Hace poco salió la película “12 años de esclavitud”. Trata de la
vida de Solomon Northup, un hombre afroamericano que nació como hombre libre en
Nueva York en el siglo XIX. En el año 1841, Northup es engañado y llevado a
Washington, donde lo secuestran y lo llevan como esclavo a las plantaciones de
Luisiana, en el sur de Estados Unidos, donde todavía se vivía bajo la
esclavitud. Mientras lo están trasladando hacia allí en un barco, él está
hablando con otros hombres de raza negra que también habían sido hecho
esclavos, y les cuenta que él en realidad es un hombre libre, que su nombre no
es Platt (el nombre que le habían puesto los secuestradores), sino Solomon; y
uno de los que está con él le dice: “si querés sobrevivir hacé y decí lo menos
posible. Que nadie sepa tu verdadero nombre, que nadie sepa lo que sabes, que
nadie sepa tu pasado, que nadie sepa que sabés leer y escribir. Si no, vas a
ser un negro muerto.” Y Solomon le contesta, “hasta hace unos días estaba con
mi familia, compartiendo y disfrutando de la vida, y ahora ¿me decís que no
puedo ser quien soy, ni decir de dónde vengo, ni cuál es mi identidad? Yo no
quiero sobrevivir, sino que quiero vivir.”
Me quiero centrar en esta última
frase de Solomon: “yo no quiero sobrevivir; yo quiero vivir.” Es en el fondo el
deseo que cada uno de nosotros tiene en el corazón. Nuestra vida llama, grita,
clama siempre a una vida más grande, a una vida mejor. Tal vez tomando una
frase que en realidad no me gusta mucho: una mejor “calidad de vida”; no por
tener más, sino por ser más. Por poder tomar la vida en nuestras propias manos.
Ahora, nosotros sentimos que vivimos cuando le encontramos un sentido a nuestra
vida; y lo hallamos cuando tenemos un horizonte hacia el cual queremos caminar.
Ese horizonte, ese tamiz que se traduce en una misión, le da todo un sentido,
un color, un gusto, a mi vida, que hace que diga: “yo quiero hacer eso, yo
quiero caminar”. Y a partir de que nuestra vida cobra distintos matices sentimos
que realmente vivimos.
El problema se da cuando uno no
encuentra un horizonte, cuando uno no sabe hacia dónde quiere ir. Y esto nos
puede suceder en muchos momentos de la vida. El más clásico es cuando somos
jóvenes, porque nos aparece la pregunta sobre la vocación: ¿qué quiero hacer de
mi vida?, ¿cuál es mi lugar en el mundo? Pero también se da en muchos momentos
de la vida, donde uno tiene que ir reconfigura ese horizonte, hacia dónde uno
quiere ir. Hoy en día estos planteos son muy comunes. Entre los cuarenta y los
cincuenta años uno quizás piensa: “bueno, llegué hasta acá; ¿qué es lo que
quiero?, ¿cuál es mi horizonte?, ¿hacia dónde voy?” Continuamente uno tiene que
ir mirando cuál es el horizonte, no importa la edad que tenga. El problema es que
si yo pierdo el sentido, casi como que pierdo las ganas de vivir, de disfrutar
lo que en cada momento me toca vivir, lo que en cada momento Dios y la misma
vida me regalan.
Creo que hoy, culturalmente,
vivimos casi como un sinsentido, en toda edad. Pareciera que lo que tendría que
venir como natural, uno lo tiene que trabajar, ¿qué es lo que quiero?, ¿qué es
lo que deseo? Entonces como que todo nos cuesta -no por ser esclavos, como le
pasa a Solomon- sino por nuestra propia vida, vamos perdiendo el sentido. Uno
siente que va como sobreviviendo, que va pasando los momentos: “uh, que embole,
ahora me toca estudiar”; “uh que embole, ahora tengo que ir a la facultad”; “uh
que embole, ahora tengo que trabajar.” Todo es un embole, y casi que andamos
como con piloto automático, deseando que llegue no sé qué momento. Porque cada
vez los momentos son como menores en la vida, en donde sentimos que realmente
vivimos.
