lunes, 23 de abril de 2012

Homilía: “Nosotros somos testigos” – III domingo de Pascua



En la película Comer, Rezar, Amar, Julia Roberts hace de Liz Gilbert. Ésta tiene toda una búsqueda personal en un momento de su vida, que entre otras cosas la lleva a meditar, a hacer una búsqueda espiritual, en Bali, para poder descubrir qué es lo que quiere. Pero le empiezan a decir que, en primer lugar, esa búsqueda la tiene que hacer ella misma. Quiere hablar con la persona encargada, pero justo se fue a Nueva York, de donde ella viene, y le dicen que tiene que empezar a buscar en su corazón; pero empieza a encontrar problemas. La primera vez que se pone a meditar se queda dormida, como muchas veces nos ha pasado rezando. Al otro día, busca un lugar más tranquilo, la sala de meditación, se pone a meditar, cierra los ojos, quiere concentrarse, y le aparecen diez mil distracciones en la cabeza, como supongo que muchas veces les habrá pasado a ustedes. Al rato, mira al reloj, a ver cuánto pasó, y pasó solamente 1 minuto. Empieza a darse cuenta de que no es tan fácil, entonces se enoja y se va. Ahí es cuando Richard, una de las personas que encuentra, dice “uh, parece que aparecieron los cocodrilos”, como diciendo: hay algo que te molesta, algo que te enoja. Ella se enoja con él, y empiezan a hablar. Él le dice que tiene que tener paciencia, que tiene que buscar en su corazón, y ella le dice que no puede, que no encuentra la manera, que no encuentra la forma. Él le dice que tiene que intentar dejar de controlar su vida y liberarse un poco más. Ella contesta que eso es lo que intenta, lo que está buscando. A lo que él dice: “bueno, deja de intentar: hacelo. Andá, sentate en el jardín – no importa el lugar – sentate y buscá poder meditar.”
            Podríamos decir que esta búsqueda personal que ella tiene, es en el fondo una búsqueda que cada uno de nosotros tenemos en nuestra propia vida, y que no se acaba en un momento, ni a los 10, ni a los 20 ni a los 30, ni a los 40 años. Lo siento, los más chicos, si creen que la crisis última es la de la adolescencia; los que somos un poquito más grandes, tenemos esa experiencia de que continuamente vamos pasando distintos momentos, procesos, crisis en el corazón donde tenemos que profundizar. Pero eso es toda una búsqueda, para eso primero tengo que liberarme de las cosas que me atan, de las seguridades que tengo, de las cosas que controlo. Tengo que dejar que las cosas fluyan, que las cosas corran.
Pero en segundo lugar, y mucho más importante, tengo que tener paciencia. Tengo que tener paciencia conmigo mismo: las cosas no cambian de un día para el otro; uno mismo no cambia de un día para el otro. Nuestra tentación es que a veces queremos que la vida sea como un “fast food” donde entramos y salimos de la misma manera, ya comimos, ya pensamos de otra manera. Y la cosa no es así, en la vida todo tiene su tiempo, de germinar, de nacer, de crecer, de volver a perder esos frutos, y que los frutos vuelvan a aparecer. Y esto que es algo esencial que sucede en la vida, sucede también en la fe. Un ejemplo son todos estos evangelios que estamos escuchando estos días. ¿Jesús qué hace? Se aparece. Como hablábamos los otros días, nadie fue testigo directo del momento de la resurrección de Jesús. Y es por eso que Jesús se tiene que volver aparecer, tiene que volver a hacerse presente, tienen que poder verlo. Sin embargo, vemos que ninguno lo reconoce: los discípulos de Emaús no se dan cuenta de que está caminando con ellos; María Magdalena tampoco sabe, dice “¿Dónde lo han dejado”; Jesús se aparece en este evangelio y piensan que es un fantasma, les dice “soy Yo, quédense tranquilos, acá tienen mi mano, mi costado”, y se ponen alegres pero igualmente siguen preguntándose, “¿será Jesús o no?”, y Jesús sólo dice “bueno, traiganme algo para comer”. Fíjense la paciencia que Jesús va teniendo. La fe en Jesús, la resurrección de Jesús, no es algo tan evidente para ellos. Y Jesús tiene paciencia en el camino que cada uno de ellos tiene que ir haciendo. Esta misma paciencia que nos pide que tengamos a nosotros, en nuestra vida, en nuestro camino de fe.
La fe, como camino de la vida, también tiene sus momentos, tiene sus etapas. Tiene momentos más eufóricos, donde yo me encuentro, donde siento que estoy más cerca de Jesús, y lo tengo presente. Momentos donde me cuesta más, y me pregunto qué me pasa, donde me entran dudas en mi camino de fe, donde siento una aridez muy grande en la oración. Donde voy de nuevo a un retiro, que me llamó mucho la atención, y me asombro porque no fue igual, por ejemplo, que el año anterior: obviamente, por lo menos pasó un año: fue distinto, no se si mejor o peor, pero fue distinto. Y segundo, tengo que tener esa paciencia del camino que hago, en primer lugar conmigo, en segundo lugar con los demás: el proceso de fe de cada uno de ellos no lo puedo manejar yo. Y tengo tener la paciencia del tiempo que le lleva al otro, el poder creer.
            Creo que todos tenemos experiencias más directas, seguramente de nuestra familia y sino de muchos amigos en nuestro entorno, que algunos creen, otros no creen. Algunos han tenido la misma educación, o han tenido aún más posibilidades, y ¿qué es lo que tengo que tener? En primer lugar, paciencia, eso es lo que nos dice Jesús. Creo que si vemos la vida de Jesús, toda la vida, no sólo las apariciones, podemos ver que tiene esa paciencia de lo que le lleva al otro el camino que tiene que hacer en la fe. Eso es lo que nos pide a nosotros. En primer lugar, paciencia, en segundo lugar, respeto. No soy yo el dueño de la vida del otro, tenga el vínculo que tenga. Y es el otro el que tiene que hacer camino, y si la fe es un don de Dios, tengo que tener el respeto de lo que tarda en madurar ese don de Dios en el corazón de los demás. Y esperar que se vaya dando ese camino, esperar que después eso dé fruto.
            En segundo lugar, como fruto de la Pascua, la Pascua en aquellos que creen, en aquellos que se encuentran con Jesús resucitado, tiene que dejar huella. Y esa huella la vemos en que quieren ser testigos. Pedro, cuando va a anunciar después de haberse encontrado con Jesús, de haber comprendido que resucitó, dice “Nosotros somos testigos”. Jesús, en el evangelio, después de que se dan cuenta, después de un rato, que es Él, les dice “Ustedes son mis testigos”, y cada uno de nosotros acabamos de vivir la Pascua. Pero verdaderamente habremos comprendido que Jesús resucitó, si nos animamos a ser testigos. El primer paso necesario en la fe, es acogerla, es recibirla, pero no habré crecido en mi fe, en la medida que no dé testimonio de ello, en la medida que no quiera anunciarlo. ¿Que es difícil? Bienvenidos al club, obvio que es difícil, no es fácil. Pero en cualquier lugar, de diferentes formas, se nos va a pedir dar testimonio. Muchos son padres, en la propia familia, educando a los hijos. Muchos de ustedes tienen hermanos, amigos, dando testimonio de aquello que vivieron.
De distintas formas y maneras, cada uno verá el tiempo y la forma en que puede llegar al otro, pero hay que animarse a ser testigo de aquello que viví: la resurrección de Jesús, verdaderamente hace mella en nosotros, se hace carne, cuando yo digo: esto no me lo puedo guardar, esto cambia tanto en mi vida, esto me hace tan feliz – como a los discípulos - que quiero que otros lo vivan, que quiero que otros lo compartan. Me puedo animar de muchas formas de llevarlo a los demás, la primera es dando testimonio de eso. ¿Y cómo se da testimonio? Animándome a vivir aquellos valores a los que Jesús me invita. Creo que los valores del evangelio son claros. Y Jesús nos pide que vayamos dejando que nuestro corazón se transforme, que vaya haciendo camino, esa es una manera de dar testimonio. La segunda manera, es ver de qué manera lo puedo llevar, de qué manera lo puedo anunciar a los demás. Cada uno de nosotros tendrá que buscar las formas, porque hay tantas formas como personas que somos. Pero tenemos que animarnos a dar testimonio de ellos. Hoy Jesús nos dice a nosotros: “ustedes son testigos de mi resurrección, ustedes han vivido mi Pascua, ahora les pido a ustedes que den testimonio de ella”.
            Pidámosle a Pedro, aquél que se encontró con Jesús, aquél que vio a Jesús resucitado, que también nosotros, como él, nos animemos a decirle a los demás, que nosotros somos testigos de su resurrección.

