martes, 11 de octubre de 2011

Homilía: "El Rey nos invita a una Fiesta" - domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

En la última película de Woody Allen, “Medianoche en París”, Gil es un guionista de mucho éxito en Hollywood que decide acompañar a sus futuros suegros, que tienen que hacer un viaje de negocios justamente en París, junto con su futura mujer, Inez. Cuando llegan a esa ciudad, empiezan a despertar en él sus sueños, sus deseos más profundos. Ese amor que tiene por esa ciudad, desde la primera vez que la visitó, y este deseo profundo de establecerse, de vivir ahí; ese sueño también tan profundo que tiene de cambiar de profesión, o de buscar una profesión parecida: dejar de ser guionista para ser escritor, novelista, y escribir todo aquello que él quería y deseaba. Y empieza a revelarle, o volver a contarle, estos sueños a Inez diciéndole que esa ciudad era fantástica, increíble, que no había otra ciudad como esa, preguntándole si se imaginaba viviendo ahí, teniendo una vida ahí… Sin embargo, ella le dice que él vive en una fantasía, que esa no era su vida ya que ya tenía su vida armada en otro lugar. Y él lucha en su interior contra por un lado este deseo y, por el otro lado, el decir “ahí estoy bien, estoy acomodado, me va bien”. Sin embargo, esto es una tensión profunda que tiene en el corazón: vivir con esa nostalgia de cosas del pasado, con ese deseo profundo de lo que podría ser el futuro, pero con este “acomodarme en un presente que me viene bien, pero que no responde del todo a aquello que busca mi corazón”.
Esto que le sucede a Gil en la película creo que es algo que, en distintos momentos de nuestra vida, nos sucede a nosotros. Muchas veces vamos descubriendo deseos, cosas profundas que necesitamos, pasos que deberíamos dar en la vida para jugarnos, pero todavía no nos animamos a hacer ese salto. Porque, justamente, implica un salto; implica dejar la comodidad de lo que conozco, de aquello en lo que me va bien – o no tanto, o mal, pero que “ya estoy acá”. Por eso, muchas veces no me animo a ir hacia adelante y decir “este es el paso que yo necesito en mi vida, este es el deseo que quiero empezar a vivir, que no sé de qué manera se va a concretar, pero que responde a esos sentimientos profundos que tengo”; y, muchas veces, en vez de vivir ese llamado interior, me quedo quieto, estático, viviendo una vida, que puede ser relativamente cómoda, pero que no me da la plenitud que deseo. Eso me deja un dejo de insatisfacción en el corazón, siento que a mi vida le falta algo, que mi vida no es lo que esperaba ni lo que quería.
Este llamado, a veces a gritos, que nuestro corazón va haciendo en nuestra vida, es el mismo llamado de fe que Dios pone en nuestro corazón. Ese Dios que, de a poco, va moviendo nuestro corazón para que nos animemos a vivirlo, para que nos animemos a seguirlo, para que escuchemos ese llamado a estar con Él. Y esos llamados a estar con Él quedan muy reflejados tanto en la primera lectura como en el Evangelio. En la primera lectura, vemos a un Dios que habla por medio del profeta Isaías diciendo que algo va a cambiar, que algo distinto va a venir, y que lo hace por medio de un banquete. La primera lectura nos habla de un banquete en el que Dios quiere compartir con su pueblo; el Evangelio nos habla de una fiesta, de una mesa, que está preparada para que todos participen de la boda. Esta es una imagen muy profunda también para nosotros porque también nosotros, mucho de lo que compartimos, lo hacemos a partir de la mesa, a partir de estar juntos. Como alguna vez hablamos, cada vez que nos queremos reunir, decimos “vamos a tomar un café, vamos a cenar, a comer un asado, a tomar el té” y la excusa es la comida; por más de que uno pueda decir “uh, ¡qué bien comí anoche!” o “¡qué pesado me cayó!”, lo central no es eso, sino que lo central es que pude compartir la vida y que, a veces, cuando falta alguien (un amigo, un familiar, un ser querido), uno pregunta “¿sabés qué pasó con tal, que no vino, que no está?” o “¿por qué no habrá podido venir?” porque uno quiere compartir la vida. Pero, para eso, tenemos que hacer opciones. ¿Dónde quiero estar? y ¿de qué manera quiero estar? Esta es la invitación que nos hace Dios.
En la primera lectura, invita a un pueblo a que se siente a almorzar, a comer, a participar de ese banquete con Él. El pueblo está viviendo un tiempo difícil, un tiempo duro. Las cosas no se dan como ellos esperaban; sin embargo, Dios les dice que si ellos comen con Él, Él va a cambiarlo todo, Él va a enjuagar sus lágrimas, Él les va a traer algo nuevo. Y, más allá de la forma en que sea este cambio, también pensemos en cuántas veces nosotros cuando podemos compartir nuestros dolores, nuestras penas, lo que nos cuesta, con otros, sentimos un alivio; cuando podemos abrir el corazón a aquellos que queremos, a aquellos que nos aman, a aquellos que nos escuchan, sentimos que el peso es distinto. Ya empezando desde ahí y no solamente porque el otro me puede dar otra mirada, me puede ayudar a objetivar las cosas, o a ver cómo lo puedo encarar de otra manera, sino porque el caminar juntos nos hace ver la vida distinta. Esto es a lo que los invita Dios: “vengan y participen de esta mesa”.
