Hoy vamos a
hablar de una película para los más grandes. Hace treinta años más o menos,
salió una película italiana que se llama “La
vida es bella”, en la que Guido, judío, se muda en 1929 a donde vive el
tío, quien lo toma como camarero. Empieza a vivir en ese pueblo, se enamora de
una chica cristiana que se llama Dora, e intenta conquistarla de muchas maneras
y con mucha alegría. Finalmente lo logra, se casan, tienen un hijo, pero después
las cosas se complican, empieza a avanzar todo el dominio nazi, y ya sobre
1945, sobre la Segunda Guerra Mundial, los llevan a un campo de concentración.
Lo que llama la atención, a pesar de este cambio brusco, es que él nunca pierde
la alegría. Siempre busca la manera de alegrar a todos, de alegrar a su hijo,
de buscar las formas de que más allá de la dificultad, se mantenga siempre esa
alegría interior que él tiene. Hay una frase que dice que la película es
sencilla, pero no es fácil de contar. Como toda fábula tiene momentos de dolor
y sufrimiento, como toda fábula tiene momentos maravillosos y de felicidad.
Como toda vida; hay momentos muy lindos, que siempre esperamos que sean la
mayoría, y hay momentos que nos cuestan más. Y más allá de que la película sea
un drama, uno siempre la recuerda con una sonrisa, recordando la alegría de
esta persona.
A veces, haciendo
juegos mentales, pienso qué don le pediría como regalo a Dios para anunciar el
evangelio. Y lo primero que siempre me surge es: una sonrisa, poder tener una
sonrisa en la cara. ¿Por qué? Porque creo que eso es contagioso. Si uno no
transmite las cosas con una sonrisa, con alegría, es mucho más difícil que lo
demás se contagie, es mucho más difícil que el otro se sienta atraído por eso.
Es más, muchas veces nos cambia el día encontrarnos con una persona que es
alegre, que nos transmite una sonrisa. Aún a veces hasta por vía negativa, uno
se pregunta ¿por qué esta persona está siempre contenta?, ¿por qué está todo el
día con una sonrisa?, hasta a veces quejándonos. Nos llaman la atención las
personas con esa actitud, las personas que tienen ese regalo y ese don. Esto va
más allá de que uno la esté pasando bien. Porque si estamos en una fiesta
bailando, supongo que la mayoría están contentos. Pero esto habla de algo mucho
más profundo, de una actitud de vida. A nadie le transmite nada el que está
siempre triste, amargo, con cara larga. Cuesta mucho más sentirse identificado.
En cambio la alegría es contagiosa, y nos hace preguntarnos, ¿cómo puedo vivir
esto?
Me acuerdo
que al poco tiempo que me ordené de sacerdote, hace once años, una amiga mía
vino y me dijo que yo era mejor antes. Vieron cuando te dicen algo así, decís,
¿qué se me viene ahora? Me dijo: “porque antes vos estabas contento siempre y
ahora no.” Y eso me ayudó a replantearme un montón de cosas. ¿De qué sirve
haberme ordenado de cura y estar haciendo un montón de cosas si no puedo
transmitir esa alegría, si no puedo transmitir ese gozo del evangelio? Puedo
hacer mucho, pero ¿qué contagia eso? Bueno, me sirvió para recapacitar un poco,
intentar ordenar las cosas, hoy en día me sirve como examen de conciencia, para
ver qué es lo que transmito. Ténganme paciencia si estoy alegre o no, porque
uno hace lo que puede a veces. Pero lo central es eso, yo quiero transmitir
esta alegría, quiero llevarla a los demás.
Esto es lo
primero que dice Pablo en la segunda lectura. Fíjense que a la comunidad, que
está perdiendo un poco el espíritu, le va a decir: mantengan el espíritu. Antes
de decirles, “recen incesantemente”, les va a decir, “estén siempre alegres”.