Lecturas:
*Hech 3, 13-15. 17-19
*Sal 4, 2. 4. 7. 9.
*1Jn 2, 1-5ª
*Lc 24, 35-48

lunes, 16 de abril de 2012

Homilía: “La paz esté con ustedes” – II domingo de Pascua


Hay una leyenda que cuenta que Tomás, después de esta aparición de Jesús, donde lo ve, donde empieza a creer, y le devuelve la fe; y después de estar un tiempo creciendo en comunidad con sus discípulos, se va a predicar a la India. Predicando en la India, se hace un poco famoso, y tiene el beneplácito del rey. Y después de crecer en ese vínculo con el rey, éste le pide que le construya un palacio real, que elija un lugar de su reino que le parezca muy bueno, y le construya un nuevo palacio. Entonces le da dinero para que construya eso, y Tomás en vez de construirlo, se acerca a la gente más pobre del reino, va a los lugares donde había problemas, y empieza a repartir ese dinero entre las personas más necesitadas. Cada tanto lo veía al rey, el rey le preguntaba cómo iba la construcción de ese palacio, Tomás le decía que iba bien, el rey le seguía dando dinero, y él seguía ayudando a la gente que lo necesitaba. Al tiempo el rey le pregunta si faltaba mucho, y él le dice que no, que dentro de poco lo va a poder ver, y sigue ayudando a los demás. Hasta que el rey le dice que quiere ver ese palacio que le construyó. Tomás se sube con él a uno de los carruajes, empiezan a recorrer, y le hace ver lo que es su reino: lo que es la gente, lo que están viviendo, cómo muchos se han convertido a Jesús, y cómo viven todos ahora desde ese bien común y de ese compartir y repartir los bienes mucho mejor. Bueno, parece que esto mucho al rey no lo convence, le dice que es un ladrón, que qué ha hecho con su plata, que no es lo que él le pidió y muchas cosas más. Por último, Tomás le dice: “Tenés que aprender a mirar de otra manera. Tal vez no te das cuenta ahora, pero más adelante te vas a dar cuenta de cómo este palacio, es mucho más grande, es mucho mejor.”

