miércoles, 30 de abril de 2014

Homilía: “La Paz esté con ustedes” – II Domingo de Pascua

Hace poco salió la película “12 años de esclavitud”. Trata de la vida de Solomon Northup, un hombre afroamericano que nació como hombre libre en Nueva York en el siglo XIX. En el año 1841, Northup es engañado y llevado a Washington, donde lo secuestran y lo llevan como esclavo a las plantaciones de Luisiana, en el sur de Estados Unidos, donde todavía se vivía bajo la esclavitud. Mientras lo están trasladando hacia allí en un barco, él está hablando con otros hombres de raza negra que también habían sido hecho esclavos, y les cuenta que él en realidad es un hombre libre, que su nombre no es Platt (el nombre que le habían puesto los secuestradores), sino Solomon; y uno de los que está con él le dice: “si querés sobrevivir hacé y decí lo menos posible. Que nadie sepa tu verdadero nombre, que nadie sepa lo que sabes, que nadie sepa tu pasado, que nadie sepa que sabés leer y escribir. Si no, vas a ser un negro muerto.” Y Solomon le contesta, “hasta hace unos días estaba con mi familia, compartiendo y disfrutando de la vida, y ahora ¿me decís que no puedo ser quien soy, ni decir de dónde vengo, ni cuál es mi identidad? Yo no quiero sobrevivir, sino que quiero vivir.”
Me quiero centrar en esta última frase de Solomon: “yo no quiero sobrevivir; yo quiero vivir.” Es en el fondo el deseo que cada uno de nosotros tiene en el corazón. Nuestra vida llama, grita, clama siempre a una vida más grande, a una vida mejor. Tal vez tomando una frase que en realidad no me gusta mucho: una mejor “calidad de vida”; no por tener más, sino por ser más. Por poder tomar la vida en nuestras propias manos. Ahora, nosotros sentimos que vivimos cuando le encontramos un sentido a nuestra vida; y lo hallamos cuando tenemos un horizonte hacia el cual queremos caminar. Ese horizonte, ese tamiz que se traduce en una misión, le da todo un sentido, un color, un gusto, a mi vida, que hace que diga: “yo quiero hacer eso, yo quiero caminar”. Y a partir de que nuestra vida cobra distintos matices sentimos que realmente vivimos.
El problema se da cuando uno no encuentra un horizonte, cuando uno no sabe hacia dónde quiere ir. Y esto nos puede suceder en muchos momentos de la vida. El más clásico es cuando somos jóvenes, porque nos aparece la pregunta sobre la vocación: ¿qué quiero hacer de mi vida?, ¿cuál es mi lugar en el mundo? Pero también se da en muchos momentos de la vida, donde uno tiene que ir reconfigura ese horizonte, hacia dónde uno quiere ir. Hoy en día estos planteos son muy comunes. Entre los cuarenta y los cincuenta años uno quizás piensa: “bueno, llegué hasta acá; ¿qué es lo que quiero?, ¿cuál es mi horizonte?, ¿hacia dónde voy?” Continuamente uno tiene que ir mirando cuál es el horizonte, no importa la edad que tenga. El problema es que si yo pierdo el sentido, casi como que pierdo las ganas de vivir, de disfrutar lo que en cada momento me toca vivir, lo que en cada momento Dios y la misma vida me regalan.
Creo que hoy, culturalmente, vivimos casi como un sinsentido, en toda edad. Pareciera que lo que tendría que venir como natural, uno lo tiene que trabajar, ¿qué es lo que quiero?, ¿qué es lo que deseo? Entonces como que todo nos cuesta -no por ser esclavos, como le pasa a Solomon- sino por nuestra propia vida, vamos perdiendo el sentido. Uno siente que va como sobreviviendo, que va pasando los momentos: “uh, que embole, ahora me toca estudiar”; “uh que embole, ahora tengo que ir a la facultad”; “uh que embole, ahora tengo que trabajar.” Todo es un embole, y casi que andamos como con piloto automático, deseando que llegue no sé qué momento. Porque cada vez los momentos son como menores en la vida, en donde sentimos que realmente vivimos.
Ahora, yo creo que el problema no es lo que me toca hacer, el problema es que no me animo a vivir y habitar aquello que me toca, a descubrir que eso me envía hacia un horizonte, hacia un sentido. Y la meta final en nuestra vida es Jesús; Él es el horizonte y el sentido que le da un valor agregado a nuestra vida, que la transforma. Creo que todos tenemos la experiencia de que Jesús haya tocado nuestro corazón, y por eso estamos acá. Lo central es descubrir que ese horizonte es el camino. Y esa es la Pascua. La Pascua es un Jesús que quiere volver a tocar el corazón, y nos quiere decir, “volvamos a lo central”.
El fin de semana pasado hablábamos de que nos preocupamos y luchamos por muchas cosas (por estudiar más, por una imagen, por un cuerpo, por lo que sea), pero nos olvidamos de esforzarnos y luchar por lo central que es el amor, que es el corazón, que es todo aquello que verdaderamente le da un valor a nuestra vida y nos ayuda a vivir mucho mejor. Eso es lo que nos recuerda Jesús: Yo doy la vida, porque el amor es lo central; todo lo demás pasa a ser secundario si yo encuentro el sentido, si puedo poner el corazón en lo esencial, si puedo poner el corazón en aquello que da vida. Y por eso hay que luchar. El mundo nos muestra una imagen irreal de que todo tiene que estar dado; pero eso es lo que nos quita el sabor de la vida. La vida hay que trabajarla, hay que caminarla; pero porque uno le encuentra un sentido a eso. Eso es lo que nos dice Jesús.
Esto es lo que le pasa a la comunidad en el evangelio que acabamos de escuchar. Si uno mira con atención, los discípulos perdieron el sentido. Imagínense: dejaron todo, siguieron a Jesús, pero Jesús murió. ¿Hacia dónde voy ahora?, ¿cuál es mi horizonte?, ¿cuál es mi  objetivo?, ¿qué es lo que quiero? No sé. Imagínense las preguntas: ¿para qué dejé estos tres años de mi vida?, ¿para qué lo seguí a Jesús?, tenía un montón de ilusiones, de expectativas... fracasó Jesús, me frustré. ¿Qué sentido tiene esto?, ¿para qué recé?, ¿para qué esperé un Mesías? Podríamos pensar en un montón de preguntas que les surgieron a los discípulos. Lo central es que perdieron su horizonte, y Jesús viene a volver a ponerles un horizonte. Para eso se les hace presente. Jesús resucitado se les aparece y les dice: sigan caminando, pero ahora de una manera nueva.
