Hay una
película que salió hace poco, Maze Runner
(Correr o Morir en castellano),
que empieza con Thomas, un niño, que sube en un ascensor y aparece en un área
delimitada, como si fuera un lugar cerrado, con cuatro paredes muy altas, donde
había jóvenes adolescentes que vivían ahí, sin poder escapar. Nadie sabía cómo
habían llegado ahí, y se las tenían que arreglar entre ellos. El lugar estaba
rodeado por un laberinto, que llevaba a la salida. En éste, cada uno tenía
distintas funciones. Algunos recorrían el laberinto, para intentar escapar,
otros se encargaban de cosechar un poquito, para poder comer algo más aparte de
lo que les mandaban, y demás tareas que tenían cada uno.
Cuanto Thomas
llega, no le gusta mucho cómo está estructurado y organizado todo. Más allá de
que un podría estar de acuerdo o no, lo que a él más le cuesta aceptar es que
no se preocupan tanto por el otro. Todo cambia cuando uno de los que estaba
recorriendo el laberinto queda encerrado ahí, las puertas se están cerrando (a
la noche se cerraban), y bueno, mala suerte, si quedó ahí, quedó ahí. Thomas, a
pesar de que lo quieren detener, se mete en el laberinto a buscarlo. Se
preocupa por Abby, que era el encargado del lugar. Va más allá de lo que le
pedían, de lo que establecían las leyes, de lo que sus propios compañeros le
decían. El camino hacia la libertad, de alguna manera, comienza preocupándose
por el otro. Comienza diciendo, tenemos que jugárnosla por aquél que tenemos al
lado. Podríamos decir que en la fe sucede lo mismo. En última instancia, el
camino hacia el Reino de los Cielos es el camino de nuestra libertad, es el
camino de poder estar con Jesús, de poder gozar de aquél que nos regaló la fe.
Ese camino comienza preocupándose por el otro, mirando a aquél que Jesús puso a
mi lado.
Es curioso
porque en realidad esto sale muy poco en las charlas. En general discutimos
cosas más teológicas, si esto es así o no, somos más abiertos o más cerrados
con que algo debería ser de una manera o de otra, pero no discutimos ni nos
preguntamos tanto si te preocupaste por tu hermano que te necesitaba, si te
preocupaste por esta persona que estaba a tu lado, si ayudaste a la persona que
te cruzaste en la calle, etc. Sin embargo, en el evangelio de hoy, parece que
eso es el pasaporte para ir al cielo. Cuando Jesús tiene que explicar cómo es
ese Reino, y cómo es el Juicio Final, dice que quedarán algunos a su derecha y
otros a su izquierda. La pregunta pasa por que ‘tuve hambre y me diste de
comer; estuve sediento y me diste de beber; estuve enfermo y me viniste a ver;
desnudo y me vestiste.’ La pregunta es, ¿cuándo hice esto? Curiosamente, lo
mismo va a preguntar los que no pueden entrar. ¿Cuándo hice esto? Cuando te
preocupaste por el más pequeño de mis hermanos, cuando te preocupaste por aquél
que estaba a tu lado y te necesitaba. En el fondo, cuando te animaste a abrir
el corazón. Ese es el camino que nos invita a hacer a cada uno de nosotros
Jesús; y es nuestro pasaporte para ir al Cielo.
Cada vez que pienso
en este texto, me imagino el día en que me toque llegar ahí (no hay mucho
apuro), y que ahí va a haber un montón de gente. De un lado van a estar hombres
y mujeres que van a decir: él estuvo a mi lado, me ayudó, me socorrió, me dio
de comer, me dio de vestir, me escuchó…; y del otro lado van a estar los que me
van a decir: él no me escuchó, no me prestó atención, no me perdonó, no me dio
de comer, me dio vuelta la cara, se rió de mí, me burló… Espero que no esté tan
parejo (o sino que Dios sea bastante misericordioso), sino que haya más del
primer grupo. Porque esa es la invitación de Jesús, eso es lo que nos pide
constantemente. Sin embargo, las cosas centrales y esenciales son las más
difíciles. Esto sucede en cualquier lugar. En casa por ejemplo. Cuando nos
peleamos, ¿es por cosas importantes? ¿O en el fondo termina por pavadas?
Estaría bueno pelearse por cosas importantes y no por pavadas, que a veces no
tienen sentido. En los noviazgos, ¿por qué cosas se pelean a veces? “No
pasaste”, “hiciste tal cosa”, “le dedicaste más tiempo al otro”, ¿nos peleamos
por cosas importantes?, ¿o a veces por cosas que son triviales?
En la fe pasa
lo mismo. En el fondo lo que Jesús nos pide es simple de saber. Nos pide que
seamos buenos, que seamos generosos, que perdonemos. Todos sabemos esto. Pero
tal vez al ser tan sencillo y tan simple, vamos perdiendo el foco, y terminamos
fijándonos en las cosas más complicadas, a veces nos quedamos hasta en
discusiones teológicas, y nos perdemos lo central, que es cómo servir a Jesús.