Podríamos decir que este camino que estamos viviendo de Jesús en su Pascua, en este evangelio que hoy leemos es: ¿cómo puedo ponerme a compartir con el otro aquello que tengo, y cómo puedo hacer que mi presencia, sea justamente más valiosa para los demás? Tomás no pensó solamente, en esta leyenda, en cómo podía quedar bien con el rey, sino ¿cómo puedo ayudar a los otros? Y es lo mismo que escuchamos que hace Jesús en el evangelio. Lo primero que vuelve a construir esa comunidad, que la ayuda a crecer, es que Jesús está. Pero no solamente que está presente, sino que se anima a morar, a vivir y a compartir con los otros aquello que tiene. Y escuchamos muchas veces, y en primer lugar, esta frase: “la paz esté con ustedes”. ¿Qué es lo primero que le quiere regalar Jesús a esa comunidad? Paz y tranquilidad. Porque cuando uno no está en paz, todo lo demás cuesta. Cuando uno está intranquilo, angustiado, deprimido, molesto, nos cuesta todo lo demás, descubrir quién tenemos a nuestro lado, poder crecer en la relación y el vínculo con los demás. Y eso es lo primero que les regala.

En segundo lugar, les dice que se alegren. Que vivan la alegría de que Jesús está con ellos. De que aquello que pensaron que habían perdido, que ya no estaba, lo podían vivir y compartir. Estas son las dos primeras cosas que podemos pensar nosotros si hoy las estamos viviendo. En primer lugar, ¿cuáles son nuestras comunidades de pertenencia? ¿En donde sentimos que podemos realmente estar? Pero no por una presencia sino porque mi vida tiene un sentido, y un significado, ahí. Porque puedo morar, porque puedo habitar. Porque siento que mi vida crece en ese lugar. Después de pensar en qué lugares, en qué comunidades, más pequeñas o más grandes, vivimos y estamos, podemos pensar: ¿qué comparto con los demás? Siguiendo a Jesús: ¿soy signo de paz para los otros? ¿Soy signo de concordia? ¿Ayudo a que cada uno de los ambientes en los que me muevo – ya sea colegio, amigos, familia, universidad, trabajo - sea un lugar de paz? ¿Sea un lugar de concordia? ¿O es solamente un lugar donde me quejo, donde molesto a los demás, donde no quiero estar, donde no formo vínculos, donde no ayudo a hacer un lugar más habitable? Puedo también pensar, ¿de qué manera vivo ahí? Si soy feliz, si vivo la alegría, y si esa alegría la puedo compartir. Creo que todos queremos que los lugares en los que estamos, sean lugares que nos ayuden a crecer. Pero para crecer tiene que ser un lugar donde uno se siente a gusto, donde uno se alegre, donde uno justamente es feliz. Nos dice el evangelio que al verlo a Jesús, se alegraron. ¿Nos alegramos de compartir la vida de los demás? ¿De poder vivirla y estar?

Como hablábamos el domingo pasado, vivimos en un mundo muy exigente, donde nos cuesta mucho poder frenarnos un ratito, poder ver lo que significan los otros para nosotros, poder ver lo que significamos nosotros para los demás; y llevar esa paz y esa alegría. Pero solamente pudiendo llevar paz y tranquilidad a cada uno de nuestros hogares, y llevando esa alegría, podremos crecer. Porque aparte, en general, estos dones son contagiosos, cuando nosotros vemos una persona que está feliz, que está alegre, para bien o para mal es contagioso. Para bien, como diciendo, ¿cómo hace esta persona, aún cuando tiene problemas, para ser feliz, para estar alegre? Y a veces nos contagia. La risa es contagiosa, la alegría es contagiosa. ¿Cuántas veces una persona que es alegre, nos saca una sonrisa, nos cambia el día? Y si estamos muy mal y no nos gusta que estén tan alegres, hasta para mal. Decimos: ¿cómo éste puede estar así? ¿No se da cuenta de cómo estoy? Pero no me pasa desapercibido. Que el otro viva eso, a mi me cuestiona. Y lo mismo la paz. Ver una persona que aún en los problemas, en las dificultades, logra mantener la calma y la paz, lleva paz y tranquilidad a los demás; también me cuestiona. También muchas veces me interpela, y me pregunta a mí ¿cómo puedo hacer lo mismo? ¿Cómo puedo llevar esto a cada uno de los hogares en los que estoy? Y como hablábamos la semana pasada, no porque todo cambia, sino porque nosotros estamos dispuestos a cambiar, porque nosotros queremos vivir de una manera distinta. Queremos, en cada una de esas comunidades, pensar en el otro. Animarnos a compartir.

