lunes, 9 de marzo de 2015

Homilía: “Dios proveerá” – II domingo de Cuaresma

La película “Una buena mentira” trata sobre Sudán en la década del ’80, cuando fue todo el genocidio. Muchas aldeas fueron destruidas. Cuenta la vida de una familia. Cuando arrasan con su aldea, los niños, que son los únicos sobrevivientes, empiezan a caminar buscando un refugio. Esa caminata les lleva mucho tiempo, alguno muere en el camino, y después de caminar más de mil kilómetros, llegan finalmente a un refugio muy grande. Están muy alegres de encontrar un lugar para vivir, algo para comer, poder encontrarse con otros, y estar a salvo. Sin embargo, la alegría del primer momento se va perdiendo porque empiezan a pasar los días, los meses, los años, y ellos siguen ahí en el refugio. Siguen en ese campo para refugiados donde había cientos de miles de personas y no pasa nada. Finalmente, EEUU empieza a llevarse algunas personas que eran elegidas por una especie de lotería. Ellos no son elegidos, y van perdiendo la esperanza. Nada puede cambiar, todo es así, ya no confían en que su situación pueda ser otra. Un día están comiendo, y se enteran de que llegó una nueva lista. Los hermanos van a verla, pero dos de ellos, Jeremiah y Abital no se animan. ¿Por qué? Porque ya fueron desilusionados tantas veces, que ya no creen que pueda haber algo distinto, que ya no creen que las cosas puedan cambiar. El único que se anima es Mamere, el único que conserva todavía la esperanza. ¿Qué pasó? Tendrán que ver la película, como siempre.
Muchas veces somos desilusionados, nos sentimos tan lastimados que vamos perdiendo la esperanza. No sólo eso sino que vamos perdiendo la confianza. La esperanza se da cuando yo creo en algo, cuando yo tengo un horizonte, cuando yo sé hacia dónde me dirijo, hacia dónde quiero ir. Muchas veces perdemos este sentimiento en el corazón. Tal vez, si podemos hablar de algo que ha sido muy minado hoy en día, es justamente la confianza. Cuando yo era chico, en las películas siempre les gustaba decir “nadie es culpable hasta que se demuestra lo contrario”. Hoy pareciera que es al revés, “nadie es inocente hasta que se demuestra lo contrario”. Tenemos miedo del que está al lado nuestro, tenemos miedo de que el otro nos pase por encima, no nos animamos, no confiamos. Algunos de nosotros pareciera que en vez de crecer en esto, involucionamos. ¿Por qué digo esto? Porque en realidad uno nace con una confianza básica. Los más chiquitos confían en sus papás. Es más, a veces cuando levantan la cabeza y no ven a sus papás, empiezan “¡Papá!”, “¡Mamá!”, “¿Dónde estás?”. Se tranquilizan recién cuando están en los brazos de sus padres. Uno cree, uno confía, cuando es chico. Sin embargo, en vez de crecer, evolucionar, madurar, siendo jóvenes, adultos, confiar más, cada vez nos cuesta más. Hacemos el camino inverso. Vamos perdiendo esa confianza. A veces, la confianza en los demás, a veces la confianza en la sociedad, en las instituciones, en nosotros mismos. Cuando perdemos la confianza, vamos perdiendo las ganas. No nos animamos a hacer nada, no creemos que las cosas puedan ser de otra manera.
Muchas veces vivimos en un pesimismo muy grande, todo es así y nunca va a cambiar. A veces en el mundo, a veces en nuestro país, a veces en nuestras familias, a veces en nuestra propia realidad. Pero Jesús siempre viene a despertarnos, Dios nos invita siempre a que nos animemos a dar  un salto en la confianza. Esto es lo que sucede en la primera lectura. A Abraham se le pide tal vez la confianza más grande que se le pide a alguien en la Biblia, que sacrifique a su hijo. Se le pide que entregue al fruto del don de Dios, el hijo de la promesa de Dios, que lo dé. Uno podría ponerse en el lugar de Abraham y decir “pará Señor, hasta acá llegué.” Pero Abraham ya aprendió la lección. No sé si recuerdan pero cuando a Abraham se le promete una descendencia, como él y su mujer, Sara, eran grandes, en un momento dejó de confiar. Tuvo un hijo con su esclava, Agar, que se llamó Ismael. ¿Por qué? Porque no creía que Dios pudiera dar fruto donde él ya no controlaba las cosas, dónde él ya no sentía que algo pudiera pasar. Después Dios le dice: -No, ese no es el hijo de la promesa. Yo te voy a dar un hijo. Quedate tranquilo. Confiá, creé.- Y nació Isaac, el hijo de la promesa. En este momento donde Abraham no ve claro, donde dice: ¿qué es lo que está pasando aquí?, ¿por qué este signo de muerte cuando es el Dios de la vida?, Abraham ya confía en Dios, Dios proveerá, Dios va a hacer algo distinto. Desde ese lugar de oscuridad, de tinieblas, donde Abraham no ve claro y se abandona en Dios, surge esta alianza: “Yo haré de ti una gran nación.” Esa es la invitación para nosotros.
