Creo que todos conocemos la historia de Blancanieves. Lo que yo me acuerdo de mi infancia es que trata de
una princesa con el pelo muy oscuro y la piel muy blanca; razón por la cual su
padre le pone de nombre Blancanieves. Y su madrastra, que vivía con ella,
siempre le preguntaba a su espejo: “Espejito, espejito: Dime quién es la más
bella de este reino.”; obteniendo siempre la misma respuesta: “Tú eres la más
bella del reino.” Hasta que llega un momento en el que le dice que no, que la
más linda es Blancanieves. Ahí es cuando empiezan los problemas. ¿Por qué?
Porque lo que definía a esta persona era compararse con los demás, estar
siempre comparándose con el otro. No estaba contenta por lo que ella era en sí misma,
sino porque descubría que era mejor frente a lo que veía en el otro.
Creo que hoy vivimos en un mundo que nos invita a eso, a estar
comparándonos continuamente. Vivimos en un mundo donde se nos ponen modelos de
todo: de cómo hay que ser en la vida, de cómo hay que lucir en la vida, de qué
hay que tener en la vida. Estamos continuamente viendo cuán cerca o cuán lejos
estamos de ese modelo. A veces, aún si no creo en eso, lo que termina pasando
es que creo que soy contracultural, entonces busco otro modelo, algo distinto
de todo eso. Obviamente que uno no puede quedar totalmente impune y no
compararse con nada o no mirar nada de lo que sucede alrededor. Pero creo que
muchos de nosotros podemos descubrir en el fondo de nuestro corazón una
insatisfacción, porque nunca termino de ser lo que quiero, porque nunca termino
de verme como me gustaría verme, o de tener lo que quiero tener, o de hacer lo
que quiero hacer. Descubro una insatisfacción en el corazón, porque siempre hay
algo que falta. Pero si pasa esto es porque siempre me estoy comparando con
algo, porque no puedo terminar de aceptar y de querer aquello que yo soy. Ojo,
esto no implica que no tenga que tener un desafío y un horizonte hacia dónde
caminar, pero esto se da cuando sé de dónde parto y hacia dónde voy; cuál es mi
punto de partida, y cuál es mi llegada. Nosotros no lo sabemos porque siempre
estamos comparandonos con otras cosas. Tenemos algo y estamos pensando en todas
las otras cosas que querríamos tener y cambiar. Es como las mujeres, que a ninguna
se le puede decir gorda (en chiste) ni a la más flaca del mundo, porque es como
que siempre se puede ser más flaca. Siempre falta algo más, siempre nos estamos
comparando con algo más.
Más allá de esa ironía, esto se da en un montón de cosas. Siempre hay
algo que está faltando y nunca estoy conforme. Ahora, el camino empieza por la
propia aceptación, por el regalo de descubrir aquello que la vida me dio y que
Dios me dio, quién soy yo. Y esto está bien, esto es lo que Dios me dio. Tengo
que aprender a quererme y a amarme con lo que soy, con aquello que Dios me ha
regalado. Porque si no empiezan estos problemas y esta carrera en la que nunca
estoy satisfecho, y que nunca termino.
Algo de esto sucede en este evangelio tan conocido que hoy hemos escuchado.
Estos dos hombres, el fariseo y el publicano, que Jesús estereotipa en esta
parábola. Ustedes ya saben que el fariseo y el publicano están en polos
opuestos en el mundo judío. No sólo en el orden religioso sino político y
social. Los fariseos son casi idolatrados, los publicanos son totalmente
odiados. Sin embargo en esta parábola, Jesús va a decir aquello que ellos nunca
esperaban: va a ser justificado el segundo, y el primero no. Esto va a provocar
un escándalo muy grande, ¿qué es lo que está pasando acá? Porque lo que ellos
ven como un ejemplo, como un modelo a seguir, Jesús lo está rechazando. ¿Qué es
lo que pasa? Lo primero que podemos ver es que el fariseo, cuando entra al
templo, lo primero que le dice a Jesús es lo que no es. “No soy como todos
estos hombres.” Parte de compararse, parte de mirar al otro; a diferencia del
publicano que lo primero que hace es decir: soy pecador. No parte de lo que no
es, sino de lo que es. Se pone frente a Dios y dice: yo soy esto. En cambio, el
fariseo parte de mirar a los otros, no se mira a sí mismo.