Es decir, lo primero que dice es que el evangelio hay que transmitirlo con
alegría. El evangelio te tiene que transformar la vida, te tiene que tocar el
corazón Jesús, te tiene que dar esa alegría que brota de lo profundo. Pero,
¿cuándo vivo la alegría? Cuando me encuentro, en general. Los momentos más
alegres que tenemos en la vida son los encuentros, cuando podemos estar bien
con nuestra familia, con los amigos. Nos encontramos, pasamos un buen rato; hay
un montón de encuentros que nos alegran la vida.
Con Jesús
pasa lo mismo. Voy a ponerme verdaderamente contento cuando verdaderamente
pueda encontrarme con Él, cuando Él toque lo profundo de mi corazón. Si no
termina siendo algo más que tengo que hacer. Llega el domingo y tengo que ir a
misa. No vivo la alegría de encontrarme con Jesús, de rezar un rato con él;
sino que pienso: “uh, tengo que ir a misa”, “tengo que cumplir con esto”. Lo
mismo en la semana, cuando rezamos, ¿cómo es?: ¿‘uh, tengo que rezar’, ‘hoy no
recé y tendría que haber rezado’?, ¿o vivo la alegría de ese ratito, de ese Ave
María, ese rosario, ese ratito de oración que pude tener con Jesús? Porque me
quiero encontrar con Él, porque eso me alegra el día, porque eso me alegra la
semana. Porque si yo, en vez de la alegría de ese encuentro, vivo solamente el
tener que cumplir, eso en algún momento tiene fecha de vencimiento. Cuando yo
me canse de cumplir, se acabó. Porque no parte del gozo y la alegría de
encontrarme con el otro, sino de algo más que tengo que hacer. Eso pasa con
todo en la vida. Obviamente que hay momentos en la vida, no estoy hablando de
eso, eso lo tenemos todos; hablo de una actitud del corazón, que nos permite
encontrarnos con Jesús y alegrarnos por ello. Una actitud que es muy profunda
porque no se basa solamente en que todo esté bien. El texto más profundo de
todo el evangelio dice: felices los pobres, felices los que lloran, felices los
misericordiosos. Aún en momentos difíciles y duros, la felicidad es que vos te encontraste
con Jesús y estás viviendo esto. Hay una alegría más profunda que lo que te
está pasando, hay una alegría que te estabiliza, aun en medio de las
dificultades, te invita a vivir eso.
Hay una frase
de Gandhi que dice que la alegría está en encontrar lo que uno quiere, luchar
por eso, aun en sufrir. No en la victoria, no es que me voy a alegrar por el
resultado, sino por encontrar el camino y luchar por eso. ¿Por qué? Porque eso
me hace feliz en el corazón. Entonces, en vez de decir, “uh, que garrón”, lo
vivo con alegría. Esa es la invitación de Pablo, esa es la invitación de Jesús
para todos nosotros. Es la alegría del adviento; hay algo que nace. Me alegro
de que Jesús viene, de que me puedo encontrar con Él. Eso lo quiero compartir,
lo quiero transmitir. Eso es lo que hace Juan. Juan el Bautista se hizo muy
famoso; tal es así que este evangelio muestra cómo él tuvo que remarcar que no
era el Mesías. En las primeras comunidades era muy fuerte la figura de Juan. Él
dice: yo soy un testigo, soy el testigo de la luz, vine a dar testimonio de
alguien que ustedes no conocen. Lo central es que Juan es testigo de la luz.
¿Por qué es central? Porque la luz no se puede apagar. Cuando hay un lindo día,
la luz ilumina, da luz. Yo puedo disfrutar de eso o no. Esa es mi elección. Con
Jesús pasa lo mismo. Jesús ilumina nuestra vida, lo que puedo elegir es
encontrarme con Él, ser testigo de eso o no, dejarlo hacer huella e historia en
mi corazón o no. Esa es la invitación.