La Pascua toca el corazón de ellos para que vivan de una manera nueva. Y para esto les regala dones. El primer don es la paz. ¿Por qué la paz? Porque si uno no está en paz, en primer lugar con uno mismo, es muy difícil descubrir qué es lo que quiere. Cuando uno está enojado, con bronca, de mal humor, molesto; es difícil, nada me gusta, nada me conforma, nada lo disfruto. Entonces lo primero que necesito es estar en paz; tener paz conmigo y ser un signo de paz para los demás. Muchas veces nos pasa que cuando estamos complicados siempre el problema es de los demás. El problema es mi casa, el problema son mis amigos, el problema es la facultad, el problema es lo que sea. A ver, estar en paz cuando todo lo de alrededor está en paz, eso es lo más fácil del mundo. No tiene ningún logro eso, es muy simple. El tema es cómo yo soy un gesto de paz. Jesús nos llama a nosotros a ser signos de paz, lo que les pide a los discípulos es: ahora ustedes tienen que ser signo de paz para los demás. Y en un mundo donde es muy difícil, un mundo violento y agresivo, donde todo es exigente y difícil, la pregunta de Jesús es, ¿ustedes quieren ser signo de paz? Hoy Jesús nos dice: “¡La paz esté con ustedes!”, y lo repite varias veces, para ver si nosotros hacemos lo mismo que Jesús, cortamos esa cadena de agresividad, de violencia. A veces uno piensa: “no, bueno, hoy es muy difícil”. No sé cuándo fue fácil ser signo de paz. En la época de los discípulos seguro que no, era bastante más complicada que la época nuestra. Es más, van a tener que salir porque están con miedo, están encerrados, como nos pasa a nosotros que nos encerramos, no sólo en nuestras casas sino en nosotros mismos y no nos animamos a hacer ese gesto de paz, ese signo de paz. Bueno, los discípulos van a ir a transmitir la paz porque encontraron un horizonte. Y les va a ser difícil, es más, los van a matar uno por uno; no va a quedar ninguno en pie. Pero no les importa, porque le encontraron un sentido y por eso quieren transmitir la paz. Uno podría decir, bueno, eso fue hace dos mil años. Bueno, pero en el siglo pasado hubo dos guerras mundiales, hubo guerra en nuestro mismo país, un montón de cosas que atentan con la vida misma, ¿de qué signo de paz hablamos? Hoy es difícil, siempre fue difícil. La pregunta no es si es difícil o es fácil, la pregunta es ¿yo quiero serlo? ¿La Pascua de Jesús toca tanto mi corazón como para que yo sea signo de paz? ¿O me quiero quedar en el sepulcro? Eso es lo que pasa. Los discípulos tienen dos opciones acá: o dan el paso de Jesús y resucitan, o se quedan quejándose en el sepulcro. A veces nos pasa eso a nosotros. Nos quedamos siempre quejándonos, dando vueltas en el sepulcro, sobreviviendo, medio muertos, y no entendemos lo que es la Pascua de Jesús. La Pascua de Jesús es Jesús que nos toca y nos dice: ustedes son signo de paz, vivan distinto, muestren que son cristianos. Eso es lo que dice la primera lectura: los cristianos vivían unidos, compartían. ¿Por qué? Porque Jesús tocó su corazón. Ellos cambiaron. La invitación de Jesús no es a que tengamos el ideal de que los demás cambien, es que cambie yo, es que Jesús pase por mi vida.
En segundo lugar, les regala el don de la alegría, “sean personas alegres.” ¿De qué manera nosotros somos personas alegres frente a los demás? Como hablábamos hace poco, ¿nos la pasamos quejándonos de todo? Porque nos quejamos de todo; del país, de la familia, de los amigos, del trabajo. Bueno ¿cómo encuentro yo signos de vida? La mirada la tengo que cambiar yo. La Pascua me invita a tener una mirada distinta. Los primero cristianos vivían alegres porque Jesús era su verdadera alegría, era una alegría de fondo, no era por diversión o porque algo es más fácil o más difícil. Que Jesús esté en mi vida, me alegra, me cambia la vida.  ¿Cómo puedo transmitir yo eso? Obviamente que hay espacios que son más fáciles que otros, hay momentos que son más fáciles que otros; pero  ¿cómo puedo tener una alegría de fondo?, ¿cómo puedo ser un signo para los demás? La alegría contagia. La alegría genera que la gente se pregunte: ¿por qué esta persona está alegre?, ¿por qué esta persona vive así? Eso es lo que nos dice Jesús: que la alegría de la Pascua, de que Jesús está con nosotros, nos transforme. Yo lo pienso como esa visita inesperada que nos cambió el día y nos alegró; Jesús es así. La resurrección de Jesús es esa visita tan inesperada que nos cambia la vida; y nos alegra de tal manera que esa alegría la quiero compartir, la quiero llevar, la quiero irradiar, en donde me toque.
Jesús nos da esa paz y esa alegría para que la podamos compartir, para que la podamos vivir, para que nosotros seamos ese signo, para que nosotros vivamos como resucitados.
Para terminar, también nos podría pasar lo mismo que a Tomás. Cuando los demás van a transmitirle esa paz, esa alegría, Él dice: yo no creo. Es el intento racionalista de la fe.  Si yo no veo, si no toco, si no pasa “no sé qué”, yo no voy a creer. No saben lo que tiene que pasar para que yo de ese paso. Tomás necesita que pase algo extraordinario, que Jesús se le aparezca. A veces necesitamos más de la Pascua de Jesús pareciera para que eso toque. Pero Jesús nos invita a algo más: “Felices los que creen sin haber visto”; esa bienaventuranza es para todos nosotros. Jesús y su pascua, tocan nuestro corazón, para que creyendo en comunidad, llevemos esa fe. Esa fe que no defrauda, nos dice Pablo en la segunda lectura.
Vivamos la alegría de la Pascua que todavía estamos compartiendo y celebrando como comunidad. Pidámosle a Jesús que esos dones de la paz y de la alegría, que en esta Pascua nos regala, no sean solamente para nosotros, sino que experimentándolos, viviéndolos, podamos también llevarlos y compartirlos con los demás.

