martes, 5 de noviembre de 2013

Homilía: “Señor, soy un pecador. Acá está mi corazón” – domingo XXX durante el año


Creo que todos conocemos la historia de Blancanieves. Lo que yo me acuerdo de mi infancia es que trata de una princesa con el pelo muy oscuro y la piel muy blanca; razón por la cual su padre le pone de nombre Blancanieves. Y su madrastra, que vivía con ella, siempre le preguntaba a su espejo: “Espejito, espejito: Dime quién es la más bella de este reino.”; obteniendo siempre la misma respuesta: “Tú eres la más bella del reino.” Hasta que llega un momento en el que le dice que no, que la más linda es Blancanieves. Ahí es cuando empiezan los problemas. ¿Por qué? Porque lo que definía a esta persona era compararse con los demás, estar siempre comparándose con el otro. No estaba contenta por lo que ella era en sí misma, sino porque descubría que era mejor frente a lo que veía en el otro.
Creo que hoy vivimos en un mundo que nos invita a eso, a estar comparándonos continuamente. Vivimos en un mundo donde se nos ponen modelos de todo: de cómo hay que ser en la vida, de cómo hay que lucir en la vida, de qué hay que tener en la vida. Estamos continuamente viendo cuán cerca o cuán lejos estamos de ese modelo. A veces, aún si no creo en eso, lo que termina pasando es que creo que soy contracultural, entonces busco otro modelo, algo distinto de todo eso. Obviamente que uno no puede quedar totalmente impune y no compararse con nada o no mirar nada de lo que sucede alrededor. Pero creo que muchos de nosotros podemos descubrir en el fondo de nuestro corazón una insatisfacción, porque nunca termino de ser lo que quiero, porque nunca termino de verme como me gustaría verme, o de tener lo que quiero tener, o de hacer lo que quiero hacer. Descubro una insatisfacción en el corazón, porque siempre hay algo que falta. Pero si pasa esto es porque siempre me estoy comparando con algo, porque no puedo terminar de aceptar y de querer aquello que yo soy. Ojo, esto no implica que no tenga que tener un desafío y un horizonte hacia dónde caminar, pero esto se da cuando sé de dónde parto y hacia dónde voy; cuál es mi punto de partida, y cuál es mi llegada. Nosotros no lo sabemos porque siempre estamos comparandonos con otras cosas. Tenemos algo y estamos pensando en todas las otras cosas que querríamos tener y cambiar. Es como las mujeres, que a ninguna se le puede decir gorda (en chiste) ni a la más flaca del mundo, porque es como que siempre se puede ser más flaca. Siempre falta algo más, siempre nos estamos comparando con algo más.
Más allá de esa ironía, esto se da en un montón de cosas. Siempre hay algo que está faltando y nunca estoy conforme. Ahora, el camino empieza por la propia aceptación, por el regalo de descubrir aquello que la vida me dio y que Dios me dio, quién soy yo. Y esto está bien, esto es lo que Dios me dio. Tengo que aprender a quererme y a amarme con lo que soy, con aquello que Dios me ha regalado. Porque si no empiezan estos problemas y esta carrera en la que nunca estoy satisfecho, y que nunca termino.
Algo de esto sucede en este evangelio tan conocido que hoy hemos escuchado. Estos dos hombres, el fariseo y el publicano, que Jesús estereotipa en esta parábola. Ustedes ya saben que el fariseo y el publicano están en polos opuestos en el mundo judío. No sólo en el orden religioso sino político y social. Los fariseos son casi idolatrados, los publicanos son totalmente odiados. Sin embargo en esta parábola, Jesús va a decir aquello que ellos nunca esperaban: va a ser justificado el segundo, y el primero no. Esto va a provocar un escándalo muy grande, ¿qué es lo que está pasando acá? Porque lo que ellos ven como un ejemplo, como un modelo a seguir, Jesús lo está rechazando. ¿Qué es lo que pasa? Lo primero que podemos ver es que el fariseo, cuando entra al templo, lo primero que le dice a Jesús es lo que no es. “No soy como todos estos hombres.” Parte de compararse, parte de mirar al otro; a diferencia del publicano que lo primero que hace es decir: soy pecador. No parte de lo que no es, sino de lo que es. Se pone frente a Dios y dice: yo soy esto. En cambio, el fariseo parte de mirar a los otros, no se mira a sí mismo.
