lunes, 12 de septiembre de 2011

Homilía: "Hasta 70 veces 7" - domingo XXIV del Tiempo Ordinario

Hay una leyenda árabe que cuenta que dos grandes amigos iban caminando por el desierto. Como siempre pasa, se divertían contando anécdotas, cosas de la vida, cosas que habían pasado, charlando de muchos temas. El camino por el desierto se hace largo, y pasaron a temas que a veces son un poco más discutibles, conflictivos, sobre los cuales no pensaban igual y, de pronto, la conversación subió un poco de tono, uno de ellos se sintió ofendido y le pegó una cachetada a su amigo. Entonces, este amigo dolido con lo que el otro había hecho con él, se agachó y, con el dedo, escribió en la arena “hoy mi mejor amigo me ha pegado una cachetada” frente a la sorpresa del otro, que ahí se dio cuenta de lo que había hecho. Siguieron caminando, como si nada, hasta que llegaron a un oasis, comenzaron a refrescarse, nadar un poco, con la alegría de poder tener algo de agua en medio del desierto y el amigo que había sido agredido comenzó a ahogarse y empezó a pedir auxilio. Entonces, su amigo fue rápidamente hasta él, lo socorrió y lo salvó. Este amigo, agradecido, tomó un cuchillo y comenzó a escribir en la piedra: “hoy, mi mejor amigo me ha salvado la vida”. Escribió hasta que quedó marcado y, después de un rato, su amigo sorprendido le preguntó: “¿por qué cuando yo te ofendí, te agredí, escribiste con el dedo en la arena y ahora que te ayudé escribiste esto mucho más fuerte acá en la piedra?”. Y su amigo le dijo: “es que, cuando un amigo comete una ofensa contra uno, uno tiene que escribirlo en la arena del corazón de donde el viento del perdón y del olvido harán que se vaya borrando; en cambio, cuando un gran amigo tiene un gesto importante, profundo con uno, uno lo tiene que grabar a fuego en el corazón para recordarlo toda la vida”.
A pesar de la simpleza de esta enseñanza, creo que va a lo central de lo que edifica y construye los vínculos, que es aprender a guardar en el tesoro de lo que es la amistad, los gestos, los signos, en ese cofre que es el corazón; y aprender a, más allá del dolor, dejar que ello haga su proceso y vaya pasando. Sin embargo esto de que, seguramente si lo charlásemos todos coincidiríamos en que es mucho más grande un gesto bueno que un gesto malo, no siempre es así. Muchas veces, los grandes signos que nuestros amigos, nuestros familiares, la gente cercana a nosotros, tienen con nosotros quedan escritos como en arena y las grandes o pequeñas cosas que los demás nos hacen las guardamos como a fuego en el corazón y nos cuesta mucho sacarlas, nos cuesta mucho olvidarlas. Parece que en esta balanza, en donde tendría que pesar más lo bueno, muchas veces pesa más lo malo y el problema es que, desde ahí, no se puede construir. Si nosotros tenemos un corazón donde nos cuesta perdonar, donde nos cuesta reconciliarnos y caminar de nuevo con el otro, vamos perdiendo esa facilidad de hacer los vínculos.
Esto generalmente pasa mucho, y uno lo ve a veces cuando toca verlo de afuera; porque, cuando estamos adentro, estamos todos bailando y es difícil ser objetivos. Pero, cuando nos toca ver de afuera, uno dice “¿por esta pavada estos se pelearon? Tantos años de amistad, tantos años de hermandad, tantas cosas que vivieron juntos, ¿y por esto se separan, por esto no se hablan más, por esto no se quieren ver?”. Casi como nos pasa a veces con los pequeños, que uno dice “si es tu amigo, andá, reconciliate”, casi tendríamos que escucharlo también nosotros cuando somos grandes, tendríamos que aprender a descubrir todos los signos que el otro pone. Y, si empezamos a mirar, en general en los grandes vínculos que tenemos en la vida, hemos guardado o juntado en nuestro corazón un montón de signos de cariño, de amistad, un montón de cosas por las que tendríamos que estar agradecidos, que tendrían que ser un gran tesoro con el que pagar esas pequeñas deudas, esas pequeñas ofensas que tienen con nosotros.