Lecturas:
*Hech 2,42-47
*Sal 117,2-4.13-15.22-24
*1Pedro 1,3-9

*Jn 20,19-31

miércoles, 23 de abril de 2014

Homilías Domingo de Ramos

Homilía: “¿Qué pasión le ponemos nosotros a lo que Jesús está viviendo? - Evangelio Procesión de Ramos
Acabamos de escuchar en este texto la entrada de Jesús en Jerusalén. Se ve que la gente había ido escuchando de Jesús, muchos lo habían conocido o habían escuchado lo que Él había hecho y por eso se acercaron a alabar a Dios con esos ramos. Con ese signo mostraban la alegría que tenían en el corazón.
En esta semana nosotros vamos a pasar por un montón de acontecimientos. Empezamos celebrando que Jesús entra en Jerusalén, el jueves vamos a celebrar la Última Cena, después vendrá el Viernes Santo con su Pasión y su muerte, luego la resurrección. Es decir, vamos a pasar por un montón de estados de ánimo diferentes: del gozo y la alegría de haberlo visto entrar, a la alegría de los que compartieron esa cena, al dolor de que Jesús es crucificado y muere, a la alegría de la resurrección; un montón de sentimientos. Estos sentimientos que para algunos de nosotros son difíciles de encontrar, a muchos de nosotros la fe nos pasa por la cabeza –entiendo o no entiendo, rezo más mentalmente o no- pero, sentir verdaderamente en el corazón a Jesús, a veces nos cuesta mucho. Sentir la alegría, sentir el gozo, sentir la tristeza; poner verdaderamente el corazón en Dios. Esa es la invitación que tenemos en esta semana, a ver qué es lo que pasa. La misma palabra “pasión”, nos marca esto. ¿Qué pasión le ponemos nosotros –qué sentimientos le ponemos nosotros- a lo que Jesús está viviendo? Esa es la invitación, a dejar que nuestro corazón sea tocado por Jesús, a dejar que nuestro corazón se despierte. Cada uno desde el lugar que está y con los sentimientos que tiene; pero dejar aflorar los sentimientos. Para eso tengo que profundizar; no me puedo quedar en el nivel superficial de mi cabeza, sino que tengo que bajar a un nivel más profundo que es el del corazón. Y animarme a mostrar eso. Pero para eso tengo que dar un paso. Es como los ramos que tenemos hoy. Tal vez algunos tienen, otros no, algunos dicen “no, ¿para qué esta pavada?”, otros “bueno, lo tengo pero lo escondo un poquito, no lo quiero mostrar mucho” porque nos da un poco de vergüenza. Bueno, con Jesús a veces nos pasa lo mismo en la vida. A veces pensamos: “en este lugar hablo de Jesús porque estoy en este grupo, estoy en la Iglesia”; pero después voy a este otro ámbito, a la facultad, al colegio y: “no, acá no voy a hablar de Jesús, a ver si quedo mal.” Es decir, lo que nos pasa con los ramos, es lo que nos pasa con la vida; muchas veces nos da miedo ser cristianos, a veces nos da vergüenza, a veces nos cuesta.
Creo que en esta Semana Santa le podemos pedir a Jesús que este camino que vamos a hacer nos ayude a nosotros a vivir esa Pascua y a animarnos a ser más cristianos; a vivir en el corazón lo que pasa, y a animarnos a ser testigos de Él.
Vamos a entrar ahora en procesión, alabando a esta cruz, que es símbolo de Jesús. Pidámosle con nuestros ramos, con nuestro canto, que esta alegría que los discípulos y que la gente tenía en Jerusalén, sea la misma alegría que nosotros tenemos en el corazón porque Jesús no sólo entra a Jerusalén, sino que hoy también entra en nuestra Iglesia, en nuestra Catedral, en nuestra comunidad, y en nuestros corazones.

*Mt 21,1-11

Homilía: ¿Qué tiene que morir en mí hoy, para que pueda resucitar? – Domingo de Ramos - Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
Hemos escuchado con lujo de detalles todos los acontecimientos desde que Jesús entra en Jerusalén: la Última Cena, Getsemaní, Jesús juzgado en el Sanedrín y frente a Poncio Pilatos, después Jesús condenado a muerte, crucificado, y Jesús muerto. Frente a eso, numerosos personajes van apareciendo alrededor de Jesús con distintas actitudes. Podríamos pensar, ¿cuál es la actitud que yo tengo en mi vida con Jesús?, ¿de qué manera Jesús está presente en mi corazón y en mi vida? Podríamos hasta preguntarnos e imaginarnos, ¿de qué personaje estoy un poquito más cerca? ¿Soy como los que fueron a aclamarlo cuando entraba a Jerusalén con los ramos, contento; y cuando vienen los momentos difíciles me borro, me voy, no estoy? Es decir, bueno, mientras me va bien en mi vida yo vivo mi fe, pero cuando viene un poco más difícil la cosa no estoy, desaparezco, no quiero vivirlo; en este momento me queda cómodo, pero en este momento no. Entonces, acomodo mi fe según los vaivenes o lo que me cae un poquito mejor. Puedo pensar como con los discípulos, que paso momentos muy lindos, como la Última Cena, donde estoy con Jesús, pero cuando las cosas se complican en serio, todos de diferentes formas y maneras, se van saliendo.
Podríamos pensar en nuestros procesos de fe, tal vez cuál es ese momento difícil en el que nos cuesta estar con Jesús. Tal vez cuando tengo poco tiempo; como tengo poco tiempo y tengo que acotar mi vida, que Jesús quede afuera por un rato. O, cosas que me cuestan. Tal vez frente al sufrimiento, frente al dolor, cuando las cosas no salen como yo quiero, en esto también Jesús queda afuera, y me separo de Él. Puedo ser también como otros personajes, que aparecen en los demás evangelios: Simón de Sirene que ayudó a cargar la cruz, y yo, que en mi vida ayudo a otros, los acompaño en momentos difíciles, en los momentos de Pasión, en los momentos de sufrimientos y de muerte, que estoy ahí, con ellos, acompañándolos. O como las mujeres que nos decía el texto, que estaban con Jesús, las únicas que estuvieron ahí; estando presentes, aún en los momentos más difíciles.
Podemos pensar cómo es mi vida de fe, a qué se asemeja; puede ser como la de Judas, o como la de Pedro, que eran muy entusiastas pero cuando llegó el momento lo negaron, lo traicionaron. Hasta acá llega mi fe. Cuando me tengo que exponer mucho, hasta acá llegó. Tal vez a nosotros, como les decía al principio de la misa, también nos pasa, hay lugares en los que “Jesús llegó hasta acá”, no entra a mi espacio de trabajo, o no entra a mi facultad, o no entra en mis vacaciones, no sé. Hay un momento en el que Jesús no puede estar porque me complica la vida; lo mismo debe haber pensado Pedro, “acá me complica la vida”. Es más, seguramente a Pedro lo hubieran crucificado también si decía que estaba con Jesús. Pero a veces también nosotros tenemos esta actitud.
La invitación de Jesús, más allá de todo eso, es a que desde el lugar en el que estamos, nos animemos a que haya Pascua en nosotros; y para que haya Pascua, como hablábamos el domingo pasado, algo tiene que pasar. Es decir, la Pascua es: alguien muere, para resucitar. Pero primero tiene que morir para que haya esa resurrección. Podemos mirar en nuestra vida, ¿a qué tenemos que morir?, ¿qué es lo que me cuesta en mi vida de fe? Tal vez tomando uno de estos personajes, ¿qué es lo que yo tendría que dejar atrás para pedirle a Jesús que me ayude a resucitar? Ese límite, eso en lo que no me animo a ser testimonio de Jesús, esa actitud que me es difícil, ese pecado que tengo, esto en lo que no me la juego; animarme a ponerlo delante de Jesús.
Porque si no, en el fondo estamos como frente a una obra de teatro, la veo muy linda durante toda la Semana Santa pero Jesús no toca mi corazón. Nosotros celebramos la Semana Santa porque queremos que Jesús hoy toque nuestra vida y nuestros corazones. Pero para eso tengo que mirar mi corazón y pensar qué Pascua quiero vivir hoy yo. No sólo una Pascua que sucedió hace más o menos dos mil años, o que sucederá el día que me toque morir y pasar al cielo. Bueno, ¿qué Pascua quiero vivir hoy yo?, ¿qué paso quiero dar? No importa la situación.
Para terminar voy a poner dos ejemplos. Por un lado tenemos a Judas y por otro tenemos a Pedro. Los dos se equivocaron y se equivocaron feo. No hay mucha diferencia, uno lo entregó y el otro lo negó. Los dos lo traicionaron a Jesús; pero lo vivieron de manera diferente. Judas, como no se puso en las manos de Jesús, no se animó a vivir su Pascua, no pudo comprender lo que era el amor y la misericordia de Dios. Entonces se puso mal, quiso volver atrás y como no podía, dejó las monedas y se ahorcó, se mató; “hasta acá llegué”, dijo. Judas no comprendió cuál era el paso que siempre se puede dar en Jesús. ¿Cuál es la diferencia con Pedro? Que a pesar del dolor, de lo difícil que debe haber sido para él, de haber pensado muchas veces: “yo dije que iba a dar la vida y lo negué”, “metí la pata hasta al fondo, ¿cómo Jesús me va a amar?”; todos sabemos cómo termina esto, Pedro se acerca a Jesús, frente al lago, y éste le dice: “¿me amas?” Sólo tiene que responder a esa pregunta, nada más. En Pedro sí hubo Pascua, se animó a dejar morir ese Pedro que traicionaba a Jesús, para que naciera el Pedro que amaba a Jesús. Esa es la invitación a nosotros, ¿qué tiene que morir, para ver qué tiene que resucitar?
Animémonos a tomarnos en estos días un minuto de oración con Jesús; pongámonos en las manos de María que siempre nos lleva con mucho cariño y con mucho amor a esas manos de Jesús. Animémonos a dejar atrás aquello que nos aleja de Él, aquello que nos aleja de la vida, de la fe, aquello que tiene que morir, para que Jesús también nos ayude hoy a resucitar con Él.