Ahora, yo creo que el problema no
es lo que me toca hacer, el problema es que no me animo a vivir y habitar
aquello que me toca, a descubrir que eso me envía hacia un horizonte, hacia un
sentido. Y la meta final en nuestra vida es Jesús; Él es el horizonte y el
sentido que le da un valor agregado a nuestra vida, que la transforma. Creo que
todos tenemos la experiencia de que Jesús haya tocado nuestro corazón, y por
eso estamos acá. Lo central es descubrir que ese horizonte es el camino. Y esa
es la Pascua. La Pascua es un Jesús que quiere volver a tocar el corazón, y nos
quiere decir, “volvamos a lo central”.
El fin de semana pasado
hablábamos de que nos preocupamos y luchamos por muchas cosas (por estudiar
más, por una imagen, por un cuerpo, por lo que sea), pero nos olvidamos de
esforzarnos y luchar por lo central que es el amor, que es el corazón, que es
todo aquello que verdaderamente le da un valor a nuestra vida y nos ayuda a
vivir mucho mejor. Eso es lo que nos recuerda Jesús: Yo doy la vida, porque el
amor es lo central; todo lo demás pasa a ser secundario si yo encuentro el
sentido, si puedo poner el corazón en lo esencial, si puedo poner el corazón en
aquello que da vida. Y por eso hay que luchar. El mundo nos muestra una imagen
irreal de que todo tiene que estar dado; pero eso es lo que nos quita el sabor
de la vida. La vida hay que trabajarla, hay que caminarla; pero porque uno le
encuentra un sentido a eso. Eso es lo que nos dice Jesús.
Esto es lo que le pasa a la
comunidad en el evangelio que acabamos de escuchar. Si uno mira con atención,
los discípulos perdieron el sentido. Imagínense: dejaron todo, siguieron a
Jesús, pero Jesús murió. ¿Hacia dónde voy ahora?, ¿cuál es mi horizonte?, ¿cuál
es mi objetivo?, ¿qué es lo que quiero?
No sé. Imagínense las preguntas: ¿para qué dejé estos tres años de mi vida?,
¿para qué lo seguí a Jesús?, tenía un montón de ilusiones, de expectativas...
fracasó Jesús, me frustré. ¿Qué sentido tiene esto?, ¿para qué recé?, ¿para qué
esperé un Mesías? Podríamos pensar en un montón de preguntas que les surgieron
a los discípulos. Lo central es que perdieron su horizonte, y Jesús viene a
volver a ponerles un horizonte. Para eso se les hace presente. Jesús resucitado
se les aparece y les dice: sigan caminando, pero ahora de una manera nueva.
La Pascua toca el corazón de
ellos para que vivan de una manera nueva. Y para esto les regala dones. El
primer don es la paz. ¿Por qué la paz? Porque si uno no está en paz, en primer
lugar con uno mismo, es muy difícil descubrir qué es lo que quiere. Cuando uno
está enojado, con bronca, de mal humor, molesto; es difícil, nada me gusta,
nada me conforma, nada lo disfruto. Entonces lo primero que necesito es estar
en paz; tener paz conmigo y ser un signo de paz para los demás. Muchas veces
nos pasa que cuando estamos complicados siempre el problema es de los demás. El
problema es mi casa, el problema son mis amigos, el problema es la facultad, el
problema es lo que sea. A ver, estar en paz cuando todo lo de alrededor está en
paz, eso es lo más fácil del mundo. No tiene ningún logro eso, es muy simple.
