viernes, 4 de abril de 2014

Homilía: “Cristo nos iluminará” – IV domingo de Cuaresma


Hay una novela que fue llevada al cine que se llama “El Retrato de Dorian Grey”. Dorian es un joven apuesto, rico, de Londres en el siglo XIX; una buena persona, pero que es muy manipulable. Empieza a ser manipulado hacia los lujos y los placeres de la vida. Y Dorian hace una especie de pacto en el que el que envejece no es él, sino uno de sus retratos. Pero él se va volcando cada vez más a eso, a lo que son los placeres de la vida.
Me voy a quedar con una frase. En un momento él se acerca a una mujer, Emily, la quiere seducir, y ella le dice: “Es verdad lo que dicen de vos, pareces muy encantador, pero dentro tuyo sos muy despiadado.” Y él responde, “¿La gente dice que yo soy encantador?” Bueno, en realidad, hay algo de verdad en las dos afirmaciones. Él se lo pregunta porque se conoce y sabe que en lo profundo no es una persona encantadora, sino despiadada. Pero en su fachada, en su imagen, frente a los demás, él parece encantador. Se muestra muy galán, muy amable, muy bondadoso, hasta que uno lo conoce.
Esto que en este ejemplo se da negativamente, se puede dar positivamente. Muchísimas veces nosotros tenemos prejuicios sobre las personas, que hacen que lo primero que pensemos cuando los vemos sea malo. Cada uno de nosotros podría pensar en compañeros del trabajo, del colegio, un amigo, una amiga, esa persona que la primera vez que la vimos pensamos prejuiciosamente. Y cuando lo conocimos dijimos: “Ah, no era lo que yo creía.” ¿No? Porque lo que creíamos era una ilusión, no habíamos llegado a lo profundo. La primera imagen, la fachada, los signos, muchas veces pueden ser equívocos.
Yo me podría haber puesto hoy en la puerta e ir saludándolos cuando entraban. Y podría haberlos saludado a cada uno con un beso, con un abrazo, dándole la mano, etc.; mientras entraban, por afuera podría haber parecido que yo saludaba a todos igual, sin embargo adentro mío podría haber pensado: “uh, qué bueno que vino éste.”; “uh, éste es un pesado.”; “a éste no me lo banco.”; a éste tal cosa, a éste tal otra… Cuando yo digo esto ustedes también deben estar pensando cosas de mí.
¿Por qué pongo este ejemplo? Para mostrar que en realidad, en el primer gesto que yo veo, no sé qué es lo que está pasando. Porque cuando yo abrazo a alguien, ¿qué es lo que estoy pensando en mi interior? Es muy difícil que uno se mueva diciendo: no, bueno, a éste no me lo banco tanto, no lo saludo. Vivimos en un mundo en donde pareciese que la imagen lo es todo. De afuera, muchas veces queremos quedar bien, encantadores; pero adentro se mueven un montón de sentimientos, a veces hasta contrarios a lo que mostramos exteriormente. Eso pasa hasta que hay alguien que nos conoce un poco más profundo, ahí se complica. Cuando yo llegaba a casa después de un mal día, mamá me decía, “¿qué te pasa?” Y yo le decía, “No, no me pasa nada.” Pero ella me decía, “soy tu mamá.” Y ahí se acabó la conversación, era decirle o no. Ella me conoce, sabe lo que me pasa. Lo mismo podrían decir ustedes de la gente que conocen. Sus hijos, marido, mujer, sus papás; con los amigos también pasa, cuando uno los conoce mucho. “Bueno, si querés no me cuentes, pero no me mientas, decime qué es lo que te está pasando, decime “no te quiero contar”.” Porque uno puede ocultar cosas hasta que el otro lo empieza a conocer en profundidad.
Cuando empezamos a conocer en profundidad a alguien, empezamos a conocer el corazón, y todo lo que hay en él; en general, lo bueno que hay en el otro. Cuando uno logra profundizar en la vida de otras personas, empieza a ver un montón de cosas buenas. En general cuando uno no ve cosas buenas es porque se está quedando en la fachada. Porque Dios puso en todos nosotros un montón de dones, de valores, de virtudes. Si no, la praxis de Jesús, la vida de Jesús, no se entiende.
Nosotros estamos acostumbrados mentalmente a escuchar, “Jesús se reunía con pecadores”; “Jesús se reunía con prostitutas”; “Jesús comía con los publicanos”; y nos parece lo más normal del mundo. Ahora, si lo hiciese yo, no sé qué cosas dirían de mí. Seguramente pensarían: uy, esta persona que se junta con tal éste, con tal otro, ¿cómo puede ser? ¿Por qué? Y, porque nos parece mal eso; porque a veces parece hasta escandaloso. Y eso, que era escandaloso, lo hacía Jesús en su praxis, en su vida. Y ¿por qué lo hacía? ¿Porque era tonto? No. Porque no miraba lo primero. No se quedaba con lo más obvio, que a veces era una vida desordenada o equivocada que la persona llevaba. Miraba el corazón. Cuando veía el corazón, podía rescatar un montón de cosas buenas en el otro, y a partir de ahí construir. Como hemos hablado, si no vamos a lo bueno, no podemos construir, no tenemos dónde pararnos, no tenemos donde solidificarnos. Esto es lo que hace Jesús.