Lecturas:
*Isa 50,4-7
*Sal 21,8-9.17-18a.19-20.23-24
*Fil 2,6-11
*Mt 26,14–27,66




martes, 15 de abril de 2014

Homilía: “Cristo vive en ustedes” – V domingo de Cuaresma


Hace poco salió una película que se llama Philomena. Es una historia verídica, y trata de una mujer que siendo adolescente queda embarazada, y sus papás –en una Irlanda muy católica- la meten en un lugar de chicas que de alguna manera habían desprestigiado a la familia –como se creía en ese entonces. La película comienza con ella, cincuenta años después, acordándose de ese hijo que había tenido y había sido dado en adopción; con el deseo de descubrir qué es lo que había pasado con este hijo después de tanto tiempo. Para eso, se junta con un periodista, Martin, que la empieza a acompañar, para poder empezar a recrear la historia, para poder encontrarlo.

Me voy a quedar con dos frases. La primera es una pregunta simple que Philomena le hace a Martin: si cree en Dios. Martin le contesta: “es una pregunta complicada para poder responder tan simplemente. ¿Tú crees?” Y ella le dice: “Sí, claramente.” Está claro que a Martin le costaba mucho creer porque no quería responder a esa pregunta. Mientras van caminando juntos, empieza a crecer el vínculo, y a Martin le cuesta entender la fe que tiene Philomena a pesar de todo lo que ha pasado y todo lo que ha vivido. Y vuelven a hablar del tema en un momento, porque ella le pide –pasando por una Iglesia- que se detenga, “quiero confesarme”. “¿Y qué vas a confesar?” “Mis pecados, por supuesto”, contesta Philomena. Martin, enojado con todo lo que la Iglesia había hecho con ella, dice, “¿Vos te vas a confesar? La Iglesia se tiene que confesar de todo lo que te ha hecho”, y empieza a despotricar contra todo lo que la Iglesia había hecho en su vida. Philomena le dice: “Espero que Dios no te escuche lo que estás diciendo”, y él la carga diciendo, “Mirá, no me cayó ningún rayo todavía; no hay ningún problema.” Ella le dice entonces, “¿qué quieres demostrar con esto?, ¿qué es lo que buscas? Y Martin responde: “Que no necesitás la fe, la religión, para ser feliz.” Entonces Phinomena le pregunta, “¿pero entonces vos querés que sea como vos?” A lo que él se pone nuevamente a despotricar contra la fe y la religión, provocando que Philomena le diga, “bueno, entonces tengo que creer en ser como vos: arrogante, prepotente, que trata mal a la gente.”, y la conversación se va perdiendo cada vez más.

¿Qué es lo que choca acá? Chocan dos modos de vivir la vida. Por un lado una persona que tiene fe y que ha madurado en su fe, que ha podido integrar en su vida cosas muy difíciles, muy duras; y por otro lado una persona que es agnóstica, que no cree, y que no puede entender cómo esta persona cree, menos aún con todo lo que le ha pasado en la vida. Ojalá uno pudiera recorrer la vida como Philomena, creciendo en su fe. Es el camino al que estamos llamados todos nosotros, a que nuestra fe vaya madurando y creciendo. Sin embargo, sabemos que eso no es fácil, sobre todo los que somos más grandes. Como alguna vez hemos hablado con los más jóvenes en los retiros, a nosotros nos cuesta ver esos pasos y esos saltos que tenemos que hacer en la fe. La fe está en continuo crecimiento, en un crecimiento necesario, en la medida en que vamos evolucionando en la vida. Podríamos decir, como a veces me dicen los más jóvenes: “yo no creo tanto”, y yo les pregunto: “¿por qué?”. “Y, porque cuando era chico creía más.”, como si se pudiera medir. “Y, ¿por qué creías más?”. “Porque ahora me hago preguntas, dudo, no tengo las cosas claras…” La pregunta, la duda, es necesaria. No es que eso atacó mi fe; es que lo que me está pidiendo mi fe es que integre más cosas. Cuando yo soy chico es más simple, creo lo que me dicen con más facilidad, no entiendo toda la realidad; pero cuando la voy entendiendo, empiezo a ver un montón de cosas que tengo que integrar en mi vida de fe. Los mismos saltos que hago en mi vida ordinaria. A partir de ahí, si logro integrar esas cosas y logro hacer viva mi fe, mi fe va a ir creciendo. Pero no basta con eso en la adolescencia, vuelve a suceder en la juventud, en la adultez, en la vejez; en todo momento de la vida, mi fe va a estar llamada a dar saltos. Es más, podríamos preguntarnos cada uno de los que estamos acá: ¿en qué de Dios me cuesta creer en este momento?, ¿qué me cuesta integrar en mi fe? Porque en general, el creer implica tener que ir soltando cosas, dejar de aferrarme, dejar de controlar y dar ese salto hacia Dios; decir: voy rompiendo en lo que yo creo para poner mi corazón en Jesús, en esa persona.