Sin embargo, esto nos cuesta a todos; nos cuesta tanto que, en general, no nace con naturalidad el perdón en nosotros. Y esto que nos cuesta a nosotros, les cuesta a los discípulos. No sé si recuerdan, pero el domingo pasado, que este evangelio viene en continuado, escuchamos que Jesús nos invitaba a la corrección fraterna y nos indicaba el camino que uno tiene que hacer en la corrección fraterna: primero en privado, después con dos o más y después con la comunidad. Frente a esto, Pedro dice “está bien que nos tengamos que corregir, pero ahora me toca a mí, ¿hasta dónde yo lo tengo que perdonar al otro?” y Pedro, bastante osado, tira un número bastante importante: “¿hasta siete veces lo tengo que perdonar?”. Como ustedes saben que los números, como siempre hablamos, en la vida tienen un simbolismo y el número 7 es un número de plenitud, un número grande, importante. Pedro no anda con pequeñeces. Sin embargo, Jesús le dice “¿hasta siete veces?”, casi como diciendo “me dices”, “hasta setenta veces siete” te digo yo. En el fondo, lo que le está diciendo es “tenés que perdonar siempre”. Porque nosotros siempre estamos como midiendo: ¿hasta dónde yo me entrego, hasta dónde yo me doy, hasta dónde lo quiero a este, hasta dónde lo amo, hasta dónde lo perdono? Siempre es como que estamos viendo cómo estiramos la cosa; y Jesús nos dice “mirá, esto no sirve; esto no es así”. Lo que tenemos que hacer es romper los límites, decir “tengo que amar siempre, tengo que perdonar siempre, tengo que ser generoso siempre”.
El que puede vivir esto así es Jesús y obviamente que a nosotros nos cuesta, pero la invitación es esa, el ideal es ese, y hacia donde nos pide que caminemos es hacia allí por esa necesidad profunda que tenemos todos en el corazón. Y creo que este texto es como el corazón del Evangelio. Muchas veces yo me he preguntado: ¿dónde se juega mi ser cristiano?, ¿dónde yo puedo mostrar que soy cristiano?, ¿cómo puedo dar testimonio a los demás?, ¿cómo puedo ir a decir y mostrar que yo quiero a Jesús, que estoy cerca? Y creo que, después de estos pocos años que me ha tocado caminar en la fe, el ser cristiano se juega en el perdón. Eso es lo que nos va a preguntar Jesús: ¿cuántas veces perdonaste?, ¿cuántas veces abriste el corazón? Y, ¿por qué se juega acá? creo que es porque es lo que más nos cuesta. En general no es lo que nace con naturalidad en nosotros. Cuando verdaderamente nos sentimos dolidos, no cuando decimos “bueno, no importa” porque ahí no me tengo que jugar nada, sino cuando alguien verdaderamente me hace algo a mí que me duele, lo que nace con naturalidad es pensar en cómo no le hablo más, cómo lo dejo de lado, cómo se la hago sentir un poco, cómo le paso factura… cuando no hablamos de cómo llevar a cabo alguna venganza. Y no nace este decir “¿cómo lo puedo perdonar?”; y, como esto no es lo que nace, es lo que nos cuesta a todos. Y acá es donde Jesús nos dice “acá les pido que crezcan como cristianos, esto es lo que los tiene que diferenciar del resto, aquí es donde se juega la comunidad”. Yo creo que la comunidad cristiana se juega en la capacidad del perdón y la reconciliación y el gesto más profundo que siempre se puede poner es el de perdonar. Sin embargo, nos cuesta a todos; le costó a la Iglesia durante siglos. Gracias a Dios, Juan Pablo II tuvo ese gran gesto de decir “pidamos perdón por los errores cometidos, seamos un signo para los demás, nosotros demos testimonio de esto como Iglesia, demos testimonio como comunidad, demos testimonio como cristianos”. Esa capacidad de perdonar es donde se muestra cómo vamos creciendo en este amor a Jesús.