Tal vez, para no dejarlos sin película, pensando en una película muy famosa como El Señor de los Anillos, cuando se forma esa comunidad, “la comunidad del anillo”, ¿cuándo comienzan los problemas? Cuando dejo de pensar en el otro. Cuando solamente pienso, qué provecho puedo sacar yo, qué me da el otro a mí, qué me conviene a mí. Pero eso no forma nunca comunidad. Eso me hacer ser individualista, en un mundo que tiende mucho a eso y a preocuparme por mí. Y así se termina rompiendo cualquier comunidad, cualquier vínculo, cualquier amistad. Si yo no estoy dispuesto a dar, nunca voy a poder crecer. O si yo sólo digo: bueno, voy a dar cuando el otro me da, parto de una premisa mala. En general uno da, para que después el otro, contagiándose de eso, quiera dar. Y generalmente, cuando uno da desde el corazón, eso se contagia, eso llega al otro. Esto es lo que busca hacer Jesús con su comunidad, animarse a descubrir que tienen que tienen que vivir eso. Pero para eso hay una cuestión indispensable: después de que Jesús les dice: “Yo los envío”, les dice “lleven el perdón”. Si no aprendemos a perdonarnos, a ser misericordiosos los unos con los otros, no hay comunidad, no hay vínculo que pueda crecer. Es más, no hay comunidad, no hay vínculo que pueda subsistir. Si yo solamente me pongo en exigente, si yo espero que el otro sea perfecto, y que nunca se equivoque, se va a acabar. Ya tiene fecha de caducación eso. Nunca va a poder crecer. En cambio, si me animo a vivir ese perdón y esa misericordia, siempre estoy a punto de poder sanar ese vínculo, siempre lo voy a poder hacer crecer. Es curioso porque uno podría preguntarse, ¿por qué es lo primero que les dice? Porque tal vez es lo más necesario. Creo que todos los que tenemos experiencia, en todos los vínculos, tenemos la experiencia de que para poder crecer en ese vínculo, tuvimos que aprender a perdonar, y tuvimos que aprender a pedir perdón. Y si no lo hice, es que ese vínculo todavía es infantil, es que ese vínculo todavía no creció, es que ese vínculo no pasó todavía por las cosas difíciles. Cuando las cosas vienen bien, cuando las cosas son fáciles, vamos todos “viento en popa”. Donde se juega el vínculo, y si estoy dispuesto a crecer o no, es cuando tengo que pedir perdón, es cuando tengo que saber perdonar, es cuando tengo que perdonar al otro. Y ahí sí, de a poquito voy a hacer que ese vínculo sea un poco más adulto, que ese vínculo madure, que ese vínculo pueda dar un paso más.

Cuando uno escucha esta primera lectura de Hechos de los Apóstoles, que tanto conocen los chicos que están haciendo confirmación, o ahora van a conocer, uno de alguna manera, puede preguntarse ¿cómo hacían éstos para compartirlo todo? Bueno, yo creo que Lucas era un poquito idealista, no se si fue tan así la comunidad, pero lo que está mostrando es que para ser comunidad, hay que compartir con los otros. Es el único camino. Eso es la Pascua: Jesús dio su vida, la compartió con nosotros, para que tengamos vida. Esa es la invitación para nosotros.

Pidámosle a Jesús, aquel que nos regala sus dones de la paz, de la alegría y del perdón para que lo vivamos como fruto de la Pascua, que también nosotros -transformados por la Pascua- podamos llevar esa paz, esa alegría, ese perdón, a todos los que nos rodean.

Lecturas:

*Hech 4, 32-35

*Sal 117, 2-4. 16-18. 22-24

*1Jn 5, 1-6

*Jn 20,19-31



miércoles, 11 de abril de 2012

Homilía: “La resurrección de Jesús quiere derribar las barreras” – Vigilia Pascual


En la película “50-50”, un chico, Adam Lerner, de 27 años, con una vida dentro de todo cómoda, descubre que tiene una enfermedad grave. Y eso lo lleva a tener que cambiar cómo vivía, y a tener que mirar y replantear su vida. Como a muchos nos pasa, al principio se lo toma más en chiste, hasta que después empieza a darse cuenta verdaderamente lo que eso significa. Y a partir de ahí comienza a mirar toda su vida, a mirar qué es lo que ha hecho, a poder mirar en el corazón. En esto, es ayudado por una psicoanalista, Kathy, que le ponen para que lo ayude en este proceso. Y ella intenta que él se encuentre con sus sentimientos profundos, que pueda ver qué es lo que esto le produce en su corazón.

