viernes, 28 de marzo de 2014

Homilía: “Jesús nos sale al encuentro en las cosas de todos los días” – III domingo de Cuaresma


Hay una película muy buena que se llama “Ser digno de ser”, que trata sobre la vuelta de la diáspora de los judíos. Después de la creación del estado de Israel, se decide empezar a repatriar al resto de los judíos. Estamos hablando de la década del 70 u 80 del siglo pasado. Una de esas vueltas es de unos israelitas judíos que están viviendo en Sudán. Allí estalla una guerra civil, y empiezan a cruzar hacia Etiopía desde los llevaban hacia Israel. En ese camino difícil en el desierto hay gente que va muriendo. Entre ellos muere una madre que era cristiana. Antes de morir le encomienda su hijo a otra madre judía, que había perdido a su hijo también en el desierto. Esta madre se va con el niño, y en un momento del camino los llevan a un vestuario para que los hombres se bañen. Él entra en la ducha del vestuario, como haría cualquiera de nosotros, se empieza a bañar, y ve que el agua se va por la rejilla (algo que pasa todos los días), y se desespera. Se pone a llorar, se tira al piso, quiere tapar la rejilla; no quiere que el agua se vaya. No lo puede evitar, entonces empieza a gritar hasta que una de las personas lo ve, lo agarra, lo tranquiliza y le dice: “quedate tranquilo, acá el agua sobra”.
¿Por qué me quiero quedar con esta imagen de esta película? Porque nosotros no podemos entender lo que significa el agua para un mundo y una cultura que no tiene agua, donde todos los días, cotidianamente, tienen que ir hasta un pozo a buscar el agua y llevarla hasta su casa. Nosotros, más allá de que un día nos la corten un ratito y que nos podamos quejar por eso, estamos acostumbrados a dar por sentadas todas esas cosas: la luz, la electricidad, el gas… en general no tenemos ningún inconveniente. Entonces perdemos la dimensión del problema. Todos sabemos que el agua es necesaria para vivir, pero no la tenemos que buscar con ese mismo ahínco día tras día. Y esto es lo que hacía la mujer del evangelio, iba a ese pozo (que le había dado su padre Jacob hacía más de mil quinientos años), sacaba agua, y volvía a su ciudad. Aún hoy podemos ver que en los pueblos de África hay mujeres que siguen haciendo esto: van, dos o tres horas de caminata de ida, dos o tres horas de caminata de vuelta, con las tinajas de agua en sus cabezas, para traer el agua que necesitan para vivir ese día.
Bueno, esto es lo que va a hacer esta mujer del evangelio, algo que hacía cotidianamente. Y en esa cotidianeidad se encuentra con Jesús; con un Jesús que la sorprende porque los judíos en general evitaban Samaría. Ustedes saben que los judíos y los samaritanos eran hermanos pero se habían dividido. Había quedado Judá abajo y Samaría arriba, y para los judíos, los samaritanos eran una especie de semi-paganos que se habían alejado de Dios. Entonces, no les daba mucha gracia pasar por Samaría; en general hacían una vueltita y evitaban ese trayecto. Ahí se encuentra esta mujer con Jesús. Ahí es cuándo se sorprende. Se da un encuentro cotidiano, en lo de todos los días. Eso creo que es lo primero importante en este texto. Nosotros vivimos muchas veces con la ilusión de que Jesús se nos aparezca en algo extraordinario; que se nos aparezca Jesús, que se nos aparezca María, que nos digan qué es lo que tenemos que hacer, a dónde tenemos que ir, no sé… que el rosario cambie de color, que pasen un montón de cosas para darnos cuenta de que Dios está.
Acá nos dice el evangelio que Jesús no se hizo presente en nada extraordinario, sino en lo más común que esta mujer vivía, y que ahí lo va a tener que descubrir. ¡Vaya si cuesta! A veces el lugar donde más nos cuesta descubrir a Jesús o hacerlo presente es en lo ordinario, en lo de todos los días; descubrir a Jesús en las personas de mi casa, en las personas que me rodean, en las personas del trabajo. Ser con ellos mucho más generoso, mucho más bueno, mucho más alegre, mucho más servicial. A veces el lugar donde más cuesta vivir a Jesús es ahí en donde estamos. Casi que tenemos que ser extranjeros para poder vivir nuestra fe a veces, irnos un poquito más lejos porque eso nos da como otra libertad en el corazón. Así que esto que parece normal, es lo más difícil: encontrar a Jesús en lo de todos los días. Jesús le sale al encuentro a esta mujer en lo de todos los días. Y el encuentro comienza con algo trivial; le dice: dame de beber. Tal vez si esta mujer lo hubiera hecho no tendríamos este evangelio, hubiera terminado ahí; le daba el vaso de agua y ahí se acababa. Se acababa la conversación, se acababa todo. ¿Por qué digo esto? Porque este encuentro de Jesús con la samaritana es el encuentro más largo que tenemos en todo el Nuevo Testamento. Yo leí la versión breve hoy. Si quieren vayan a sus casas, agarren el capítulo 4 de Juan, es todo este encuentro. Quedó tan grabado en el corazón de esta mujer y de estos discípulos que lo relatan con lujo de detalles y de circunstancias que pasaron en ese momento.
