miércoles, 30 de abril de 2014

Homilía: “La Paz esté con ustedes” – II Domingo de Pascua

Hace poco salió la película “12 años de esclavitud”. Trata de la vida de Solomon Northup, un hombre afroamericano que nació como hombre libre en Nueva York en el siglo XIX. En el año 1841, Northup es engañado y llevado a Washington, donde lo secuestran y lo llevan como esclavo a las plantaciones de Luisiana, en el sur de Estados Unidos, donde todavía se vivía bajo la esclavitud. Mientras lo están trasladando hacia allí en un barco, él está hablando con otros hombres de raza negra que también habían sido hecho esclavos, y les cuenta que él en realidad es un hombre libre, que su nombre no es Platt (el nombre que le habían puesto los secuestradores), sino Solomon; y uno de los que está con él le dice: “si querés sobrevivir hacé y decí lo menos posible. Que nadie sepa tu verdadero nombre, que nadie sepa lo que sabes, que nadie sepa tu pasado, que nadie sepa que sabés leer y escribir. Si no, vas a ser un negro muerto.” Y Solomon le contesta, “hasta hace unos días estaba con mi familia, compartiendo y disfrutando de la vida, y ahora ¿me decís que no puedo ser quien soy, ni decir de dónde vengo, ni cuál es mi identidad? Yo no quiero sobrevivir, sino que quiero vivir.”
Me quiero centrar en esta última frase de Solomon: “yo no quiero sobrevivir; yo quiero vivir.” Es en el fondo el deseo que cada uno de nosotros tiene en el corazón. Nuestra vida llama, grita, clama siempre a una vida más grande, a una vida mejor. Tal vez tomando una frase que en realidad no me gusta mucho: una mejor “calidad de vida”; no por tener más, sino por ser más. Por poder tomar la vida en nuestras propias manos. Ahora, nosotros sentimos que vivimos cuando le encontramos un sentido a nuestra vida; y lo hallamos cuando tenemos un horizonte hacia el cual queremos caminar. Ese horizonte, ese tamiz que se traduce en una misión, le da todo un sentido, un color, un gusto, a mi vida, que hace que diga: “yo quiero hacer eso, yo quiero caminar”. Y a partir de que nuestra vida cobra distintos matices sentimos que realmente vivimos.
El problema se da cuando uno no encuentra un horizonte, cuando uno no sabe hacia dónde quiere ir. Y esto nos puede suceder en muchos momentos de la vida. El más clásico es cuando somos jóvenes, porque nos aparece la pregunta sobre la vocación: ¿qué quiero hacer de mi vida?, ¿cuál es mi lugar en el mundo? Pero también se da en muchos momentos de la vida, donde uno tiene que ir reconfigura ese horizonte, hacia dónde uno quiere ir. Hoy en día estos planteos son muy comunes. Entre los cuarenta y los cincuenta años uno quizás piensa: “bueno, llegué hasta acá; ¿qué es lo que quiero?, ¿cuál es mi horizonte?, ¿hacia dónde voy?” Continuamente uno tiene que ir mirando cuál es el horizonte, no importa la edad que tenga. El problema es que si yo pierdo el sentido, casi como que pierdo las ganas de vivir, de disfrutar lo que en cada momento me toca vivir, lo que en cada momento Dios y la misma vida me regalan.
Creo que hoy, culturalmente, vivimos casi como un sinsentido, en toda edad. Pareciera que lo que tendría que venir como natural, uno lo tiene que trabajar, ¿qué es lo que quiero?, ¿qué es lo que deseo? Entonces como que todo nos cuesta -no por ser esclavos, como le pasa a Solomon- sino por nuestra propia vida, vamos perdiendo el sentido. Uno siente que va como sobreviviendo, que va pasando los momentos: “uh, que embole, ahora me toca estudiar”; “uh que embole, ahora tengo que ir a la facultad”; “uh que embole, ahora tengo que trabajar.” Todo es un embole, y casi que andamos como con piloto automático, deseando que llegue no sé qué momento. Porque cada vez los momentos son como menores en la vida, en donde sentimos que realmente vivimos.