El tema es cómo yo soy un gesto de paz. Jesús nos llama a nosotros a ser signos
de paz, lo que les pide a los discípulos es: ahora ustedes tienen que ser signo
de paz para los demás. Y en un mundo donde es muy difícil, un mundo violento y agresivo,
donde todo es exigente y difícil, la pregunta de Jesús es, ¿ustedes quieren ser
signo de paz? Hoy Jesús nos dice: “¡La paz esté con ustedes!”, y lo repite
varias veces, para ver si nosotros hacemos lo mismo que Jesús, cortamos esa
cadena de agresividad, de violencia. A veces uno piensa: “no, bueno, hoy es muy
difícil”. No sé cuándo fue fácil ser signo de paz. En la época de los
discípulos seguro que no, era bastante más complicada que la época nuestra. Es
más, van a tener que salir porque están con miedo, están encerrados, como nos
pasa a nosotros que nos encerramos, no sólo en nuestras casas sino en nosotros
mismos y no nos animamos a hacer ese gesto de paz, ese signo de paz. Bueno, los
discípulos van a ir a transmitir la paz porque encontraron un horizonte. Y les
va a ser difícil, es más, los van a matar uno por uno; no va a quedar ninguno
en pie. Pero no les importa, porque le encontraron un sentido y por eso quieren
transmitir la paz. Uno podría decir, bueno, eso fue hace dos mil años. Bueno,
pero en el siglo pasado hubo dos guerras mundiales, hubo guerra en nuestro
mismo país, un montón de cosas que atentan con la vida misma, ¿de qué signo de
paz hablamos? Hoy es difícil, siempre fue difícil. La pregunta no es si es
difícil o es fácil, la pregunta es ¿yo quiero serlo? ¿La Pascua de Jesús toca
tanto mi corazón como para que yo sea signo de paz? ¿O me quiero quedar en el
sepulcro? Eso es lo que pasa. Los discípulos tienen dos opciones acá: o dan el
paso de Jesús y resucitan, o se quedan quejándose en el sepulcro. A veces nos
pasa eso a nosotros. Nos quedamos siempre quejándonos, dando vueltas en el
sepulcro, sobreviviendo, medio muertos, y no entendemos lo que es la Pascua de
Jesús. La Pascua de Jesús es Jesús que nos toca y nos dice: ustedes son signo
de paz, vivan distinto, muestren que son cristianos. Eso es lo que dice la
primera lectura: los cristianos vivían unidos, compartían. ¿Por qué? Porque
Jesús tocó su corazón. Ellos cambiaron. La invitación de Jesús no es a que
tengamos el ideal de que los demás cambien, es que cambie yo, es que Jesús pase
por mi vida.
En segundo lugar, les regala el
don de la alegría, “sean personas alegres.” ¿De qué manera nosotros somos
personas alegres frente a los demás? Como hablábamos hace poco, ¿nos la pasamos
quejándonos de todo? Porque nos quejamos de todo; del país, de la familia, de
los amigos, del trabajo. Bueno ¿cómo encuentro yo signos de vida? La mirada la
tengo que cambiar yo. La Pascua me invita a tener una mirada distinta. Los
primero cristianos vivían alegres porque Jesús era su verdadera alegría, era
una alegría de fondo, no era por diversión o porque algo es más fácil o más
difícil. Que Jesús esté en mi vida, me alegra, me cambia la vida. ¿Cómo puedo transmitir yo eso? Obviamente que
hay espacios que son más fáciles que otros, hay momentos que son más fáciles
que otros; pero ¿cómo puedo tener una
alegría de fondo?, ¿cómo puedo ser un signo para los demás? La alegría
contagia. La alegría genera que la gente se pregunte: ¿por qué esta persona
está alegre?, ¿por qué esta persona vive así? Eso es lo que nos dice Jesús: que
la alegría de la Pascua, de que Jesús está con nosotros, nos transforme. Yo lo
pienso como esa visita inesperada que nos cambió el día y nos alegró; Jesús es
así. La resurrección de Jesús es esa visita tan inesperada que nos cambia la
vida; y nos alegra de tal manera que esa alegría la quiero compartir, la quiero
llevar, la quiero irradiar, en donde me toque.
Jesús nos da esa paz y esa
alegría para que la podamos compartir, para que la podamos vivir, para que
nosotros seamos ese signo, para que nosotros vivamos como resucitados.
Para terminar, también nos podría
pasar lo mismo que a Tomás. Cuando los demás van a transmitirle esa paz, esa
alegría, Él dice: yo no creo. Es el intento racionalista de la fe. Si yo no veo, si no toco, si no pasa “no sé
qué”, yo no voy a creer. No saben lo que tiene que pasar para que yo de ese
paso. Tomás necesita que pase algo extraordinario, que Jesús se le aparezca. A
veces necesitamos más de la Pascua de Jesús pareciera para que eso toque. Pero
Jesús nos invita a algo más: “Felices los que creen sin haber visto”; esa
bienaventuranza es para todos nosotros. Jesús y su pascua, tocan nuestro
corazón, para que creyendo en comunidad, llevemos esa fe. Esa fe que no
defrauda, nos dice Pablo en la segunda lectura.
Vivamos la alegría de la Pascua
que todavía estamos compartiendo y celebrando como comunidad. Pidámosle a Jesús
que esos dones de la paz y de la alegría, que en esta Pascua nos regala, no
sean solamente para nosotros, sino que experimentándolos, viviéndolos, podamos
también llevarlos y compartirlos con los demás.
Lecturas:
*Hech 2,42-47
*Sal 117,2-4.13-15.22-24
*1Pedro 1,3-9
*Jn 20,19-31