A ver, esto no es común. Si yo les pregunto cómo me conocieron a mí, supongo que ustedes mucho no se acordaran de la primera vez que me vieron, y habrá un montón de encuentros que hemos tenido en la vida que nos pasaron desapercibidos, que tenemos que hacer un esfuerzo grande para acordarnos cuándo estuvimos, qué es lo que pasó. Sin embargo, si yo les pregunto algunas cosas, seguramente se van a acordar. Si yo les pregunto acá a las personas más grandes si se acuerdan del día que conocieron a su mujer o a su marido, seguramente por más de que hayan pasado cincuenta años, se van a acordar bastante de lo que pasó ese día. Si yo les pregunto a los jóvenes que están por acá del día que se pusieron de novios, algunos me van a tener un par de horas así que mejor ni se los pregunto. De eso nos acordamos perfecto. Puedo poner otros ejemplos: el día que les nació un hijo; seguramente se acuerdan de la hora, cuántas contracciones tuvieron, todo lo que pasó. Hay encuentros que nos marcan, hay encuentros que por la intensidad que tienen, por la profundidad que tienen, calan en el corazón.
Esto es lo que pasa con esta mujer con Jesús. Empieza con algo trivial que va a cambiar el corazón, le va a cambiar la vida. Porque no se va a quedar acá esta mujer, le va a empezar a hacer preguntas: “¿cómo vos que sos judío me pedís a mí agua?” Y ahí empieza un diálogo casi de sordos, porque esta mujer no entiende mucho. “Si vos supieras quién soy yo me pedirías agua a Mí”, le dice Jesús. ¿Pero cómo la a vas a sacar si no tenés ni un balde?, le contesta la mujer. No, bueno, pero yo soy el agua viva, le explica Jesús. Bueno dame de esa agua para que yo no tenga que venir más a buscar agua acá. Empieza a profundizar cada vez más. Empezó con un balde de agua, y esta mujer va a correr a contar a la ciudad que Jesús está ahí. Empezó con algo cotidiano, con algo simple, y ahí se da cuenta de pronto, que Jesús le salió al encuentro. Jesús, como les dije antes, no tendría que haber ni pasado por Samaría, y nos dice el evangelio que se va a quedar dos días ahí. Porque cuando Dios se nos da, no es que se nos da midiendo “hasta dónde me doy”, Dios desborda; cuando Dios se encuentra con nosotros, busca que todo desborde.
Podríamos pensar en experiencias donde nos hemos sentido desbordados por Dios en el corazón. Un encuentro, un retiro, una oración. Donde Dios nos dio mucho más de lo que esperábamos. Si quieren podemos buscar textos del evangelio donde Dios desborda. Las Bodas de Caná, por ejemplo. No tienen vino. Bueno, dijeron que no tenían vino, no que transformen el agua y hagan como setecientos litros de vino, deben haber quedado todos mamados. No era para tanto, podríamos decir; con un poco bastaba. Sin embargo, desborda por todos lados.
Otro ejemplo, el hijo pródigo. Vuelve a su casa y le dice a su padre: “Trátame como a uno de tus jornaleros”. Pagame por lo que yo hago. Pero el Padre dice: no; lo abraza, le da las sandalias, le da el anillo, lo viste, lo entra a la casa, mata el ternero engordado. Tal es así que el otro hijo se va a poner de la cabeza, va a decir: ¿cómo puede ser esto? ¿Por qué? Porque le da mucho más de lo que esperaba. La mujer adúltera, la están por apedrear, tal vez pensó, ¿quién me puede ayudar en este momento?, ¿quién me va a salvar? Y Jesús dice, “el que no tenga pecado que tire la primera piedra.” Pero no se queda ahí, cuando la mujer se acerca le dice: “Yo te perdono, vete en paz.” La mujer le podría haber dicho: pero yo no te pedí nunca el perdón. Pero Jesús le da mucho más.
Si nosotros le hacemos un lugar en el corazón a Jesús, Jesús siempre desborda, nos da mucho más. Pero para eso nos tenemos que querer encontrar con Él. Porque muchas veces buscamos los dones que Dios nos da, y nos olvidamos de buscar el Don que Dios es. Quédense tranquilos que este juego de palabras lo voy a traducir un poquito: en general estamos pidiéndole cosas a Dios, en vez de pedirle encontrarme verdaderamente con Él. A ver si Dios me cumple esto, me ayuda en esto, me da esto, consigo tal cosa…; y si no me lo da me enojo. Me pierdo el encuentro por cosas menores. Esto es lo que le pasa a esta mujer. Al principio lo único que quiere es no tener que volver al pozo, no quiere volver más acá a buscar agua. Sin embargo, cuando se da cuenta de quién es Jesús, encuentra mucho más. Cuando le da un lugar en el corazón, eso transforma. Eso es lo que Jesús nos quiere recordar en la Cuaresma. No es que quiero dar cosas; yo me quiero dar a vos, yo me quiero encontrar con vos. ¿Vos estás dispuesto a eso? Y para eso nos pide que le abramos un poquito el corazón.
Para terminar, en palabras de Pablo: Jesús es una esperanza que no defrauda, que siempre que le demos lugar, algo va a pasar, algo va a suceder. Pablo tiene esa certeza en el corazón. Jesús le cambió la vida, y siempre puede esperar en Él. Tal vez no como yo quiero, tal vez esperando un poquito más, tal vez teniendo paciencia, pero Dios siempre nos invita a tener fe y a esperar. Ese es el gran Don de Dios. Si conociéramos ese don, le abriríamos siempre el corazón, le agradeceríamos porque sale al encuentro, porque nos viene a buscar, porque nos transforma.
Animémonos en esta Cuaresma a abrirle el corazón a Él; a darle un lugar en nuestras vidas, en la vida de nuestras familias, de nuestras comunidades, para que Él lo desborde todo, para que Él nos transforme.

Lecturas:
*Éx 17,3-7
*Sal 94,1-2.6-7.8-9
*Rom 5,1-2.5-8

*Jn 4,5-42

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