Ahora, yo creo que el problema no es lo que me toca hacer, el problema es que no me animo a vivir y habitar aquello que me toca, a descubrir que eso me envía hacia un horizonte, hacia un sentido. Y la meta final en nuestra vida es Jesús; Él es el horizonte y el sentido que le da un valor agregado a nuestra vida, que la transforma. Creo que todos tenemos la experiencia de que Jesús haya tocado nuestro corazón, y por eso estamos acá. Lo central es descubrir que ese horizonte es el camino. Y esa es la Pascua. La Pascua es un Jesús que quiere volver a tocar el corazón, y nos quiere decir, “volvamos a lo central”.
El fin de semana pasado hablábamos de que nos preocupamos y luchamos por muchas cosas (por estudiar más, por una imagen, por un cuerpo, por lo que sea), pero nos olvidamos de esforzarnos y luchar por lo central que es el amor, que es el corazón, que es todo aquello que verdaderamente le da un valor a nuestra vida y nos ayuda a vivir mucho mejor. Eso es lo que nos recuerda Jesús: Yo doy la vida, porque el amor es lo central; todo lo demás pasa a ser secundario si yo encuentro el sentido, si puedo poner el corazón en lo esencial, si puedo poner el corazón en aquello que da vida. Y por eso hay que luchar. El mundo nos muestra una imagen irreal de que todo tiene que estar dado; pero eso es lo que nos quita el sabor de la vida. La vida hay que trabajarla, hay que caminarla; pero porque uno le encuentra un sentido a eso. Eso es lo que nos dice Jesús.
Esto es lo que le pasa a la comunidad en el evangelio que acabamos de escuchar. Si uno mira con atención, los discípulos perdieron el sentido. Imagínense: dejaron todo, siguieron a Jesús, pero Jesús murió. ¿Hacia dónde voy ahora?, ¿cuál es mi horizonte?, ¿cuál es mi  objetivo?, ¿qué es lo que quiero? No sé. Imagínense las preguntas: ¿para qué dejé estos tres años de mi vida?, ¿para qué lo seguí a Jesús?, tenía un montón de ilusiones, de expectativas... fracasó Jesús, me frustré. ¿Qué sentido tiene esto?, ¿para qué recé?, ¿para qué esperé un Mesías? Podríamos pensar en un montón de preguntas que les surgieron a los discípulos. Lo central es que perdieron su horizonte, y Jesús viene a volver a ponerles un horizonte. Para eso se les hace presente. Jesús resucitado se les aparece y les dice: sigan caminando, pero ahora de una manera nueva.
La Pascua toca el corazón de ellos para que vivan de una manera nueva. Y para esto les regala dones. El primer don es la paz. ¿Por qué la paz? Porque si uno no está en paz, en primer lugar con uno mismo, es muy difícil descubrir qué es lo que quiere. Cuando uno está enojado, con bronca, de mal humor, molesto; es difícil, nada me gusta, nada me conforma, nada lo disfruto. Entonces lo primero que necesito es estar en paz; tener paz conmigo y ser un signo de paz para los demás. Muchas veces nos pasa que cuando estamos complicados siempre el problema es de los demás. El problema es mi casa, el problema son mis amigos, el problema es la facultad, el problema es lo que sea. A ver, estar en paz cuando todo lo de alrededor está en paz, eso es lo más fácil del mundo. No tiene ningún logro eso, es muy simple. El tema es cómo yo soy un gesto de paz. Jesús nos llama a nosotros a ser signos de paz, lo que les pide a los discípulos es: ahora ustedes tienen que ser signo de paz para los demás. Y en un mundo donde es muy difícil, un mundo violento y agresivo, donde todo es exigente y difícil, la pregunta de Jesús es, ¿ustedes quieren ser signo de paz? Hoy Jesús nos dice: “¡La paz esté con ustedes!”, y lo repite varias veces, para ver si nosotros hacemos lo mismo que Jesús, cortamos esa cadena de agresividad, de violencia. A veces uno piensa: “no, bueno, hoy es muy difícil”. No sé cuándo fue fácil ser signo de paz. En la época de los discípulos seguro que no, era bastante más complicada que la época nuestra. Es más, van a tener que salir porque están con miedo, están encerrados, como nos pasa a nosotros que nos encerramos, no sólo en nuestras casas sino en nosotros mismos y no nos animamos a hacer ese gesto de paz, ese signo de paz. Bueno, los discípulos van a ir a transmitir la paz porque encontraron un horizonte. Y les va a ser difícil, es más, los van a matar uno por uno; no va a