Creo que esto nos pasa mucho. Estamos mirando continuamente a los demás, y nos cuesta mucho mirarnos a nosotros. Y esto nos pasa en todo, a veces en la confesión también. A veces cuando estoy reconciliando, me dan ganas de decir: “bueno, cuando quieras podes empezar a confesarte vos. No lo que hicieron los demás.” Tenemos como un justificativo para todo. Siempre es: “bueno en realidad el otro me hizo esto…”, el otro hizo tal cosa, hizo tal otra… ¿qué es lo que yo hice? ¿Soy capaz de reconocer lo mío? ¿O pongo como un mecanismo de defensa para no quedar tanto en offside? Frente a Dios no quedamos en offside, no hay problema; Él nos acepta como somos. Nos cuesta a veces un poquito más a nosotros.
En el segundo caso, aparte de compararse con el otro, el fariseo parte de decirle a Jesús todo lo que hace: hago esto, esto otro, esta otra cosa… A ver, para la religiosidad judía esto es mucho más que un hombre justo. El evangelio dice que hace mucho más que lo que cualquier judío tenía que hacer, muchísimo más; reza más, da más limosna… Es decir, en lo que él hace, no hay nada que reprocharle, pero sigue todavía sin decir quién es, sigue sin poder vivir esa libertad, casi como que se tiene que ganar la aceptación del otro. Es más, eso a veces me lleva a que le reproche al otro lo que hago: “mirá todo lo que hago yo y lo que haces vos”. Y no significa que el otro de pronto no tenga que crecer en un montón de cosas, que el otro quizás sea vago; pero no  me tengo que definir por lo que hago, lo que hago tiene que brotar de otro lado. Este hombre lo que tiene que hacer es demostrarle a Dios todo aquello que hace.
Por último, podríamos decir que en el fondo la pregunta es si este hombre sabe a dónde entró, a quién está mirando. Porque estos dos hombres entraron en el mismo templo; la pregunta es si entraron verdaderamente en el mismo templo, porque hay uno que al principio está diciendo lo que él no es y lo que él hace, y hay otro que dice lo que él es y no dice nada de lo que hace porque no tiene nada para presentarle a Dios de lo que hace. Pareciera que están mirando a dos dioses distintos, frente al que se relacionan. ¿Por qué digo esto? En general cuando somos más chicos, nos han simplificado esta parábola (y no está mal), en que uno es humilde y el otro es soberbio. Ayer pregunté en la misa con niños si conocían a los fariseos, y una chiquita me dijo: “Sí, son los que se creen mil.” Es verdad, es una simplificación muy buena cuando uno es más chico, pero no es ese el verdadero problema de esta parábola. Porque tampoco dice acá que esta persona es humilde; podemos decir que esta persona sabe frente a quién se puso, frente a quién está y a quién descubrió. Por eso no tiene nada que hacer: estoy frente a Dios, así, desnudo, como soy. Me presento así.
