vos. Casi como muchas veces nos prometemos: hagas lo que hagas voy a estar a tu lado.
Sin embargo, una cosa es decirlo y otra cosa es vivirlo. Pasa muchas veces con nosotros, los curas, cuando hacemos las promesas sacerdotales; con los matrimonios cuando se casan y dicen “en la salud y en la enfermedad, en el sufrimiento y en el gozo”,  es decir, una cosa es decir las palabras, otra cosa es tener que vivirlas, que encarnarlas. Pero, ¿qué es lo que me ayuda? Sentirme querido. ¿Cuál es el problema que tiene esto? Que en general hay un paso que nos cuesta vivir. Nosotros lo decimos muy fácilmente: “voy a estar siempre a tu lado”, entre novios, un marido a una mujer, entre padres e hijos, entre amigos: “pase lo que pase voy a estar a tu lado”, “te voy a bancar en todas”, hasta que empiezan a pasar cosas y las palabras se tienen que transformar en hechos. Como nosotros nos movemos en el registro del amor, en el hacer, cuando las cosas no salen como queremos, empiezan los problemas. En general, lo que pasa es que queremos menos o queremos más según cuánto hacés lo que yo quiero, cuánto te movés de la manera que espero. Sin embargo, esto tiene un problema, que es que en algún momento el otro va a hacer algo que yo no quiero, o yo voy a hacer algo que el otro no quiere. Es más, no sólo eso, en algún momento el otro me va a lastimar, en algún momento yo lo voy a lastimar. Si yo me muevo en el hacer, no hay posibilidad de que ese amor crezca, de que ese amor sane.
Para no decir tantas palabras, les voy a dar un ejemplo. Hace varios años, cuando era seminarista iba a la cárcel a visitar a los presos. Acompañábamos a las madres a visitar a los hijos en las penitenciarías. Había uno de los chicos que estaba por salir, y la madre le decía siempre: ‘bueno, ya estás por salir, no te voy a permitir ninguna más, ahora vas a cambiar’, ‘ahora vas a ser diferente, ahora va a ser distinto’, ‘a partir de que vuelvas a casa vas a ser un hombre recto’, y todas esas cosas. Al poco tiempo el hijo salió, pero como lamentablemente sucede en nuestro país, y muchas veces en el mundo, las cárceles no son lugares de rehabilitación sino todo lo contrario, y al poco tiempo el hijo volvió a estar preso. A las pocas semanas, la veo a la madre preparándose para ir, temprano frente a la combi. Yo que soy un poco duro, le pregunté, ‘¿qué hacés acá? Yo te escuché decir todos estos viernes, “no te voy a tolerar ninguna más”, “no puede ser, vos tenés que cambiar si querés que yo esté a tu lado”’. ¿Saben qué me dijo ella? Solamente tres palabras: “es mi hijo”.
A partir de ahí, pude empezar a vislumbrar un vínculo que es mucho más profundo, esa expresión del amor de Dios. Lo que me quiso decir esta mujer fue: yo no lo amo porque haga las cosas bien o porque haga las cosas mal, lo amo porque es mi hijo. Lo amo por lo que es, no lo por lo que hace. Tengo un vínculo mucho más profundo, va mucho más allá de que haga las cosas bien o mal. Claramente la madre no era tonta, eh. Se alegraba de que hiciera las cosas bien, y se ponía triste y le dolía cuando hacía las cosas mal, pero lo que me estaba diciendo era que su presencia con él no dependía de lo que él hiciera o dejara de hacer. Siempre lo va a querer. En otras palabras, su amor es incondicional frente a él. Y si queremos dar un paso más, sé que es lo único que lo puede salvar.
Esa experiencia que esa mujer me ayudó a hacer, es la experiencia que Dios quiere hacer con cada uno de nosotros; que entendamos que el amor de Dios es incondicional, está en otro nivel. No depende de lo que hacemos y de lo que no hacemos. Dios siempre está para nosotros. Obviamente se alegra cuando hacemos las cosas bien, no le gusta cuando hacemos las cosas mal. Pero siempre está. No cambia su presencia. No es que está o no está según cómo nos comportamos. Esto es lo que nos dice Juan en la lectura. Lo que pasa es que es tan difícil hacer en el corazón una experiencia de amor incondicional, que es mejor ponerle marcos. ¿Por qué? Porque cuando me quieren mucho me da vértigo. ‘Pará.’ ‘No me muestres un amor tan grande.’ ¿Vieron cuándo alguien nos perdona rápido? Y nos surge decirle: “pará, pégame un cachetazo, mandame a pasear”, necesito sentir que me duela un poco. El otro me perdona gratuitamente y yo quiero que sea más duro para mí.
