viernes, 19 de diciembre de 2014

Homilía: “Estén siempre alegres” – III domingo de Adviento

Hoy vamos a hablar de una película para los más grandes. Hace treinta años más o menos, salió una película italiana que se llama “La vida es bella”, en la que Guido, judío, se muda en 1929 a donde vive el tío, quien lo toma como camarero. Empieza a vivir en ese pueblo, se enamora de una chica cristiana que se llama Dora, e intenta conquistarla de muchas maneras y con mucha alegría. Finalmente lo logra, se casan, tienen un hijo, pero después las cosas se complican, empieza a avanzar todo el dominio nazi, y ya sobre 1945, sobre la Segunda Guerra Mundial, los llevan a un campo de concentración. Lo que llama la atención, a pesar de este cambio brusco, es que él nunca pierde la alegría. Siempre busca la manera de alegrar a todos, de alegrar a su hijo, de buscar las formas de que más allá de la dificultad, se mantenga siempre esa alegría interior que él tiene. Hay una frase que dice que la película es sencilla, pero no es fácil de contar. Como toda fábula tiene momentos de dolor y sufrimiento, como toda fábula tiene momentos maravillosos y de felicidad. Como toda vida; hay momentos muy lindos, que siempre esperamos que sean la mayoría, y hay momentos que nos cuestan más. Y más allá de que la película sea un drama, uno siempre la recuerda con una sonrisa, recordando la alegría de esta persona.
A veces, haciendo juegos mentales, pienso qué don le pediría como regalo a Dios para anunciar el evangelio. Y lo primero que siempre me surge es: una sonrisa, poder tener una sonrisa en la cara. ¿Por qué? Porque creo que eso es contagioso. Si uno no transmite las cosas con una sonrisa, con alegría, es mucho más difícil que lo demás se contagie, es mucho más difícil que el otro se sienta atraído por eso. Es más, muchas veces nos cambia el día encontrarnos con una persona que es alegre, que nos transmite una sonrisa. Aún a veces hasta por vía negativa, uno se pregunta ¿por qué esta persona está siempre contenta?, ¿por qué está todo el día con una sonrisa?, hasta a veces quejándonos. Nos llaman la atención las personas con esa actitud, las personas que tienen ese regalo y ese don. Esto va más allá de que uno la esté pasando bien. Porque si estamos en una fiesta bailando, supongo que la mayoría están contentos. Pero esto habla de algo mucho más profundo, de una actitud de vida. A nadie le transmite nada el que está siempre triste, amargo, con cara larga. Cuesta mucho más sentirse identificado. En cambio la alegría es contagiosa, y nos hace preguntarnos, ¿cómo puedo vivir esto?
Me acuerdo que al poco tiempo que me ordené de sacerdote, hace once años, una amiga mía vino y me dijo que yo era mejor antes. Vieron cuando te dicen algo así, decís, ¿qué se me viene ahora? Me dijo: “porque antes vos estabas contento siempre y ahora no.” Y eso me ayudó a replantearme un montón de cosas. ¿De qué sirve haberme ordenado de cura y estar haciendo un montón de cosas si no puedo transmitir esa alegría, si no puedo transmitir ese gozo del evangelio? Puedo hacer mucho, pero ¿qué contagia eso? Bueno, me sirvió para recapacitar un poco, intentar ordenar las cosas, hoy en día me sirve como examen de conciencia, para ver qué es lo que transmito. Ténganme paciencia si estoy alegre o no, porque uno hace lo que puede a veces. Pero lo central es eso, yo quiero transmitir esta alegría, quiero llevarla a los demás.