quedar ninguno en pie. Pero no les importa, porque le encontraron un sentido y por eso quieren transmitir la paz. Uno podría decir, bueno, eso fue hace dos mil años. Bueno, pero en el siglo pasado hubo dos guerras mundiales, hubo guerra en nuestro mismo país, un montón de cosas que atentan con la vida misma, ¿de qué signo de paz hablamos? Hoy es difícil, siempre fue difícil. La pregunta no es si es difícil o es fácil, la pregunta es ¿yo quiero serlo? ¿La Pascua de Jesús toca tanto mi corazón como para que yo sea signo de paz? ¿O me quiero quedar en el sepulcro? Eso es lo que pasa. Los discípulos tienen dos opciones acá: o dan el paso de Jesús y resucitan, o se quedan quejándose en el sepulcro. A veces nos pasa eso a nosotros. Nos quedamos siempre quejándonos, dando vueltas en el sepulcro, sobreviviendo, medio muertos, y no entendemos lo que es la Pascua de Jesús. La Pascua de Jesús es Jesús que nos toca y nos dice: ustedes son signo de paz, vivan distinto, muestren que son cristianos. Eso es lo que dice la primera lectura: los cristianos vivían unidos, compartían. ¿Por qué? Porque Jesús tocó su corazón. Ellos cambiaron. La invitación de Jesús no es a que tengamos el ideal de que los demás cambien, es que cambie yo, es que Jesús pase por mi vida.
En segundo lugar, les regala el don de la alegría, “sean personas alegres.” ¿De qué manera nosotros somos personas alegres frente a los demás? Como hablábamos hace poco, ¿nos la pasamos quejándonos de todo? Porque nos quejamos de todo; del país, de la familia, de los amigos, del trabajo. Bueno ¿cómo encuentro yo signos de vida? La mirada la tengo que cambiar yo. La Pascua me invita a tener una mirada distinta. Los primero cristianos vivían alegres porque Jesús era su verdadera alegría, era una alegría de fondo, no era por diversión o porque algo es más fácil o más difícil. Que Jesús esté en mi vida, me alegra, me cambia la vida.  ¿Cómo puedo transmitir yo eso? Obviamente que hay espacios que son más fáciles que otros, hay momentos que son más fáciles que otros; pero  ¿cómo puedo tener una alegría de fondo?, ¿cómo puedo ser un signo para los demás? La alegría contagia. La alegría genera que la gente se pregunte: ¿por qué esta persona está alegre?, ¿por qué esta persona vive así? Eso es lo que nos dice Jesús: que la alegría de la Pascua, de que Jesús está con nosotros, nos transforme. Yo lo pienso como esa visita inesperada que nos cambió el día y nos alegró; Jesús es así. La resurrección de Jesús es esa visita tan inesperada que nos cambia la vida; y nos alegra de tal manera que esa alegría la quiero compartir, la quiero llevar, la quiero irradiar, en donde me toque.
Jesús nos da esa paz y esa alegría para que la podamos compartir, para que la podamos vivir, para que nosotros seamos ese signo, para que nosotros vivamos como resucitados.
Para terminar, también nos podría pasar lo mismo que a Tomás. Cuando los demás van a transmitirle esa paz, esa alegría, Él dice: yo no creo. Es el intento racionalista de la fe.  Si yo no veo, si no toco, si no pasa “no sé qué”, yo no voy a creer. No saben lo que tiene que pasar para que yo de ese paso. Tomás necesita que pase algo extraordinario, que Jesús se le aparezca. A veces necesitamos más de la Pascua de Jesús pareciera para que eso toque. Pero Jesús nos invita a algo más: “Felices los que creen sin haber visto”; esa bienaventuranza es para todos nosotros. Jesús y su pascua, tocan nuestro corazón, para que creyendo en comunidad, llevemos esa fe. Esa fe que no defrauda, nos dice Pablo en la segunda lectura.
Vivamos la alegría de la Pascua que todavía estamos compartiendo y celebrando como comunidad. Pidámosle a Jesús que esos dones de la paz y de la alegría, que en esta Pascua nos regala, no sean solamente para nosotros, sino que experimentándolos, viviéndolos, podamos también llevarlos y compartirlos con los demás.

Lecturas:
*Hech 2,42-47
*Sal 117,2-4.13-15.22-24
*1Pedro 1,3-9

*Jn 20,19-31

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