Después de un tiempo, cuando él puede animarse a quitar todas esas capas, y mirar en el corazón, descubre toda la bronca y todo el dolor que esto le da. Es ahí cuando se pone a llorar y le dice a esta joven psicoanalista, que hay un montón de cosas no ha hecho. Dice “Nunca he visitado ni Canadá ni muchos países; no he dicho nunca a nadie que lo quiero, que la amo…”, y se larga a llorar. Él se sumerge en eso, y la psicoanalista, que es muy joven todavía, no sabe bien como ayudarlo. Pero a partir de animarse a encontrarse con sus sentimientos, puede empezar a mirar de otra manera.

Podríamos decir que la Pascua tiene algo de esto en profundidad. Porque pasamos de vivir lo que es la entrada de Jesús en Jerusalén con toda la alegría, a todo lo que es su pasión y su muerte, con todo el dolor que eso evoca y lleva. Sin embargo, hoy, un tiempo después, vivimos la alegría de la resurrección. Entonces, nos podemos preguntar qué es lo que nos trae la resurrección de Jesús, ¿por qué nos reunimos acá para vivirlo, para celebrarlo? ¿Por qué queremos compartirlo comunitariamente?

Uno podría mirar el mundo y decir, bueno, en realidad hay un montón de cosas que con la Pascua de Jesús no cambiaron. No es que no hay hambre, que no hay injusticia, no es que no hay guerra, no es que las familias o nosotros, no discutimos, no nos peleamos. Ahora, ¿cuál es la diferencia? ¿qué es lo que trae? Creo que lo que nos marca y lo que nos muestra Jesús, no es que las cosas van a cambiar, sino que nosotros podemos cambiar, y que podemos decidir tener un estilo, una forma de vida diferente. Una manera de vivir distinta a la que muchas veces el mundo nos muestra.

En primer lugar, podríamos tomar la primera lectura, que nos dice que Dios, cuando creó las cosas, cada vez que creaba algo, decía que eso era bueno. Miró lo que hizo, y se alegró de lo que hizo, vio la bondad de lo que había hecho. Ahora, ¿tenemos esa capacidad nosotros? ¿Tenemos la capacidad de mirar lo que hacemos, lo que trabajamos, nuestras familias, y decir: qué bueno que es esto? ¿Tenemos esa capacidad de alegrarnos por la vida que damos y por la vida que nos dan los demás? Vivimos en un mundo que nos exige muchísimo, en un mundo que cada vez nos “tira” más, y nos lleva a ver todo con mucha exigencia, nos lleva a ver todo de una manera perfeccionista, y eso nos hace perder la bondad de las cosas. Más que bueno, pareciera que todo es malo. Bueno, el estilo de Jesús es otro. El estilo de Jesús es el que es capaz de profundizar, que es capaz de traspasar esas pequeñas fachadas que no nos dejan ver lo bueno. Eso es lo que hacía Jesús. ¿Cuántas veces vemos que Jesús, frente a hombres y mujeres pecadores, alejados, ve algo distinto? ¿Por qué? Porque mira al corazón. Porque ve lo bueno que vio Dios, ese es el estilo de Jesús. Ese es el estilo de Dios que nos invita a vivir a nosotros.

En segundo lugar, le dice al pueblo: escuchen y vivirán, escuchen y vean lo que está pasando. A nosotros también nos invita a escuchar de una manera distinta. Nos invita a escuchar su palabra. Nos invita a escuchar al que grita, al que gime, al que está solo, al que tiene dolor, al que no tiene quién lo acompañe. Nos invita a estar ahí y a poner los signos de Jesús. ¿Que muchas veces no tendremos palabras? Muchas veces no hay que poner palabras, hay que estar, hay que acompañar. Ese es el estilo de Jesús: el animarse a escuchar a aquél que lo necesita, y el decir: “yo quiero estar a tu lado”; “yo te quiero acompañar”. Esa es la pasión de Jesús. La pasión de Jesús es decirle, aún en los momentos de dolor, quiero que sepas que yo también lo entiendo, que yo lo viví. Muchas veces cuando nos pasa algo, decimos “vos no me entendés, vos no comprendés”. Creo que Jesús vive la pasión para que no le podamos decir eso, para que Dios nos diga: “miren, aún lo que yo más amo que es mi hijo, lo tuve que dar, lo tuve que entregar”. Y para que Jesús nos diga: “mirá, aún el dolor que vos tengas, yo lo entiendo, yo te acompaño, yo estoy contigo”.