Para no hacerlo tan complicado lo voy a ejemplificar con un caso del evangelio. Vamos a tomar la figura de Pedro. Como ustedes saben, cuando Jesús lo llama él dice: yo voy a dejar todo y te voy a seguir. Y uno podría pensar: “qué entregado que fue Pedro que dejó todo y lo siguió”. Sin embargo, podemos tomar tres momentos de su vida muy claros donde su fe es puesta totalmente a prueba, y Pedro va a tener que dar un salto que no entiende. Primero, con la pesca milagrosa. ¿Se acuerdan? Salen con la barca, Pedro dice “no pescamos en toda la noche”, y tiran la red a la derecha de la barca, se llena de peces, y Pedro le termina diciendo a Jesús: “Aléjate de mí que soy un pecador.” ¿Qué es lo que le está costando a Pedro? Integrar lo que le cuesta de su vida, su pecado, en su fe. ¿Jesús qué le va a decir? Ven, yo te voy a hacer pescador de hombres. Es decir, Pedro tiene que dar un salto, tiene que darse cuenta de que tiene que integrar en su humanidad lo que le gusta y lo que no le gusta; que eso tiene que ser parte de su fe. Este es un salto que muchas veces tenemos que hacer nosotros también. Nos cuesta integrar nuestro pecado, lo que no nos gusta, lo difícil nuestro, en la vida de fe.

El segundo paso que tiene que hacer Pedro lo vemos cuando Jesús pregunta, “¿quién soy Yo?”, y Pedro contesta muy bien: “Tú eres el Mesías.” Sin embargo, como sabemos, cuando Jesús explique que es el Mesías (el Mesías vino al mundo, tiene que vivir su pasión, sufrir, morir, dar la vida), Pedro dice: no, pará. Lo llama a un costado y le dice a Jesús: esto no lo vas a hacer, y le empieza a enseñar a Jesús, como si Él necesitara consejos. Y Pedro se come el peor reto del Nuevo Testamento: “Ve detrás de Mí, Satanás”. Lo que le está pidiendo Pedro a Jesús es que se aleje de su misión. Uno puede preguntarse todas las dudas que le surgieron a Pedro a partir de eso, porque tiene que romper con la imagen que él tiene de Dios. Él cree que Dios tiene que ser de una forma; por eso Jesús que es el Mesías tiene que ser de esa manera, y tiene que aceptar que Jesús le está diciendo: Yo soy como soy, no como vos querés. Rompé con esta forma que vos creés que Dios tiene que ser.

El tercer caso es cuando Jesús da la vida y Pedro dice, “yo voy a dar la vida por vos”, y lo traiciona. “Yo no conozco a este hombre”, dice. En ese momento es tan grande el salto que tiene que dar Pedro que el que lo va a reconfirmar es Jesús, viene hasta Él, se va a presentar, le va a preguntar si lo ama; el salto es tan fuerte que necesita que el mismo Jesús lo ayude a darlo. Y nos muestran un período muy corto de la vida de Pedro, tres años, y cómo tiene que ir dando saltos en su fe, tiene que ir rompiendo con ciertas estructuras que él tiene. Esta es la misma invitación que durante este tiempito de Cuaresma se nos ha pedido a nosotros.

Si tomásemos los últimos dos evangelios y el de hoy, lo podemos ver claro. En el primer caso estaba la samaritana, con el agua, al lado del pozo, y va a ser invitada por Jesús a creer que Él es el Mesías, el que tiene que dar la vida. Esta mujer, semi-pagana, que creía otra cosa, tiene que abrirse a esa revelación de Jesús. En el caso del domingo pasado, este es un paso más grande: se acuerdan que Jesús casi no habla, hace un milagro, cura al ciego de nacimiento, y empiezan las grandes discusiones: ¿cómo puede ser?, ¿nos habrá mentido este ciego desde que nació?, porque no puede ser así, ¿cómo va a curar si es sábado? Entonces, ¿qué se les está pidiendo a los judíos? Que rompan con la imagen de Dios que ellos crearon. Dios es más grande que ellos; entonces tienen que dejarse transformar por Jesús. Es decir, éste es Jesús, no el que yo creo; no la imagen que yo me hice. Y éste es un paso muy difícil, tan difícil que es el que los grupos más rigoristas y extremistas no pueden dar: se quedan en una fe infantil y dicen, “yo digo cómo es Dios, no ustedes. No es Jesús el que manda, soy yo. Yo hago mi propia imagen, yo soy la verdad, y me pierdo la misma verdad que es Jesús, que es el que me tiene que abrir el corazón.”

El tercer paso es el que se nos pide hoy, tal vez uno de los más difíciles en la fe, creer verdaderamente que Jesús es la resurrección y la vida. Esta frase que Jesús dice acá, uno podría decir: “bueno, yo creo que Jesús es la resurrección y la vida.” Pero ojo, porque Pedro creía también que Jesús era el Mesías, pero después no fue tan simple. Para explicarlo podemos ver el evangelio que acabamos de leer. Jesús dice que es la resurrección y la vida; y sin embargo, esto empieza a hacer un montón de ruido. Primero, como hemos escuchado estos domingos -vieron que Jesús tiene un plan para todo esto, se toma tiempo- le dicen que Lázaro está enfermo, y Él dice, “no se hagan problema, vamos dentro de un tiempito para allá”, espera, quiere enseñarle algo a su comunidad, quiere ayudarla a crecer en su fe, por eso espera. Como va a decir después: esto yo no lo necesito, lo necesitan ellos. Por eso se toma su tiempo.