En el Evangelio, Jesús les dice esta parábola en la cual vuelve a hablar de un Dios que es rey. Venimos escuchando parábolas en las que Dios habla por medio de distintos personajes: como propietario de una hacienda que llamaba a distintos jornaleros, como dueño de un campo que enviaba a sus hijos y, ahora, como un rey que quiere hacer una fiesta. A este rey le dicen que todos los que habían sido invitados no querían ir a la fiesta; sin embargo, cuando ya está todo listo, preparado para comer, para festejar esa boda, el rey dice “vuelvan a invitarlos” y ellos vuelven a decir que no, que no quieren ir. Y es ahí cuando – frente a ese nuevo rechazo– el Padre, el rey, cambia la mirada y dice “vayan al borde de los caminos e inviten a otros”. En el momento en que Mateo escribe esta parábola, está habiendo un cambio en los cristianos. Hasta ese momento, el cristianismo predicó al pueblo de Israel – a un pueblo de Israel que muchas veces no escuchó a los profetas porque no quería cambiar, porque eso lo comprometía de una manera distinta, porque lo llamaba a vivir de un modo diferente. Pero con Jesús, este pueblo vuelve a estar invitado y con los primeros cristianos, de nuevo. “A pesar de que ustedes –que nosotros, dicen, porque ellos eran judíos– entregamos a Jesús, vengan y sean parte de nuestra Iglesia”, les dicen, y ellos vuelven a decir que no. Los fariseos, los sumos sacerdotes, los que están escuchando, son los que le dicen que no a Jesús. ¿Por qué? ¿Por qué no eran religiosos? No. Porque no querían cambiar porque, si bien su deseo era encontrarse con Dios, este Dios les dice que tienen que vivir de otra manera y ellos no quieren; ellos prefieren quedarse como están antes que jugarse por algo nuevo. Ellos prefieren quedarse con su imagen antes que abrirse a esta nueva imagen de Dios.
Es por eso que ahí comienza una nueva misión de la Iglesia: ir a anunciar a todos. “Vayan a los cruces de los caminos”, es decir, “váyanse de la ciudad”, les dice el rey, “vayan afuera y anuncien”. Es la primera evangelización a los paganos, a los que no conocen a este Dios. “Ahora llámenlos a ellos, y llamen a todos: a los buenos, a los malos… que vengan todos” y la parábola dice que la sala se llenó de invitados. En primera lugar, esto nos habla de la universalidad del llamado: Dios nos llama a todos, con lo difícil que es esto porque, cuando uno escucha “sí Dios invita a todos, Dios quiere salvar a todos” uno piensa que esto es también lo que queremos en nuestro corazón pero, cuando lo empezamos a concretizar, cuesta un poco más. Intentemos mirar nuestra vida, ¿nos gusta compartir la mesa con todos?, ¿o a veces preferimos que no inviten a alguien, o preguntamos por qué invitaron a tal, o por qué tal está en la mesa? Podemos pensar en cualquier persona, porque la parábola dice “invitó a todos, buenos y malos”, los que nos gustan y los que no nos gustan, tal vez personas cercanas a nosotros, tal vez personas públicas que no nos gustan… a todos esos, podemos ponerles nombre y apellido… a todos esos invita Jesús. Y, para estar con Él, tenemos que querer estar con ellos y eso muchas veces implica un cambio en nuestro corazón. Tengo que compartir la mesa con todos, ¿quiero vivir esto o no? Porque esto es lo que les pasa a los fariseos; tal vez ellos se sentían atraídos por Jesús, pero no querían compartir la mesa con todos. “Yo a esa fiesta, si van estos, no voy”, y por eso se quedan afuera. La pregunta para nosotros es ¿queremos ir a esa fiesta si están todos, los que nos gustan más y los que no nos gustan tanto? Esa es la invitación que nos hace Jesús: hay algo que tiene que cambiar en nuestro corazón. Estar con Jesús implica mirar con una mirada distinta y de un modo diferente.Por último, debemos pensar en cómo nos preparamos. La parábola dice que, cuando el rey fue a saludar (a uno por uno, porque todos eran invitados), encontró a uno que no tenía el traje de fiesta. Esto es claro: generalmente, cuando vamos a una fiesta –por más de que los jóvenes hayan cambiado las tradiciones y ahora no vayan de traje, o lo que fuera– nos preparamos. De alguna manera nos preparamos. Uno no va a una fiesta del mismo modo en que va a la cancha de fútbol, o no debería por lo menos. Creo que la imagen es clara: ¿de qué manera viniste acá? La invitación de Jesús para nosotros también es clara: ¿de qué manera venís a mi encuentro? Porque, muchas veces, este llamado a todos, este Dios misericordioso para todos, casi parece que implica que nosotros no tenemos que hacer nada. Y no implica eso, sino que implica que Dios tiene un corazón grande y tenemos que ver de qué manera nosotros abrimos el nuestro, de qué manera yo estoy dispuesto a cambiar y a comprometerme con Jesús, de qué manera yo quiero vivir esto… ¿me la quiero jugar en cada cosa de la vida? Esto es lo que les dice Jesús a ellos.
Tal es así que Pablo, en la segunda lectura, dice “yo puedo vivir en la abundancia, en la pobreza, me puede ir bien, me puede ir mal… ya no me importa, vivo mi deseo, vivo lo que quiero, vivo con Jesús. Esto es lo que llena nuestro corazón”. Esta es la invitación que se nos hace – que nos animemos a dar ese salto, que nos sintamos invitados por Jesús, que nos sintamos llamados pero que demos un paso más: que seamos elegidos, que seamos elegidos porque vivimos como Dios nos invita, porque le abrimos el corazón a Jesús de una manera especial.
Pidámosle entonces en este día a este Jesús que nos llama, que nos invita, que hace fiesta para nosotros, que cambiando, que viviendo ese deseo profundo que tenemos en el corazón, también nosotros nos sintamos elegidos.

LECTURAS:
* Is. 25,6-10a
* Sal. 23(22), 1-3a.3b-4.5.6
* Fil. 4,12-14.19-20
* Mt. 22,1-14

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