lunes, 3 de noviembre de 2014

Homilía: “Lo único que nos pide Jesús es: ‘pónganse el traje de fiesta’” – XXVIII domingo durante el año


En la película “Noé”, él va construyendo el Arca junto con sus hijos. Van subiendo las parejas de todas las especies de animales, pero, a diferencia de lo que dice la Biblia, la gente se empieza a amontonar alrededor del arca (en la Biblia dice que nadie le prestó atención). La gente se empieza a amontonar, se empieza a amontonar, y Noé se pone firme y no los deja subir. No sólo no deja subir a los del clan de Caín, sino que uno de sus mismos hijos, Cam, le pide que deje subir una especie de amigovia, y Noé se pone firme. “No, no, esto es lo que quiere el Señor.”; no deja subir a nadie más, y cierra el arca.
Cuando uno ve la película le violenta un poco: ¿ese el corazón de Dios que no quiere que nadie suba, que quiere que sufran, que quiere que la pasen mal, que se ahoguen? Porque uno espera un corazón de Dios distinto, un corazón más grande que el nuestro. A veces por tentación nos puede pasar que creamos que algunos son más privilegiados. Pero si escuchamos el evangelio de Jesús, lo que queremos es un lugar, un espacio, donde todos aquellos que quieran tengan su sitio, eso es lo que esperamos. Esperamos que la invitación, el llamado, se pueda vivir con la alegría de lo que nos dicen las lecturas de hoy.
La primera lectura de Isaías dice que Dios invitará a todos los pueblos, ninguno va a quedar afuera, va a hacer un gran banquete y todos serán invitados. El evangelio de hoy nos dice que había un casamiento, una boda, y que Dios salió a buscar a todos los invitados, mandó a los servidores a que buscaran a todos. Y después de que éstos no escucharon, siguió buscando. “Vayan hasta los cruces de los caminos”. Escuchamos a un Dios que tiene más que ver con esto que esperamos, un Dios que se preocupa por el otro, un Dios que llama, un Dios que invita, un Dios que continuamente sale al encuentro.
Pensaba en este deseo que tenemos en el corazón cuando organizamos algo. ¿Vieron cuando hacemos una comida, cuando hacemos un festejo de algo, y empezamos a invitar a la gente? Ahora es mucho más fácil porque uno manda por whatsapp, y todos van contestando si van o no van, y uno se va poniendo contento o triste según si alguien dice: voy o no voy, participo o no participo. Supongo que esto pasa más con los padres, que viven la alegría de que todos estén, pero cuántos de los que están acá no hacen una listita también con los que vienen o no a la fiesta, a ver quién me presta atención, quién no; y después me cuesta eso, hay que remontarlo. Ese corazón, casi celoso, que quiere que el otro esté. Dios tiene el mismo deseo. Dios llama, y no le da lo mismo. No es un Dios que está ahí arriba, como diciendo: “Bueno, si vienen vienen, y si no vienen, mucho no me preocupo.”, sino que es un Dios que se compromete y que busca, que desea y que quiere, que se muere de ganas, esperando que nosotros compartamos esa fiesta, esa mesa, con Él.
Esto nos tiene que sonar conocido a nosotros, porque en general cuando nos reunimos nosotros, nos reunimos a comer. Uno escucha, “nos juntamos a comer un asado”, “tomamos el té”, “salimos a tomar una cerveza”, no sé; pareciera que siempre para juntarse tiene que haber una mesa en el medio, un espacio de reunión. Para los argentinos es casi el lugar donde más nos juntamos. Es más, el otro día hablaba con una francesa, y me decía, “no, yo no entiendo nada. Para nosotros no es un lugar de reunión la mesa.” Pero nosotros lo entendemos porque lo hemos mamado de chicos, ese es el espacio de encuentro, y que sirve para que nuestro corazón se encuentre con el corazón del otro. Pero cuando pensamos en esos encuentros, pensamos en un espacio de alegría, en una fiesta. Esto es lo que dice. Dios llamó a todos los pueblos para vivir la alegría de reunirse, de festejar. Cuando hablamos de una boda, uno no piensa que estaban llorando en la boda, sino en la alegría de la fiesta, la alegría de ese nuevo matrimonio que se ha formado. Eso es lo que Dios quiere que vivamos, la alegría de la fe. Porque lo que contagia es justamente cuando uno ve algo que lo atrae.