El primer problema lo tienen los discípulos. Tomás –que en general no queda muy bien parado- dice: “vayamos a morir con Él.” Bueno, por lo menos quiere ser mártir. Después llegan y Marta no entiende: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.” “Yo lo puedo resucitar”. “Sé que resucitará en la resurrección del último día.”, le dice Marta. Y Jesús le vuelve a decir, “yo lo puedo resucitar”. Y ella contesta, “yo creo que eres el Mesías”. Es decir, Marta no puede dar ese salto en la fe todavía. Necesita más tiempo, necesita algo más. Lo mismo le va a pasar a María, que no entiende, no comprende; Jesús termina llorando por la incomprensión, por todo lo que está pasando, por la situación, por su amigo, y hace este milagro. Este milagro invita a un salto en la fe, a creer verdaderamente que Jesús es la resurrección y la vida. Ahora, ¿por qué digo que esto es difícil? Porque nosotros esto lo vamos aprendiendo de chiquitos, no tenemos el problema que tuvieron acá; a uno de chico le dicen: Jesús murió, resucitó; eso es fácil de entender ahora. El problema es entenderlo en ese momento, porque la resurrección no se da si algo no muere, algo tiene que pasar antes. En este caso tienen que morir a esa imagen de Dios, para creer que Jesús puede resucitar. En el caso nuestro es, ¿qué tenemos que dejar atrás?, ¿qué tiene que morir en nosotros para que algo resucite? No solamente hablamos de la resurrección final sino de creer que Jesús resucita hoy en mí. La Pascua es eso. La Pascua es “paso”. Algo tiene que pasar en mi vida. Entonces ¿qué es lo que yo quiero que pase en mi vida, para creer verdaderamente que Jesús resucita y que resucita en mí? Podríamos pensar distintas cosas, ¿qué es lo que a mí hoy me cuesta?, ¿qué es lo que yo no entiendo hoy?, ¿qué es lo yo no comprendo?, ¿dónde no tengo esperanza?, ¿dónde creo que las cosas no pueden ser de otra manera?, ¿dónde creo que no pueden cambiar las cosas?, y ponerlas en manos de Jesús y decirle: “quiero que eso muera en mí, quiero dar ese salto en la fe, quiero que algo nuevo resucite en mi corazón” Si no la Pascua pasa como de lado, si no la puedo entender, no la puedo vivir; no pasa por mi corazón, y ese es el deseo que tiene Jesús: que en mi corazón haya Pascua hoy, que algo pase, que algo se transforme. Pero para eso tengo que frenar un poquito, y tengo que mirar mi vida.

Tal vez algunos de nosotros tengamos que preguntarnos, ¿qué es lo que hoy estoy viviendo mal? Es como lo que hablábamos la semana pasada, ¿dónde no soy testigo de Jesús? Es importante que quiera dar un paso, y me anime a darlo; que le pida fuerza a Jesús y me tenga paciencia, y busque que algo resucite en mí. ¿En qué no tengo esperanza? ¿En qué soy muy pesimista? ¿En qué creo que nada puede cambiar?, y creer que Jesús puede cambiar las cosas. Pedirle a Él el poder transmitir esa esperanza, esa fe. ¿Qué no estoy integrando a mi vida de fe? Hay muchas cosas que son difíciles de integrar; cuando algo no lo entiendo, cuando algo no lo comprendo, cuando las cosas no salen como yo quería, cuando alguien sufre, cuando alguien muere. Cada uno de nosotros podría pensar, ¿cuál es el salto en la fe que hoy me toca dar? Y Jesús me diría en el corazón: Yo soy la resurrección y la vida, ¿creés en esto? La respuesta es personal, pero para eso tengo que dar un salto. Ahora, los saltos en la fe no son como los saltos al vacío, que uno da sin saber cómo terminan, sino que se dan de la mano de Jesús, donde Jesús me espera, donde Jesús me tiene paciencia, donde Jesús me acompaña, donde Jesús me invita a volver a hacerlo. Por eso me envía su Espíritu. Las dos lecturas dicen eso. “El Espíritu que da vida”, dice Ezequiel; “el Espíritu que les trae una vida nueva”, dice Pablo. Jesús nos envía su Espíritu para poder dar un salto en la fe, para poder creer y abandonarnos en aquel que nos dio vida. En el fondo, y para terminar, es animarse a poner el corazón en Jesús.

Una cosa que siempre me pregunté es ¿cómo los apóstoles y los primeros cristianos creyeron? Porque, uno podría decir: bueno, lo tuvieron a Jesús ahí. Pero a los primeros cristianos los persiguieron, los azotaron, los metieron presos, los echaron de sus casas; y lo que me surge es: ya con la décima parte de eso, a mí me costaría un montón creer. Pero, ¿por qué creyeron? Porque miraron lo que los sostenía, miraron lo bueno, miraron que en su vida había muchas cosas que Dios les había regalado. En ese caso, sobre todo dimensionaron la fe. La invitación para nosotros es la misma, a poner el corazón en Jesús para que eso nos invite a vivir de una manera nueva.

Pidámosle entonces a ese Espíritu que transforme nuestros corazones, que nos ayude a superar nuestros miedos, nuestras tibiezas, nuestros temores. Que esta Pascua nos ayude a dar un paso que haga crecer nuestra fe.

Lecturas:
*Ez 37,12-14
*Sal 129,1-2.3-4ab.4c-6.7-8
*Rom 8,8-11
*Jn 11,3-7.17.20-27.33b-45