Por eso es que Pablo, vive la alegría de la resurrección, la alegría de que siempre se puede empezar de nuevo. Y eso es lo que se nos invita a vivir en esta Pascua; la alegría que estamos festejando que Jesús está vivo; la alegría que estamos festejando que nosotros estamos vivos. La alegría de que lo podemos celebrar como comunidad y como familia. La alegría de que hay algo que puede derribar las barreras. Los otros días hablábamos con Fran, que es fanático de la música y que se fue a ver Roger Waters -todo lo que es The Wall- de que ahí se derriba toda una pared. Fran quedó medio “flasheado” con todo eso. Y la imagen que nos venía, es cómo la resurrección de Jesús quiere derribar las barreras, quiere derribar los muros, quiere traer algo nuevo. Donde parece que hay algo que ya no se puede quebrar, Jesús nos dice: “yo lo puedo quebrar, basta que creas, basta que quieras, basta que te animes”. Que nos animemos como esas mujeres del evangelio. ¿Por qué esas mujeres fueron ahí al sepulcro? ¿Porque lo querían a Jesús? Seguro. ¿Pero por eso nada más? ¿No tendrían una intuición más profunda que la nuestra? Una intuición de que ahí donde parece que no hay nada, de que ahí donde parece que todo murió, puede haber algo más. Y por eso voy, por eso espero, aunque no entiendo, aunque no comprendo, sabiendo que Dios, aún donde parece que todo se acabó, puede traer algo nuevo. Eso es la Pascua. El creer que algo puede pasar. Eso es lo que significa pascua. El paso, un paso. Donde creo que me quedé, donde parece que todo acabó, algo nuevo surge. Esto es lo que nos dice Isaías: la lluvia no vuelve al cielo, sino después de mojar la tierra, y eso da fruto. Hoy nuestra celebración, nuestra pascua, no vuelve a Dios, sino después de haber tocado nuestros corazones. Para esto tenemos que dejar que lo moje. Para eso tenemos que dejar que los transforme. Para eso tenemos que dejar que los transforme. Que sea Él el que nos traiga algo nuevo. Pidámosle a Jesús, que viviendo y celebrando esta Pascua, podamos abrirle el corazón, podamos mirarlo, podamos seguirlo, y vivir según el estilo que Él nos invita.

LECTURAS:

*Gen 1,1 – 2,2

*Éx 14,15 – 15,1

*Is 55, 1-11

*Rom 6, 3-11

*Mc 16, 1-8

Homilía: “El amor necesariamente se transmite en gestos” – Jueves Santo


En la película que lleva al cine un libro llamado El Conde de Montecristo, Edmond Dantès es traicionado y llevado preso al Castillo de If. Allí lo tienen encerrado en una isla, para que no cuente las injusticias que se están haciendo. Sin embargo, varios años después, ayudado por un hombre mayor, Edmond logra escapar de la isla nadando. Pero cuando llega a la playa, después de haber escapado nadando, es nuevamente atrapado, pero ya no por estos hombres franceses sino por un grupo de bandidos, piratas. Y encuentra ahí, una posibilidad para que haya una pelea, para que todos se diviertan, como algunas veces pasa. En ese momento, Edmond es llamado a pelear por su vida, contra uno de esos malhechores y le dicen: “Bueno, mejor que alguno de ustedes se mate, nos divertimos un rato y me quedo con el que gana la pelea.” La cuestión, es que Edmond, pelea con Bartuccio, ese hombre, y lo vence pero no lo mata. Le dice que si quiere conservar la vida, que se quede callado. Y convence al jefe de estos hombres, para que después de haber visto una buena pelea se quede con los dos: “Han ganado un tripulante”. El jefe acepta, y el hombre que había sido vencido, mirándolo a Edmond a los ojos le dice: “Estoy en deuda contigo, de ahora en más haré lo que me digas, seré tu servidor.”

Más allá del libro o de la película, lo que se muestra es este corazón agradecido de un hombre que descubre en el otro a alguien que le regaló algo para lo cual ni siquiera ve que tenga derecho. Por eso al descubrir eso, se siente con deuda eterna, que su vida tiene que estar el servicio del otro. Podemos decir, que si uno mira la vida de uno, a lo largo y a lo ancho de lo que ha recorrido podría mirar con sinceridad y descubrir todas las personas que han hecho un montón de cosas por nosotros; todo ese corazón agradecido que tenemos que tener por lo que hacen los demás. El problema es que muchas veces nos cuesta, porque vivimos en un mundo donde parece que tuviéramos derecho a todo; o que todo lo que se nos da es porque lo merecemos o porque lo tenemos que tener y no porque otro me lo dio, desde Dios hasta los demás. Y vamos perdiendo tener ese corazón agradecido, que cuando está agradecido quiere servir a los demás. Y esto es lo que nos muestran todas las lecturas, hasta el mismo salmo que acabamos de escuchar hoy.

En la primera lectura, Moisés le tiene que transmitir al pueblo ese agradecimiento que tiene que tener por el paso de Dios por su historia, por esa Pascua que han vivido: “ustedes celébrenlo, un corazón agradecido es un corazón que celebra”. Cuando nos cuesta celebrar algo es porque no estamos tan agradecidos. Por ejemplo, cuando uno está agradecido con la vida, quiere compartir, celebrar el cumpleaños, el aniversario de casados, cualquier celebración. Cuando estamos un poco bajoneados, no queremos celebrar nada. Nos cuesta mucho más hacer fiesta por aquello que no estamos viendo, por aquello que nos cuesta reconocer. Dios le dice su pueblo que siempre tiene que celebrar ese día, esa Pascua, ese paso de Dios por su historia.