Ese es el paso que dio Jesús. Le dijo a un pueblo que cada vez ponía más leyes:
el paso hacia la libertad es tu hermano, preocupate por él. Tal vez lo que nos
pasa es que decir eso es jugársela un poco. Porque decirle a alguien, che ¿te
preocupaste por el pobre?, ¿estás cerca?, y tenemos miedo de que el otro
piense: qué caradura este que me dice esto. ¿Fuiste a visitar a los enfermos?,
y ¿cuándo fuiste vos a visitar a los
enfermos? Quedás como en offside, tenés que ser la Madre Teresa, más o menos, o
San Francisco, para animarte a decirle algo así al otro, a tu hermano.
El problema
es que Jesús lo puede decir porque lo hace. No lo dice porque es un caradura,
sino porque Él da testimonio de eso. Nosotros leemos un evangelio en el que
Jesús se está preocupando por los enfermos día a día, Dios escucha al que lo
necesita, dio de comer a los que no tenían, aun cuando los discípulos los
querían largar. Jesús hace esto, y les dice a sus discípulos: háganlo también
ustedes. Esa es la invitación. Porque el juicio va a ser en el amor. El juicio
de Jesús va a ser de aquello que nosotros hemos vivido en el corazón, y en la
manera y en la forma en que lo hemos podido hacer crecer. Jesús nos hace esta
invitación porque cree y confía en nosotros. En general, cuando uno piensa en
la fe, piensa en cómo yo creo en Dios, de qué manera, ¿creo mucho? Pero la fe
nuestra es posterior a la fe que Dios pone en nosotros. Dios nos da la vida, y
nos dice: yo creo en vos, yo confío en vos, animate a vivir esto, animate a
poner en práctica esta invitación, porque sé que podés, porque sé que tenés esa
capacidad en el corazón. Lo que pasa es que esa fe casi incondicional, esa
confianza más allá de todo que Dios pone en uno, a nosotros nos resulta
demasiada. Uno dice: pará, tanto no. Porque cuando alguien confía mucho, lo
sentimos raro. Algunas veces he escuchado cosas como: “No, los que pasa es que
me quiere mucho”, casi como si fuera malo que alguien me quiera mucho. Me
exige, al quererme tanto, que yo lo quiera tanto.
En la fe a
veces nos sentimos así. Si Dios cree y confía tanto en mí; si Dios sabe la
capacidad de servicio, el don que yo tengo en mi corazón, eso a veces se me
torna exigente. Pero el evangelio a veces es exigente, la invitación de Jesús a
veces es difícil. ¿Por qué? Y porque mi vida a veces no tira para ese lado. A
veces mi vida tira para adentro, para mirar mis preocupaciones, mis problemas
(que los hay, todos los tenemos), para mirar qué es lo que necesito, qué es lo
que me falta, para luchar por tener un mejor auto, un mejor celular, tal cosa…,
tal otra… Y no para mirar para los costados, adonde está el otro, para mirar al
que está a mi lado. Ojalá muchas veces pusiéramos tanto empeño en preocuparnos
por los demás, como ponemos en tantas cosas triviales que no nos llevan hacia
Jesús. Sin embargo, hay otras que son pasaje directo.
Es muy
llamativo, porque acá no dice ni si eran cristianos, ni si eran paganos, ni si
eran buenos, ni si eran malos… Lo que dice es que se preocuparon por el otro.
Si viviste eso tenés free pass,
entrás directo. Eso es lo que nos dice Jesús. Ojalá que cada uno de nosotros,
los cristianos, luchara por esto. Casi como si fuéramos contando en la pared,
cuántas veces pudimos vivir esto. En el fondo eso es trivial porque estos
hombres no sabían que lo hicieron. Se preocuparon por el otro sin saber que lo
hacían por Jesús. Y ahí Jesús les dijo: pasen, éste es lugar, vivan acá lo que
ya están viviendo en la tierra. Porque hacer eso es hacer presente el Reino de
Dios. “Vengan benditos de mi Padre”, les dice. Ustedes viven el Reino en la
tierra, sigan viviéndolo ahora acá con nosotros. Jesús nos invita a que, como
Él, nosotros podamos vivir el reino presente acá, para después también poder
compartirlo con Jesús. Para poder también compartirlo con tantos hermanos que
nos necesitaban, y tuvieron de nosotros un gesto, una palabra; con los que
pudimos estar presentes, escucharlos, ser cariñosos.
Mirando a mi
alrededor veo varios de los jóvenes que estuvieron ayudando en el campamento y
antes de misa les pregunté que hacían acá. Venimos a rezar y agradecerle a Dios
me dijeron. Es decir, su servicio no es que fue un garrón sino que lo hicieron
y lo vivieron con alegría. Ojalá esto se repitiera en cada uno de nosotros en
cada una de las facetas de nuestra vida. Servir porque nos hace feliz el
hacerlo. Pienso la cantidad de veces que llego cansado a la noche, molido de
todo lo que tuve que hacer pero con una sonrisa en la cara y en el corazón. Y
por el contrario otras veces que me quedo tirado haciendo fiaca y después no me
queda nada, siento un gusto amargo. Dios me enseña a servir porque eso llena mi
corazón, me hace feliz.
Pidámosle a
Jesús, aquél que nos dio de comer, aquél que nos dio de beber, aquél que
siempre nos visitó, nos escuchó, aquél que nos vistió, aquél que nos da tantos
dones en el día a día, que podamos reconocer todo lo que nos regala, para que
también nosotros queramos darle a los demás.
Lecturas:
*Eze 34,11-12.15-17
*Salmo 22
*Cor 15,20-26.28
*Mt 25,31-46
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