miércoles, 18 de febrero de 2015

Homilía: “Jesús, antes de curarlo, lo toca” – VI domingo durante el año

En el comienzo de la película “El Juez”, Hank Palmer recibe un llamado telefónico y se entera de que su madre falleció. A continuación, aparece en escena con su hija pequeña; está regando las plantas en el jardín antes de volar hacia otro estado, donde vivían sus padres. Su hija le pregunta, “¿estás triste porque murió tu mamá?”. “Sí, cariño, ojalá tú la hubieras conocido.” Y la niña le pregunta, “¿por qué no puedo ir contigo?”; su padre le dice, “No, porque es muy deprimente todo, no vas a querer ir.” Pero su hija insiste y pregunta, “el abuelo Palmer ¿también está muerto?” El padre contesta, “No, yo a veces digo que está muerto para mí. Es una forma de decir. Tal vez interpretaste mal algo que yo dije.” La niña entonces pone cara de confundida, y dice, “es muy complicado para mí.” Vuelve a preguntar entonces, “¿no puedo ir contigo?”. La conversación sigue. Como lo dice el diálogo, Hank está peleado con su padre. Eso lo ha distanciado, y por eso su hija ni siquiera conoce a sus abuelos. Esto que tendrá sus razones, la chica no lo puede entender. No puede entender qué puede llevar a que un padre y un hijo estén tan distanciados, con un resentimiento tan grande en el corazón.
Sin embargo, por más de que lo que primero nos surge en la cabeza es, ¿cómo puede pasar esto?, muchos de los que estamos acá tenemos experiencias cercanas de lo difícil que es mantener unida una familia, lo difícil que es mantener unido un grupo de amigos. Aquello por lo que en un primer lugar uno diría, “lo doy todo, vamos a estar juntos para siempre”, después por diferentes razones, unas más válidas que otras, empiezan las rispideces, empiezan los enojos, las separaciones, las divisiones, el no querer estar con el otro, el no querer verlo, hasta el extremo, como pasa en esta película. Todos tenemos experiencia de cómo a veces nuestra propia vida, en vez de tender hacia lo que más quisiéramos, como deseo profundo en el corazón, hacia la unidad, muchas veces tiende a la división.
Esto sucede en nuestra familia pero también sucede en mucho de lo que vivimos en nuestra sociedad, o en nuestro mundo. El mundo casi que naturalmente (si se puede decir así), tiende a la división. Los sistemas del mundo tienden a la división. Los sistemas económicos, empezando por el capitalismo, tienden a la división y a la exclusión. Eso ha quedado muy claro. Hay una ONG en Inglaterra que sacó ahora un informe diciendo que se espera para 2016 que el 1% de la población tenga la misma riqueza que el otro 99% de la población mundial. Es clarísimo entonces la división y la exclusión que eso genera. No sólo eso sino también los mismos sistemas sociales, a veces generan un montón de divisiones. Lo podemos observar en nuestro país, lo que nos cuesta el diálogo, lo que nos cuesta escucharnos, entendernos, comprendernos, estar cerca el uno del otro. Lo vemos también a veces en el plano educativo, en los colegios, donde nos cuesta mucho dialogar; entre familias, con las instituciones, no pelearnos, intentar sumar entre todos.
Lo vemos también en la fe. No sólo en el totalitarismo religioso, en todas las religiones que existen, sino también en nuestra propia fe. Cómo muchas veces nos cuesta entendernos, comprendernos, crecer como comunidad, estar cerca el uno del otro. Pareciera que nuestra humanidad, a pesar de que desea la unión, tiende más a la división que a unir. Esto es contrario a lo que hace Jesús. La misma vida de Jesús nos muestra un camino contrario, la encarnación. La locura de un Dios que se hace hombre, muestra este deseo de Dios que quiere unir lo divino y lo humano. Él no se queda indiferente, sino que nos dice: soy capaz de abajarme hasta ahí, con tal de unir aquello que ustedes fragmentan, con tal de salvar aquello que ustedes van perdiendo. Se hace hombre y nos va mostrando durante toda su vida, con muchos gestos, ese deseo de unir lo que el hombre separa, ese deseo concreto de limar nuestras diferencias. Este milagro que hoy nos narra Marcos, muestra justamente eso. Este milagro es paradigmático porque es el primero en el Marcos se detiene con un poco más detalle.
Como nos explica la primera lectura, la lepra era una enfermedad que excluía, los leprosos vivían afuera de la ciudad, en los cementerios, en los bosques. Cuando se acercaba alguien tenían que andar con una campana, no se podían acercar a nadie, todos los demás tenían que irse. Cuando tenían hambre se les dejaba algo de comida para que se lleven, pero quedaban totalmente excluidos, tanto de la fe como de la sociedad, hasta que se murieran. Sin embargo, Marcos se detiene a relatarnos un hecho curioso desde el principio. Este hombre, que no se puede acercar a nadie, rompe la ley y se acerca a Jesús. Encuentra en Jesús algo diferente, y por eso se anima a quebrantar eso que le han impuesto. Seguramente descubrió alguien que lo miró de una manera diferente y se animó a ir al encuentro.