Nosotros pasamos por momentos duros, a veces difíciles, donde no vemos claro, donde no sabemos para dónde van a ir las cosas, y la invitación de Dios es que nos animemos a confiar, que dejemos de querer controlar las cosas, y que las soltemos. Justamente el control es lo contrario a la confianza. “Sí, sí, yo confío en él, pero quiero saber todo”, bueno, entonces confío hasta ahí, ¿no? “No, no, yo sí confío, pero no le delego nada, hago todo yo sólo porque siempre lo hago mejor que los demás”, me falta aprender a confiar, me falta confiar en los demás, me falta confiar en Dios. También en mi vida, cuando a veces no sé hacia dónde ir, hay una crisis, hay un momento difícil, a veces de oscuridad. Bueno, Dios proveerá. Tener esta confianza en Dios. Poner el corazón en Él. Él es el Señor de la historia. Cuando los hombres no vemos la salida, cuando creemos que las cosas nunca pueden ser diferentes, en vez de tener ese pesimismo que muchas veces nos invade, poner la mirada en Dios. Podríamos decir que la profundidad de nuestra fe, se da en la capacidad que tengo de confiar y esperar. Porque si yo no confío mucho en Dios, o creo que nada puede cambiar, ¿cuánto estoy esperando de Dios?, en el fondo estoy esperando de mí, o del que está al lado mío. La invitación es a que soltemos nuestras cosas, y Dios va a hacer algo nuevo. ¿De qué forma? ¿De qué manera? No lo sé. Eso le corresponde a Él.
Esto mismo sucede en el evangelio, en este texto tan conocido. ¿Por qué Jesús se lleva a Pedro, a Santiago y a Juan caminando a un monte? Porque los discípulos entraron en crisis. Vino Jesús, les dijo: bueno a ver, ustedes que me siguieron, el Hijo del Hombre va a padecer, va a pasar la Pasión, va a tener que morir… recordarán que Pedro se enloquece y le dice: -No, vos no vas a hacer eso.- Es decir, la fe de los discípulos entra en crisis cuando Jesús les dice que tiene que pasar por la Pascua. Seguramente, no lo sabemos, empiezan las preguntas: “¿Será esto posible?”, “¿Vuelvo a casa?”, “¿Lo sigo?”. Los discípulos habían dejado todo pero, ¿estoy dispuesto a dar este salto? Y Jesús se da cuenta de que necesita mostrarles algo más. Por eso va al monte, se transfigura, aparecen Elías y Moisés, pero delante Jesús. Ya no alcanza con esa fe en Moisés y en Elías, ahora crean en Mí. Lo que escuchan es justamente lo que necesitan (escuchen: éste es mi hijo amado), que es lo que más nos falta cuando perdemos la confianza. Cuando uno no confía en alguien no lo quiere escuchar más. No le cree más al otro. Se acaba el escuchar. Me cierro. ¿Para qué? No vale la pena. Cuando los discípulos tienen esa tentación, la invitación de Dios es que abran el corazón y que escuchen. Escuchen y síganlo. Confíen en Él.
Creo que en esta Cuaresma Dios nos hace también la invitación a nosotros de que revisemos nuestro estado de ánimo, nuestros sentimientos. Tal vez, por distintas circunstancias estamos muy bajoneados, enojados, muy negativos, pesimistas, y necesitamos volver a poner los ojos en Jesús, creer en Él, confiar, soltar un poco las cosas, de la mano nuestra, de la mano de los hombres, de aquellos en quienes no creemos. Animarnos a decir: doy este salto en la fe y en la confianza.
No sólo tan lejos, tal vez podríamos mirar cerca nuestro. Tal vez hay un amigo que me cuesta, mi marido, mi mujer, mi pareja, un hijo, un padre. Pedirle a Jesús que nos renueve en esa confianza, que nos ayude a dar el salto. Ese es el ejemplo que nos da Jesús. Jesús nos dice en la Pascua: yo creo en ustedes, yo confío en ustedes, anímense.
Si Jesús confía en nosotros, creo que ese salto es mucho más grande que el que tenemos que nosotros tenemos que hacer con cualquiera. Si a pesar de nuestras limitaciones, a veces de nuestras limitaciones, de nuestros pecados, de nuestras tibiezas, Jesús me dice: ‘yo confío, te creo, anímate, sé libre, caminá’; animémonos a vivir esa dinámica, animémonos a no bajar los brazos, a no descartar al otro, a no decir ‘no hay más posibilidades, se acabó’, y abrir esa ventana que trae la fe y la esperanza. Esa es la invitación de Jesús.
Animémonos entonces en este camino de la Cuaresma a poner los ojos fijos en Jesús. Escuchemos con un corazón abierto a este Jesús que nos habla, a este Jesús que nos consuela         , a este Jesús que tiene palabras de vida. Que esas palabras nos animen y nos devuelvan la confianza y la esperanza.
Lecturas:
*Génesis 22,1-2.9-13.15-18
*Salmo 115
*Romanos 8,31b-34

*Marcos 9,2-10

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