Creo que esto nos pasa mucho. Estamos mirando continuamente a los demás,
y nos cuesta mucho mirarnos a nosotros. Y esto nos pasa en todo, a veces en la
confesión también. A veces cuando estoy reconciliando, me dan ganas de decir:
“bueno, cuando quieras podes empezar a confesarte vos. No lo que hicieron los
demás.” Tenemos como un justificativo para todo. Siempre es: “bueno en realidad
el otro me hizo esto…”, el otro hizo tal cosa, hizo tal otra… ¿qué es lo que yo
hice? ¿Soy capaz de reconocer lo mío? ¿O pongo como un mecanismo de defensa
para no quedar tanto en offside? Frente a Dios no quedamos en offside, no hay
problema; Él nos acepta como somos. Nos cuesta a veces un poquito más a
nosotros.
En el segundo caso, aparte de compararse con el otro, el fariseo parte de
decirle a Jesús todo lo que hace: hago esto, esto otro, esta otra cosa… A ver,
para la religiosidad judía esto es mucho más que un hombre justo. El evangelio
dice que hace mucho más que lo que cualquier judío tenía que hacer, muchísimo
más; reza más, da más limosna… Es decir, en lo que él hace, no hay nada que
reprocharle, pero sigue todavía sin decir quién es, sigue sin poder vivir esa
libertad, casi como que se tiene que ganar la aceptación del otro. Es más, eso
a veces me lleva a que le reproche al otro lo que hago: “mirá todo lo que hago
yo y lo que haces vos”. Y no significa que el otro de pronto no tenga que
crecer en un montón de cosas, que el otro quizás sea vago; pero no me tengo que definir por lo que hago, lo que
hago tiene que brotar de otro lado. Este hombre lo que tiene que hacer es
demostrarle a Dios todo aquello que hace.
Por último, podríamos decir que en el fondo la pregunta es si este hombre
sabe a dónde entró, a quién está mirando. Porque estos dos hombres entraron en
el mismo templo; la pregunta es si entraron verdaderamente en el mismo templo,
porque hay uno que al principio está diciendo lo que él no es y lo que él hace,
y hay otro que dice lo que él es y no dice nada de lo que hace porque no tiene
nada para presentarle a Dios de lo que hace. Pareciera que están mirando a dos
dioses distintos, frente al que se relacionan. ¿Por qué digo esto? En general
cuando somos más chicos, nos han simplificado esta parábola (y no está mal), en
que uno es humilde y el otro es soberbio. Ayer pregunté en la misa con niños si
conocían a los fariseos, y una chiquita me dijo: “Sí, son los que se creen
mil.” Es verdad, es una simplificación muy buena cuando uno es más chico, pero
no es ese el verdadero problema de esta parábola. Porque tampoco dice acá que
esta persona es humilde; podemos decir que esta persona sabe frente a quién se
puso, frente a quién está y a quién descubrió. Por eso no tiene nada que hacer:
estoy frente a Dios, así, desnudo, como soy. Me presento así.
Creo que lo central de esta parábola es si descubrimos el verdadero
rostro de Dios. A ver, ¿Somos capaces de descubrir un Dios que nos ama por lo
que somos, un Dios al que no tengo que presentarle nada, a quien puedo ir con
lo bueno y con lo malo, que no me va a echar de su casa porque entre así, que
puedo entrar al Templo y decir, “esto soy yo, Dios. Acá estamos, cara a cara”,
y que me dice: “Yo te quiero así. No cuando seas esto, sino por lo que soy. Te
amo, con tus virtudes, con tus defectos, con lo bueno, con lo malo. Te quiero
porque sos hijo”? Esto es lo que descubre este hombre. Por eso se puede
presentar de esa manera frente a Dios, y casi en realidad, porque la parábola
dice que se quedó en el fondo del templo. No sabemos si es que tenía miedo a
Dios, o a los hombres, pero por lo menos entró; casi como escondido pero entró
a ver a este Dios. El fariseo en cambio se está mirando a sí mismo, comparando
con los otros y diciendo qué es lo que hace. No está mirando a Dios y
descubriendo que hay un Dios que gratuitamente lo ama y lo quiere.