Esto es lo primero que dice Pablo en la segunda lectura. Fíjense que a la comunidad, que está perdiendo un poco el espíritu, le va a decir: mantengan el espíritu. Antes de decirles, “recen incesantemente”, les va a decir, “estén siempre alegres”. Es decir, lo primero que dice es que el evangelio hay que transmitirlo con alegría. El evangelio te tiene que transformar la vida, te tiene que tocar el corazón Jesús, te tiene que dar esa alegría que brota de lo profundo. Pero, ¿cuándo vivo la alegría? Cuando me encuentro, en general. Los momentos más alegres que tenemos en la vida son los encuentros, cuando podemos estar bien con nuestra familia, con los amigos. Nos encontramos, pasamos un buen rato; hay un montón de encuentros que nos alegran la vida.
Con Jesús pasa lo mismo. Voy a ponerme verdaderamente contento cuando verdaderamente pueda encontrarme con Él, cuando Él toque lo profundo de mi corazón. Si no termina siendo algo más que tengo que hacer. Llega el domingo y tengo que ir a misa. No vivo la alegría de encontrarme con Jesús, de rezar un rato con él; sino que pienso: “uh, tengo que ir a misa”, “tengo que cumplir con esto”. Lo mismo en la semana, cuando rezamos, ¿cómo es?: ¿‘uh, tengo que rezar’, ‘hoy no recé y tendría que haber rezado’?, ¿o vivo la alegría de ese ratito, de ese Ave María, ese rosario, ese ratito de oración que pude tener con Jesús? Porque me quiero encontrar con Él, porque eso me alegra el día, porque eso me alegra la semana. Porque si yo, en vez de la alegría de ese encuentro, vivo solamente el tener que cumplir, eso en algún momento tiene fecha de vencimiento. Cuando yo me canse de cumplir, se acabó. Porque no parte del gozo y la alegría de encontrarme con el otro, sino de algo más que tengo que hacer. Eso pasa con todo en la vida. Obviamente que hay momentos en la vida, no estoy hablando de eso, eso lo tenemos todos; hablo de una actitud del corazón, que nos permite encontrarnos con Jesús y alegrarnos por ello. Una actitud que es muy profunda porque no se basa solamente en que todo esté bien. El texto más profundo de todo el evangelio dice: felices los pobres, felices los que lloran, felices los misericordiosos. Aún en momentos difíciles y duros, la felicidad es que vos te encontraste con Jesús y estás viviendo esto. Hay una alegría más profunda que lo que te está pasando, hay una alegría que te estabiliza, aun en medio de las dificultades, te invita a vivir eso.
Hay una frase de Gandhi que dice que la alegría está en encontrar lo que uno quiere, luchar por eso, aun en sufrir. No en la victoria, no es que me voy a alegrar por el resultado, sino por encontrar el camino y luchar por eso. ¿Por qué? Porque eso me hace feliz en el corazón. Entonces, en vez de decir, “uh, que garrón”, lo vivo con alegría. Esa es la invitación de Pablo, esa es la invitación de Jesús para todos nosotros. Es la alegría del adviento; hay algo que nace. Me alegro de que Jesús viene, de que me puedo encontrar con Él. Eso lo quiero compartir, lo quiero transmitir. Eso es lo que hace Juan. Juan el Bautista se hizo muy famoso; tal es así que este evangelio muestra cómo él tuvo que remarcar que no era el Mesías. En las primeras comunidades era muy fuerte la figura de Juan. Él dice: yo soy un testigo, soy el testigo de la luz, vine a dar testimonio de alguien que ustedes no conocen. Lo central es que Juan es testigo de la luz. ¿Por qué es central? Porque la luz no se puede apagar. Cuando hay un lindo día, la luz ilumina, da luz. Yo puedo disfrutar de eso o no. Esa es mi elección. Con Jesús pasa lo mismo. Jesús ilumina nuestra vida, lo que puedo elegir es encontrarme con Él, ser testigo de eso o no, dejarlo hacer huella e historia en mi corazón o no. Esa es la invitación.