Con Dios pasa lo mismo. Por eso nos cuesta, el evangelio que escuchamos dice que Dios envió a su hijo por amor. En general no es lo que nos han enseñado. En general lo que nos han dicho es que Dios envió a su hijo por nuestros pecados, porque hicimos las cosas mal, no porque nos quería o porque nos amaba. ¿Por qué? Porque eso nos cuesta más. Como a nosotros nos sale más fácil movernos en el hacer y no en el ser, la experiencia era: bueno hicimos las cosas mal, pobrecito Jesús, tuvo que venir por nosotros. Pero Juan nos dice: No, no, no vino por eso. Vino por el amor que nos tiene. Porque somos hijos e hijas, y está dispuesto a todo por ese amor. No le importa quedar mal. Y continuemos leyendo: “No vino para juzgar al mundo, sino para salvarlo”. En general nos han enseñado que Jesús vino para juzgar, para separar a los buenos de los malos. ¿Por qué? Porque nos cuesta entrar en la dinámica del amor incondicional, es nuevo y nos cuesta. Hacer experiencia del amor gratuito es difícil. Nos cuesta a cada uno, nos cuesta como Iglesia. Por eso tendemos a quedarnos en el ámbito nuestro: cuando haga las cosas bien lo quiero, cuando no haga las cosas bien no lo quiero. Casi como si un padre o una madre le dijera su hijo: -hoy te portaste bien, te quiero-; -hoy te portaste mal, no te quiero-. Espero que no lo hagan. O un amigo, una amiga. A veces más sutilmente: “porque hoy hiciste las cosas bien, te quiero mucho”, que es casi como decir: “no te quiero nada”, más o menos.
Pero Dios nos invita a que profundicemos en el amor, el amor verdadero es el que está dispuesto a darse, el amor que está dispuesto a entregarse. Ese es el amor que salva. Cuando yo me siento amado, confío; cuando yo me siento amado, cuidado, querido, yo ahí me animo a mucho más, estoy dispuesto a entregar mi vida, estoy dispuesto a ir mucho más lejos.  Si quieren dar un paso más, esto es lo que nos dice Pablo en la segunda lectura. Pasa lo mismo. Dios nos da en Jesús su gracia, aunque nosotros no la mereciéramos. Jesús nos trae la gracia de Dios, y nos salva. A nosotros muchas veces nos han enseñado algo distinto, casi que la gracia depende de nosotros. Si hacemos las cosas bien o mal estamos en gracia o no estamos en gracia. Sin embargo, el evangelio va continuamente frente a esto. Va Jesús y busca la oveja perdida, va Jesús y se preocupa por la mujer adúltera. No podemos encasillar a Dios. Dios siempre da un paso más.
Perdonen si los perdí, pero quiero dar un pasito más. En general nos enseñaron que por eso Jesús dio la vida, que por eso Jesús se entregó, y que por eso no lo merecemos. Claramente en el hacer, no merecemos que Jesús dé la vida por nosotros. No hay discusión ahí. No hicimos las cosas bien. Pero Dios no se mueve en ese plano, Dios se mueve en el plano del amor. Ustedes son mis hijos, ustedes son mis hijas, dice el Padre. Y tanto los amé, que envié a Jesús. Podríamos decir, olvidémonos de la teología, que en el plano del ser hijos e hijas, merecemos que Jesús dé la vida por nosotros.
Vamos a traducirlo porque en ámbitos teológicos cuesta un poquito. A veces me pasa que voy a visitar a mis amigos que tienen hijos chicos, y cuando les veo la cara me doy cuenta cuánto durmieron la noche anterior. Cuando les pregunto qué pasó, me dicen: “uh, pobrecito, está rompiendo los dientes”, “está con dolor de panza”. Nunca me dicen: “lo quise tirar por la ventana”; lo que me dicen es: por amor, lo acompañé, por amor estuve con él. No me dicen: no merece que me quede toda la noche despierto. No, porque lo aman. Porque lo aman están dispuestos a hacer un montón de sacrificios. Bueno, ese el amor de Dios. Porque nos ama está dispuesto a dar a su hijo, pero por amor. Ese es el vínculo que quiere que experimentemos. El amor de Dios es incondicional. Pablo nos dice: no hay nada que puedas hacer que te quite de la órbita de mi amor. Nada te puede separar. Esa es la experiencia de la Pascua. Cuando yo hago experiencia de eso, me animo a mucho más, soy mucho más capaz de hacer sacrificios, de dar la vida, de entregarme. Esa es la experiencia de Jesús. Si lo pudiéramos haber grabado a Jesús, hecho una entrevista antes de dar la vida, si le pudiéramos haber preguntado, ¿por qué das la vida?, hubiera contestado: “Porque los quiero, porque los amo, porque confío, estoy dispuesto a darlo todo.” Ese es el camino de la Cuaresma, sacarle el límite al amor, y hacer experiencia profunda del amor incondicional de Dios, abrirle el corazón a Él.

Animémonos entonces a dejarnos amar verdaderamente por Jesús, animémonos a sentir el vértigo de un amor que te ama a pesar de todo, como sos hoy. Con las cosas que te gustan y con las cosas que no te gustan. Haciendo experiencia de ese amor, ser luz para los demás. Eso es lo que nos dice Jesús. Dios amó tanto al mundo, denle esa luz a los demás, transmítanla. Seamos testimonio en medio de nuestros hermanos, del amor de Dios.


Lecturas:
*2Crónicas 36, 14-16. 19-23
*Salmo 136
*Efesios 2, 4-10
*Juan 3,14-21

No hay comentarios:

Publicar un comentario