El fondo de este evangelio es la relación que hay entre la libertad y la
gracia; de una gracia de un Dios que gratuitamente me ama a un Dios que por eso
me deja ser libre, y me deja equivocarme, y me deja hacer las cosas mal aunque
no lo quiera. Por eso hay un problema muchas veces con la comprensión de la
gracia, porque pareciera que la gracia depende de lo que yo hago. ¿Cuándo
depende la gracia de lo que yo hago? Si la gracia es de Dios, no es mía. ¿Depende
de que yo haga las cosas bien? ¿Yo la acumulo? Si la gracia me la da Dios, es
lo gratuito de Dios, un Dios gratuito que me quiere y que me ama. El tema es
que nosotros siempre queremos simplificar en la vida, porque la tensión nos
cuesta. La tensión de las cosas que parece que no fueran tan claras y
distintas, blanco o negro, nos es difícil. Entonces, es mucho más fácil si yo
digo: “la gracia es de Dios”, nadie me lo va a discutir, es el Don de Dios, es
Jesús. Pero bueno, ¿cómo es más fácil para que yo la retenga? Es como que la
tengo que agarrar fuerte para que no se me escape. Pero por definición la
gracia es lo gratuito, algo que se me da, un regalo. Dios se me da por lo que
soy, no por lo que hago o no hago. No es que se me escapó, y lo pierdo. Dios me
sigue buscando, se me sigue dando gratuitamente, y se vuelve a poner en frente
mío, y me vuelve a invitar a que lo descubra, a que le diga: “Señor, soy un
pecador. Acá está mi corazón”. Y bueno, nos dirá: te quiero igual, empecemos de
nuevo.
Es gracioso porque creo que uno puede tener muchos problemas con esta
parábola, pero el primero que podemos tener es que nosotros juzgamos al
fariseo, y entonces nos estamos poniendo en condición de fariseos. Miramos al
fariseo y decimos: lo que hizo el fariseo está mal, y ahí estamos en el horno,
volvimos a lo mismo, comparamos al otro, criticamos. Es curioso porque la
parábola se retrotrae todo el tiempo, podemos entrar nosotros en esa cadena:
“Me creo mejor que el otro, porque soy más abierto, porque comprendo más,
porque el otro es más obtuso, no sé…” Porque acá la crítica podría ser más
conservadora, y yo más de izquierda, más abierto, me creo mejor, y ahí me
convertí yo en fariseo. Miro a los demás y no miro a Dios. Con una ventaja, que
de esta parábola siempre se puede salir porque (imaginémonos), este fariseo
pudo haber salido de ahí y darse cuenta de que no lo miró a Dios, y volver a
entrar y decirle: “Acuérdate de mí que soy un pecador”, y ahí se reconcilia. En
Dios siempre la salida es fácil, es mirarlo a Él. Dejar de mirarme a mí, dejar
de mirar a los demás, levantar la cabeza y ponerme cara a cara. A partir de ahí
la historia empieza de nuevo. Esa es la invitación de Dios. Ahora, la
invitación de Dios implica poder aceptarme y amarme como soy. A partir de ahí
empieza ese camino. ¿Por qué? Porque Dios me ama como soy, porque Dios me
quiere y me valora así; y a partir de ahí me empieza a invitar a mi historia.
Descubramos a este Dios que nos quiere, que nos ama. Mirémoslo fijo a sus
ojos y pidámosle comprender siempre este amor que nos tiene.
Lecturas:
*Ec 35,12-14.16-18
*Sal 33,2-3.17-18.19.23
*2Tim 4,6-8.16-18
*Lc 18,9-14
No hay comentarios:
Publicar un comentario