viernes, 4 de abril de 2014

Homilía: “Cristo nos iluminará” – IV domingo de Cuaresma


Hay una novela que fue llevada al cine que se llama “El Retrato de Dorian Grey”. Dorian es un joven apuesto, rico, de Londres en el siglo XIX; una buena persona, pero que es muy manipulable. Empieza a ser manipulado hacia los lujos y los placeres de la vida. Y Dorian hace una especie de pacto en el que el que envejece no es él, sino uno de sus retratos. Pero él se va volcando cada vez más a eso, a lo que son los placeres de la vida.
Me voy a quedar con una frase. En un momento él se acerca a una mujer, Emily, la quiere seducir, y ella le dice: “Es verdad lo que dicen de vos, pareces muy encantador, pero dentro tuyo sos muy despiadado.” Y él responde, “¿La gente dice que yo soy encantador?” Bueno, en realidad, hay algo de verdad en las dos afirmaciones. Él se lo pregunta porque se conoce y sabe que en lo profundo no es una persona encantadora, sino despiadada. Pero en su fachada, en su imagen, frente a los demás, él parece encantador. Se muestra muy galán, muy amable, muy bondadoso, hasta que uno lo conoce.
Esto que en este ejemplo se da negativamente, se puede dar positivamente. Muchísimas veces nosotros tenemos prejuicios sobre las personas, que hacen que lo primero que pensemos cuando los vemos sea malo. Cada uno de nosotros podría pensar en compañeros del trabajo, del colegio, un amigo, una amiga, esa persona que la primera vez que la vimos pensamos prejuiciosamente. Y cuando lo conocimos dijimos: “Ah, no era lo que yo creía.” ¿No? Porque lo que creíamos era una ilusión, no habíamos llegado a lo profundo. La primera imagen, la fachada, los signos, muchas veces pueden ser equívocos.
Yo me podría haber puesto hoy en la puerta e ir saludándolos cuando entraban. Y podría haberlos saludado a cada uno con un beso, con un abrazo, dándole la mano, etc.; mientras entraban, por afuera podría haber parecido que yo saludaba a todos igual, sin embargo adentro mío podría haber pensado: “uh, qué bueno que vino éste.”; “uh, éste es un pesado.”; “a éste no me lo banco.”; a éste tal cosa, a éste tal otra… Cuando yo digo esto ustedes también deben estar pensando cosas de mí.
¿Por qué pongo este ejemplo? Para mostrar que en realidad, en el primer gesto que yo veo, no sé qué es lo que está pasando. Porque cuando yo abrazo a alguien, ¿qué es lo que estoy pensando en mi interior? Es muy difícil que uno se mueva diciendo: no, bueno, a éste no me lo banco tanto, no lo saludo. Vivimos en un mundo en donde pareciese que la imagen lo es todo. De afuera, muchas veces queremos quedar bien, encantadores; pero adentro se mueven un montón de sentimientos, a veces hasta contrarios a lo que mostramos exteriormente. Eso pasa hasta que hay alguien que nos conoce un poco más profundo, ahí se complica. Cuando yo llegaba a casa después de un mal día, mamá me decía, “¿qué te pasa?” Y yo le decía, “No, no me pasa nada.” Pero ella me decía, “soy tu mamá.” Y ahí se acabó la conversación, era decirle o no. Ella me conoce, sabe lo que me pasa. Lo mismo podrían decir ustedes de la gente que conocen. Sus hijos, marido, mujer, sus papás; con los amigos también pasa, cuando uno los conoce mucho. “Bueno, si querés no me cuentes, pero no me mientas, decime qué es lo que te está pasando, decime “no te quiero contar”.” Porque uno puede ocultar cosas hasta que el otro lo empieza a conocer en profundidad.
Cuando empezamos a conocer en profundidad a alguien, empezamos a conocer el corazón, y todo lo que hay en él; en general, lo bueno que hay en el otro. Cuando uno logra profundizar en la vida de otras personas, empieza a ver un montón de cosas buenas. En general cuando uno no ve cosas buenas es porque se está quedando en la fachada. Porque Dios puso en todos nosotros un montón de dones, de valores, de virtudes. Si no, la praxis de Jesús, la vida de Jesús, no se entiende.
Nosotros estamos acostumbrados mentalmente a escuchar, “Jesús se reunía con pecadores”; “Jesús se reunía con prostitutas”; “Jesús comía con los publicanos”; y nos parece lo más normal del mundo. Ahora, si lo hiciese yo, no sé qué cosas dirían de mí. Seguramente pensarían: uy, esta persona que se junta con tal éste, con tal otro, ¿cómo puede ser? ¿Por qué? Y, porque nos parece mal eso; porque a veces parece hasta escandaloso. Y eso, que era escandaloso, lo hacía Jesús en su praxis, en su vida. Y ¿por qué lo hacía? ¿Porque era tonto? No. Porque no miraba lo primero. No se quedaba con lo más obvio, que a veces era una vida desordenada o equivocada que la persona llevaba. Miraba el corazón. Cuando veía el corazón, podía rescatar un montón de cosas buenas en el otro, y a partir de ahí construir. Como hemos hablado, si no vamos a lo bueno, no podemos construir, no tenemos dónde pararnos, no tenemos donde solidificarnos. Esto es lo que hace Jesús.
Por eso, en la primera lectura no se quedan en las apariencias. Samuel, como profeta, tiene que ir a ungir al elegido del Señor, al que va a ser el segundo rey de Israel. Cuando llega, lo primero que ve es al hijo mayor de esta familia, apuesto, un buen hombre; sin embargo, escucha en su corazón a un Dios que le dice: no mires las apariencias, Dios mira el corazón. Empiezan a pasar los hijos y ni siquiera está ese hijo ahí. Lo tienen que ir a buscar, él dice: no vamos a comer hasta que no venga; y cuando lo ve, escucha una voz que le dice: es éste. Dios tocó el corazón de esa persona, porque vio algo bueno y por eso lo llama. El problema es que, como les decía, nosotros nos quedamos en la imagen; lo importante es la imagen que el otro tiene. A veces hasta nos burlamos si hay algo que no nos gusta, si hay algo que es distinto.
A veces escucho algunas frases, cuando se va a presentar a un chico o a una chica. Preguntan: ¿qué tal es esta persona? “Es buena.” Y muchas veces la respuesta es: “ya me dijiste todo.” Pareciera que ser bueno es un problema, cuando en realidad, tendría que ser lo primero que preguntamos, ¿la persona es buena? Casi como que queda para el final, fíjense en dónde nos paramos. Un amigo mío fue a una entrevista de trabajo y le terminaron diciendo: “no, a vos no te elegimos porque sos demasiado honesto.” Entonces, ¿adónde nos paramos? Volviendo a lo anterior, parece que la bondad quedó en el último escalón, parece que es mejor que sea lindo, que sea linda; puede ser una mala persona, pero eso no importa. Lo central es que yo me quede con la imagen que tengo de él; y así nunca crecemos, y así no seguimos el camino que nos invita a seguir Jesús.