Creo que lo central de esta parábola es si descubrimos el verdadero rostro de Dios. A ver, ¿Somos capaces de descubrir un Dios que nos ama por lo que somos, un Dios al que no tengo que presentarle nada, a quien puedo ir con lo bueno y con lo malo, que no me va a echar de su casa porque entre así, que puedo entrar al Templo y decir, “esto soy yo, Dios. Acá estamos, cara a cara”, y que me dice: “Yo te quiero así. No cuando seas esto, sino por lo que soy. Te amo, con tus virtudes, con tus defectos, con lo bueno, con lo malo. Te quiero porque sos hijo”? Esto es lo que descubre este hombre. Por eso se puede presentar de esa manera frente a Dios, y casi en realidad, porque la parábola dice que se quedó en el fondo del templo. No sabemos si es que tenía miedo a Dios, o a los hombres, pero por lo menos entró; casi como escondido pero entró a ver a este Dios. El fariseo en cambio se está mirando a sí mismo, comparando con los otros y diciendo qué es lo que hace. No está mirando a Dios y descubriendo que hay un Dios que gratuitamente lo ama y lo quiere.
El fondo de este evangelio es la relación que hay entre la libertad y la gracia; de una gracia de un Dios que gratuitamente me ama a un Dios que por eso me deja ser libre, y me deja equivocarme, y me deja hacer las cosas mal aunque no lo quiera. Por eso hay un problema muchas veces con la comprensión de la gracia, porque pareciera que la gracia depende de lo que yo hago. ¿Cuándo depende la gracia de lo que yo hago? Si la gracia es de Dios, no es mía. ¿Depende de que yo haga las cosas bien? ¿Yo la acumulo? Si la gracia me la da Dios, es lo gratuito de Dios, un Dios gratuito que me quiere y que me ama. El tema es que nosotros siempre queremos simplificar en la vida, porque la tensión nos cuesta. La tensión de las cosas que parece que no fueran tan claras y distintas, blanco o negro, nos es difícil. Entonces, es mucho más fácil si yo digo: “la gracia es de Dios”, nadie me lo va a discutir, es el Don de Dios, es Jesús. Pero bueno, ¿cómo es más fácil para que yo la retenga? Es como que la tengo que agarrar fuerte para que no se me escape. Pero por definición la gracia es lo gratuito, algo que se me da, un regalo. Dios se me da por lo que soy, no por lo que hago o no hago. No es que se me escapó, y lo pierdo. Dios me sigue buscando, se me sigue dando gratuitamente, y se vuelve a poner en frente mío, y me vuelve a invitar a que lo descubra, a que le diga: “Señor, soy un pecador. Acá está mi corazón”. Y bueno, nos dirá: te quiero igual, empecemos de nuevo.
Es gracioso porque creo que uno puede tener muchos problemas con esta parábola, pero el primero que podemos tener es que nosotros juzgamos al fariseo, y entonces nos estamos poniendo en condición de fariseos. Miramos al fariseo y decimos: lo que hizo el fariseo está mal, y ahí estamos en el horno, volvimos a lo mismo, comparamos al otro, criticamos. Es curioso porque la parábola se retrotrae todo el tiempo, podemos entrar nosotros en esa cadena: “Me creo mejor que el otro, porque soy más abierto, porque comprendo más, porque el otro es más obtuso, no sé…” Porque acá la crítica podría ser más conservadora, y yo más de izquierda, más abierto, me creo mejor, y ahí me convertí yo en fariseo. Miro a los demás y no miro a Dios. Con una ventaja, que de esta parábola siempre se puede salir porque (imaginémonos), este fariseo pudo haber salido de ahí y darse cuenta de que no lo miró a Dios, y volver a entrar y decirle: “Acuérdate de mí que soy un pecador”, y ahí se reconcilia. En Dios siempre la salida es fácil, es mirarlo a Él. Dejar de mirarme a mí, dejar de mirar a los demás, levantar la cabeza y ponerme cara a cara. A partir de ahí la historia empieza de nuevo. Esa es la invitación de Dios. Ahora, la invitación de Dios implica poder aceptarme y amarme como soy. A partir de ahí empieza ese camino. ¿Por qué? Porque Dios me ama como soy, porque Dios me quiere y me valora así; y a partir de ahí me empieza a invitar a mi historia.
Descubramos a este Dios que nos quiere, que nos ama. Mirémoslo fijo a sus ojos y pidámosle comprender siempre este amor que nos tiene.

Lecturas:
*Ec 35,12-14.16-18
*Sal 33,2-3.17-18.19.23
*2Tim 4,6-8.16-18

*Lc 18,9-14

No hay comentarios:

Publicar un comentario