Esto mismo canta el salmista: “¿Cómo te pagaremos, todo el bien que nos hiciste?” dice al Señor. ¿Cómo te puedo devolver, todo aquello que me has dado? Esa misma deuda de amor que uno siente cuando el otro hace algo por uno, y uno no sabe como pagarle por lo que ha hecho. A veces hasta nos sería más fácil: cuando me dan un regalo grande, si me lo permite mi economía, lo puedo devolver. Pero hay un montón de gestos, mucho más profundos, que uno no sabe cómo devolver. Cuando uno aprender a agradecer, se siente casi como en una deuda eterna. Muchas veces, los gestos nos pasan desapercibidos. Desde el mismo gesto de la vida, que Dios y nuestros padres nos regalaron, de la misma educación que nos dieron, y de un montón de cosas que día a día los otros hacen por nosotros. Y cuando aprendemos a descubrir esto, muchas veces nuestro corazón queda en deuda: ¿cómo pagamos todo aquello que se nos dio?

En la segunda lectura, Pablo hace sólo lo que puede hacer frente a la obra de Dios: -yo les transmito lo que yo recibí. No es mío. El Señor Jesús dio la vida por nosotros. Hizo esto; dio este paso de amor por nosotros. Yo se los transmito; doy testimonio de ello; pero mi testimonio es intentar servir a aquél que dio la vida por mí, a aquél que hizo este gesto.

Por último en el evangelio, Jesús pone este gesto de amor tan profundo que Juan escribe que Jesús, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin, los amó hasta el extremo. ¿Qué hizo?: se ciñó la cintura, agarró una jarra, agarró una toalla y fue lavando los pies de los discípulos, uno por uno. Sin embargo, Pedro dice: - No, Señor, tú no puedes hacer esto -, Pedro no ve que Jesús pueda tener este gesto con Él. No lo entiende. - No es algo que tú tengas que hacer conmigo -. Sin embargo, es tan profundo este gesto de Jesús, que le dice a Pedro que la única manera de que participe de su gloria es que acepte que Jesús haga esto por él.

Esto mismo que muchas veces nos cuesta a nosotros. No sólo a veces nos cuesta ver los gestos que los otros hacen, sino que nos cuesta que los otros los tengan con nosotros. A veces preferiríamos que no hicieran esos gestos; a veces preferiríamos que no se les ocurriera. Y cuando el otro lo tiene, nos cuesta aprender a descubrir que sí es necesario; que es necesario para la vida de los dos porque en el fondo es un gesto de amor. Esto es lo que hace Jesús con cada uno de sus discípulos; esto es lo que van a tener que aprender ellos: que el amor necesariamente se traduce en gestos. En el paso de Dios por su pueblo, en el paso de Jesús por su historia, en el paso de cada uno de nosotros por la vida de los otros. Eso es lo que Jesús nos enseña.

Por eso, en esa noche de la última cena, que Juan narra con el lavatorio de los pies, les dice: Ámense los unos a los otros - ¿cómo?: dando la vida. Y más allá de que a veces sea necesario a través de gestos muy profundos, dar la vida en los gestos cotidianos es lo importante. En lo que nos toca en cada día y en cada momento, pensando: “¿qué es lo que yo puedo hacer por el otro?”

Creo que hoy Jesús nos invita a mirar más qué es lo que podemos dar, a qué es lo que podemos recibir. Porque está seguro de que si nos animamos a dar, vamos a recibir mucho más. Ese es siempre el mecanismo de Jesús, esa es siempre la rueda de la fe. Muchos de los que han podido transmitir la fe, misionando o haciendo un montón de gestos, dicen – “recibí mucho más de lo que dí”, pero primero me tengo que animar a dar, a dar de lo que tengo.

Para terminar, cuenta la historia que en la época del Rey Salomón, había dos hermanos que tenían unos campos, y estaban por cosechar el trigo. Cuando llegó el tiempo de la cosecha, el hermano mayor dijo: “Bueno, yo no tengo hijos, no tengo familia, mi hermano tiene siete hijos: voy a ayudarlo”. Entonces después de cosechar, agarró parte de lo que tenía en su granero, y de noche lo dejó en el granero de su hermano. Sin embargo, su hermano, después de terminar de cosechar dijo: “Mi hermano está solo, no tiene hijos que lo ayuden, no tiene nadie que le dé una mano, le voy a dar parte de mi cosecha.” Entonces llevó parte de su cosecha y la metió en el granero de su hermano. Para sorpresa de los dos, cuando se levantaron vieron que sus graneros estaban llenos, y se preguntaron qué habría pasado, sin darse cuenta no habrían llevado lo suficiente. Entonces, la próxima noche volvieron a hacer lo mismo, cada uno llevó parte de su cosecha al granero de su hermano. Se volvieron a levantar al otro día, y no sé que habrán pensado, cosa de brujas… -¿qué es lo que está sucediendo acá? Voy a volver a poner ese mismo gesto, porque mi granero sigue estando igual, será un milagro de Dios-. Al tercer día, mientras llevaban parte de la cosecha para el otro, se cruzaron en el camino, y con un corazón agradecido, se dieron un abrazo por lo que significaba su hermano, y por todo lo que hacía por el otro. Esta historia cuenta, que al enterarse de esto, el Rey Salomón, dijo que eso era un ejemplo para todos, y construyó el templo de Jerusalén, diciendo “el pueblo tiene que darse cuenta siempre de lo que Dios hace por él”.