Después,
animarme a dar testimonio. Pero esto lo puedo vivir con la misma alegría: ¡qué
lindo!, ¡qué alegría que Jesús me elija para ser su testigo!, ¡qué bueno!, o,
¿además tengo que dar testimonio de Jesús? ¡Qué garrón!, me cuesta, tengo que
vivir tal cosa, tal otra. Pero el testimonio tendría que ser algo que brota del
corazón, Jesús me eligió para esto, qué bueno que yo lo pueda vivir, en donde
me toca. No sólo yendo a misionar, o haciendo una tarea pastoral en alguna
parroquia, sino en mi casa, en el trabajo, qué lindo que Jesús me elija para
esta misión. Me eligió a mí. Y me llama para ser testigo, pero para eso siempre
lo central es cómo lo recibo a Jesús en mi vida, cómo lo recibo en mi corazón.
A ver, yo no
me imagino a San Pablo enojado, sino una persona alegre, porque Jesús le cambió
la vida. No me imagino a Juan el Bautista con cara de traste todo el día, me lo
imagino una persona alegre que transmitía a Jesús. Esa es la invitación para
nosotros. ¿Cómo contagiamos a los demás? ¿Por qué? Porque como dice Juan: hay
alguien desconocido en medio de ustedes, que yo les vengo a transmitir. A
nosotros nos pasa lo mismo, nosotros conocemos a un montón de gente que no
conoce a Jesús. No digo haber escuchado hablar de Jesús, sino conocerlo
verdaderamente, encontrarse con Él. Para poner un ejemplo, ayer en la misa de
niños les pregunté a los chicos si lo conocían a Messi. “Sí, sí, sí”, decían.
Entonces les hice algunas preguntas: ¿cuál es su color favorito?, ¿cuál es su
remera favorita?, ¿quién es su mejor amigo?, y los chicos me decían: “No sé”.
¿Cuánto lo conocen entonces? A partir de eso explicaba lo mismo que digo ahora
acá. Conocer es pasar tiempo con el otro; obviamente que lo vieron y saben cómo
juega al fútbol. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de pasar un tiempo
con alguien a quién termino conociendo, sé quién es, que toca mi vida. Eso es
lo que quiere Jesús. Esa es la invitación que nos hace a nosotros. Hay muchos
que tal vez escucharon de Jesús sólo de oído; hoy se nos invita a ser testigos
de esa luz, a tomar esa responsabilidad, ese compromiso. ¿Por qué? Porque a mí
me da alegría vivir a Jesús, y quiero que otros lo viven.
Una vez
escuche una frase que decía que el único evangelio que muchas personas van a
escuchar es nuestra vida. Es decir, para muchas personas, la única Biblia que van
a abrir, es nuestra vida, cuando nos vean a nosotros. Esa es nuestra
responsabilidad, cómo nosotros, con alegría, vivimos eso. Mi vida es un
evangelio para vos, lo quiero transmitir. Después está la libertad de recibir
esa buena noticia o no, pero yo voy y te lo transmito. ¿Cómo? Con alegría.
Santa Teresa decía que un santo triste es un triste santo. Podríamos decir lo
mismo de los cristianos. Un cristiano triste es un triste cristiano, ¿qué
transmite?, ¿qué contagia?
El adviento
nos quiere renovar en esto; en que con alegría transmitamos a Jesús. La
invitación sería que en esta semana pensemos en una persona para la cual
queremos ser testigo. Porque a veces las cosas quedan en el aire. Pensemos en
alguien, ¿para quién quiero ser testigo de Jesús? Alguien que no lo conozca,
que lo necesite, que necesite esa buena noticia. Como dijo Isaías: “les traigo
una buena noticia.” Bueno, ¿a quién le queremos decir: te traigo una buena
noticia? Pensémoslo. Tal vez con algún gesto, con alguna palabra, algo sencillo.
Pero que pueda transmitirlo a Jesús.
Pongamos esto
en oración, y pidámosle a Juan, aquél que fue testigo de Jesús, testigo de la
luz, que nos ayude a nosotros también a dar testimonio de Él.
Lecturas:
*Is 61,1-2a.10-11
*Lc 1,46-48.49-50.53-54
*Tes 5,16-24
*Jn 1,6-8.19-28
No hay comentarios:
Publicar un comentario