Pero no sólo este hombre se anima a algo diferente. Jesús también se anima a algo diferente. Jesús podría haber hecho muchas cosas, pero lo único que no tiene que hacer, es lo que va a hacer. Porque Jesús no tiene que tocarlo. Si uno tocaba un enfermo, quedaba impurificado. No podía participar de la religión después, no podía participar del culto. Todos nos acordamos del otro milagro que Jesús hace a los diez leprosos. Desde lejos les dice: “quedan purificados”. Pero Jesús, antes de curarlo, primero lo toca, poniendo de manifiesto aquello que quiere hacer de su vida: Yo toco tu enfermedad, yo estoy con vos. Cuando todos te están diciendo: vos tenés que estar solo, cuando todo el mundo te grita: nadie quiere estar con vos, hay alguien que viene y te dice: ‘yo te entiendo, yo quiero estar con vos, yo quiero entrar en tu corazón’. Hay alguien que no te deja solo. Jesús toca la humanidad frágil de ese hombre, que más allá de enfermo, está solo. Muestra que aquello que el hombre empieza a dividir social y religiosamente, en Dios no se divide. Jesús va más allá de la ley. No tiene problema en romper la ley para encontrarse con su hermano, para mostrarnos el camino, para decir que lo que el hombre excluye, Dios nunca excluye.
Nosotros por naturaleza tendemos a la exclusión. ¿Hasta dónde incluyo yo entonces? En Dios claramente nadie queda excluido, nadie queda disgregado. Eso lo va a mostrar con este milagro, y a lo largo de toda su vida. Eso va a hacer que su comunidad, sus discípulos, sus apóstoles, lo entiendan. Eso es lo que intenta que entendamos nosotros. ¿Qué es lo que tengo que hacer?, ¿hasta dónde me tengo que abajar para trabajar por la unión?, ¿qué es lo que estoy dispuesto a hacer? Casi que podríamos decir que nuestro deseo de trabajar por el otro, como dice Pablo, es cuánto tocó Jesús mi corazón. Si no me quedo en la imaginación, en cómo debería ser mi fe. Pero cuando me dejo tocar por Jesús, pienso qué es lo que me pide Jesús: comprometete con el otro, amalo hasta el extremo. Nosotros tenemos un montón de experiencias de exclusiones, de divisiones. Jesús me invita a descubrir en el corazón si soy capaz de dar un paso para romper eso, si soy capaz de tender puentes para aquellos que están excluidos, a veces socialmente, a veces religiosamente, a veces por la pobreza. Cuántos excluidos tenemos por eso. Puede ser también por una enfermedad, como el HIV o alguna otra cosa grave, que ni siquiera el que lo tiene se anima a decirlo, por miedo a lo que el otro pueda decir o pensar. También puede pasar con la fe. Hasta hace poco pasaba con los que están separados y en nueva unión, hoy con los homosexuales; nuestra fe, nuestra vida, tiende a la división. Jesús nos dice, ¿vas a tocar la vida del otro?, ¿te vas a comprometer con el otro?, ¿sos capaz de eso?, ¿sos capaz de dar un paso en tu corazón? ¿O seguiremos viviendo muchas veces en ese integrismo religioso, conservadurismo religioso, que me dice: “no, hasta acá llega la fe? ¿Quién soy yo para decir hasta dónde llega la fe, o hasta dónde llega la norma? En el fondo, tal vez lo que nos falta es mirar la vida de Jesús.
Hace unos días vi una película que contaba la vida de un santo ruso del siglo XIX. Se crea una vacante en una isla que está llena de leprosos. Ni siquiera un cura quiere ir ahí. Entonces logran convencer a este santo hombre para que vaya. “Te lo pido por seis meses”, le dice el obispo. “Anímate y después te cambio.” Y se termina quedando, da la vida. Diecinueve siglos después de Jesús, aun los curas nos preguntamos si tenemos que tocar el sufrimiento del otro, si tenemos que estar con aquel que sufre. Ni siquiera diecinueve siglos después, y escuchando lo que dijo Jesús, nos animamos a tener esos gestos. Uno escucha tantas cosas, y a veces hasta a uno mismo siendo abogado del diablo. Pero a ver, en vez de hacer tantas elucubraciones biológicas, y pensar tanto, ¿cuántas veces fuimos a un barrio y nos preocupamos y estuvimos con los pobres?, ¿cuántas veces fuimos a un hospital y nos animamos a tocar un enfermo?, ¿cuántas veces le preguntamos al otro, ¿qué es lo que te pasa?? En vez de ponernos primero a nosotros. Jesús me dice que si me animo a encontrarme con el otro, voy viviendo el evangelio. En Jesús, lo que parece impuro, se purifica; en Jesús lo que parece fuera, está adentro, si nos animamos a incluir, si nos animamos a integrar.
En otras palabras, Pablo dice, hagan todo para gloria de Dios. Creo que en vez de pensar en nuestra humanidad que tiende a dividir o a excluir, podríamos pensar como Pablo en Jesús, ¿de quién querés que me preocupe?, ¿quién está sólo?, ¿de quién puedo ser prójimo?
Pidámosle a Jesús, aquel que se hizo hombre para integrarnos a todos, aquel que se hizo hombre para tocar la humanidad de todos, que nos animemos a ir a nuestros hermanos, que a las puertas de nuestra Cuaresma nos animemos a descubrir quién nos necesita, quién está afuera. Pidámosle que nos dé la valentía, que nos dé el coraje, que nos dé la fuerza, para salir a su encuentro.

Lecturas:
*Lev 13,1-2.44-46
*Salmo 31
*1Cor 10,31–11,1

*Mc 1,40-45

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