Por eso, en la primera lectura no se quedan en las apariencias. Samuel, como profeta, tiene que ir a ungir al elegido del Señor, al que va a ser el segundo rey de Israel. Cuando llega, lo primero que ve es al hijo mayor de esta familia, apuesto, un buen hombre; sin embargo, escucha en su corazón a un Dios que le dice: no mires las apariencias, Dios mira el corazón. Empiezan a pasar los hijos y ni siquiera está ese hijo ahí. Lo tienen que ir a buscar, él dice: no vamos a comer hasta que no venga; y cuando lo ve, escucha una voz que le dice: es éste. Dios tocó el corazón de esa persona, porque vio algo bueno y por eso lo llama. El problema es que, como les decía, nosotros nos quedamos en la imagen; lo importante es la imagen que el otro tiene. A veces hasta nos burlamos si hay algo que no nos gusta, si hay algo que es distinto.
A veces escucho algunas frases, cuando se va a presentar a un chico o a una chica. Preguntan: ¿qué tal es esta persona? “Es buena.” Y muchas veces la respuesta es: “ya me dijiste todo.” Pareciera que ser bueno es un problema, cuando en realidad, tendría que ser lo primero que preguntamos, ¿la persona es buena? Casi como que queda para el final, fíjense en dónde nos paramos. Un amigo mío fue a una entrevista de trabajo y le terminaron diciendo: “no, a vos no te elegimos porque sos demasiado honesto.” Entonces, ¿adónde nos paramos? Volviendo a lo anterior, parece que la bondad quedó en el último escalón, parece que es mejor que sea lindo, que sea linda; puede ser una mala persona, pero eso no importa. Lo central es que yo me quede con la imagen que tengo de él; y así nunca crecemos, y así no seguimos el camino que nos invita a seguir Jesús.
En el evangelio que escuchamos hoy pasa lo mismo. Jesús va a poner un gesto, un signo. Ese signo es contradictorio. Digo “signo” a propósito. En Juan, no se habla de milagros, siempre son signos. ¿Por qué signos? Porque en el milagro yo me puedo quedar en lo extraordinario, y Juan no quiere eso. Juan quiere que sea un signo, para ver si en ese signo de Jesús, yo lo descubro a Dios o no. Y el signo, como yo les dije, puede ser equívoco. Eso es lo que pasa en este evangelio. Es hasta curioso, llamativo, porque parece que Jesús está flojo de poder, porque le cuesta hacer el milagro. Hemos escuchado milagros donde Jesús, sin ir a la casa resucita a alguien. Hoy, agarra el barro, lo escupe, se lo pone en los ojos, le dice: andate a la pileta de Siloé. Casi que faltaría que el hombre diga: “¿algo más tengo que hacer?” ¿Por qué pasa esto? Porque Jesús, y Juan en su evangelio, nos quiere enseñar algo con esto. En ese milagro, nos quieren mostrar lo difícil que es ver. Se va a dar una contradicción en este evangelio, que la deja de manifiesto Jesús. Al principio hay alguien que es ciego, y que termina creyendo y viendo. Y hay otros que ven y que se transforman en ciegos. ¿Por qué? Porque no lo ven a Jesús. En los signos tienen que descubrirlo.
Esto es tan así, que Jesús habla al principio y al final. Todo lo demás es cómo se van desarrollando los hechos en los que lo vieron, en los que lo saben, en este hombre que logra ver. El ciego de nacimiento primero se queda admirado por lo que Jesús hace, y después no entiende nada. Porque le van a preguntar, ¿qué fue lo que pasó en vos? Y, no sé qué es lo que pasó, yo no lo único que sé es que no veía y que ahora veo, responde. Eso es muy fácil, eso es muy claro. Los demás le preguntan cómo hizo, y él les termina enseñando, pero los otros se enojan: vos, que naciste con pecado, ¿nos vas a enseñar a nosotros? (en esa época se creía que el que nacía con una enfermedad tenía pecado). No se quieren detener ni siquiera frente a la evidencia. Esta persona cuando se encuentra con Jesús, aun cuando no entiende qué está pasando, sabe el signo que Jesús hizo, y por eso cuando Jesús le pregunta quién es, él le dice: “yo creo.” Se dejó tocar e iluminar por Jesús. En cambio, los otros, los fariseos, los escribas, los que ven, empiezan a buscar excusas: esto no puede ser. Le preguntan a los papás, los papás se lavan las manos: pregúntenle a él, dicen, porque no se quieren meter en problemas. No, no puede ser porque es sábado, no se puede curar en sábado, no puede haber un signo, un milagro, en sábado. No entienden que es algo que viene de Dios. Se cierran a eso. Empiezan a hacerse ciegos, se cierran ante la evidencia de Dios. ¿Por qué? ¿Por qué no se dan cuenta de que Jesús es el enviado de Dios? Creo que la respuesta es bastante simple: porque si se dan cuenta, tienen que cambiar su vida, y no quieren cambiarla; si se dan cuenta tienen que vivir su fe y su religión de una manera distinta, y no están dispuestos a eso.