El Papa decía en la última exhortación que la fe no se transmite por proselitismo, sino por atracción. Atrae lo que uno le gusta, lo que uno ve y le surge pensar “yo eso lo quiero vivir también”. Y cuando uno ve un espacio donde la gente vive con alegría, que le gusta, que la pasa bien, que le da vida, que le transforma la vida, eso al otro lo cuestiona. Por eso lo primero que podríamos replantearnos como familia cristiana, como comunidad, es cómo vivimos la alegría de la fe. Si la fe es transformadora y nos causa esa alegría de corazón, esa alegría profunda del que la vive y la quiere compartir, del que quiere que el otro también la pueda vivir, y por eso lo busca y lo invita: “vení, vení que acá la vas a pasar bien, está bueno”. Podemos compartir, podemos vivir la fe, y podemos vivirla con Jesús, podemos hacer fiesta. Eso es lo que quiere hacer Dios. A veces, algunas de nuestras reuniones parecieran más una sala de velatorios que un lugar de fiesta, y eso no atrae, nadie quiere eso. Lo que queremos son espacios de vida. Esto entonces es lo que tenemos que irnos replanteando, de qué manera transmitimos la vida que Dios nos da. Esa vida que tiene que transformar nuestro corazón, y que tiene que transformar el corazón del otro, y que se vive con mucha mayor alegría cuando estamos todos, cuando en la lista no me queda nadie por tildar, cuando vivo la alegría de que todos han sido llamados, y de que todos se acercaron.
Sin embargo, todos tenemos la experiencia de que no todos responden al llamado. Esto es lo que pasa en el evangelio. El Señor invitó en primer lugar a los que estaban en la lista y no vino ninguno, tenían distintas excusas, pero sin embargo eran los primeros que vivían la fe. Lo que pasa es que la invitación de Dios siempre está. Muchos son llamados, dice el final del evangelio, pero pocos elegidos. ¿Por qué? ¿Porque Dios no los llama? No. Porque la respuesta es personal, y yo desde mi libertad tengo que responder, y nosotros mismos vemos momentos en la vida en que las personas se van alejando, que en algún momento lo viven y en algún momento dicen: no, esto no lo quiero, no es para mí, y se van alejando de vivir esa alegría de la fe. La respuesta sigue siendo personal. Yo le tengo que responder a Jesús, yo tengo que querer participar de eso. Dios nunca nos obliga a nada, somos nosotros los que desde nuestro corazón tenemos que darle una respuesta, somos nosotros los que le tenemos que decir: quiero estar ahí, quiero compartir la vida con vos.
Ahora, cada uno de nosotros sí es invitado a hacer ese llamado, porque cuando mucha gente no vino, Dios volvió a mandar al resto de los caminos. Sigan buscando gente, sigan llamando, sigan invitando. La invitación de Dios nunca termina, nunca se cansa de invitar, de ir, de mandar tarjetitas, whatsapp, lo que quieran, lo que les guste. Siempre busca la manera y la forma de llegar a nuestro corazón. Y se alegra cuando están, a diferencia de nosotros no pregunta nada, porque llama la atención la última invitación. Dice que la sala se llenó de gente, buenos y malos. Y uno esperaría que diga que los malos quedaron afuera. Pero no, están ahí también, y comparten. A nosotros esto nos hace un poquito de ruido. Pero Dios no hace distinción de personas. ¿Quieren estar? Vengan. Dios sabe que la mejor de manera de que eso se transforme es estando, no dejándolos afuera. Ahora, esto es lo que hacemos nosotros en nuestras familias. Supongo que cuando alguno de sus hijos, marido, mujer, está medio rebelde, no lo echan de la casa. ¿Por qué? Porque uno quiere revertir eso en familia. En el caso del hijo, uno piensa: tengámosle paciencia, busquémoslo, uno a veces quisiera tirarlo por la ventana, pero dice: sigamos intentando, sigamos teniendo la paciencia del que le dio la vida, del que le hizo ese regalo y sabe esperar. Si nosotros con nuestro corazón complicado le tenemos paciencia al otro, cuánto más paciencia nos tiene Dios a nosotros. Sabe que con la paciencia del que ama, del que transmite cariño, del que lo vuelve a intentar, aunque sienta que el otro le cierra el corazón, que le da vuelta la cara, que no lo escucha, que no encuentra la forma, que ningún reto que ponga valga la pena; Dios sigue buscando, sigue esperando, a los buenos y a los malos. Lo único que pide es: pónganse el traje de fiesta. Es decir, sientan con el otro. Todos están iguales, todos somos iguales. Abran todo el corazón para amar, eso es lo que pide, eso es lo único que nos exige. Estamos todos de la misma manera y de la misma forma compartiendo esa fiesta.
Hoy Jesús también nos quiere reunir como familia, y como familia quiere que nos acompañemos, nos ayudemos, nos vayamos conociendo, nos preocupemos por nuestro hermano. Tengamos el mismo corazón, sintamos igual que el otro, pongámonos el mismo traje.
Escuchemos a este Dios que nos invita a esta mesa, escuchemos a este Dios que en esta mesa nos alimenta y nos hace familia, y como testigos nos invita a los cruces de los caminos a buscar a nuestros hermanos.

Lecturas:
*Isa 25,6-10a
*Sal 22,1-6
*Fil 4,12-14. 19-20

*Mt 22,1-14

No hay comentarios:

Publicar un comentario