Y en el fondo es esto que Jesús nos dice en la parábola. Les dice que había un rey que tenía un hombre que le debía una deuda incalculable, impagable, no había manera de pagar esa deuda. Sin embargo, este hombre le pidió a su señor “ten compasión de mí” y parece que, solo diciendo eso, ese rey se compadeció. Parece casi irónico el texto. Se compadeció, y le dijo “bueno, andate y no me tenés que pagar nada”; sin embargo, por el contrario, este hombre tenía un hombre que le debía una deuda insignificante, pequeña, muy chica, pero no actuó de la misma manera. Se enojó, lo ofendió, lo hizo poner preso; y, cuando el rey se enteró, le dijo “no aprendiste nada, ¿no viste lo que yo hice con vos?, ¿no pudiste repetir la historia?, ¿no pudiste entrar en esta dinámica de aprender a perdonar como a vos te perdonaron?”. Lo que está haciendo acá Jesús es mostrando lo que hizo Dios con nosotros. El que nos perdonó a todos una deuda impagable es Jesús, el que dio la vida para perdonarnos y que tengamos una vida nueva y una herencia enorme como es la salvación, como es el cielo, fue Jesús. Y fue tan grande el precio que tuvo que pagar por eso que le pide al Padre que nos perdone: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y Dios, frente a ese rezo profundo en la cruz de Jesús, nos perdona. Y ahora nos pide a nosotros que, en esos gestos muchas veces insignificantes de los demás, hagamos lo mismo.
El problema es que para eso primero tenemos que hacer experiencia en el corazón de lo que significa ser perdonados, y esto nos cuesta a todos. Hemos relativizado tanto las cosas que muchas veces pareciera que no sabemos qué es lo que está mal y qué es lo que está bien, pareciera que todo es igual y, si no aprendo a distinguir qué es lo que está mal y qué es lo que está bien, no aprendo a tener un corazón agradecido por todo lo bueno que el otro hace en mí y no aprendo a pedir perdón ni a perdonar cuando algo malo pasó. Y obviamente que estamos hablando de cuando nos sentimos heridos, de cuando nos sentimos lastimados. Para ir terminando, el primer ejemplo que me viene a la mente tal vez es el de la PACIENCIA: algunos tendrán más paciencia, otros tendremos menos, pero la paciencia no se juega en lo cotidiano de cada día sino que se juega en el momento en donde se me acabó la paciencia. Tal vez, los padres podrán explicarlo mejor que nosotros. Y, cuando llega ese momento, decimos “¿haré crecer esta paciencia?, ¿tendré esa capacidad para poder tener más paciencia?”. Y con esto pasa lo mismo, el perdón se juega en el momento en que yo me sentí dolido, en que yo me sentí lastimado, no en otro momento, no en el momento en que no me pasó nada, sino en ese momento en que se me pide tener grandeza de corazón. Esto es lo que tuvo Jesús con nosotros y por eso nos dice “perdonen de corazón”; esto es lo que le dice Pablo a su comunidad: “si vivimos, vivimos en el Señor”.
Vivir en el Señor es aprender a amar y el signo más profundo del amor es aprender a perdonar porque eso es lo que sana, eso es lo que sanó nuestro vínculo con Dios y con nuestros hermanos, eso es lo que recrea constantemente nuestro vínculo con los demás. Pidámosle entonces en este día a Jesús, a aquel que nos perdonó de corazón, a aquel que nos pide que perdonemos y que nos enseña a hacerlo, que transforme nuestros corazones y que nos haga siempre cristianos capaces de tener un corazón basado en el perdón y en la reconciliación.


LECTURAS:

Eclo 27, 30 - 28, 7

Sal 102, 1-4. 9-12

Rom 14, 7-9

Mt 18, 21-35


No hay comentarios:

Publicar un comentario