Después, animarme a dar testimonio. Pero esto lo puedo vivir con la misma alegría: ¡qué lindo!, ¡qué alegría que Jesús me elija para ser su testigo!, ¡qué bueno!, o, ¿además tengo que dar testimonio de Jesús? ¡Qué garrón!, me cuesta, tengo que vivir tal cosa, tal otra. Pero el testimonio tendría que ser algo que brota del corazón, Jesús me eligió para esto, qué bueno que yo lo pueda vivir, en donde me toca. No sólo yendo a misionar, o haciendo una tarea pastoral en alguna parroquia, sino en mi casa, en el trabajo, qué lindo que Jesús me elija para esta misión. Me eligió a mí. Y me llama para ser testigo, pero para eso siempre lo central es cómo lo recibo a Jesús en mi vida, cómo lo recibo en mi corazón.
A ver, yo no me imagino a San Pablo enojado, sino una persona alegre, porque Jesús le cambió la vida. No me imagino a Juan el Bautista con cara de traste todo el día, me lo imagino una persona alegre que transmitía a Jesús. Esa es la invitación para nosotros. ¿Cómo contagiamos a los demás? ¿Por qué? Porque como dice Juan: hay alguien desconocido en medio de ustedes, que yo les vengo a transmitir. A nosotros nos pasa lo mismo, nosotros conocemos a un montón de gente que no conoce a Jesús. No digo haber escuchado hablar de Jesús, sino conocerlo verdaderamente, encontrarse con Él. Para poner un ejemplo, ayer en la misa de niños les pregunté a los chicos si lo conocían a Messi. “Sí, sí, sí”, decían. Entonces les hice algunas preguntas: ¿cuál es su color favorito?, ¿cuál es su remera favorita?, ¿quién es su mejor amigo?, y los chicos me decían: “No sé”. ¿Cuánto lo conocen entonces? A partir de eso explicaba lo mismo que digo ahora acá. Conocer es pasar tiempo con el otro; obviamente que lo vieron y saben cómo juega al fútbol. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de pasar un tiempo con alguien a quién termino conociendo, sé quién es, que toca mi vida. Eso es lo que quiere Jesús. Esa es la invitación que nos hace a nosotros. Hay muchos que tal vez escucharon de Jesús sólo de oído; hoy se nos invita a ser testigos de esa luz, a tomar esa responsabilidad, ese compromiso. ¿Por qué? Porque a mí me da alegría vivir a Jesús, y quiero que otros lo viven.
Una vez escuche una frase que decía que el único evangelio que muchas personas van a escuchar es nuestra vida. Es decir, para muchas personas, la única Biblia que van a abrir, es nuestra vida, cuando nos vean a nosotros. Esa es nuestra responsabilidad, cómo nosotros, con alegría, vivimos eso. Mi vida es un evangelio para vos, lo quiero transmitir. Después está la libertad de recibir esa buena noticia o no, pero yo voy y te lo transmito. ¿Cómo? Con alegría. Santa Teresa decía que un santo triste es un triste santo. Podríamos decir lo mismo de los cristianos. Un cristiano triste es un triste cristiano, ¿qué transmite?, ¿qué contagia?
El adviento nos quiere renovar en esto; en que con alegría transmitamos a Jesús. La invitación sería que en esta semana pensemos en una persona para la cual queremos ser testigo. Porque a veces las cosas quedan en el aire. Pensemos en alguien, ¿para quién quiero ser testigo de Jesús? Alguien que no lo conozca, que lo necesite, que necesite esa buena noticia. Como dijo Isaías: “les traigo una buena noticia.” Bueno, ¿a quién le queremos decir: te traigo una buena noticia? Pensémoslo. Tal vez con algún gesto, con alguna palabra, algo sencillo. Pero que pueda transmitirlo a Jesús.
Pongamos esto en oración, y pidámosle a Juan, aquél que fue testigo de Jesús, testigo de la luz, que nos ayude a nosotros también a dar testimonio de Él.

Lecturas:
*Is 61,1-2a.10-11
*Lc 1,46-48.49-50.53-54
*Tes 5,16-24

*Jn 1,6-8.19-28

No hay comentarios:

Publicar un comentario