Pidámosle a Jesús, que también nosotros hoy en esto templo, podamos descubrir todo lo que, una noche como hoy, Jesús hizo por nosotros.

LECTURAS:

*Éx 12, 1-8. 11-14

*Sal 115, 12-13. 15-18

*1Cor 11, 23-26

*Jn 13, 1-15

lunes, 2 de abril de 2012

Homilía: "Hoy Jesús nos vuelve a decir que tenemos otra oportunidad" - Domingo de Ramos

Es un clásico de las películas el quedar atrapado en el tiempo, o que la persona pierda la memoria. Por ejemplo, en El día de la Marmota donde se repite todo el tiempo el mismo día. Y todos estos personajes viven siempre lo que les pasó como una pesadilla: “tal persona no se acuerda de mí”; “tengo que volver a vivir esto”; “no puedo salir de este momento…”.

Podríamos decir que de alguna manera, nosotros estamos volviendo a repetir o a vivir algo que muchas veces hemos vivido, como es la semana santa. Y podríamos pensar: “bueno, vuelve a suceder esto”, o al contrario: tomarlo como un desafío o como una oportunidad. En general, en todas esas películas que yo les decía, la persona cambia. Pasa de: “uh, que embole que me toque vivir esto”, a “qué bueno que pude aprender esto”, “qué bueno que saqué esto con esta nueva chance que pude volver a tener”.

Podríamos decir que con la semana santa sucede exactamente lo mismo. Hoy estamos a la puerta de Jerusalén. Y ¿cuántas veces a lo largo de nuestras vidas hemos escuchado que Jesús entró a Jerusalén, que Jesús murió, que Jesús resucitó? Casi que nos es repetido. Y no sólo nos es repetido, seguramente también tengamos alguna semana santa muy linda que hemos vivido en algún momento. Los chicos más jóvenes tal vez en Pascua Joven, en otro retiro; los que somos un poco más grandes, en algún momento, alguna Pascua que tuvo un significado importante. Tal vez por un hecho, por cómo estábamos nosotros en el corazón, por lo que estábamos viviendo, o por una gracia particular que Dios nos regaló.

Sin embargo, más allá de todo eso, hoy Jesús nos vuelve a decir que tenemos otra oportunidad. Tenemos la oportunidad de volver a entrar con Él a Jerusalén, de caminar con Él, y de verlo en persona. Fíjense: hoy después de vivir la alegría de lo que significa la entrada de Jesús en Jerusalén; de que Jesús entra y todos se ponen contentos, cantan, bailan, están felices porque Jesús entra en Jerusalén; terminamos leyendo cómo Jesús tiene que dar la vida, cómo muchos participaron de todos los sucesos que llevaron a su muerte. Pero esto termina con ese centurión, que aún habiendo sido verdugo, o participado indirectamente en eso, al verlo a Jesús expirar, dice: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios”. Pero para hacer esa experiencia, tuvo que mirarlo. Fíjense, en este caso no dice: “escuchó de Jesús, le hablaron de Jesús”, sino que lo vio. Y cuando hizo una experiencia personal con Él: eso lo cambió. Tal vez a la persona que menos pensábamos, tal vez a la persona que menos nos imaginábamos, a una persona que estaba justamente en el bando opuesto de Jesús, el encontrarse con Él le dio esa nueva oportunidad.

Uno podría decir que muchos lo vieron a Jesús y no cambiaron. Y es verdad, pero la oportunidad del cambio profundo en el corazón está en el encuentro con Jesús. Y nosotros estamos a la puerta de lo mismo: estamos por vivir la semana santa. Podemos pensar ahora que tenemos muchos días de descanso, de vacaciones, que tenemos un momento más tranquilo. Jesús nos dice que ese momento tranquilo sea para encontrarse con Él; que ese momento de descanso en el corazón me da una oportunidad de encontrarme más profundamente con Él. Hoy Jesús entra en Jerusalén, pero ese Jerusalén es la vida de cada uno de nosotros, ese Jerusalén es nuestro propio corazón, ese Jerusalén son nuestros hogares, nuestras casas, nuestras familias, un retiro- donde nos toque vivirlo. Y nos da esa oportunidad de que lo descubramos de una manera nueva, que no sea un repetición de lo que nos dijeron, sino que lo podamos vivir con Él. Para que encontrándonos con Él, también como el centurión de este Evangelio, podamos decir nosotros: verdaderamente Jesús es el Hijo de Dios, aquél que esperábamos, aquél que puede cambiar mi vida.

LECTURAS:

*Mc 11, 1-10.

*Is 50, 4-7

*Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24.

*Flp 2, 6-11.

*Mc 14, 1 – 15,