En el evangelio que escuchamos hoy pasa lo mismo. Jesús va a poner un gesto, un signo. Ese signo es contradictorio. Digo “signo” a propósito. En Juan, no se habla de milagros, siempre son signos. ¿Por qué signos? Porque en el milagro yo me puedo quedar en lo extraordinario, y Juan no quiere eso. Juan quiere que sea un signo, para ver si en ese signo de Jesús, yo lo descubro a Dios o no. Y el signo, como yo les dije, puede ser equívoco. Eso es lo que pasa en este evangelio. Es hasta curioso, llamativo, porque parece que Jesús está flojo de poder, porque le cuesta hacer el milagro. Hemos escuchado milagros donde Jesús, sin ir a la casa resucita a alguien. Hoy, agarra el barro, lo escupe, se lo pone en los ojos, le dice: andate a la pileta de Siloé. Casi que faltaría que el hombre diga: “¿algo más tengo que hacer?” ¿Por qué pasa esto? Porque Jesús, y Juan en su evangelio, nos quiere enseñar algo con esto. En ese milagro, nos quieren mostrar lo difícil que es ver. Se va a dar una contradicción en este evangelio, que la deja de manifiesto Jesús. Al principio hay alguien que es ciego, y que termina creyendo y viendo. Y hay otros que ven y que se transforman en ciegos. ¿Por qué? Porque no lo ven a Jesús. En los signos tienen que descubrirlo.
Esto es tan así, que Jesús habla al principio y al final. Todo lo demás es cómo se van desarrollando los hechos en los que lo vieron, en los que lo saben, en este hombre que logra ver. El ciego de nacimiento primero se queda admirado por lo que Jesús hace, y después no entiende nada. Porque le van a preguntar, ¿qué fue lo que pasó en vos? Y, no sé qué es lo que pasó, yo no lo único que sé es que no veía y que ahora veo, responde. Eso es muy fácil, eso es muy claro. Los demás le preguntan cómo hizo, y él les termina enseñando, pero los otros se enojan: vos, que naciste con pecado, ¿nos vas a enseñar a nosotros? (en esa época se creía que el que nacía con una enfermedad tenía pecado). No se quieren detener ni siquiera frente a la evidencia. Esta persona cuando se encuentra con Jesús, aun cuando no entiende qué está pasando, sabe el signo que Jesús hizo, y por eso cuando Jesús le pregunta quién es, él le dice: “yo creo.” Se dejó tocar e iluminar por Jesús. En cambio, los otros, los fariseos, los escribas, los que ven, empiezan a buscar excusas: esto no puede ser. Le preguntan a los papás, los papás se lavan las manos: pregúntenle a él, dicen, porque no se quieren meter en problemas. No, no puede ser porque es sábado, no se puede curar en sábado, no puede haber un signo, un milagro, en sábado. No entienden que es algo que viene de Dios. Se cierran a eso. Empiezan a hacerse ciegos, se cierran ante la evidencia de Dios. ¿Por qué? ¿Por qué no se dan cuenta de que Jesús es el enviado de Dios? Creo que la respuesta es bastante simple: porque si se dan cuenta, tienen que cambiar su vida, y no quieren cambiarla; si se dan cuenta tienen que vivir su fe y su religión de una manera distinta, y no están dispuestos a eso.
Hoy podríamos preguntarnos, cuando Jesús toca nuestra vida y nuestro corazón, ¿estamos dispuestos a cambiar? ¿O queremos camuflarnos en los demás? Porque en algunas cosas está bueno camuflarse pero en otras tendríamos que brillar de una manera distinta ¿no? El evangelio dice: “ustedes son la luz del mundo”, “ustedes son la sal de la tierra”. ¿Estamos dispuestos a que Jesús cure nuestras cegueras? Porque todos tenemos cegueras, tenemos cosas donde nos cuesta ser luz para los demás, donde nos vamos volviendo ciegos como estos fariseos.
A veces nos pasaba a los sacerdotes cuando hablábamos de alguno de nuestros colegios, que nos preguntábamos ¿para qué tanto esfuerzo? Y ¿qué es lo que estamos haciendo tan mal, para que los chicos que salen de los colegios católicos, vivan su fe, o sean exactamente iguales que los que salen de un colegio estatal? A ver, no lo digo por ser más buenos o más malos sino porque no se notan diferencias. Los tuvimos trece o catorce años en un colegio y ¿no tocamos el corazón de ellos? ¿Qué es lo que pasó? ¿Qué es lo que estamos haciendo? Eso podríamos preguntárnoslo nosotros, en las diversas cosas que hacemos. Es exactamente lo mismo. ¿Es lo mismo que vean a un joven cristiano y a un joven que no vive su fe?, ¿un joven que la practica y un joven que no? Nos vamos volviendo como ciegos y no dejamos que esa luz de Jesús ilumine a los demás. En eso tendríamos que crecer, en eso tendríamos que ser distintos, en eso tendríamos que vivir de otra manera. A veces nos hemos camuflado tanto con el mundo que tenemos que tener cuidado para que ciertas cosas no pasen.
Voy a poner un ejemplo nomás, que ha pasado en otras parroquias y que espero no pase acá en la Catedral. Cuando son las confirmaciones, tenemos que tener cuidado de que los coordinadores después no se emborrachen, después de que festejaron acá. Es decir, festejamos igual que el mundo. Terminamos la confirmación, y en vez de vivir la alegría, voy a emborracharme. ¿Eso es ser signo de Jesús? ¿De esta manera quiero ser luz? Podríamos preguntarnos. Y no estoy hablando de lo de todos los días, digo después de que vivimos una fiesta de la fe, y ¿soy igual que los demás? O como adultos, nosotros que vamos creciendo, ¿hemos crecido? Porque se supone que la adultez nos tendría que dar una sabiduría distinta, ¿somos personas más sabias? Personas que sabemos comprender, que somos más prudentes, que tenemos más paciencia, que escuchamos al otro, que aprendemos a dialogar, que aprendemos a vivir en un mundo pluriforme. ¿O no nos dejamos tocar por Jesús? Y somos más rígidos, somos más intolerantes, tenemos menos paciencia, eso es que Jesús no ha transformado mi vida. Entonces, ¿Jesús tocó verdaderamente mi corazón? Esa es la gran pregunta. Pablo les dice en la segunda lectura que Cristo los iluminará, si la luz de Jesús los hace más buenos. Es para eso la luz de Jesús.
Hace poco les decía que Santa Teresa decía que cuando uno ve una habitación que está cerrada, dice, “uh, qué buena habitación”. En cambio, cuando abre la ventana, uno empieza a ver las telarañas, hay polvo, vemos que hay que limpiar. En nuestra vida, cuando nos dejamos iluminar por Jesús, pasa eso: o nos volvemos ciegos, y no queremos ver todo lo que tenemos que transformar; o nos dejamos tocar por Jesús. Y no para decir: uh, qué pecador soy, o qué malo soy, no. Porque hay un Jesús que me dice, yo pongo esperanza en ti. Yo quiero que puedas transformarte y puedas cambiar. Yo te valoro y creo que podes ser mucho mejor. Esa es la invitación que nos hace. A dejarnos iluminar, para que la Cuaresma, la Pascua, nos transforme. Esa es la invitación de Jesús para todos nosotros, ese es el camino que quiere en la Cuaresma: que Él sea la luz del mundo. Pero la luz del mundo no va a brillar si no brilla en nosotros, si nosotros no iluminamos a los demás.
Pidámosle entonces a Jesús, aquél que es la luz del mundo, aquél que toca y transforma los corazones, que nos dejemos transformar y tocar por Él. Que esa luz cambie nuestra vida y llegue también a los demás.

Lecturas:
*Sam 16,1b.6-7.10-13a
*Sal 22,1-3a.3b-4.5.6
*Ef 5,8-14

*Jn 9,1.6-9.13-17.34-38