Hoy podríamos preguntarnos, cuando Jesús toca nuestra vida y nuestro corazón, ¿estamos dispuestos a cambiar? ¿O queremos camuflarnos en los demás? Porque en algunas cosas está bueno camuflarse pero en otras tendríamos que brillar de una manera distinta ¿no? El evangelio dice: “ustedes son la luz del mundo”, “ustedes son la sal de la tierra”. ¿Estamos dispuestos a que Jesús cure nuestras cegueras? Porque todos tenemos cegueras, tenemos cosas donde nos cuesta ser luz para los demás, donde nos vamos volviendo ciegos como estos fariseos.
A veces nos pasaba a los sacerdotes cuando hablábamos de alguno de nuestros colegios, que nos preguntábamos ¿para qué tanto esfuerzo? Y ¿qué es lo que estamos haciendo tan mal, para que los chicos que salen de los colegios católicos, vivan su fe, o sean exactamente iguales que los que salen de un colegio estatal? A ver, no lo digo por ser más buenos o más malos sino porque no se notan diferencias. Los tuvimos trece o catorce años en un colegio y ¿no tocamos el corazón de ellos? ¿Qué es lo que pasó? ¿Qué es lo que estamos haciendo? Eso podríamos preguntárnoslo nosotros, en las diversas cosas que hacemos. Es exactamente lo mismo. ¿Es lo mismo que vean a un joven cristiano y a un joven que no vive su fe?, ¿un joven que la practica y un joven que no? Nos vamos volviendo como ciegos y no dejamos que esa luz de Jesús ilumine a los demás. En eso tendríamos que crecer, en eso tendríamos que ser distintos, en eso tendríamos que vivir de otra manera. A veces nos hemos camuflado tanto con el mundo que tenemos que tener cuidado para que ciertas cosas no pasen.
Voy a poner un ejemplo nomás, que ha pasado en otras parroquias y que espero no pase acá en la Catedral. Cuando son las confirmaciones, tenemos que tener cuidado de que los coordinadores después no se emborrachen, después de que festejaron acá. Es decir, festejamos igual que el mundo. Terminamos la confirmación, y en vez de vivir la alegría, voy a emborracharme. ¿Eso es ser signo de Jesús? ¿De esta manera quiero ser luz? Podríamos preguntarnos. Y no estoy hablando de lo de todos los días, digo después de que vivimos una fiesta de la fe, y ¿soy igual que los demás? O como adultos, nosotros que vamos creciendo, ¿hemos crecido? Porque se supone que la adultez nos tendría que dar una sabiduría distinta, ¿somos personas más sabias? Personas que sabemos comprender, que somos más prudentes, que tenemos más paciencia, que escuchamos al otro, que aprendemos a dialogar, que aprendemos a vivir en un mundo pluriforme. ¿O no nos dejamos tocar por Jesús? Y somos más rígidos, somos más intolerantes, tenemos menos paciencia, eso es que Jesús no ha transformado mi vida. Entonces, ¿Jesús tocó verdaderamente mi corazón? Esa es la gran pregunta. Pablo les dice en la segunda lectura que Cristo los iluminará, si la luz de Jesús los hace más buenos. Es para eso la luz de Jesús.
Hace poco les decía que Santa Teresa decía que cuando uno ve una habitación que está cerrada, dice, “uh, qué buena habitación”. En cambio, cuando abre la ventana, uno empieza a ver las telarañas, hay polvo, vemos que hay que limpiar. En nuestra vida, cuando nos dejamos iluminar por Jesús, pasa eso: o nos volvemos ciegos, y no queremos ver todo lo que tenemos que transformar; o nos dejamos tocar por Jesús. Y no para decir: uh, qué pecador soy, o qué malo soy, no. Porque hay un Jesús que me dice, yo pongo esperanza en ti. Yo quiero que puedas transformarte y puedas cambiar. Yo te valoro y creo que podes ser mucho mejor. Esa es la invitación que nos hace. A dejarnos iluminar, para que la Cuaresma, la Pascua, nos transforme. Esa es la invitación de Jesús para todos nosotros, ese es el camino que quiere en la Cuaresma: que Él sea la luz del mundo. Pero la luz del mundo no va a brillar si no brilla en nosotros, si nosotros no iluminamos a los demás.
Pidámosle entonces a Jesús, aquél que es la luz del mundo, aquél que toca y transforma los corazones, que nos dejemos transformar y tocar por Él. Que esa luz cambie nuestra vida y llegue también a los demás.

Lecturas:
*Sam 16,1b.6-7.10-13a
*Sal 22,1-3a.3b-4.5.6
*Ef 5,8-14

*Jn 9,1.6-9.13-17.34-38

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